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septiembre, 2023:

Lecturas de patrimonio: el capitel renacentista

Los elementos de las obras arquitectónicas tienen valor por sí mismos. En los palacios y templos, en claustros y ventanales, los capiteles captan la atención del viajero. En Guadalajara nació uno de los más característicos capiteles del Renacimiento europeo, el llamado por todos “capitel alcarreño” del que hoy hablo un poco.

El Renacimiento italiano hace su entrada en España de la mano de los Mendoza. Será esta poderosa familia alcarreña, en la que destacan figuras de las artes, como el primer marqués de Santillana; de la política y de la Iglesia, como el gran cardenal Pedro González de Mendoza; y de la diplomacia, como el gran Tendilla don íñigo López de Mendoza, quienes hagan venir de Italia artistas e intelectuales que sitúen en esta tierra los primeros frutos visibles del Renacimiento hispano. Ciudades y villas como Guadalajara, Cogolludo, Mondéjar y Lupiana verán,  junto a Valladolid y Granada, surgir esos albores, plenos ya de fuerza y belleza, del arte renacentista.

Una de las facetas más personales de ese protorrenacimiento en Guadalajara, han de ser los capiteles que aparecen en monumentos civiles y religiosos, y que vienen a recuperar el perdido aire clásico de la arquitectura antigua. Los primeros arquitectos y tallistas que trabajan en el estilo por esta tierra, pondrán en esos capiteles su más equilibrada firma. Son elementos inconfundibles, bien proporcionados, sencillos, pero con los elementos todos del nuevo quehacer.

Así, será Lorenzo Vázquez quien inicie con sus edificios alcarreños la trayectoria del capitel renacentista. En el Palacio de Cogolludo los pone en la portada y en los arcos del patio mayor. Más recargados y todavía gotizantes en la primera, serán los capiteles del claustro los que definen con justeza este nuevo modo de hacer. También este autor pone su vigoroso trazo personal en los capiteles del patio principal del Palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara, donde surgen los mismos esquemas de sencillez y elegancia. Y de él son también los que aparecen en las paredes y fachadas de la iglesia (hoy en ruinas) del monasterio franciscano de San Antonio de Mondéjar, en las que alternan soluciones plásticas todavía toscanas con elaboraciones clásicas de Vázquez. Son todos ellos monumentos señeros del arte provincial, dirigidos por la misma mano inspirada y obra de los últimos años del siglo xv y comienzos del xvi, el instante equilibrado en el que nace un nuevo arte.

Ese capitel alcarreño, como se ha querido denominar, en esencia podríamos definirlo como un capitel con corona de prominentes hojas de roble, con su tambor cubierto por estrías perpendiculares, y el toro adornado con ovas y dardos.

Con rapidez se extiende el elemento por la arquitectura de Guadalajara del primer tercio del siglo xvi. y así vemos cómo hace su aparición en ámbitos civiles, en los que la firma personal está ausente, y entra a jugar un papel destacado en la moda del momento. Este tipo de capitel se encuentra en los soportales de la plaza mayor de Guadalajara; en el atrio renacentista de la iglesia de Santa María la Mayor, y aún en el patio renacentista del palacio de los Dávalos, en la misma ciudad, de donde pasará al resto del estilo renacentista en España.

A lo largo del siglo XVII, el capitel renacentista de corte nítidamente alcarreño evoluciona y adquiere una nueva dimensión, de riqueza y significado. La sencilla estructura geométrica y floral introducida por Lorenzo Vázquez, va a ser elaborada y mejorada por otros autores, muy especialmente Alonso de Covarrubias. Este arquitecto y tallista, que ejerce un influjo gigantesco sobre el arte renacentista de Toledo y su zona de influencia, y dejará en la tierra de Guadalajara y Sigüenza algunas muestras exquisitas de su inspiración. En ellas, como complemento al equilibrio sabio de su estructura arquitectónica, aparecen numerosos capiteles que tras su silueta rica en imaginación y plana de equilibrio, llevan sin dudar la firma del genial artífice.

