Memoria del pan en Guadalajara
Siempre de moda, por alimento esencial y de todos bien considerado, el pan tiene sus páginas propias en los abiertos libros del costumbrismo y las tradiciones. Por los pueblos de Guadalajara se sabe de panes, y estos se usan como elementos esenciales en sus fiestas y ritos. Aquí recuerdo algunos.
El pan ha sido uno de los elementos claves en el concepto naturaleza a respetar, como esencia de la alimentación, y por tanto de la vida. Connotaciones religiosas se le han añadido, a lo largo de los siglos, y en muy diversas civilizaciones. Todos recordamos aún cómo en casa, cuando se caía un trozo de pan al suelo, se le daba un beso, al recogerlo. En el Nuevo Testamento, quizás uno de los milagros más conocidos de Jesús es la “multiplicación de los panes” y de los peces.
–Señor, ¿cómo vamos a alimentar a toda esta multitud que nos sigue, si solo contamos con cinco pedazos de pan y dos pescados? Y Jesucristo alzó la mano, bendijo lo que había y ordenó a sus discípulos que empezaran a repartir…. Se saciaron cinco mil personas que allí había. “Yo soy el Pan de la vida”, dijo en varias ocasiones según relatan los cuatro evangelistas.
Viene este preámbulo a cuento de una revista que (una sola vez al año, y ya es bastante) aparece los veranos en Labros. Se titula como el pueblo, y la creó Andrés Berlanga, la continuó su mujer Enriqueta Antolín, y ahora la continúa otro labreño de bien, Mariano Marco Yagüe, quien en el número de este año nos deja un sabroso recopilatorio de asuntos panificables bajo el título de “El pan bendito”.
Como médico siempre he creído que somos lo que comemos, y que el truco final de una larga y saneada vida es comer lo adecuado, lo beneficioso, en cantidades razonables, evitando lo dañino, lo tóxico… en todo momento. Y que el pan es uno de esos elementos que son fundamentales, porque lo han sido siempre, manifestándose como esencia de la alimentación humana. De ahí las similitudes religiosas entre el pan que se come, y el alimento del espíritu.
Nos recuerda Marco que en la vida tradicional de nuestros pueblos, y durante siglos, el pan estaba presente en los ritos claves de nuestra existencia: el día del bautismo era una ofrenda que se hacía en la iglesia, y que solía hacer la madre de la criatura cuando, cuarenta días después del parto, acudía por vez primera al templo llevando a su hijo en los brazos.
También en las bodas aldeanas el pan era esencial, especialmente en la jornada de la segunda amonestación, en el que la novia llevaba un pan a la iglesia. En otros sitios, se llevaba también el día de la boda. Los ritos de matrimonio en la religión judaica dan también mucho protagonismo al pan.
Y en el trance final, tras la muerte, en esa misa que se celebraba siete días después del entierro, se llevaba pan, lo mismo que en el “cabo de año” al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento: en esa ocasión al pan, generalmente redondo, se le ponía una vela en medio, y prendida esta se entregaba al párroco.
Dice Mariano Marco que en Labros se tenía la costumbre (autóctona, no importada de extrañas latitudes) de poner un pan en medio de la mesa, en torno a la que se reunía la familia la noche de Difuntos, a principios de Noviembre. En el tiempo brumoso de las largas noches, el pan se partía en tantos pedazos como miembros tenía la familia, cada uno alargaba la mano para coger una rebanada, y se lo llevaba a los labios, besándolo. Luego lo tomaban untando cosas en él, dulces, salados, etc…
Y en el inicio de muchas fiestas (las clásicas han sido San Antón, San Antonio, y San Roque, pero ha habido muchas más) la víspera de la celebración se repartía “la caridad” o el reparto de pequeños panes a todos cuantos se acercaban a la puerta del templo. En muchos sitios lo llamaban “la costumbre”, añadiendo al pan un trozo de queso, unos garbanzos asados, algunos cañamones, o con un cazo se repartía la limonada, que no era sino vino del año anterior, y rebajado. Con ello se limpiaba el alma, porque el hecho del reparto y la recogida servía para “ganar las indulgencias del santo”.
En todo ello hay mucho de ritual, de mentalización del pueblo, al que se le hace sumiso, agradecido y dispuesto a colaborar con la iglesia y sus ministros. Pero no cabe duda de que el hecho de entronizar al pan como elemento de cohesión social supone un ancestralismo que radica en el entendimiento subyacente de la importancia de ese alimento, que es trigo simplemente, con su levadura, y que lleva la esencia de la vida, porque con pan, y agua, puede un ser humano resistir mucho tiempo sin morir.
De las muchas fiestas que tienen al pan por protagonista, destacaría un par de ellas en nuestra provincia. Por ejemplo, la sopeta de Luzaga, que es un plato que se elabora popularmente a base de pan, vino y azúcar, y que el Ayuntamiento de la villa repartía entre los vecinos el día de San Roque, mediado agosto. Los vecinos acudían con barreños y jarros llenos de migote de pan, sobre los que los concejales echaban el vino. Más que el alimento, divertía la sazón, los chascarrillos, las buenas andanzas de unos que daban y otros que recibían… De ello habla, y de muchas otras historias relacionadas, María Josefa García Callado en su magnífico libro “Antigua historia del pan (Serranías del Alto Tajuña)”.
La otra gran fiesta del pan (que va unida a los toros, como en tantos lugares de la Alcarria) la viví hace años y sé que siguen haciéndola en Fuentelencina. Es para San Agustín, su patrón, el 27 de agosto, aunque los días de antes y después también se celebran festejos sonados. Lo más curioso es la corrida que por las calles y plaza hacen los mozos de un toro o novillo, al que finalmente sacrifican. Con su carne se hace una caldereta que es repartida en forma de sopa, a la puerta de la iglesia, al vecindario y visitantes. En la antigüedad acudían miles de personas a tomar la caridad de San Agustín de Fuentelencina, pues se creía era milagrosa y protectora contra muchos males, en especial de fiebres periódicas. También ese día se reparten, en el ayuntamiento, unos panes con anisillos, muy característicos. El origen totémico de esta fiesta es claro, pues las virtudes atribuidas a la sopa que resulta de guisar el animal, son derivadas de su potencia generatriz, de su fuerza muscular y mitológica, aunque luego el rito se cristianó con el patronazgo de San Agustín. Este tipo de «fiesta de huesos» o «calderetas» hechas con los restos de los toros y novillos lidiados en las fiestas, son muy frecuentes en los pueblos de la Alcarria, y demuestran un origen común y primitivo, totalmente pagano, quizás ibérico.