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septiembre, 2018:

Un dentista de Alovera en el siglo XVIII: Félix Pérez Arroyo

En estos días me ha llegado a las manos un libro que no tiene desperdicio, por su belleza y por su interés. Un libro que debería enorgullecernos, porque surge de los saberes y las prácticas sanitarias de un pasiano nuestro en el siglo XVIII, el aloverano Félix Pérez Arroyo, quien destacó en su profesión de “cirujano dentista” durante los últimos años del siglo XVIII, y que en esta ocasión nos es dado saber sobre él y sobre su obra.

El autor

En la calle de Atocha de Madrid, en su iglesia parroquial de San Sebastián, donde fueron bautizados y se hallan enterrados muchos famosos personajes de los siglos pasados, siendo quizás el más sonoro de sus inquilinos el dramaturgo y poeta Félix Lope de Vega y Carpio, descansa también Félix Pérez Arroyo, un científico campiñero de quien ha quedado escasa memoria, pero que que recientemente ha visto enaltecer sus méritos gracias a la pluma e investigaciones de nuestro académico de número profesor Francisco Javier Sanz Serrulla, quien ha escrito un magnífico estudio biográfico de este olvidado profesor, maestro en el arte de la cirugía dental, y autor de un libro que muy utilizado por los profesionales del siglo XIX, se ha reeditado en estos días, en formato facsímil, dentro de la Colección “Clásicos de la Odontología Española” de la que hace ya el número 8.

El científico positivista Félix Pérez Arroyo, nació en la villa de Alovera, junto al río Henares (Villanueva de Alovera se llamaba entonces), en 1755, siendo bautizado en la iglesia parrquial de aquella población. Nada se sabe de su infancia y estudios, pero sí que pronto inició su actividad de “cirujano hernista”, una especie de practicante o “paramédico” como se dice ahora, especializado en el tratamiento de las hernias, afección siempre tan frecuente, y por entonces molesta y larga, al no existir la posibilidad de su resolución quirúrgica. Era por ello que muchos profesionales se dedicaban a la fabricacón de “bragueros” y a su arreglo, colocación y perfeccionamiento, individualizando su uso en las personas afectas de hernias.

Durante años debió ser muy activo en estas tareas, pues además de practicar su arte en los Reales Hospitales de Madrid (el General y el de la Pasión), se ofreció a ejercer y tratar “las quebraduras” (hernias) de los militares. Pudiera haber estado activo también en su domicilio de la Calle de la Visitación, en el nº 5, de Madrid, atendiendo a enfermos herniados. En todo caso, sabemos que a partir de 1799 y durante los último 8 de su vida, se dedicó también a otras tareas menores de la cirugía como eran las sangrías, la aplicación de ventosas o la extracción y limpieza de dientes y muelas. Todavía en los inicios del siglo XIX, en nuestro país no existía una profesión que expresamente se dedicara por entero y en exclusiva al cuidado de las enfermedades de los dientes: no existían los “dentistas” como los conocemos hoy.

Sin embargo, Pérez Arroyo se animó a dedicarse por entero a esta tarea, pudiendo ser considerado uno de los adelantados de su tiempo en el tratamiento de las enfermedades dentarias. Y animándose, a finales del siglo XVIII, a escribir un libro (este libro que ahora vemos publicado en su formato facsímil) que recoge todo el saber en torno al tema en su época, aunque bien es verdad que la mayoría de su texto no es obra suya sino traducción de otras famosas y prestigiosas publicaciones de entonces, en especial de “Le Chirurgien dentiste” de Pierre Fauchard.

De su dedicación principal al tratamiento de las hernias conviene recordar el uso que hace de la resina de ocuje, de la que se obtenía el “bálsamo de María”, pomadas extraídas en América de un árbol (el ocuje o calambuco) y cuyo uso propuesto por Pérez Arroyo fue finalmente aprobado por el Real Tribunal del Proto-Medicato. Así, en su casa madrileña, nuestro autor se dedicaba a fabricar muelles elásticos para las hernias umbilicales e inguinales, además de otros utensilios y elementos curativos de problemas uterinos (los “pesarios” para las procidencias de útero), especulum para el último tramo del sistema digestivo, máquinas fumigatorias, y, por supuesto, las conocidas “opiatas” para limpiar y conservar la dentadura. “Todo aprobado” según manifestaba en sus anuncios.

No le fue fácil la vida, de todos modos. Casado (con Ana María Atienza) y con un hijo (Quintín Pérez-Arroyo Atienza, estudiante en Alcalá) al final de sus días tuvo que hacer declaración de pobreza en su parroquia, en 1806, falleciendo tres años después, en 1809, en días difíciles para Madrid (contando solamente 54 de su edad) y teniendo que aportar todavía cinco ducados para los gastos de la ceremonia de inhumación en la parroquia de San Sebastián.

