La iglesia de San Gil, en Molina
Molina de Aragón, ciudad de rancia tradición, “heroica en grado sumo”, y sumida en la supervivencia, tiene elementos que la anclan en un pasado interesante y destacable en el conjunto de España. Lo consigue por su historia y por su patrimonio. Y de sus viejos edificios algunos destacan especialmente, como este templo dedicado a San Gil, que hoy hace de parroquia única del burgo.
Santa María la Mayor de San Gil fue construida, allá por los siglos XII o XIII, como uno de los primeros templos del recién creado Señorío. Por ser una ciudad pujante y en continuo crecimiento, la de San Gil sería de inicio una sencilla construcción románica, una iglesia de barriada. Asentada en terreno blando y movedizo, su torre, airosa y altísima, fue cediendo en verticalidad y llegó a quedar tan notablemente torcida que, durante años, décadas, gozó de fama y nombradía por España; tanta que, cuando Fernando el Católico, aún joven, pasó de Aragón a Castilla, en Molina no se perdió la visita a la torre inclinada de San Gil, que debía competir con la de Pisa en inestables equilibrios. El cronista Núñez dice de ella que parecía «tenerse en el ayre y ponía temor verse qualquiera debajo della». El Católico Fernando, ante el estupor y curiosidad de los molineses, cumplió el rito obligado de cuantos visitantes se acercaban a San Gil, y, poniendo las puntas de los pies y la tripa pegada a la misma torre, no se podía tener si no le ayudaban, «y assí llevó que contar de esta torre, como cosa que parecía maravillosa».
El caso fue que, andando los años, el resto de la iglesia vino al suelo y solo la torre torcida se mantuvo. Hacia 1524 se comenzó a levantar de nuevo la iglesia, ya en un estilo de decadente y fácil gótico, con un mucho de ramplón manierista. Gruesos muros y la capilla mayor estaban ya levantados a mitad del siglo XVI. Y la historia de la torre siguió: a principios del siglo XVII vino un maestro de obras, llamado Juan Fernández, aureolado de fama por haber levantado, y con buen arte y valentía, la capilla de los Garcés de Marcilla en el convento de San Francisco. Dijo que él se comprometía a levantar una hermosa torre que hiciera olvidar la fama de la anterior. La empezó, pero a poco murió. Y añade el cronista que a su muerte heredaron esta obra suya un yerno suyo y otros canteros, que, aunque le heredaron la hacienda, no le heredaron el arte ni la pericia. Hicieron proporciones equivocadas. A poco se hundió lo que llevaban hecho. Vinieron nuevos maestros, dejándola a medias, pues el terreno debía ofrecer unas características de poca fiabilidad; llegando a gastar 6.000 ducados en levantar tan solo tres estados la torre; y así, sin concluir, se inauguró el siglo XVII.
En esa época, la iglesia de San Gil recibió la advocación de Santa María la Mayor, siendo ya la más importante de la capital del Señorío. La nobleza molinesa hizo generosas donaciones y se fundaron y levantaron capillas insignes. El Cristo de las Victorias, imagen antiquísima que estuvo en el altar mayor de la primitiva iglesia, sirvió para presidir la capilla fundada por el regidor de Molina, don Antonio de Peñalosa, cuyo constructor fue el maestro de obras Juan de Aguas, quien, estando subido a los andamios, cayó de un tablado que no estaba bastante seguro, de que murió. Otra capilla famosa era la de la Virgen del Pilar, en cuyo altar existía privilegio apostólico de que, por cada misa que en él decía un miembro del Cabildo eclesiástico, salía libre un alma del purgatorio. Otra curiosidad del templo era el grandioso y bien timbrado órgano que construyó, hacia el año 1600, un fraile pasajero, que «de su tamaño no hay otro más perfecto en España, y si se hubiera de querer dar lo pesarían a oro algunas cathedrales». Hasta dos relojes, como signo de opulencia y modernismo, tenía el templo.
De sus múltiples capillas, piezas de orfebrería, ornamentos, altares y cuadros, no se acabaría nunca de hablar. Eran muy numerosos. En esta iglesia tenía su sede el Cabildo de Clérigos de Molina, antiquísima y poderosa institución originaria de los primeros años del Señorío. El cura de este templo lo era también de Prados Redondos, Chera, Otilla, Aldehuela, Valsalobre y Castellote, hasta los años de 1500, en que el cura y vicario Pedro Alonso repartió varios beneficios entre sus sobrinos y familiares, entregando el curato de Prados Redondos a otro sobrino, con lo que empobreció el cargo.
Numerosos enterramientos de la nobleza molinesa tenían aquí su asiento. En competencia con el convento de San Francisco, su suelo se cubría de grandes lápidas donde, entre yelmos y escudos, yacían señores, hijosdalgo y caballeros de Molina, y en las capillas las estatuas de olorosa y húmeda piedra ponían su sello de misterio e impenetrabilidad.
Así aguantó esta iglesia de San Gil, que era grande, opulenta, cuajada de altares y devociones, durante siglos. Esencia de la catolicidad contrarreformista, que vino a alargarse hasta los tiempos del Papa Leon XIII (o sea, hasta ayer mismo) y que al entrar daban ganas de persignarse entero con el agua bendita que colmaban sus pilas de la entrada. Cierto es que el asalto francés de 1811 dejó al templo, –como al resto de la ciudad– chamuscado y vacío, profanado y desgualdramillado. Y más cierto aún que el templo sufrió un gran incendio en 1915, que lo vino a dejar ya sin otra cosa que los muros humeantes.
El 29 de septiembre de 1924, tras su reconstrucción, fue inaugurado nuevamente este templo, que es hoy la iglesia grande y por antonomasia de la capital del Señorío de Molina. Hacia 1980 se le añadió otro mérito. Vacía la aldea de El Atance, en territorio seguntino, para construir sobre ella un embalse, el retablo de su templo fue desmontado y traído a San Gil. Le ha dado un valor extraordinario, porque lo tiene el retablo, y solo con ello se justifica una visita al templo. Se trata de un gran retablo renacentista, con tallas y pinturas, policromado y hermoso, con imágenes y escenas de la vida de Cristo. De esa forma ha seguido latiendo esta iglesia molinesa, la más querida y principal, siempre de sorpresa en sorpresa.