De Alonso de Covarrubias son la iglesia de la Piedad, en Guadalajara, construida por doña Brianda de Mendoza y Luna junto al palacio que años antes había construido su tío Antonio de Mendoza. También el claustro mayor del monasterio Jerónimo de San Bartolomé de Lupiana. Son obras de hacia 1535, y en ellas deja Covarrubias numerosas muestras de su vigoroso estilo. Cabezas de carneros, calaveras, angelillos en racimos, volutas complejas y valientes grutescos se entremezclan en una complejidad que nunca cansa, y que revelan la maestría de su mano y la inspiración de su genio. También tuvo participación este autor en varias obras de la Catedral de Sigüenza, y así pone capiteles, por él diseñados, en la sacristía nueva o de las cabezas y en el altar de Santa librada. La variedad de motivos que despliega en frisos, enjutas o zapatas, queda también reflejada en sus personalísimos capiteles.

De seguidores de Covarrubias, gentes formadas en el ambiente artístico toledano y alcarreño de la primera mitad del siglo xvi, son otros muchos capiteles que adornan señalados edificios del Renacimiento en Guadalajara. En este círculo resaltan los capiteles de la iglesia de El cubillo de Uceda, tanto los del interior como los de la fachada: en ellos se repiten motivos concretos aparecidos antes en Lupiana. Pedro de la Riva es un equilibrado constructor de iglesias en la alcarria, que hacia 1540 se encarga de levantar los templos parroquiales de Loranca y Galápagos. En las fachadas de ambos, y especialmente en el atrio del segundo, coloca unos capiteles muy sencillos, con ciertos trazos manieristas, de personalidad acusada. Otros seguidores de Covarrubias, como Pedro de Bocerráiz (a destacar la iglesia de El Olivar como obra suya) y Acacio de Oregón (que se responsabiliza de la iglesia de los Remedios en Guadalajara) ponen también en sus obras capiteles que están en la línea iniciada por el gran maestro, aunque paulatinamente van adquiriendo la sobriedad y sencillez de líneas que el post Renacimiento trentino introduce a todos los niveles.

De todos modos, la evolución del capitel renacentista en el arte de la provincia de Guadalajara, es una pista valiosa y que merece la pena observar. Aquí hemos visto los tipos más destacados y sus autores más relevantes. Pero, obviamente, en tan breve nómina no acaba el aspecto amplio y rico de esta parcela del arte alcarreño, que el lector debe aumentar y corregir con su búsqueda personal.

Lecturas de Patrimonio: la iglesia de La Piedad en Guadalajara

Mi aportación a la visión patrimonial de una ciudad en los días de su Fiesta Mayor. Aunque hoy la gente está a otras cosas, ese edificio solemne y pulcro sigue teniendo referencias de autenticidad. Hay que girar levemente la mirada sobre él, analizarle, y apreciarle en lo mucho que vale.

Cuando los turistas, guía en mano, se acercan al Palacio de Antonio de Mendoza, de Guadalajara, como una de las señaladas mecas del arte del Renacimiento español, muy pocos piden que, además del patio, le abran la iglesia aneja, la iglesia de la Piedad. Por eso, hoy es este un espacio apenas visitado, casi siempre cerrado, y olvidado de todos. Pero ello no le resta mérito alguno al que fue templo renacentista en el que puso mano (trazas y ejecución) el más grande arquitecto castellano del Renacimiento, concretamente Alonso de Covarrubias.

Hay que tenerlo presente: aneja al palacio de don Antonio de Mendoza aparece la iglesia de la Piedad, mandada construir hacia 1520 por doña Brianda de Mendoza, sobrina y heredera del caballero constructor del palacio anejo, don Antonio de Mendoza y Luna. Lo hizo para servir de templo que diera significado real al Colegio de Doncellas y Beaterio que instituyó en el heredado palacio. Posiblemente en sus inicios contó este edificio con alguna capilla u oratorio, bien en las salas del piso alto, bien aneja al mismo, como un apéndice. Pero lo cierto es que doña Brianda decidió elevar un nuevo templo de proporciones mayores y con una riqueza de elementos que se correspondieran con la prosapia de su linaje.

Para ello adquirió algunos terrenos y casas colindantes con el palacio, y contrató la obra con los maestros de cantería Juan García de Solórzano y Pedro Castillo, quienes iniciaron la cimentación del edificio. Sin embargo, poco después, en octubre de 1526, estableció acuerdo con el arquitecto toledano Alonso de Covarrubias para que fuera él quien diseñara la obra y dirigiera su construcción, obligándose personalmente a hacer la talla de algunos elementos, concretamente de la portada. En este sentido, el maestro de obras, -por entonces en los inicios de su carrera-, mas famoso del siglo XVI, vino a Guadalajara a dejar su huella en este templo.