 

Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara

 

El libro

El libro que dejó escrito y firmado el campiñero Félix Pérez Arroyo, lo titulaba solemnemente “Tratado de las operaciones que deben practicarse en la dentadura, y método para conservarla en buen estado, Recopilado de los mejores autores y adornado con láminas que manifiestan la diferencia, forma y figura de los instrumentos necesarios para dichas operaciones” con esa pomposidad que pretendía explicar en el título el contenido de la obra. En tamaño cuarto, el original consta de 237 páginas, y tras una “Introducción” del propio autor, y con retrato del mismo, siguen los once capítulos que constituyen la obra, y acaba con cuatro grandes y hemrosas láminas desplegables mostrando los instrumentos quirúrgicos y de dentista que el autor usaba. Y que como la mayor parte del contenido, proceden del ya mencionado libro de Pierre Fopuchard, al que traduce.

Son muy diversos los temas que ofrece, y vienen expuestos sin un orden lógico, lo cual extraña dada la pulcritud clasificatoria que distingue a la ciencia francesa. En el segundo capítulo trata del “Apretamiento de los dientes”, y el tercero de cómo deben conservarse los dientes, dada su evidente utilidad. Entre otras lindezas, trata de los aparatos y sistemas que entonces se usaban para mantener limpia la dentadura, destacando los mondadientes hechos del cañón de una pluma, mucho más recomendable sque los metálicos.

El cuarto tema es el modo de remediar la carie de los dientes, y el quinto trata sobre el “modo de emplomar los dientes con las precauciones y requisitos necesarios para hacerlo metódicamente”. Esta era la forma de rellenar los huecos de las caries, y se usaba nada menos que plomo, estaño, o bien oro, sin despreciar la cera. Y aun explica como y de qué manera se echaban esas sustancias en el interior de la caries, limándose luego (leyendo estas prácticas, no es de extrañar que en el subconsciente colectivo de la raza humana haya quedado sumido un terrible pavor a la visita del dentista).

En el sexto capítulo habla de cómo ha de hacerse la limpieza de los dientes, y en siete se explica al lector como se liman los dientes cuando se hacen demasiado largos. Luego en el ocho se entra de lleno en la actuación quirúrgica, la extracción de muelas y dientes. Esta es (según nos dice en su estudio el profesor Sanz Serrulla) una traducción exacta del capítulo del mismo tema en la obra del francés Fouchard. Para esta práctica, capital en el arte del dentista, Pérez Arroyo inventó un “pelicán compuesto” que describe así: “por lo que he inventado en su lugar un nuevo pelican capaz de poder satisfacer con primor y seguridad á todas quantas extracciones de dientes, colmillos, sobredientes, raygones y muelas que se puedan ofrecer; siendo su inteligencia muy facil, como se dirá en adelante; y al mismo tiempo un instrumento en donde se encuentran reunidas todas las ventajas que se pueden desear” y que supone una de las mejores aportaciones del guadalajareño a la ciencia.

El capítulo nueve setitula “De la colocacion de los dientes artificiales en lugar de los naturales”.Sorprende la relación de materiales que en el siglo XVIII y en el siguiente se usaban para poner dientes artificiales. Todo un catálogo de maravillas que puede concretarse en “dientes de humanos, de hipopótamos, de buey, caballo, mula o astas de vaca marina o incluso astillas de marfil. En el siguiente capítulo habla de obturadores palatinos y otras prótesis, con una técnica elevada. Por último, el capítulo final nos habla de lo más novedoso del momento, la “transplantación de los dientes”. Pide que se estudie con gran detalle los tamaños, tanto del donante como del receptor, para que ajusten bien, y luego propone la técnica de ligar el diente implantado a los demás mediante ligaduras muy firmes, metálicas. Debía quedarle al paciente una boca “para comérsela”.

El profesor Sanz Serrulla termina su magnífico estudio sobre Pérez Arroyo y su obra “Tratado de las operaciones…” con esta frase, que resumen perfectamente el alcance de la obra de nuestro paisano: Pérez Arroyo da a la imprenta un compendio práctico dirigido no a cirujanos de alto nivel, quienes, por otro  lado, no asumen la mayoría de las intervenciones buco-dentales, sino a “dentistas”, y antes que a sus pobres experiencia y formación recurre a los autores más a propósito, los franceses Dionis y, sobre todo, Fauchard, para articular un útil repertorio donde el lector encuentre el modo de realizar las operaciones más habituales que se practican en la dentadura. Es esto lo que persigue y no otra cosa”.

