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abril, 2019:

La Alcarria y el Libro

la alcarria el libro

 

Hoy es un buen día para hablar de un libro, que acaba de ser presentado, y que está siendo uno de los más solicitados en este “Día del Libro” en la primavera de Guadalajara, que está llenando las aceras de nuestra ciudad de publicaciones. Un libro que lleva en su título la definición de sí mismo, escrito por Francisco García Marquina, y titulado La Alcarria: el libro. Este fin de semana, sin duda, va a estar dedicado a los libros, a los que desde aquí saludo como amigos entrañables.

Nadie mejor que el propio García Marquina, -que ha conquistado ya cátedra de escritor y docente en nuestra tierra, tras duras oposiciones ante el pasotismo imperante- para saber cuales son los méritos de aquel libro, el “Viaje a la Alcarria”, que en 1946 escribiera Camilo José Cela, y un año después lo publicara, llegando a alcanzar una tirada que hoy ya supera (en muy diversas lenguas del mundo) los once millones de ejemplares.

Dice don Paco que sin una campaña de promoción comercial (del libro y del autor) como ahora se llevan, cuando se intenta vender un libro, el “Viaje a la Alcarria” ha conseguido ponerse en la cima, y estar (para seguir estando) entre los escasos cinco títulos en lengua española más leídos en el mundo. Y nos enumera las cuatro razones en las que se ha sustentado ese éxito:

1ª porque trata de un viaje “que es el espejo del devenir humano, y esa es la trama de la mayoría de los libros fundacionales de la humanidad”.

2ª porque su “tono arcaico, naturalista, inocente y elegíaco” evoca el ancestral impulso que todos tenemos hacia el tiempo de la infancia y del paraíso perdido de nuestras inocencias.

3ª porque la obra entera transmite una sensación de colores vivos, de aromas ciertos, de voces concretas, en un festival de sensorialidad que nos engancha. Y

4ª y como remate, “porque está escrito con una belleza concisa y de aparente sencillez que realmente es fruto de mucha sabiduría”.

La obra de García Marquina se basa en un artículo suyo que publicó, hace más de veinte años, en la revista “El Extramundi y los Papeles de Iria Flavia”, con el título de “La sabiduría de un libro sencillísimo” y que aquí amplía y considera con mucha mayor precisión, y también-añado- con el acopio de nuevos saberes adquiridos en estos últimos decenios.

 

En su penúltimo libro, “La España de Cela”, García Marquina nos confirmó su forma más útil y certera de abordar un tema amplio, a base de breves artículos en los que con nitidez y precisión ofrece su visión de un tema puntual. Lo había hecho antes en su biografía del escritor, “Cela: retrato de un Nobel”, y lo repite ahora en este último -por ahora- libro que nos entrega. “La Alcarria: el libro” va compuesto a lo largo de sus 176 páginas con 23 artículos en los que se aborda el análisis del más veces traducido libro sobre nuestra región, el “Viaje a la Alcarria” de Camilo José cela.

Desde su estructura hasta su visión poética, desde los personajes que en él florecen a las ediciones que ha reconocido. Un par de docenas de miradas, densas y clarificadoras, sobre esta obra que ha conseguido, como dice Marquina en su último párrafo, “hacer universal y legible esta humilde y hermosa región de España”.

Aunque él ya se lanzara en su “Guía del Viaje a la Alcarria” al análisis de la construcción de la obra, a la búsqueda de sus escenarios e intérpretes, y a la didáctica profesión de orientar al lector por ella, en esta ocasión ha ido más allá, porque se ha entretenido en desentrañar el libro entero, en menor espacio, pero con herramientas de lo más fino, casi quirúrgicas, y buscarle el alma, los entresijos, despojándole de grasas y sacando sus latidos.

Dice que Cela “salió al campo, a que no le pasase nada”. Y a usar la palabra en el sentido más artístico de la misma, alzándose como un preciosista del verbo. Pero no son las frases las que definen a esta obra, que por sí misma es una larga frase salpicada de personajes curiosos, llamativos, reales en aquel tiempo (1946) en que vivió el trote caminero. Lo que define la obra de García Marquina es su capacidad de desentrañar, de sacar a flote sus mensajes, sus técnicas, sus proyecciones y sus más definitivos valores, tanto literarios, como históricos y sociales.

