El convento de la Epifanía en Guadalajara
En estos días que la Navidad impregna, con sus sonar y su color, cualquier lugar o actividad de nuestras vidas, pongo en las manos del recuerdo esta presencia monumental que en el centro de Guadalajara se yergue; el convento (que fue de carmelitas y ahora de concepcionistas) dedicado a la Epifanía de Cristo, o a los Santos Reyes. Todos le conocéis, pero hay que ahondar en los detalles.
En el corazón de la vieja ciudad se encuentra todavía, aunque cambiadas las manos que le dirigen, un antiguo convento que forma parte de la historia de la ciudad. En lo bueno y en lo malo. Un enorme edificio y una más que amplia huerta a la que han ido comiendo terreno por allá y por acá, para construir edificios de nuevo tono. Pero el Convento de los Carmelitas sigue vivo, en alto, y dando silueta a la ciudad de Guadalajara.
Fue un benemérito eclesiástico, al parecer muy adinerado, un tal Baltasar Meléndez, de quien quedan las armas talladas, junto a las de la Orden del Carmelo, en la fachada de la iglesia conventual, quien en 1631 donó una cantidad enorme, (100.000 ducados eran mucho dinero) para que la Orden carmelita fundara en el centro de Guadalajara. ¿Motivo de la generosa donación? Meléndez se había declarado entusiasta de Santa Teresa de Jesús, de sus libros y sus mensajes, y había dado todo su caudal para esta misión. Y decía un historiador de por entonces, Núñez de Castro, que “hadescollado en breve tan hermosamente el edificio que a no satisfacerse los ojos se hiciera sospechosa, en tanto apresuramiento, la firmeza”.
Como nos dice Layna en su Historia de los Conventos de Guadalajara, se trata de una “sólida y amplia construcción situada al fondo de la plazuela donde muere una calleja procedente de la antigua plaza de San Nicolás; se ve el templo que arquitectónicamente considerado nada de particular tiene, pues es uno de tantos cortados del mismo patrón en las postrimerías del gusto clasicista con vistas al barroco…” pero en todo caso hoy asombra por su fachada de ladrillo, su lonja len la parte inferior constituída por tres arcos de medio punto labrados en piedra, y su interior en planta de cruz latina con cúpula hemisférica sobre el crucero, tres naves en el tramo inferior y bóvedas de medio cañón adornadas con relevados dibujos geométricos; en torno al templo, se levanta enorme y amplia la casa conventual que es paradigma de gran convento barroco, de esos que dan sustancia y carácter a una ciudad, como fue la Guadalajara del siglo XVII, a la que podía denominarse con toda imparcialidad “ciudad conventual”.
Cayeron bien en Guadalajara, estos frailes que dispusieron por nombre oficial de su convento el “de la Epifanía” o de “los Tres Santos Reyes”. Con ese nombre se le cataloga siempre. Aunque con los avatares posteriores, ahora se le conoce simpemente por “el Carmen”, porque aunque mantenido por franciscanos durante el último siglo, y por las madres concepcionistas, el culto a la virgen del Carmen, la patrona del Carmelo, ha sido initerrumpido. Menos culto se le ha dado a la Epifanía, esa es la verdad, pero el nombre ha quedado en los documentos.
Hubo una época en que este enorme convento protagonizó algunos sonados pleitos. Todas las casas de religión los tenían, porque querían utilizar sin tasa sus derechos “sagrados”, aunque progresivamente fueron apareciendo controversias por parte de burgueses, aristócrstas y pueblo llano.
A mediados del siglo XVII, y al advertir la comunidad que el agua de la noria era insuficiente para sus necesidades de abastecimiento y riego, intentaron sacar agua del manantial alto del Sotillo desde un depósito y cañerías que nacían en un pago que ellos habían adquirido previamente, y al que llamaron (y aún llamamos) “Haza del Carmen”. Lo trataron de impedir los Infantado, y los franciscanos (muy protegidos suyos), pero al final la justicia dio la razón a los carmelitas, a través de una «Ejecutoria del pleito del agua entre el convento de Carmelitas Descalzos y el duque del Infantado y el convento de San Francisco», pleito fallado a favor de aquéllos en 1663.