 

Nociones de heráldica

Escudo de SigüenzaEspaña ha tenido la suerte, a pesar de sus periódicas revoluciones, agresiones gratuitas a sus monumentos y ajustes de cuentas con el pasado, de conservar un inmenso acopio de escudo heráldicos tallados, pintados, grabados y forjados en mil y un monumentos. De los escudos se ocupa una ciencia, la Heráldica, a la que podemos definir como la ciencia que trata de la creación e interpretación de los escudos de armas. Ciencia compleja donde las haya sujeta a numerosas normas que, en ocasiones, complican la vida a quien pretende acercarse por primera vez a ella: Aquí intento hacer un aproximación breve y útil a la misma.

La Heráldica se basa en el escudo, pieza defensiva que el combatiente ha usado desde los albores de la humanidad. Efectivamente los escudos, de diferentes tamaños y construidos con todo tipo de materiales: pieles, madera, juncos trenzados y, por supuesto, hierro y acero, han sido empleados sujetos por el combatiente en su brazo izquierdo, mientras en el derecho empuñaban el arma ofensiva, lanza o espada, por todos los pueblos de la humanidad: zulúes africanos, aztecas e incas, hóplitas griegos, legionarios romanos… Y en casi todas las ocasiones el escudo se ha adornado con multitud de elementos y motivos, a veces como emblemas, a veces con el interés de amedrentar al adversario.

Pero el escudo del que tratamos es el que aparece en la Edad Media y entre los combatientes cristianos, tanto en Europa como en las Cruzadas. De forma triangular, era más grande en las tropas de a pie, en las que servía para proteger buena parte del cuerpo, mientras que era más reducido entre los de a caballo por razones operativas. Pronto se decorará con determinados emblemas, entre los que destaca la cruz que distingue a los combatientes cristianos que acuden a las citadas Cruzadas contra los musulmanes.

Y, si bien el de los peones busca cierta uniformidad, similar al empleado en las legiones de Roma, pronto el de los jinetes se va a convertir en distintivo personal del guerrero que lo porta. Y va a coincidir con la aristocratizacióndel caballero como combatiente: aquel que puede costear un caballo de guerra y acude con él a la misma es más apreciado y objeto de multitud de privilegios legales: con frecuencia no paga impuestos y se dedica solo a la actividad militar, entrenándose en el uso de las armas. Ha nacido la caballeríacomo clase social asimilada a la nobleza y, como ella, rodeada de una serie de ritos y consideraciones determinados.

El caballero pelea cubierto de hierro de pies a cabeza: su cuerpo se reviste de una cota de mallas, sobre la que se colocan las piezas de una, cada vez, más complicada armadura: peto, espaldar, grebas, etc. Su rostro se oculta tras el yelmo, vislumbrándose los ojos a través de las rejillas del mismo. Pero el caballero tiene afán de singularizarse, de que lo conozca el compañero y el adversario, sobre todo si es un combatiente afamado; por ello se adorna con plumas y airones en el yelmo, con determinados colores en las vestas sobre su armadura o en las gualdrapas de su caballo y, por supuesto, decora con figuras el escudo que le sirve de defensa: ha nacido la heráldica como ciencia que trata, en principio, en conocer al caballero a través del emblema que emplea en su escudo, y cada vez será más compleja ante el número de combatientes que utilizan estos.

Así, el heraldoera un vocero o pregonero que, a gritos o con el acompañamiento de trompetas, anunciaba la presencia del caballero. Y más que en las batallas, en las justas o torneos a los que tan acostumbrada era la nobleza en los siglos medievales: los caballeros que acudían a los palenques eran proclamados por heraldos entre estentóreas aclamaciones. El heraldo cambia de función: más que un anunciante debe ser un conocedor de los caballeros a través de sus emblemas. De identificarlos, pasa a orientarlos sobre los emblemas que pueden o no portar para no confundirse con otro que emplee los mismos; además, debe establecer un simbolismo para esos elementos y ello le lleva a establecer una, cada vez más compleja, serie de normas y de reglas. El heraldo se ha convertido -valga la redundancia- en experto en heráldica, usando, además, otras denominaciones: persevantes,farautesy, al final, Reyes de Armas: auténticos notarios heráldicos encargados de acreditar el uso apropiado de los emblemas del escudo, prohibiendo, entre otras cosas, el apropiarse indebidamente de aquellos que no corresponden a una determinada persona. La Heráldica se ha oficializado a partir de estos momentos.