Hablando del viaje, Marquina indaga acerca de esta actividad tan primitivamente humana, tan antropológicamente esencial: “La literatura viajera es básica -nos dice- porque el viaje es la metáfora de la vida, y a lo largo del texto el viajero describe un itinerario de descubrimientos”. Qué más da que sea por Guadalajara por donde viaje (Guadalajara es, en el fondo, un mero concepto administrativo y burocrático), por la Alcarria (espacio del mundo con sus propios caminos -de tierra y piedras, tal como se define- y sus propias gentes y costumbres) o por el interior de su jardín. El caso es andar, es descubrir, hablar con la gente, saber de sus vidas, de sus genealogías y de sus ansias.

Y añade Marquina que “también el viaje simboliza el fluir de la vida, que supone tanto el deseo del novedad… como la conciencia de lo efímero” Luego, en su ensayo sobre “Relatos de viaje”, el autor de esta obra nos dice cuales han de ser las cualidades de la literatura de viajes, que toma de Luis Alburquerque: 1ª la inexistencia de una verdadera trama; 2ª la supremacía de un orden espacial, por el que se subordina la narrativo a lo descriptivo, y 3ª las intencionalidad literaria, esto es, el aporte de aquellas palabras, frases y contenidos que el autor piensa embellecen el relato, y solo por ello.

Son otros epígrafes de este estudio sobre el “Viaje a la Alcarria” los que van completando, no solo el conocimiento de la obra, sino, como todo buen libro, el descubrimiento de las necesidades y los deseos del propio lector. Y así nos regala su visión sobre “La palabra de la tierra”, sobre “La tradición viajera”, sobre el “Paisaje” y el “Paisanaje” en los que se entretiene con minuciosidad de entomólogo (en algo había de revelarse la primitiva profesión de biólogo del autor) y nos detalla con explicaciones muy metódicas y útiles los paisajes por los que discurre el libro, y los paisano con los que se encuentra el autor.En este caso con los reales, porque ya sabemos (en otro lugar lo explica) que sobre las páginas del libro Cela eternizó a otros diversos personajes inventados. Es lo que tiene esto de la literatura. De la buena literatura.

La obra, pulcramente editada, ha sido promovida por la Excmª Diputación Provincial de Guadalajara, que con ella ha querido contribuir a rememorar los 70 años que se han cumplido desde su publicación primera. Aparecen grabados de sus primeras ediciones, mención a sus innumerables traducciones, y retratos de sus personajes que han calado en la memoria colectiva (inolvidables Quico Sanz, Félix Marco, Celedonio Torralbo o Julio Vacas “Portillo”) sin olvidar al principal de todos, el viajero vagabundo, personaje al que Cela crea, recrea y en el que finalmente se embute, ya para siempre. Un libro, pues, que sirvió para que su autor se transformase, y para que hoy evoquemos su paso por esta tierra, que tanto ha cambiado, pero que fue como la cuenta, un “torbellino de pasiones”. O algo así.

 

En el tercer centenario de la Real Fábrica de Paños de Guadalajara

Felipe v real fabrica de paños de guadalajara

Se cumplen ahora los tres siglos justos desde que el rey Felipe V, de la dinastía Borbón, fundara y diera un impulso extraordinario a la que sería primera gran fábrica real de paños de la nación. Como estas cosas no suelen ser consideradas apenas por los poderes decisorios e impulsores de la vida cultural ciudadana, al menos que vayan estas líneas en recuerdo de aquel gran centro fabril, eje de un desarrollo que fue, en su día, muy potente.

Muy diversas fueron las circunstancias que propiciaron este acontecimiento. Dos concretamente están en la raíz del asunto: la destrucción de la ciudad y el padecimiento de sus habitantes durante la Guerra de Sucesión (1701-1713) y el apoyo que la ciudadanía arriacense había dado al partido ganador, el del rey Felipe [V] de Borbón, quien para demostrar el aprecio que esta importante ciudad de su nuevo reino le suponía, decidió celebrar sus bodas con Isabel de Farnesio en el mejor palacio de la ciudad, en el que era propiedad de los Mendoza duques del Infantado.

