Sigüenza medieval, en tres miradas
Este fin de semana se celebran en Sigüenza sus “Jornadas Medievales”, que suponen una apertura a visitantes y habitantes de las puertas de la historia sobre las calles y edificios seguntinos. La Asociación Medieval Seguntina, con el esfuerzo de todos sus miembros, monta un gran espectáculo de calle, con cenas medievales, representaciones históricas, mercado y demostraciones, durante dos días. Una fiesta visual y sonora que merece ser conocida.
Tres grandes festivales medievales celebra la provincia en este mes de julio. El primero siempre es el de Hita, el más antiguo y arraigado, que tuvo lugar el pasado sábado 1 de julio. El segundo, este de Sigüenza, rememorando la prisión en su castillo de la reina doña Blanca de Castilla. Y el tercero, que tendrá lugar el próximo sábado 15, será en Pastrana, en torno a la figura de la princesa enamorada y presa, doña Ana de Mendoza y La Cerda, la de Éboli.
Esa visión medieval de la realidad, buscada en sus perfiles como a través de un caleidoscopio, permite a muchos vivir la esencia de un tiempo remoto reflejado en los perfiles actuales, y me permite a mí evocar tres retazos de la ciudad de Sigüenza, tal como fue en aquellos siglos medievales. A través de tres destellos que podrían ser unas piedras talladas (las gárgolas), una visita real (la de los Reyes Católicos a la Catedral) y el drama de la prisión de doña Blanca, eje de esta efeméride y celebración. A ellos vamos.
Las gárgolas de la catedral
El paseante mira a lo alto, como debe hacerse siempre que se aproxima a un monumento antiguo. En el caso de la catedral verá muchas cosas (torres, campanas, veletas, rosetones…) pero si para con minucia la vista en los bordes altos de los muros, y en las cornisas, se sorprenderá al encontrar unas figuras retorcidas, monstruosas, desgastadas y gritonas. Son las gárgolas.
Qué fueran estas piezas de la arquitectura medieval, gótica sobre todo, pero también usadas en épocas anteriores y posteriores, es algo que conviene desvelar desde ahora mismo.
Dicen que su nombre castellano deriva del francés gargouille (garganta), y su cometido es canalizar a través de su cuerpo el agua que desde el tejado viene para que salte por su boca a la calle. Por eso eran largas, airosas, con espantosos cuellos deformes. Pero la talla de esas piedras se esmeró en la época del gótico con animales y seres monstruosos, imposibles, atemorizadores. Seguro que por hacer hermosas imágenes de adorno. Pero también (y yo me inclino a ello) por cumplir el cometido que todo elemento icónico tiene en el arte medieval. Para servir de aviso, de lección, de mensaje permanente.
En la catedral de Sigüenza, las cornisas de los muros de la nave mayor se sostienen de canecillos, se mezclan con metopas (de entre ellas destacan las que muestran un oso, dos leones afrontados, o seres de largas patas) y finalmente dejan paso a la graciosa liviandad de las gárgolas, cuyo cometido es conocido de todos: dejar que el agua que resbala, tras la lluvia, de los tejados, caiga en fuente lejos de los muros, a la calle, para que no se dañen las estructuras catedralicias.
El origen de la gárgola dicen que viene de un dragón temible que asoló, en época lejana, el entorno de Paris: Gargouille se llamaba, y tenía un cuerpo escamoso, unas alas membranosas, un cuello largo y reptante, unas grandes cejas, y un hocico delgado con potentes mandíbulas, escupiendo fuego y echando un aliento apestoso que todo lo destruía. Un sacerdote cristiano, llamado Romanus, dominó a la bestia enseñándola una cruz, la cortó la cabeza y al fin la colgó de lo más alto del Ayuntamiento de Rouen.
Las gárgolas que desde entonces se ponen en los edficios románicos y góticos tienen esa apariencia monstruosa. Dicen unos que eran demonios que escapaban del templo y se quedaban petrificados. Decían otros que eran espíritus protectores, desde fuera, de las iglesias y su sacro recinto. El mensaje que podía marcarse señalándolas con el dedo, era en todo caso modulable a la conveninencia de quien declamaba, o del momento, fiesta, u ocasión en que se esbozaba. Como siempre, el arte obrando de mensaje interpretable y duradero.
En la catedral de Sigüenza hay muchas gárgolas, aunque ya desgastadas por el tiempo inclemente, por los disparos guerreros, por el simple paso del tiempo. Unas tienen formas de leones, otras de dragones. Demonios quizás, y animalejos de mitológico origen. Hay que pararse, de vez en cuando, a mirarlas, a admirarlas, a redimirlas de su atenazante parálisis. Este fin de semana, esta Jornada Medieval Seguntina puede ser un momento ideal para ello.
Llegan los Reyes a la catedral de Sigüenza
En el otoño de 1487, llegan a Sigüenza los Reyes Católicos. Eran entonces “nuestros señores, los reyes”. Isabel, la de Castilla, y Fernando, el de Aragón, uniendo en su cetro común (el único que sostienen con ambas manos en el medallón central de la universidad de Salamanca) la mayor parte de las tierras ibéricas. Tan solo quedaba Portugal, aislado contra el Océano, y Granada, sumida en las luchas internas de sus linajes y dinastías, matándose entre sí abencerrajes y nazaríes. (Bueno, y también Navarra, que iba a su aire).