Lo que el caballero hace pintar en su escudo se denominan sus armas. Comienza el uso de un lenguaje específico con la frase “trae por armas…”, que es con la que el heraldo saluda al caballero al aparecer por el palenque dispuesto a pelear, describiendo las figuras que lo identifican. Por ello el escudo es, al principio, individualy propio del caballero en cuestión, aludiendo a una hazaña que ha realizado o un empresaque se propone hacer: a ello se denominan armas puras, siendo las que, posteriormente, originarán las del linaje. Era costumbre que el caballero que empezaba su carrera no decorara su escudo hasta realizar alguna hazaña digna de mención, llevándolo limpio, y denominándose, entonces, armas blancasa este emblema.

A partir del siglo XIII se producen ciertos cambios. La caballería deja de tener el papel preponderante que han tenido como tropas combatientes: el empleo del arco largo de los británicos en la batalla de Aljubarrota, en España, o de la ballesta en la de Crecy, acaban con orgullos tropeles de jinetes, que se convierten en presa fácil de los combatientes de a pie. Posteriormente, el uso de la pólvora, acaba definitivamente con dicha preeminencia y la infantería se convierte en la protagonista principal de los combates.

La Heráldica, entonces, ha cobrado ya una nueva dimensión. La caballería se ha aristocratizado del todo, adoptando determinados modos de vida propios de la sangre noble: el escudo se ha convertido en hereditario y, por tanto, identifica a un linaje y no ya al caballero individual. Los apellidos se han hecho también hereditarios y propios de ese linaje, aludiendo al lugar de procedencia o a aquel donde son señores y desconociéndolos el pueblo, que usa nombres propios o apodos alusivos a sus cualidades físicas o a sus oficios: aparecerán las distinciones entre un Rodrigo Díaz de Vivar (Rodrigo hijo de Diego, señor de Vivar) y un simple Martín Tejedor. Y también esta clase alta usa del escudo para decorar sus casas, colocándolo tallado en piedra sobre el dintel o el arco de la puerta: quizás procedente de la costumbre de las tribus germánicas de colgar sus escudos de combate de los dinteles ha nacido esta costumbre que identificará tanto a los orgullosos palacios de la nobleza como a las casas solariegasde caballeros e hidalgos.

Y será ahora cuando aparezca la misión de los heraldos de preservar el uso de los escudos de armas a quienes legítimamente tengan derecho a ellos, y solo a ellos. Aparecen los tratadistas heráldicos como D. Juan Manuel, que, por primera vez, escriben sobre estos temas. En los siglos XIV y XV se conoce un gran desarrollo de la Heráldica como ciencia, fijándose sus normas e intentando una reglamentación de la misma de forma muy rigurosa, propia de una sociedad de nobles que intentaban salvaguardar sus privilegios y su statusfrente a los recién llegados. Los escudos empiezan a ser descriptivos de la familiay, por tanto, a narrar las vicisitudes y alianzas de unas con otras. Comienzan a dividirse en partes para incluir los de otros linajes que se unen por matrimonio o para incorporar nuevos elementos diferenciadores, cuya importancia quiera tenerse en cuenta. En la página correspondiente relatamos una de las muchas evoluciones que se produjeron entre las familias de la aristocracia.

Los siglos de la Edad Moderna nos muestran los avatares de la nobleza como clase privilegiada, pero que ha entrado en fuerte controversia: son los siglos XVI, XVII y XVIII que nos muestran nobles orgullosos y pagados de su prosapia, de hidalgos muertos de hambre pero puntillosos en lo que toca a sus ancestros… La Heráldica no se escapa de esas maneras de vida y se convierte en algo fantasioso, vanidoso, con descripciones legendarias y genealogías fantásticas o inventadas, en cuya situación determinados heraldistas, como Salazar y Castro o Alonso López de Haro, tratan de reglamentar y actuar con seriedad en una simbología complicada, profusa y exagerada, tanto de elementos descriptivos incluidos en el escudo como de adornos exteriores del mismo (no en balde estamos en los siglos del Barroco): lambrequines, yelmos y coronas, manteletes, banderas y mantos, tenantes de fantásticas y quiméricas figuras hacen de los escudos piezas de barroca decoración. Tanto en su empleo más usual: el escudo de armas que se talla sobre las puertas de las casas solariegas y palacios, como en otros adornos: reposteros, frentes de chimeneas, decoración de muebles, sigilografía, etc.

El siglo XIX, además de por incidir en los aspectos anteriores, nos hace asistir a la aparición de la Heráldica como emblemática de las instituciones. Efectivamente, el nuevo estado liberal trata de adoptar un emblema que lo identifique, independientemente del de su soberano, al igual que se ha hecho con la bandera: aparecerán los escudos estatales, que con frecuencia estarán inspirados o repetirán los emblemas de sus monarcas o de su pasado histórico, pero también otros de nuevo diseño. Y, por supuesto, asistiremos a la utilización de estos emblemas por las instituciones del dicho estado: ciudades y municipios, provincias…

Y no sólo eso: una gran serie de instituciones públicas y privadas hacen lo mismo, empleando emblemas que pertenecen a la Heráldica como distintivos de universidades, colegios profesionales, unidades y cuerpos militares, institutos de Bachillerato… Hasta -ya en el siglo XX- clubes de fútbol y otros organismos deportivos han usado de estos elementos transformándolos en emblemas y logotipos propios.