El Concejo elevó al Rey sus razonadas peticiones de ayuda, fundamentalmente dirigidas a la condonación de sus deudas fiscales, y a la rebaja drástica de los impuestos durante los siguientes 10 años. Además de acceder a ello, el Rey pensó en favorecer más especialmente a esta ciudad, también avalada por los Mendoza ante su trono. Y así fue que se decidió la creación de esa gran fábrica de paños que para el abastecimiento de la administración estatal, y para la ciudadanía en general, se estaba necesitando.

Puso a su frente, a través del favorito cardenal Alberoni, al barón Juan Guillermo de Ripperdá, un holandés con gran don de gentes y que alcanzó en esos años la categoría de “favorito” de la reina Isabel de Farnesio. Durante unos pocos años, (entre 1715 y 1726) Ripperdá controló las finanzas y la maquinaria del Estado borbónico, siendo primero Secretario de Estado.

Aunque la Real Fábrica de Paños se estableció, en un principio, en 1717, en Aceca (Toledo), lo mal dispuesto de sus instalaciones hizo que se decidiera por contar con Guadalajara para su establecimiento real, cosa que ocurrió en 1719. Entonces llegaron los 50 operarios (con sus familias, y con sus telares) procedentes de Leiden, una ciudad holandesa muy cercana a Amsterdam. De entonces es la llegada a Guadalajara de las familias Fluiters, Vandelmer, y German, entre otras).

El movimiento de esta fábrica fue impresionante desde el primer momento: la ciudad creció, en habitantes, en edificios, en economía y buen pasar. Se crearon a mediados de siglo XVIII otras dos fábricas de paños (San Fernando junto al Jarama, y Brihuega junto al Tajuña) para que aportaran trabajadores a la gran producción de la capital. La fábrica se instaló en los edificios que habían servido de palacios a los marqueses de Montesclaros, frente al palacio de los duques del Infantado, rematando por el norte la plaza que se formaba ante dicho palacio. Se tuvo que ampliar con materiales sacados del ruinoso Alcázar, en el que luego hubo de ponerse una serie de anejas construcciones para dar cabida a la producción.

A mediados del siglo XVIII, cuando era controlada por las arcas reales, tomó el nombre de Real Fábrica de Sarguetas de San Carlos, y poco después, en 1757, los Cinco Gremios Mayores de Madrid pasaron a controlarla durante diez años mediante contrato con la monarquía. Dicen los cronistas de aquellos tiempos que “la prosperidad se instaló en la ciudad: se construyeron más casas y sus habitantes gozaron de una mejor calidad de vida disfrutando de buenos trajes y calzado. Viéndose que entre ellos había un evidente aire de satisfacción”. Desaparecieron por completo los ociosos, pobres y vagabundos, que antes abundaban, y en definitiva la fábrica llegó a dar trabajo a más de un millar de personas en un principio, llegando en unos años a casi cinco mil. Esta breve historia del inicio de la Real Fábrica de Paños de Guadalajara viene a reafirmar esa idea, que para algunos es obvia, a nada que se analice el paso de los siglos sobre ella, de que Guadalajara es ciudad que anda a trompicones, tan pronto crece y todo se llena de alegría, como se para y mengua, se destruye y atasca…

En 1767 tomó de nuevo el propio Estado borbónico la dirección y administración de la Fábrica. De nuevo aumentó la producción, y todo fueron sonrisas, estadísticas al alza, y un buen nivel de vida. Hasta que llegó 1808, y con él los comienzos de la gran guerra contra los franceses, la Guerra de la Independencia. En ese año fue saqueada por los galos, aunque se mantuvo en funcionamiento, porque la administración josefina necesitaba sus productos, pero tras la guerra cerró definitivamente sus puertas, en 1822, quedando todo el mundo en paro y la fábrica en progresivo deterioro, hasta que en 1833 el Estado ayudó de nuevo a Guadalajara con la creación, y construcción sobre las antiguas ruinas de la Fábrica, de la Academia Militar del Arma de Ingenieros, que fue rehecha, sede de grandes figuras de la ciencia y la milicia, motor del nacimiento de la aerostación, y finalmente le tocó ver como, en 1924, la malaventura se cebaba nuevamente en ella por el incendio fortuito del edificio entero.

