Setiles, historia, arte y naturaleza
Me sigue pareciendo un milagro que un pueblo, ya encauzado el siglo XXI, mantenga tan vivas y originales sus marcas de identidad, sus proyectos de siglos, sus edificios reverenciales y firmes. Setiles es un lugar donde parece que el tiempo se ha detenido. Desde hace mucho.
Llega el viajero a Setiles, en una calurosa mañana de verano, y se encuentra el pueblo de bote en bote. Es lógico: la mayoría de la gente que aquí nació, o sus padres o abuelos, han emigrado hacia el dinámico Levante. El pueblo, sin embargo, sigue en pie, cada año mejor cuidado, limpio y espléndido, conservando sus elegantes edificios, la rancia solera de sus esquinas de piedra rodena, los altos portalones adovelados de sus casonas, el rumor del agua de sus fuentes.
Para quien ande buscando fuentes, antiguas y grandes, Setiles es un lugar ideal, porque hay dos: la fuente de abajo, según se entra al pueblo, enorme y espectacular, como barroca aunque construida a principios del siglo XX, con caños en sus dos costados, y un remote floripondiado. Y la fuente de arriba, que dicen que es de aguas medicinales, y cura gotas y reumas. Es bonita y centra una plaza llana.
Tiene Setiles otras marcadas señas de identidad: la existencia de más de una docena de casonas típicas molinesas. Bien cuidadas aún, con escudos, grandes balconadas, molduras en sus entradas, rejas solemnes cubriendo sus vanos. Entre ellas, al viajero le entusiasma la “casa fuerte” de los Malo de Marcilla, que tiene todavía el aire de auténtico castillo, modificado a lo largo de los siglos, y hoy utilizado al menos por dos familias. En su esquinazo oriental se alza enorme un torreón en cuya altura hubo almenas y en el que todavía se ven saeteras y huecos aspillerados, para la defensa con flechas y bombardines. La portada, muy moldurada, del siglo XVII, tiene en lo alto el escudo de los Malo, con sus dos corderos en torno al Libro Sagrado. Junto a estas líneas pongo una foto que saqué en mi última visita.
Otra es la “Casa Grande” que empezaron a hacer para servir de sede a los Escolapios, que querían poner allí colegio, y al final ha servido de todo, hasta de sede de la Ibercaja, que la ha cuidado con el primor que esta entidad trata todos sus edificios. La mejor, la que al viajero le entusiasma sobre todas, es la casa barroca que construyera en el siglo XVIII un cura llamado Diego Herranz y que hasta hace poco habitaron el tío Pedro y la tía Braulia.
Historia de Setiles
¿Por qué el nombre del pueblo? En Zaragoza hay otro que se llama Sediles, y tiene la misma raiz. Quizás sea el “cercado de la carrasca”. Ranz Yubero en su obra “Toponimia Mayor de Guadalajara” dice que no tiene datos para esbozar una hipótesis sobre su nombre. Gregorio Checa López, en su magnífica y sorprendente “Historia del Pobo de Dueñas”, dice que ese nombre deriva de “Septum illex”, que significa “lugar cercado por la ley”, aludiendo quizás a algún asedio en época romana. Sin duda fue de inicio un asentamiento celtíbero, dada su proximidad a las minas de hierro. Minas de hierro que dieron la vida a Setiles durante siglos, y hoy están cerradas. Bueno, paradas, mejor dicho. Porque nunca podrán estar cerradas: eran unas minas al aire libre, que arañaban sin cesar la montaña en su costado más rico, la Sierra Menera de donde salía el hierro, que, sobre furgonetas, y atravesando el serrijón por un pequeño túnel, salía a Ojos Negros, que era la que llevaba la fama y salía en los libros de texto del Bachillerato.
Según el Madoz, a mediados del siglo XIX tenía Setiles 400 casas, y 40 niños acudiendo a la escuela de instrucción pública. Se mencionan las dos fuentes del pueblo, una de las cuales ya dice que tenían sus aguas propiedades medicinales para la curación de la clorosis y mal de orina. Entonces su mayor producción era la minera, de hierro. Tenía 102 vecinos, con 318 almas.
Y más historias de Setiles: En su inédita “Historia del Señorío de Molina” decía don Diego Sánchez Portocarrero: “Setiles es también pueblo antiguo desta Sexma [del Pedregal], ay mención dél en el testamento de la infante Doña Blanca. Su nombre pareze Romano, sincopado de “Septícolis”, epíteto de la ciudad de Roma por estar fundada sobre siete Montes o collados, hartos tiene el término deste Pueblo a que poder ajustar este nombre, en él ay una casa fuerte del Mayorazgo de los Malos de Marzilla”.
La sesma del Pedregal tiene estupendos pueblos, cuajados de memorias, de monumentos y de viveza ahora. Setiles es uno de ellos, siempre en la divisoria de Aragón y Castilla. Elegido por ganaderos que en el siglo XVI para vivir allí, se empadronaron en el censo de los hidalgos, que no pagaban impuestos gracias a privilegios reales, que siempre protegieron a los propietarios de ganado, especialmente el lanar, origen de las mejores rentas de Castilla. Estos hidalgos recibían el título de “Señor”. Al menos 17 familias hubo en este pueblo con el título señorial y el privilegio de exención de pechos. Eran suyas las casas que hoy vemos con las esquinas y dinteles de piedra rodena tallada y su escudo en la clave del portón. Una huella en los papeles queda de aquello: existe todavía el título de Señor de Teros.
Hermosuras de Setiles
Nada queda del castillo que hubo en Setiles en la Edad Media. La defensa del Señorío por parte de los Lara suponía su construcción segura. Hay documentos que así lo afirman, pero no ha quedado ni una sola piedra del mismo. Solo el lugar, que señalan estuvo detrás de la iglesia, donde se han encontrado también huellas de castro celtíbero. No en “Los Castillejos” que es un paraje de la Sierra Menera donde hubo torre vigía.
Y aparte de las ya mencionadas casas molinesas, de las fuentes, de la amplitud de calles y mejoría neta de viales y edificios, en Setiles destaca la iglesia, dedicada a la Asunción de Nuestra Señora, aunque la patrona o advocación más celebrada siempre ha sido la Virgen del Rosario. Así se lo explican al viajero dos amables señoras que andan esa mañana arreglando altares en el interior del magnífico templo parroquial.
Se construyó esta en el siglo XII, a la hora de la repoblación. Luego en el XVII fue casi totalmente transformada y rehecha, siendo acabada su torre en 1622 por el maestro constructor Diego de la Peña. En 1663 se construyó la capilla mayor y se la puso el retablo. Fue destruida casi totalmente por un incendio a principios del siglo XX, siendo reconstruida con el trabajo de los vecinos poco después. De lo primitivo conserva la referida torre, orientada a noroeste, de airosa fábrica de ladrillo, rematando en cupulilla cubierta de tejado ondulado a cuatro aguas, revestido de tejas de cerámica verde y azul, al estilo de las iglesias de Aragón. La planta es de cruz latina, con marcado crucero. El interior, de una sola nave, muestra el altar mayor, obra de hacia 1730, en estilo barroco con algunas tallas interesantes. Fue su autor el maestro retablista molinés José Lanzuela, quien expresó lo mejor de su arte y técnica en esta pieza. El dorado corrió a cargo, ya hacia 1770, de los hermanos Pedro y Pascual Serrablo, vecinos de Blancas pero entonces residentes en Molina. Por los muros del templo aparecen otros retablos más pequeños del mismo estilo, apareciendo en uno de ellos una magnífica talla de Cristo crucificado.
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