En el siglo XX hemos asistido, por una parte, a una excesiva mercantilización de la Heráldica de linajes, transformándola el vulgo en “de apellidos”erróneamente, mientras que una importante serie de tratadistas tratan de enfocar con rigor estos temas: Fernández de Bethencourt, Piferrer, el Marqués de Saltillo, Julio Atienza, barón de Cobos de Belchite, y otros intentan recuperar el antiguo prestigio de la Heráldica como ciencia. Con respecto a lo que se refiere a la descripción de las de los linajes es imposible olvidar la monumental obra de García Caraffa, publicada bajo el título “Diccionario heráldico y genealógico de apellidos españoles e hispanoamericanos”, comenzada a partir de 1920 y que totaliza 80 volúmenes desde entonces, cuya consulta resulta imprescindible cuando de una investigación seria se trate. Más modernos son heraldistas como Cadenas y Vicent, Martín de Riquer, Faustino Menéndez Pidal, Messía de la Cerda o González-Doria.

Y, mientras tanto, pueblos y ciudades, además de personas, reclaman su escudo de armas como alusivo a su pasado y emblema de su presente. En los último siglos hemos asistido al intento de resucitar emblemas perdidos o de crear otros nuevos en un número increíble. Tratamos aquí de recopilar los que a la provincia de Guadalajara se refiere y se ha autorizado su uso: el número de los mismos mostrará la importancia que el tema ha adquirido, y aún siendo nuestra provincia una da las más “despreocupadas” por esta cuestión, y aún España un país poco interesado con respecto a otros por lo mismo. Indicaremos también unas pautas necesarias a seguir por aquellos pueblos que quieran sumarse a la serie de los que han incorporado el uso de un escudo a su propia identidad.

También nuevas entidades políticas han aparecido demandando el uso de los emblemas heráldicos como alusivos a las mismas: la comunidades autónomas. Y, finalmente, y como propio de la evolución del mundo del diseño en nuestros días, estamos asistiendo a la transformación de la antigua Heráldica al mundo del logotipo. Logotipo que, no por ser más moderno y actual, prescinde del originario diseño en forma de escudo y sus componentes.

El puente árabe de Guadalajara

Puente arabe de Guadalajara

En estos días se anuncia la licitación, por parte del gobierno de la Región, de las obras que habrán de reparar (nunca será definitivamente, pero al menos permitirán usarle y admirarle en su integridad) el puente árabe sobre el Henares a su paso por Guadalajara.

“El puente’l río”, que a Guadalajara le cabe en nómina como a otros tantos viejos burgos castellanos, fue siempre la referencia cierta de la ciucad. Paso sobre un vado cuando romanos y visigodos, y luego levantado por los auténticos fundadores de esta Wad-al-Hayara medieval, los árabes de Abderrahmán III, sirvió de paso de las aguas, de aduana, de fielato, de objetivo pictórico, y hasta, en julio del 36, de campo de batalla.

Sufrió desastres estructurales, sobre todo cuando las avenidas por intensas lluvias eran más frecuentes. En el siglo XVIII una de esas avenidas se lo llevó entero, y durante decenios había de pasarse, de la Campiña a la Alcarria, desde el barrio de los Batanes al de la Alcallería, en barca o almadía. Gracias a la política ilustrada y constructiva del gobierno de Carlos III, que lo reconstruyó a finales de la décimooctava centuria, sirvió al desarrollo del entorno, mejorando la vida en una y otra comarca, y especialmente en la ciudad.

Ahora llevaba tiempos, largos, con desperfectos progresivos, hasta el punto de que la prudencia aconsejó cerrarlo al paso de peatones, pues sus barandales, por de hierro, con la humedad y los calores se van deshaciendo. Esperemos que sea cierta esta requeteanunciada noticia de su restauración y puesta en uso. Yo personalmente ya no me creo nada hasta que no lo vea hecho. Cuestión de experiencia.

Recuerdo del puente

De origen romano, pero construido plenamente por los árabes, en época cristiana medieval este puente era ya de proporciones monumentales, y tenía en el centro una torre alta y fuerte, según leemos en la Relación de 1579, llegando así a los días de Núñez de Castro, que fue el último de sus antiguos historiadores, a mediados del siglo XVII. Los redactores de la Relacióndecían así: Está sobre el dho rio vna Puente de mui hermoso y fuerte edificio, con vna torre alta y fuerte en medio de ella que en su demostracion arguye gran antigüedad, y segun viejas escripturas presúmese haver sido edificada de los romanos, es el edificio de ella de cal y ladrillo y canto.