De esas ruinas, solo se conservó el picadero de caballos, y los edificios meridionales que servían para hacer ejercicios tácticos y prácticos a los cadetes. Rehecha parte del conjunto, muy a lo corto, fue sede de Archivos militares y del Colegio de las Religiosas Cristinas. Tras muchos años de vacío, en ese mismo lugar donde sucesivamente se elevaron los palacios de los Montesclaros, la Real Fábrica de Paños y la Academia General de Ingenieros y en los jardines de su alrededor frente al palacio del Infantado, va a establecerse parte de la Universidad de Alcalá de Henares, como centro de enseñanza superior, recuperándose el espacio, en vivo, para la ciudad.

Como anécdota, conviene recordar que fue en esta Real Fábrica de Paños de Guadalajara, y en 1733, cuando se produjo una gran conflicto laboral, que se ha considerado la primera huelga en nuestro país, y que ha sido estudiada con detenimiento por Aurora García Ballesteros y por Manuel Martín Galán. En realidad, el primer conflicto se produjo ya en 1719-20, cuando los holandeses pedían que siguiera su compatriota Ripperdá de director, pero es en 1733 cuando las razones y sistemática de la alteración cobran caracteres casi modernos, según lo estudia Enrique Alejandre Torija con mucho detalle en libros y artículos.

Ver más detalles sobre este centro fabril, que supone parte de la historia de la ciudad, en https://enwada.es/wiki/Real_Fábrica_de_Paños:_1822

Molina: piedras que hablan

Casa Grande del Obispo

La Casa Grande del Obispo Díaz de la Guerra, en Molina de Aragón.

Tiene el Señorío de Molina, comarca y territorio histórico, un denso pasado, cuajado de caminos, de aventuras ganaderas, de encuentros guerreros, de solemnes entradas y aparatosos edificios que daban idea de lo grandioso de la economía de sus dueños. Señales y aspavientos: pairones y casonas, eso es de lo que trato en estas líneas. Rescatando memorias, animando a que las conozcáis.

Los pairones molineses

He viajado mucho por Molina. He recorrido sus caminos (los de asfalto, y los de tierra sencilla) y he charlado con la gente con la que me he encontrado en ellos. Hace muchos años (en 1973 aproximadamente), hice un viaje a pie por los rayanos, por Milmarcos, Fuentelsaz, por Setiles y Alustante… y me fui encontrando en todas partes gente y pairones. Hoy solo quedan los segundos, porque los primeros, la gente, parece que ha desaparecido. Molina se está quedando desierta.

¿Y qué son los pairones molineses? El tío Domingo, de Setiles, me decía para qué servían: son como faros en medio de la llanura nevada. En invierno, cuando el frío es intenso y la nieve cubre por completo el paisaje, solamente quedan de referencia los pairones, que marcan los cruces de caminos. Y si se le pone una vela encendida a las Benditas Ánimas del Purgatorio, a las que la mayoría están dedicados, por la noche parecen brillar en la distancia, como pequeños faros…

Servían para otra cosa, más sutil y administrativa. Servían para marcar los límites de los municipios, para decir al caminante (durante siglos la gente fue, a pie, o en caballería, por los caminos de uno a otro pueblo) que salía de Cillas y entraba en Tortuera. O que llegaba a Tordesilos si había salido de Alustante. Eran estos «hitos» o «pairones«, como auténticos «altares de camino«, esbeltos y completamente tallados en piedra o reciamente construidos con ladrillo, surgiendo en los cruces de caminos, en los límites de los términos municipales, en lo alto de las colinas, junto a ermitas y pozos, o simplemente en medio de los campos de labor.