La estructura primitiva de la iglesia de la Piedad, que hoy se mantiene aunque muy alterada, era la de un espacio de una sola nave, alargado de norte a sur, quedando por este costado anejo al palacio, aunque no hay evidencias de que tuviera comunicación directa con él. Se dividía en cuatro tramos, rematando en un presbiterio elevado y de planta poligonal. Así lo vemos en el único plano  existente en la actualidad de este templo, el elaborado en 1880, que se conserva en el Archivo Histórico Municipal de Guadalajara. 

La cubrición de la iglesia se hacía por medio de cúpulas nervadas cuyos elementos surgían desde las impostas en que remataban los apoyos, en forma de pilastras, que acentuaban los tramos del templo y formaban las esquinas del mismo. Estos apoyos, de los que aún se ven los del fondo del presbiterio, eran de sección cuadrangular, con basamentas de ascendencia gótica, pero con fustes lisos o levemente moldurados.

La techumbre, que ya cedió en un primer momento, hacia 1528, y hubo de ser reconstruida por el propio Covarrubias, volvió a derrumbarse tras la Desamortización, obligando a cubrir el espacio con un falso techo de escayola.

En este templo se cometieron otras diversas reformas desafortunadas: su espacio se dividió en dos por un forjado de vigas metálicas, convirtiendo la parte baja en capilla del Instituto de Enseñanza Media, y la alta en salón de actos. La restauración realizada en 1992-93 también fue muy poco consecuente con su primitiva esencia: se abrió una puerta de diseño, muy moderna, e innecesaria, sobre el muro de mediodía, junto a la puerta principal de Covarrubias; se añadió una gran escalera de materiales ostentosos a los muros del presbiterio, rompiendo las molduras y letreros que recorrían sus paredes. Y se mantuvo el segundo piso sobre el forjado intermedio.

En los días de su creación, y durante algunos siglos después, esta iglesia tuvo altares de estilo renacentista, según consta en fidedignos documentos. Tuvo rejas, orfebrería y adornos que le hacían un espacio lujoso y artísticamente inigualable. El presbiterio, cerrado ante la nave por una reja plateresca, ofrecía en lo alto de sus muros un friso en el que se podía leer (y aún con cierta dificultad hoy todavía se lee, aunque ya rota por la escalera que se le ha añadido) la siguiente inscripción: esta iglesia y monasterio de la piedad desde los fundamentos edifico la ylustre señora dª brianda de mendoza y luna hija de los ylustres serñores d. yñigo lopez de mendoza y dª maría de luna duques del infantado y dotola en la renta necesaria para las monjas y doncellas y gasto de la casa y limosnas de los casamientos acabose año de 1530 años.

Frente al altar mayor, al inicio de los escalones que ascendían hasta el presbiterio, se puso, por mandado expreso de la fundadora, el enterramiento de doña Brianda de Mendoza, tallado también personalmente por Alonso de Covarrubias. Era un magnífico muestrario de ornamentación plateresca, pues sobre los cuatro costados del mismo aparecían tallados finamente sobre alabastro blanquecino los escudos de la fundadora, con las armas de Mendoza y Luna, combinados con una agradable serie de pilastras y grutescos. El sepulcro se cubría con una gran pieza curvada en suaves líneas, de jaspe rosáceo. Fue deseo de la fundadora no aparecer en talla sobre el mausoleo, y quedar así en formato geométrico inexpresivo. Este enterramiento ha sufrido múltiples y desafortunadas vicisitudes, pues fue deshecho, arrinconado, posteriormente restaurado por el profesor don Gabriel María de Vergara, puesto en un museo interno del Instituto, trasladado nuevamente a la iglesia, y puesto a un lado de la nave. Retirado cuando las obras últimas, quedó fragmentado y prácticamente destruido. Los tres paneles que quedaban (el cuarto panel fue vendido en 1937 a un mercader que lo revendió a unos agentes norteamericanos, y ha terminado expuesto, muy dignamente, en el Museo de Bellas Artes de Detroit (Michigan) de Estados Unidos. Una cuidadosísima restauración final le ha devuelto su primitiva prestancia, y hoy se muestra en el centro del presbiterio, bajo la desafortunada nueva escalera.

Lo más interesante para el visitante de este templo es su portada, que consta fue tallada, hacia 1527-28, directamente por mano de Alonso de Covarrubias. Su diseño y estructura es también obra del artista toledano. 

Realizada sobre piedra de Tamajón, en esta portada destaca el grupo superior de La Piedad (Cristo muerto sostenido sobre su regazo por María su madre) y una serie de grutescos y capiteles acompañados de escudos heráldicos de la fundadora.