Avisada por pregoneros desde días antes, el ambiente en la ciudad de Sigüenza era de expectación y nerviosismo. Todos lavaban sus caballos, limpiaban sus vajillas y aderezaban las fachadas de sus casas. La calle mayor quedó como los chorros del oro. Porque el 5 de noviembre, tras llegar desde el valle y subir por la puerta de Guadalajara hasta la catedral, oyendo allí un solemne “Te Deum”, los monarcas sobre sus caballos subieron, acompañados del señor de Sigüenza, y obispo de la diócesis, don Pedro González de Mendoza, que era además gran canciller del reino, su primer ministro, hasta la residencia de este, el gran castillo que culminaba el burgo. Descansó al día siguiente la comitiva, y el 7 partió con su séquito, hacia Zaragoza, don Fernando de Aragón. Mientras que Isabel de Castilla quedó, agasajada por la admiración de la ciudad y los ciudadanos, siete días más en la fortaleza, de charla con sus damas, cortesanos y el Cardenal.
En esta ocasión, a sugerencias de la reina, don Pedro González de Mendoza aportó los caudales necesarios para construir el gran coro de la nave central, y patrocinó y pidió a Mateo Alemán que tallara un púlpito para la predicación de la Epístola, ante el pilar esquinero del presbiterio. Y lo encargó en madera, con sus escudos tallados, y las figuras de Santa Elena (inventora de la Santa Cruz en Jerusalen), San Jorge caballero dañando al dragón, y Santa María in Dominica, apoyada liviana sobre una barcaza de madera. Los tres títulos cardenalicios de que disfrutaba don Pedro González, el de Mendoza.
Esa presencia de la corte en Sigüenza fue recordada durante años, durante siglos. Siempre quedó en el ambiente la solemnidad aquella. Cierra los ojos por un momento, lector amigo, e imagina a doña Isabel, engalanada y sonriente, sobre un caballo engualdrapado de oro y gules, subiendo a paso lento la calle que hoy lleva el nombre del Cardenal, desde la fuente ante la puerta de Guadalajara, hasta el rellano de la catedral…
Ese recuerdo ha venido a cuajar, recientemente, en un hermoso libro que ha escrito Miriam Martínez Taboada, y que ha titulado “El misterio de la llave de oro”. Además de la llegada de los reyes, por sus páginas pulula la vida cotidiana, la variedad de sujetos y madamas que daban vida a la Sigüenza de fines del Medievo, y el jolgorio de los barrios artesanos, moriscos y hebreos. Por sus calles desfilan los sochantres, los médicos judíos, los herreros musulmanes, los bachilleres eruditos… y aquella jornada nos es devuelta, viva y colorista, entre la prosa de Miriam Martínez y el asombro ilustrado de Isidre Monés.
La reina doña Blanca, prisionera
Es esta una historia, que no leyenda, de triste recordación. Aunque no hayan quedado documentos en la ciudad que la atestigüen, sabemos con seguridad de la reclusión a la que fue sometida, por orden de su marido el rey Pedro [el Cruel] de Castilla, entre los años 1355 y 1359, la que fuera venida desde Francia, la hija más querida de su rey galo, para ser esposa del castellano.
Por tener el rey una amante, María de Padilla, a la que nunca dejó, porque la quería de veras y fue además madre de sus hijos, el problema se complicó al recibir la reina verdadera el apoyo de buena parte de la Corte. Su marido la enviaba prisionera a los castillos más fuertes del reino. Estuvo en Medina Sidonia, en Arévalo, y en el alcázar de Toledo antes, pero siempre era aclamada y salvada por quienes enfrentados al rey Pedro veían en ella un símbolo de protesta.
En el castillo seguntino estuvo doña Blanca retenida. No encarcelada, ni aherrojada con cadenas, como algunos han dicho. Simplemente custodiada para que no ejerciera de “primera dama”. Acompañada de personas de su confianza, como su secretario Ottobón de Oliva; su capellán y secretario Juan Oyuel; y los caballeros que la custodiaban Iñigo Ortiz de la Cueva y Ruy Pérez de Soto, además del caballero Hinestrosa, quien se portó caballerosamente con ella. También asistida por su dama doña Leonor de Saldaña.
¿Donde estuvo “prisionera” doña Blanca en el castillo seguntino? Es su antiguo Cronista Martínez Gómez-Gordo quien nos informa sobre la cuestión. La leyenda dice que estuvo encerrada en un pequeño cuarto de la denominada «Torre de doña Blanca», también conocida como «Torre de Mari-Blanca». Pero no estuvo confinada estrechamente en dicho lugar. Ella podía deambular por toda la fortaleza, incluso bajar a la ciudad, aunque sin poder salir de ella.
El cronista seguntino, en un bellísimo y bien cimentado libro, trata ampliamente del tema, y nos dice que Blanca de Borbón «desde sus aposentos, vería en sus cuatro años de encierro, allá abajo, lejos del recinto amurallado de la ciudad, cómo se iba levantando, de sol a sol, con parsimonia y con mucho ajetreo de menestrales, la primera torre de la hermosa y sólida catedral. Y en sus graves estrecheces económicas… mandando a su dama de compañía, doña Leonor, pignorar pieza tras pieza en las Travesañas, la judería de la ciudad, su riquísimo ajuar de novia, cargado de rica pedrería».
Podemos hoy visitar, transformado en Parador Nacional de Turismo, el castillo seguntino, y recibir la información de quien nos guíe acerca de los lugares donde la reina de Castilla vivió prisionera: la torre de doña Blanca, el salón con su nombre, la capilla…. Y pensar que desde las almenas ella vería pasar, entre nubes y atardeceres, el sin sentido de la vida. Quede todo ello para la imaginación del huésped. Y aquí la constancia del hecho de su residencia, durante cuatro largos años, entre corredores largos y fríos aposentos.
Rememorado todo en esta jornada medieval, la que te espera, lector, maña y pasado, si hasta Sigüenza decides acercarte.