Se suelen rematar estas columnas pétreas, de pequeñas cruces de hierro forjado, o con hornacinas en las que aparecen azulejos con la imagen de San Roque, San Antón o las Ánimas del Purgatorio. El hecho de que siempre se pongan en cruces de cami­nos, a la vera de sendas o en el cambio de términos municipales, añadiendo la petición que sus polícromas cerámicas hacen de una oración por las almas de los difuntos, pudiera remontar su origen a las costumbres paganas, y romanas, de saludar con una frase la presencia de las tumbas de los antepasados, situadas normalmente en las orillas de los caminos.

Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara

 

De todos modos, y aunque existen pairones de antiguo origen, algunos de los siglos XV y XVI, la mayoría de ellos, tanto los muy populares como los más artísticos, son del siglo XVIII en adelante. Encontramos algunos verdaderamente hermosos en Tortuera, en Cubillejo del Sitio, en Rueda de la Sierra y en Anchuela del Pedregal. Servirán siempre para, al tiempo que recordar a los que nos precedieron por los caminos de la vida, saber de las costumbres hondas de las gentes molinesas, que en estos pétreos signos se reconocían como partículas de una ancha corriente vital y multisecular.

Para saber más de pairones, buscad este libro que editó Ibercaja en 1996: “Pairones del Señorío de Molina” y que escribió José Ramón López de los Mozos.

Las Casas Grandes molinesas

Tiene el Señorío de Molina unos 3.000 kilómetros cuadrados de extensión, y en él viven unas 10.000 personas. Si se hace, muy por encima, un cálculo de densidad poblacional, vemos que sale una cifra muy por debajo del índice de desertización. De lo que fuera una comarca (en sus inicios, territorio políticamente independiente de Castilla y Aragón, allá en la Edad Media) nutrida y rica, con mucha agricultura, bosques y ganadería, hoy solo queda un agónico espacio vacío, alto y frío, de anchos horizontes y pueblos silenciosos en los que destacan sus arquitecturas nobles, sus plazales dignos, sus fuentes bravas, y sus casas grandes.

Eran estas (a las que anteriormente yo había llamado “casonas molinesas” y para las que me hice miles de kilómetros buscando su silueta, identificando sus moles y escudos, aprendiendo la historia de sus constructores y habitantes) edificios que destinados a diferentes menesteres, teniendo en común su estampa recia, sus bien tallados muros, sus portalones generalmente rematados con escudos heráldicos, sus patios adosados, sus  escaleras amplias y una serie de características que les dan un rango de preeminencia sobre el resto de las edificaciones del entorno urbano o rural en que aparecen.

Estas casonas están construidas generalmente en los siglos XVII y XVIII, aunque las hay mucho más antiguas, expresión de otros modos de vida, más guerreros, de la Edad Media, frente a los residenciales de los tiempos modernos. Su estructura deriva claramente de las grandes casonas urbanas y fincas de labor del país vasco‑navarro. Ello se debe al hecho de haber llegado hasta el Señorío molinés, desde el siglo XVI en adelante, muchos inmi­grantes norteños, algunos de los cuales, una vez acaudalados agricultores o ganaderos, y con la prosapia de sangre que las gentes de la España verde suelen traer en sus arcas, pusieron la representación de su jerarquía, de su riqueza y de su linaje en forma de permanente arquitectura.

Aunque existen ejemplos de estas edificaciones en casi todos los pueblos del Señorío (y son más o menos unos ochenta), es destacable la abundancia de las mismas en la propia capital del Señorío, y en su franja septentrional, especialmente en las sesmas del Campo y del Pedregal, donde la riqueza emanada de la agricultura fue mucho mayor. Así, merecen visitarse los conjuntos de casonas existentes en Milmarcos, Hinojosa, Tartane­do, Setiles, Rueda, Tortuera y Embid, sin olvidar algunos magníficos ejemplares en El Pobo de Dueñas, Orea, Checa, Peralejos de las  Truchas y Valhermoso.

Todos estos elementos de una arquitectura autóctona muestran la reciedumbre de sus muros, la belleza de sus portones y ventanales, cuajados muchas veces de hierros artesanalmente trabajados, rematadas sus fachadas con orondos escudos de armas, y bien distribuidos sus interiores con zaguanes amplios, en ocasiones bellamente empedrados, escaleras sorprendentes, corra­les resguardados de altas tapias y, en definitiva, el aire en torno de la hidalguía antigua y reciamente hispana.