En estos días de fiesta y bullanga, especialmente para quienes nos visitan, podría suponer un rato de relax acercarse a contemplar esta portada, para la que además cumple pedir un poco más de atención y limpieza, porque ese aislamiento en el que está supone también como un olvido, y por ello siempre la vemos a oscuras, un tanto sucia, siempre con la amenaza de la fragmentación de sus piedras por la erosión de los siglos.

Evocaciones judías en Hita

La halconera de Hita

Mañana sábado, 9 de septiembre, a la tarde, la villa de Hita tendrá un motivo más para saberse digna y elocuente, reconociendo y aplaudiendo la memoria de gentes, ya idas, que han sabido enaltecerla. Un homenaje a la memoria de Beatriz Lagos tendrá lugar, a las 8 de la tarde, en las ruinas de San Pedro. Por allí andaré, para aplaudirla.

De las carencias que observo en nuestra provincia, una y principal es el olvido que de su cultura hebraica hace gala. Apenas mínimos recuerdos para cuanto supuso la presencia de los hacedores y habitantes de Sefarad entre sus límites. No hace mucho estuve en Gerona, y en sus calles ví reflejada esa pervivencia de la Sefarad antigua, en forma de placas de bronce entre los adoquines. Lo mismo que pasa en Toledo, o en Ribadavia, o en Lucena que visité recientemente, como en Tudela, donde iré a la semana que viene. En sus pavimentos lucen el signo de “Los Caminos de Sefarad” y los edificios que recuerdan la presencia judía son señalados, destacados y atendidos.

Conviene saber que los judíos, en Guadalajara, fueron numerosos hasta el siglo XV. Muchos de ellos quedaron a vivir en los pueblos de la provincia, gozando de sus pertenencias y trabajando en sus oficios, pero ya “convertidos” de forma forzosa al cristianismo. Aljamas hubo y muy importantes en Hita, en Sigüenza, en Molina, en Pastrana. Sabemos que también las hubo en Atienza, en Marchamalo, etc. En Guadalajara ciudad estaba sin duda la más numerosa y selecta, pues consta que aquí se estableció un grupo denso de estudiosos e intelectuales, que integraban la llamada “Academia de la Diáspora”, sabios teólogos, traductores, poetas y cabalistas, que fueron protegidos por los ricos comerciantes de la familia de los Benveniste, Avrabanel y Aboba. Los historiadores Yithzak Baer, José Luis Lacave, Francisco Cantera y Carlos Carrete, además de Manuel Criado de Val, y Marcos Nieto, han ido aportando numerosos datos sueltos con los que puede construirse una amplia visión realista de la existencia y movimientos de los judíos en la parcela alcarreña de Sefarad.

Por el contrario, también aquí destacó la acción de los opositores y rigurosos perseguidores de los judíos. Uno de ellos, el más conocido, don Pedro González de Mendoza, el gran cardenal, fue creador de la Inquisición, primer inquisidor general de Castilla, y uno de los que participó en la elaboración del edicto de expulsión, la terrible pieza administrativa que fue leyéndose en todas las calles de las aljamas judías de Sefarad en los primeros meses de 1492, obligando a marcharse del país a todos cuantos no quisieran seguir aquí convertidos al cristianismo. Drama que se lee con admiración y facilidad en esa serie de “Novelas de Hita” que nos ofreció la escritora argentina Beatriz Lagos, y que expone de forma magistral, a través de la vida de tres mujeres judías de Hita, sus costumbres, sus deseos, y sobre todo, los miedos y las tristezas de irse unas, quedar las otras, todas desarraigadas en su propia casa.

Viajando por la provincia, en Albendiego nos encontramos tallados en la piedra rojiza de su iglesia de Santa Coloma la exalfa o sello de Salomón. Por Sigüenza subiendo desde la plazuela de la Cárcel al plazal del castillo, trepamos por la calle de la Sinagoga. En Hita, solo con ver la silueta de su viejo castillo ruinoso, recordamos a Samuel Haleví Abulafia, el tesorero real. En Guadalajara, si subimos desde la antigua carretera a la calle del Museo, lo haremos por la calle de Sinagoga, y en la cuesta de Calderón tendremos la memoria de otros dos templos judíos, uno de ellos, la sinagoga de los toledanos, alabada por todos cuantos la conocieron… Un mundo de temor y brillos, la Sefarad que hoy se nos muestra, delicadamente recuperada en una veintena de poblaciones españolas. A las que deben sumarse algunas de nuestra provincia. Es obligado por evidente criterio histórico.