Todo fue bien en este Convento del Carmen hasta que en 1836 se decretó la Desamortización del ministro Mendizábal, quedando este convento, como otros miles más en toda España, a disposición del Estado. De aquella época es un curioso documento titulado “Inventario de todos los bienes del suprimido convento de Carmelitas Descalzos”fechado a 31 de marzo de 1836. En él se percata el lector de cuánto habían llegado a poseer estos frailes: terrenos, edificios, derechos, censos, obras de arte, etc. Todo requisado. Y las obras que se suponía podían servir al culto, distribuidas por otros lugares. De entonces consta documentalmente el traslado de un exquisita imagen representando a San Elías (del taller de Salzillo) a la iglesia parroquial de Ranera, de donde luego fue a parar al Museo Diocesano de Arte Antiguo, que es donde hoy se admira. Y otra que se describía como “Santa Teresa llevada al Cielo por un ángel” de la que se ignora el paradero.
El posterior destino de este Convento de la Epifanía fue un tanto triste: se utilizó en principio como almacenes estatales, depósito de quintos en las levas para guerras, luego se utilizó como primer destino de un Instituto de Segunda Enseñanza, y aún parece ser que actuó como depósito carcelario durante algún tiempo. Poco a poco deteriorándose, cuando el reinado de Isabel II se destinó nuevamente a convento, alojando allí a unas cuantas monjas franciscanas concepcionistas de la Reforma hecha por sor Patrocinio, “la monja de las llagas”, consejera de la Reina. Allí vivieron y cuidaron del templo, siendo enterrrada su fundadora en la gran capilla aneja al brazo del Evangelio. Durante largos años lo ocuparon también frailes franciscanos, que al final se han ido, el pasado año.
El templo es de una valía excepcional. Por un par de razones, por sus dimensiones y decoración, y por la autoría de sus planos, que se deben al montañés fray Alberto de la Madre de Dios, uno de los grandes arquitectos del Barroco español.
Aunque los planos son de 1632, la construcción del templo se hizo entre 1638 y 1646, terminándose la gran masa del edificio conventual, situado por detrás del templo, en 1652; una inmensa huerta lo rodeaba por sur y poniente, llegando hasta el actual paseo de las Cruces, que debe su nombre a la erección de un Calvario en ese lugar por los frailes.
La portada de la iglesia, construida en los años inmediatamente posteriores, posee la típica estructura de los edificios carmelitanos. En élla alterna el rojo del ladrillo con la blanca piedra de Horche. Tres arcos semicirculares soportan la carga de un gran paramento dividido en tres calles por pilastras de ladrillo. En la central, una hornacina con talla moderna y gran ventanal. En las laterales, escudos de la Orden del Carmelo y del fundador Baltasar Meléndez. De remate, frontón triangular con óculo circular, y a un lado la espadaña de ladrillo. En el interior, de tres naves, destaca una pintura de la Trinidad, del siglo XIX, en el remate del altar mayor, y en el extremo de la epístola del crucero una gran reja de coro desde la que puede contemplarse la tumba de Sor Patrocinio. Su espacio es solemne y severo, no carente de elegancia. Los retablos, totalmente modernos, de la segunda mitad del siglo XX, y en las pechinas de la bóveda del crucero, las pinturas de los cuatro evangelistas, debidas al pincel del pintor alcarreño Carlos Santiesteban.
Se completa este convento, al que precede una de esas recoletas plazas de la Guadalajara antigua, sencilla y silenciosa, con un busto de bronce en memoria del poeta (cuasi carmelitano) y al que tentado estoy de preceder su nombre con el fray de los buenos, José Antonio Ochaita, quien en esta plaza también recitó, en los veranos de la ciudad vieja, sus versos emocionados. La talla es del escultor Navarro Santafé. Y el mérito de que todo quede en esta pulcra vanidad del olvido, es de quienes saben que en esta ciudad aún quedan, y deben quedar, estos señalados puntos de la memoria viva y del silencio.