Para saber más de estos edificios, leer el libro que escribió Teodoro Alonso Concha titulado “Arquitectura popular en Tierra Molina. Destrucción y conservación”, y que fue editado en 2007 por la Junta de Comunidades de Castilla La Mancha.

Escritores por la tierra de Guadalajara

Mañana sábado, en sesión de mañana, va a continuar en el Teatro Moderno la celebración del Encuentro “Guadalajara en la novela y en la historia” que ha organizado el Excmº Ayuntamiento de la ciudad como aportación cultural al mejor conocimiento de nuestras raíces. En un maratoniano encuentro de autores, y lectores, y en las sedes de la Biblioteca Municipal “José Antonio Suárez de Puga” y Teatro Moderno, una docena de autores comunicarán con su público lector.

En mi intervención de mañana, en el Ciclo o Encuentro “Guadalajara en la Novela y en la Historia” voy a poner sobre la mesa una veintena de autores que, desde la remota Edad Media a nuestros días han tenido a Guadalajara, ciudad y territorio, como base de sus operaciones literarias: bien escribiendo desde ella, bien escribiendo sobre ella.

Empezaré, porque irse más atrás es imposible, recordando a Pero Abbat, quien en el siglo XII escribiera el “Cantar de Mío Cid” poniendo al héroe castellano sobre los caminos de la Sierra y el Señorío de Molina. Este autor era un letrado, sabio y comedido, que habría desarrollado su vida en torno al Duero alto y los valles nacientes de Henares y Tajuña,

Seguiré con don Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, clérigo de artimañas y hermosas estrofas, que por el Henares vivió, pues era su sitio de nacimiento, el lugar donde descubrió el mundo, y donde trató de explicarlo. Y de ese descubrimiento, de las formas y de las gentes, de los antiguos escritores y los subidos tonos de poesía renaciente, es también destacado autor don Íñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, a quien dedicaré otro espacio -breve, como todos- que explique su figura y sus letras, siempre referidas a Guadalajara.

Después del Medievo, el Renacimiento llega, y sobre él cabalgando el Barroco. De esas épocas, a las que fundimos en un Siglo de Oro bien cuajado, surgen entre nosotros dos figuras, al menos, de relieve: uno es Luis Gálvez de Montalvo, poeta y novelista que ejerció de tal en la corte mendocina a la que llamaban “la Atenas alcarreña”, y a la que se unieron otros muchos poetas, tratadistas, cronistas y dramaturgos, pero a los que Gálvez representa en su conjunto. Más la señora de Ávila, doña Teresa de Jesús, la monja renovadora, indagadora de las entrañas del corazón, y fundadora de conventos, que tanto tuvo que decir en Pastrana.

El realismo del siglo XIX, el momento en que la modernidad llega a nuestras puertas, le pilla a Guadalajara deshabitada y despistada. En ella (que es ciudad y provincia anclada todavía en los tiempos medievales) se fijan algunos autores de primera línea para situar parte de sus novelas, aventuras increíbles, demostraciones pintorescas de universos contrapuestos a la corte madrileña, a los lujos astur-cántabros, a las elegancias barceloneses. Y por eso son Leopoldo Alas “Clarín”, don Benito Pérez Galdós y el rebelde Pío Baroja, quienes ponen en sus más célebres novelas a las gentes y los pueblos de Guadalajara: Atienza pasa por las páginas de Narváez, o por las de “La nave de los locos”, pero también es Sigüenza la que aparece en esta nómina de curiosidades, y aún la propia Guadalajara sirve para que Alas cree sobre ella una “Superchería”.

