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septiembre, 2015:

Dimas Fernández-Galiano Ruiz, arqueólogo de la Alcarria

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Dimas Fernández-Galiano Ruiz (1951-2015)

El pasado sábado 19 de septiembre fallecía en Madrid uno de los más activos estudiosos de la Historia Antigua en Guadalajara. Director que fue del Museo Provincial de Bellas Artes, iniciador de las excavaciones modernas en Recópolis y autoridad mundial en musivaria romana, una cruel y rápida enfermedad nos ha privado de su autoridad y amistad. Me toca hoy recordarle, en su persona y en su obra, y lamentar con toda la provincia su pérdida.

Aún me parece oir la voz del joven Dimas (no tendría entonces más de 25-26 años..) cuando todo eufórico me saludó al entrar yo en la sala principal del Museo Provincial de Bellas Artes, inaugurado un par de años antes (1974) en las salas bajas del palacio del Infantado. Era el nuevo director, el primero que tenía la institución que pretendía dinamizar la vida cultural en Guadalajara. Su directora interina, doña Juana Quílez, había pedido que en el Ministerio se dieran prisa por adjudicar la plaza de director que pocos meses antes se había convocado (eran otros tiempos, en los que había oposiciones a puestos oficiales todos los años), y en esas llegó, cargado de juventud y de nuevas ideas, Dimas Fernández-Galiano Ruiz, con quien desde ese primer día mantuve una entrañable amistad, hasta que esta se ha roto con la pérdida de su vida.

Arqueólogo profesional

Era una “rara avis” en el mundo cultural de Guadalajara, tan joven y tan dinámico, este nuevo director del Museo. Captado enseguida por la Institución Provincial de Cultura “Marqués de Santillana” para presidir su sección de Arqueología, juntos nos pusimos a hacer cosas, entre ellas la de crear la Revista “Wad-Al-Hayara” en la que desde casi el comienzo fueron apareciendo todos los años los trabajos de este autor, referidos a los hallazgos que empezó a hacer por castros y necrópolis del área seguntina.

Su actividad gestora le llevó a conseguir, de inicio, y tras crrear el Plan de Excavaciones Arqueológicas, una serie de fondos y capacidades para iniciar las excavaciones metódicas en Recópolis, que desde los años (década de los cuarenta) de Juan Cabré estaban paralizadas. Parecía que tras el hallazgo del tesorillo de trientes visigóticos, que don Juan encontró el segundo día de sus excavaciones (porque sabía perfectamente a qué iba) nada nuevo podría aparecer en el contexto. Pero Dimas asumió la parte más pesada y menos brillante del trabajo subsiguiente, concretamente el que haría excavar palacio, plazas, calles, casas, torres y todo el conjunto ingente (todavía apenas una décima parte de lo que fue Recópolis) de este asentamiento visigótico.

Al tiempo se embarcó en la excavación de la recien descubierta descubierta villa romana de Gárgoles de Arriba, en la que planteó un estudio muy profesional entre los años 1979 y 1985.

Como desde los tiempos antiquísimos del marqués de Cerralbo, y aisladamente por don Juan Cabré tras la guerra, nada se había hecho en el mundo arqueológico provincial, puede decirse que Fernández-Galiano es el renovador de estos estudios en Guadalajara: un clásico ya. Tuve la suerte de hacer con él algunas excursiones reveladoras, como cuando nos subimos a lo alto del Castro de Guijosa y quedamos sorprendidos por su piedras defensivas en espectacular formación de “chevaux de frise”, o cuando nos aventuramos desde Pálmaces, arroyo del castillo arriba, hasta encontrar las ruinas de la fortaleza de Inesque. Entre bromas y anécdotas, Dimas se fijaba en los más mínimos detalles, que luego solían fraguarse en una campaña de excavación. Una inolvidable estancia en Carranque, cuando empezaba a descubrir el asombroso conjunto musivario que guardan los suelos de la que fuera villa del prefecto imperial Materno Cinegio, me dejó comprender la cantidad inmensa de saber clásico que Fernández-Galiano atesoraba, fruto de sus estudios, de sus largas horas de biblioteca y de análisis de piezas y situaciones.

Si uno intenta ahora (es tan fácil) saber algo de la producción de Dimas F.G. puede encontrar en Internet una página en que se referencian sus publicaciones. Dialnet nos dice que tiene anotadas en su haber 29 colaboraciones en obras colectivas, 22 artículos en revistas especializadas, y tres libros (que son cinco, realmente) con su nombre. Sé que una de sus obras más trabajadas y queridas fue la que en 1976 acabó con el título de “Carta Arqueológica de Alcalá de Henares”, porque era obra de juventud y está hecha casi sin descansar, a todo viento.

Fernández-Galiano ha sido reconocido como uno de los mejores conocedores, en toda Europa, de la musivaria romana. También de la historia y la cultura del Lacio sobre la Península Ibérica, llegando a concretar tan largos saberes en publicaciones, aunque cortas, muy densamente reveladoras de una esencia que gracias a él hemos comprendido. De hecho, las nueve páginas de su texto “Orígenes de la idea de España” con que se abría la publicación “Carranque. Centro de Hispania romana”[2001] vienen a verter su clara visión de la Península como un conjunto peculiar de gentes animadas por un común interés y una historia acompasada desde remotas épocas.