Pero la torre desapareció, posiblemente en los avatares de la Guerra de Sucesión, a principios del siglo XVIII, hundiéndose definitivamente el puente en 1757, dando servicio en precarias condiciones a través de un puente provisional de barcas y maderámen. Por el agobio que para las relaciones comerciales y sociales suponía la falta de puente en Guadalajara, el corregidor de la ciudad recabó la colaboración e impuestos de todos los pueblos en 30 leguas en contorno, que se obligaron a hacer aportaciones para su reconstrucción; así y todo, fue necesario acudir a las arcas del Estado para que pusieran lo que faltaba y así reedificar el puente con la solidez con que entonces se acometían estas obras. Fue su arquitecto el montañés Juan Eugenio de la Viesca. Todavía a mediados del siglo XIX, en 1856, fue necesario hacer otra reparación, quedando desde entonces tal como hoy lo vemos.

Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara

 

La principal construcción de este monumento es árabe, de la segunda mitad del siglo X, y fue ordenado levantar por Abderramán III, para servir de acceso a lo que ya era una de las más importantes ciudades de la Marca Media. Se trata de una obra en la línea más pura de la arquitectura califal cordobesa de la época, pues en principio tenía una fuerte rampa doble o lomo, que suponía ser más elevada la parte central que las laterales. En lo que resta de obra árabe, alternan las hiladas de sogas con variable número de tizones. Consta de varios arcos apuntados, y en el centro del río, contra corriente, avanza un fortísimo espolón o estribo que remata en varias hiladas de sillería en degradación, y sobre él aparece un «arco ladrón» en herradura, al que llaman el ojillopara dar salida a las avenidas impetuosas.

Como antes he dicho, y en el dibujo adjunto puede verse, tuvo originariamente una alta torre en el centro, y al parecer otra en el extremo opuesto a la ciudad. Mide 117 metros de largo, y se forma por siete arcos y seis pilastrones, muy fuertes y macizos los dos centrales, llevando uno de ellos un aliviadero muy característico de los puentes árabes. Se rescataron los dos últimos hace pocos años en unas jornadas de recuperación arqueológica.

Al puente del Henares en Guadalajara se le han dedicado versos, se le han cantado coplas y se le han asignado leyendas. Desde sus barandas he visto correr el agua, límpida, haciendo ondas sobre los cuadrangulados armatostes de piedra caliza de varios colores que forman su solado, y que vienen de cuando, en el siglo XVIII, había que vadear el río con grandes carros, y en época de agosteña sequía podía hacerse camino firme sobre el embaldosado. Algunos creyeron que de esas piedras, tan bien colocadas, procedía el nombre de la ciudad, que pensaban traducía el Wad-al-Hayara árabe por el “río de piedras” castellano. Y no es así, porque el nombre de nuestra patria chica lo hereda del árabe en el sentido de “valle de las fortalezas”, de los edificios defensivos hechos con piedra.

En cualquier caso, a este puente del Henares en Guadalajara, que quizás vaya a ser pronto restaurado, acondicionado y hermoseado, no le vendría mal tampoco un adecentamiento de sus riberas, aguas arriba y aguas abajo de los arcos. Yo creo que es, y seguirá siéndolo por muchos siglos, uno de los emblemas de la ciudad. Y conviene sacarlo, de vez en cuando, de su silencioso anonimato. Paseándolo, por ejemplo, en estas páginas de “Nueva Alcarria” y en estos días tan bullangueros de Fiesta y alegrías.

Bibliografía

Por si alguno de mis lectores quiere saber más datos sobre este edificio monumental e histórico de la ciudad de Guadalajara, aquí van las tres referencias fundamentales en las que podrá ampliar información: Leopoldo Torres Balbás: “El puente de Guadalajara” en Al-Andalus, III (1935). Páginas 169-170.Basilio Pavón Maldonado: “Guadalajara medieval. Arte y Arqueología árabe y mudéjar”. C.S.I.C. Madrid, 1984. Páginas 23-29. Y Juan José Bermejo Millano: “Guía de los puentes de Guadalajara”, Aache Ediciones. Guadalajara, 2008. Páginas 45-51.