Viene todo ello a cuento del anunciado Homenaje que mañana dedicará la villa de Hita a la memoria de la escritora (nacida argentina, nacionalizada estadounidense, pero siempre española de corazón) Beatriz Lagos. Fue un honor conocerla, tratarla, y sin esfuerzo admirarla. Y ello porque mientras en Hita vivió, en aquella “Casa de los Poetas” en que fue reuniendo amigos, escribió algunos libros en los que esa memoria palpitante de Sefarad quedó impresa para siempre. Ahora recordaré alguno de ellos. Antes, unas líneas sobre su persona.

Beatriz Lagos nació en Argentina en 1931, y murió en Pitaluga, California, en 2019. Se graduó en Literatura Castellana en Buenos Aires, y nos decía que entre otras había tenido por profesora a Clara Campoamor. Es cierto que esta autora vivió su exilio en Buenos Aires en la década de 1940, dando conferencias y haciendo traducciones del francés.

Lagos se diplomó como profesora de inglés, dando clases en el Liceo Cultural Británico de Callao, y como Bibliotecaria Técnica. Por cuestiones familiares (sufrieron las dictaduras militares del Cono Sur con especial virulencia) se trasladó a vivir a California, consiguiendo su Master en Literatura en la Universidad de Berkeley, y su licenciatura en Artes Liberales en la de Sonoma. Después, dedicada a la enseñanza, recorrió los Estados Unidos con aplauso general. Sus escritos, especialmente poemas, y sus novelas, han sido reconocidas en todo el mundo. Entre 1990 y 1997 fijó su residencia en Hita, en “La Casa del Poeta”. Empapada entonces de la cultura castellana, de la simbología literaria y patrimonial de Hita, vivió en esos años sus más densos procesos creativos, dirigiendo encuentros poéticos en la villa alcarreña y en Guadalajara capital. Aún recordamos algunos las reuniones literarias habidas en su casa, con vistas a los campos alcarreños, y con la insistente voz de sabiduría que emanaba.

Conoció ella entonces la actividad literaria y cultural de la Editorial AACHE, y decidió que su obra española fuera albergada en sus catálogos. Aunque de regreso en USA, de aquella época (los años 2000 a 2003) son la redacción y edición de sus tres grandes novelas que pusieron a Hita como un lugar señero (soñado en parte, pero muy real en su registro documental) en el contexto de la novelística histórica. Engarzadas por un temario común, que es el mundo medieval y renacentista de Hita, Beatriz Lagos publicó sucesivamente, las tres novelas que ahora le procuran este póstumo homenaje: La Halconera de Hita, (2001), La Juglaresa de Hita, (2002) y La Tapicera de Hita, (2003). 

“La Halconera de Hita” es una historia, en realidad, que tiene todos los elementos para ser calificada de novela, y buena. Una historia apasionante, bien tejida, en la cual no decae el interés ni en uno solo de sus 37 capítulos. Personajes hay cientos, y protagonista, lógicamente, solo una: la figura de esa mujer, de esa María cuya profesión es halconera en un fin de tiempos que pone a prueba el valor y la firmeza del espíritu, es de verdad, de cuerpo entero. Su aventura/s, con la mezcla justa de realismo y fantasía que requiere este tipo de relatos, anclados en el saber medieval, es creíble, y está tejida con detalle y pasión. Muchos elementos de ese libro se cimentan en la realidad histórica: los personajes que pululan por sus páginas están sacados de la realidad de una aljama judía, la de Hita, muy dinámica en el final del siglo XV. Confirmados por los documentos, al menos en sus nombres. Pero los nobles castellanos, los rabís judíos, los creyentes islámicos, frailes y monjas, curanderos y brujas, todo está tallado con la razón de la certeza, y tejido con el hilo de la fantasía. De novela histórica puede ser calificada esa Halconera de Hita que nos entregó Beatriz Lagos, un tipo de literatura tan de moda, tan querida también, y tan interesante. Una novela histórica surgida de la entraña misma de la Alcarria, con la calidad extrema de una poetisa, y que muy pocas más de las novelas hasta ahora escritas habían dado razón tan clara de esta tierra. Aunque ya agotada en librerías, puede ser consultada en bibliotecas.

La memoria de Beatriz Lagos queda impregnando su obra. Mañana, en Hita, lo aprenderemos, de nuevo.