Heredaras esparto de marta marco

 

Las vanguardias filosóficas y antropológicas de un mundo que se estremece ven en las tierras alcarreñas y serranas una peana donde apoyarse. El filósofo José Ortega y Gasset en sus “Notas de Andar y Ver” retrata una serranía seguntina severa y seca, donde él mismo tiene la sensación de andar “sobre los hombros de un gigante”. Mientras que León Felipe refiere, en sus inicios poéticos, la emoción de vivir en Almonacid de Zorita, lugar al que llegó como farmacéutico hace ahora cien años, y al que mañana recordaré con uno de sus más hermosos poemas. De ellos, además, es apéndice, y muy destacado, el poeta de lo local y las emociones profundas, José Antonio Ochaita, uno de los más grandes (y menos reconocido) de la literatura española del siglo XX.

Novelistas que retratan momentos y situaciones históricas, no hay mucho en esta centuria pasada, pero sí puede destacarse al molinés (de Labros) Andrés Berlanga, que planta “La Gaznápira” en lo alto de la sociedad española (lo publica en 1989) y transmite el escalofrío de su anécdota a toda la sociedad, en un lamento que aún dura, porque su protagonista, la progresiva despoblación de la España interior, es un drama que aún sigue desangrando a nuestro país.

Más recientes son las figuras de otros grandes escritores, como el barcelonés José Luis Sampedro que a este foro llega por haber escrito “El río que nos lleva” en el que retrata un paisaje, y unas gentes, a las que hoy denominamos “El Alto Tajo”. Una novela universal, que desciende por bosques y pueblos diseccionando el alma humana. Y el torijano José María Alonso Gamo, Premio Nacional de Poesía, y cantor en versos de nuestros paisajes y nuestras memorias.

la españa de cela

 

Los más grandes del siglo XX, uno con Premio Nobel (Camilo José Cela) y otro con Premio Cervantes (Antonio Buero Vallejo), también será motivo de algún comentario por mi parte. Porque en ellos se refleja también Guadalajara y su tierra, de muy diversos modos. En el primero, a través de ese “Viaje a la Alcarria” y sus secuelas que puso a la comarca alcarreña en los mapas del mundo. Y porque vivió en El Clavín, y en Caspueñas, y en El Cañal, y se llevó en los ojos, que es como decir en el alma, para siempre esta tierra. En el segundo, porque siempre volvió, aunque desde lejos, a esta ciudad en la que nació y amó con sinceridad: el autor de “Historia de una escalera”, “En la ardiente oscuridad” y “El tragaluz” supo poner a Guadalajara en el pedestal que su pasaporte de bonhomía era capaz de levantar.Sacaré a relucir, finalmente, a dos figuras que, vivas y en situación de alta productiva, son hoy referente de Guadalajara en este ámbito de las letras y las historias. Porque ambas han sabido fundir letras y crónicas en libros que emocionan. Son Almudena de Arteaga y Antonio Pérez Henares. Ambos fabrican con su obra la esencia de la “novela histórica”, que es género tan en boga y al que todos aplaudimos porque nos da razón de nuestra existencia. Como diré en mi charla, creo que es precisamente Pérez Henares (“Chani” para los amigos de esta ciudad) quien trabaja con la esencia de la novela histórica, que es “la presentación de una historia ficticia, con personajes inventados y creados, en medio de una situación histórica muy concreta, bien definida, perfectamente descrita”. De Almudena, recuerdo aquí su gran novela sobre Doña Ana de Mendoza, la Princesa de Éboli, a la que han seguido una docena larga de novelas con figuras relevantes de la historia como protagonistas. Y de Antonio Pérez se hace difícil destacar alguna, cuando hay cosas tan hermosas como “El río de la lamia”, “El corazón del bisonte”, la trilogía de “Nublares” y, sobre todo, esas dos novelas que ponen la Edad Media castellana en el palpitar de la Alcarria: “La tierra de Alvar Fáñez” y “El rey pequeño”, ejemplos monumentales de cómo se escribe, como se cuenta y como se divulga la historia.
Con todos estos hilos, y alguno más que sacaré del tintero en el momento de la charla, pienso colaborar y dar sentido a este ciclo Cultural que nos ha traído el Ayuntamiento, en ejemplo claro de una actuación perfectamente diseñada y al alcance de todos: “Guadalajara en la novela y en la historia” podrá tener en estas palabras que mañana pronunciaré una justificación de ser, de repetir, de dar la oportunidad a la gente de leer para saber, y de entender para vivir.