Minaya Alvar Fáñez, entre la historia y la leyenda

Minaya Alvar Fañez

Si andamos el principal paseo (que todavía es bulevar) de “Las Cruces” en Guadalajara, nos vamos a encontrar alzados sobre breves podios los bustos broncíneos de algunos personajes, más o menos conocidos, pero anclados todos en la esencia de la Alcarria: un árabe hay, un judío, un castellano, y luego personajes de las letras y las artes. Uno de esos bustos, en el verde ajado del bronce mojado, corresponde a Alvaro Háñez, un castellano de pro, a quien la historia y la leyenda, mezcladas, han dado el apelativo de “Alvar Fáñez de Minaya”, compañero cuando no primo, o sobrino, de Rodrigo Díaz de Vivar, “El Mío Cid Campeador”.

A pesar de estar en la memoria de todos los habitantes de esta tierra, de la Alcarria, de Cuenca, de Toledo, de Castilla entera, de sonar mucho en leyendas y algo menos en historias, Alvar Fáñez es un perfecto desconocido en sus detalles. Y por la escasez de documentos, mucho me temo que lo va a seguir siendo por bastante tiempo. Porque aparte de cuatro datos contrastados, que a continuación reseño, solo evocaciones legendarias quedan de él, puertas que dicen atravesó, estandartes que alzó y cerros donde posó su caballo.

Recientemente (2014), un gran estudio del historiador Ballesteros San José, ha puesto de relieve algunos nuevos datos acerca de la biografía de este guerrero castellano, que le perfila con nitidez y afianza el devenir escrito del personaje.

Certeza histórica

Además de la estatua (que es busto valiente y de buena mano) que hay ahora en el paseo de las Cruces, surge enorme la talla de cuerpo entero de Alvar Fáñez en el puente sobre el río Arlanza en pleno corazón de la ciudad de Burgos. Allí le evocaron hace mucho tiempo, por ser uno más de la mesnada del Cid don Rodrígo Díaz. Al parecer, fue sobrino suyo, familiar muy directo. Y en todo caso, siempre cabalgó a su lado, actuó en conquistas y fazañas, pues el “Cantar de Mío Cid” señala a don Rodrigo acompañado siempre de sus capitanes, entre los que se incluye Alvar Fáñez, a quien dice primo suyo, o sobrino. “Minaya” le dice, que no es apellido, sino apelativo cariñoso, equivalente a “mi hermano”…

Su vida transcurrió, desde el ignoto año de su nacimiento, hasta el seguro de su muerte en 1114, bajo el reinado de Alfonso VI de Castilla. Actuó como capitán de su ejército, y se le encomendaron difíciles misiones, entre ellas la de ser embajador del castellano en las cortes de los reyes taifas meridionales. Cuando casa el Cid con doña Jimena, en 1074, Alvar Fáñez aparece como testigo en la carta de arras.  Los años de 1085 y 1086 los pasó, tras culminar la operación de conquista de Wad-al-Hayara y su entorno, en servir de apoyo a Alfonso VI en Valencia, manteniendo allí a Alcádir como jerarca sometido, y gobernar el protectorado que Castilla estableció sobre el reino levantino.

Hay un diploma de 1107 en que se le confirma como señor de Zorita y Santaver, ambas ciudades fortificadas, sedes de poderíos militares árabes, junto al Tajo y el Guadiela. Al año siguiente, participó en la batalla de Uclés, que acabó en desmán para los castellanos, perdiendo a partir de ella sus posesiones y señoríos en tierras de la Baja Alcarria de Guadalajara y Cuenca. Sus últimos años los pasó como gobernante y político de peso, siendo el tenente real de Toledo, ocupándose de organizar y dirigir su defensa en 1109 ante el ataque de los almorávides. En 1111 dirigió la razzia que tomó pasajeramente  Cuenca, volviendo a Toledo y muriendo en Segovia, en 1114, en un encuentro de armas con las milicias concejiles de esa ciudad, que habían tomado partido por el rey Alfonso de Aragón, en la pequeña guerra civil surgida durante el reinado de doña Urraca. Precisamente el guerrero que se las había visto con los más duros combatientes del integrismo musulmán avanzando por la meseta castellana desde el norte de Africa, fue a morir, de forma inesperada, en una pelea civil sin mayor trascendencia.

Conquistador de Guadalajara

La presencia de Alvar Fáñez de Minaya en la galería de retratos de las Cruces se debe a su papel de capitán en la conquista de la ciudad a sus anteriores poseedores, los musulmanes. Nunca encontraremos el documento que fehacientemente lo diga. La leyenda es machacona, y lo ha ido arrastrando por siglos, lo ha ido contando en libros, en poemas, en romances y canciones. Quién fuera el exacto reconquistador de Guadalajara es por tanto algo que se queda en el ámbito de lo legendario. El historiador Layna Serrano lo da por seguro, apoyándose en varias razones: por una parte, en que por el pres­tigio conquistado desde varios años antes en la corte castellana, él sería designado para capitanear tan difícil empresa. Por otra parte, por el hecho de conocerse bien el territorio, desde que unos años antes, cuando estuvo con su tío el Cid Campea­dor en la toma de Castejón y su castillo, había he­cho una razzia o cabalgada Henares abajo, dando sustos y tomando propiedades a las gentes de Hita, Guadalajara y Alcalá. Incluso avalora Layna esta opinión por el hecho de existir tradiciones, en di­versos pueblos de la comarca alcarreña, de haber si­do Alvar Fáñez su conquistador (Horche, Romano­nes, Alcocer, etc.) e incluso de haber tomado la puerta del Cristo de Feria, poco tiempo después de la reconquista, el nombre de Alvar Fáñez, posi­blemente en memoria de su conquistador, que por allí entraría.

Se ha llegado a cuestionar incluso la fórmula militar y guerrera para la toma de Guadalajara. Es muy posible que el cambio de dirigentes, y por tanto de política, se hiciera como resultas de un proceso de negociación y de situación social que forzó esa salida. Alvar Fáñez entró, ya desde el siglo XII, en la “mitología” que todo Estado en nacimiento fabrica para reforzar un prestigio y un poder. Alvar Fáñez fue un factotum en esa época, y a él se le asignaron hazañas que quizás no en su totalidad podría haber firmado.

La misma reconquista

Sobre la forma de la conquista de Guadalajara por Alvar Fáñez y su mesnada (hecho que recoge el escudo heráldico de la ciudad, desde hace más de un siglo) habría mucho que hablar. Porque los historiadores no se han puesto nunca de acuerdo acerca del mo­do en que esta conquista se realizó. Aparte de cues­tionar totalmente, como hacemos nosotros, el he­cho de una toma militar, pues creemos que esta no existió, limitándose al simple envío de mensajeros o representantes que hicieron ver a los jefes árabes guadalajareños la caída de Toledo, y el paso a Casti­lla de la soberanía de la ciudad, también está el ele­mento contrario, fabuloso y legendario, que se ha ido transmitiendo de abuelos a nietos, en el que la hipótesis de una en­trada sigilosa nocturna nos transporta al mundo de las Mil y Una Noches.

Alonso Núñez de Castro, historiador del siglo XVII, opina que ocurrió del siguientemodo: estando el asedio implantado desde hacía muchos días ya, los moros decidieron hacer una salida al campo y pro­curar diezmar y dañar a los sitiadores. Pero éstos, más fuertes, les atacaron y persiguieron, entrando tras ellos hasta el interior de la ciudad, haciendo en ella y en sus soldados tanta daño, que pocos días des­pués se rindieron. Por el contrario, Francisco de Torres, a quien vemos en todo mucho más razona­ble y menos fabulador, piensa que la toma de Guadalajara se hizo sin violencia alguna, por rendi­ción ante hechos políticos consumados.

Layna Serrano fue más allá, tratando de razonar científicamente el modo de la conquista, consiguiendo fabular por su cuenta. Dice que la rendición fue pactada entre Alvar Fáñez y los jerarcas de la ciudad, y que al entrar a tomar posesión del burgo, la población se amotinaría y protestaría, poco menos, que estableciéndose un ré­gimen de guerrilla urbana. También propone Layna la versión de que una vez pactada entre los jefes árabes y el capitán Alvar Fáñez la entrega de la ciudad, con objeto de evitar alborotos de la población, la entrada se hiciera por la noche, y se ocupara de inicio todo el barrio en torno a la iglesia de Santo Tomé, donde residía la colonia mozárabe y los sim­patizantes de la causa castellana, siendo al día si­guiente un hecho consumado.

También en Alcocer tienen a Alvar Fáñez como conquistador de su villa a los árabes. De la antigua y ya fenecida muralla quedan restos de una puerta. Que fue siempre dedicada al capitán castellano. Igual ocurrió en Horche. Allí dicen que la noche del 24 de junio (difícil sería, pues esa es la que se dedicó a conquistar la capital) de 1085 el militar burgalés se hizo con la población y la puso para siempre en el derrotero cristiano. Por Romanones cuentan que hay en un cerro señales de excavaciones directas en la roca. Con seguridad son tumbas visigodas o quizás más antiguas, pero allí se dio siempre la más bonita interpretación de que en ese hueco de la roca durmió Alvar Fáñez y su caballo en un descanso de sus correrías por la Alcarria.

No cabe duda, pues, que la figura de este altivo y emplumado personaje que hoy admiramos en el Paseo de las Cruces tuvo mucho que ver con nuestra tierra, con nuestra ciudad y con la Alcarria toda. Es por ello que se merece el recuerdo que en estas líneas le dedicamos.