Estudioso del mundo antiguo

Participante desde sus orígenes en la Revista “Wad-Al-Hayara” de estudios de Guadalajara, tiene su obra científica desplegada en multitud de revistas, congresos e intervenciones, destacando especialmente el estudio sobre la “Arqueología de Castilla-La Mancha” [1989] que se reconoció como un libro breve y claro que ponía unas bases en un tema del que nada se había hecho, y que a partir de entonces permitió una programación más metódica.

Otros libros de Fernández-Galiano, como el general sobre “Las villas hispano-romanas” y el más específico sobre “Los monasterios paganos” [2011], son la evidencia más clara de su amplio dominio sobre el Mundo Antiguo, sobre ese clásico tapete que abarcaba el Mediterráneo, y del que Dimas conocía todos sus detalles.

Su tesis doctoral, de 1987, sobre “La musivaria hispano-romana en el Conventus Cesaragustanus” es también de obligada referencia en el área de conocimiento de los mosaicos, de los que creo que no le faltaba por conocer ni uno solo de los que han aparecido en España, y aun me aventuraría a decir que ninguno, tampoco, de los que pueblan las orillas del Mediterráneo. Porque en Túnez estuvo Fernández-Galiano muchas veces, y del Bardo –lo sé porque me lo han contado- ha sido guía excepcional de su colección musivaria, la mejor del mundo antiguo, sin duda.

La última vez que recorrí la ciudad de Pompeya, tuve la inmensa suerte de hacerlo junto con él y su mujer Jennifer, absorbiendo en cada esquina sus saberes meticulosos y certeros. Fuera de las anécdotas que siempre cuentan los guías, mi amigo ponía el dato y la palabra ajustados a cada rincón de la ciudad del Vesubio, que él tan bien conocía. Y algo parecido me ocurrió en otras visitas en las que tuve la suerte de contar con su compañía, (Luxor junto al Nilo, las ruinas del palacio de Tiberio en Capri, o los baños romanos de Römerbald en la Selva Negra).

De su amistad recojo ahora, con tristeza, el dato de que me confiara, en los últimos meses, un texto que ha dejado inédito y que creo que sería capital para identificar el pensamiento y la honda visión que F.G. tenía sobre la Antigüedad, en su conjunto y en sus mínimos detalles. Se trata de un espectacular estudio sobre los “tempus” con que el Imperio Romano midió sus actividades y las de sus protagonistas.

El dato menos conocido

Fue Dimas Fernández-Galiano, cuando dejó la dirección del Museo de Bellas Artes de Guadalajara, un activo protector del Patrimonio Artístico Español. Subió a más altas cotas en el Ministerio de Cultura, encargándose de programar, planificar y dirigir las actuaciones de restauración y rehabilitación de grandes edificios monumentales con cargo al Estado. No tengo las fechas exactas, pero recuerdo que cuando llegó a ese puesto, su primera idea fue la de acometer enseguida las obras que necesitaba la Catedral de Sigüenza, que en muchos lugares estaba haciendo aguas (y nunca mejor dicho, porque concretamente a la Capilla de las Reliquias le caían chorros cuando llovía). Y desde su puesto de responsabilidad en el Consejo de Administración de Ibercaja, y gracias a la capacidad operativa que en esa Entidad tenía, se consiguieron también ayudas numerosas para monumentos de la provincia.

En este sentido, y es el dato menos conocido por cuantos a lo largo de estos últimos cuarenta años han conocido a Dimas, nuestro amigo fue un decidido defensor del patrimonio artístico guadalajareño, llegando en forma de pequeñas restauraciones, actuaciones de urgencia, y planificaciones menores, muchas ayudas a ermitas, torreones y espacios patrimoniales de la provincia.

Por eso pienso que la tierra alcarreña, su comarca seguntina, su alcarria cifontina, y su sierra guijoseña (entre otros muchos lugares) quedan en deuda con este aragonés que asentó sus reales, y desarrolló sus trabajos, entre nosotros. La amistad con que me distinguió será siempre el mejor recuerdo que de él me quede, pero su trabajo hondo, apasionado, riguroso y bien hecho, en torno a los restos (siempre inacabables) de la Antigüedad entre nosotros, será lo que merezca el aplauso de esta tierra. Que no suele ser generosa con quienes han volcado su vida entera por ella, pero que a veces (al menos, en el momento del adiós último), echa la vista atrás un momento y se da cuenta de que se ha ido uno de los buenos, uno de los grandes, cuyo nombre servirá para definirla en el futuro

Dimas Fernández-Galiano Ruiz

Calatayud, 1951 – Madrid, 2015

Puede ser calificado como uno de los más activos arqueólogos, en el campo y en los laboratorios, de la segunda mitad del siglo XX: de su mirar y ver, de su excavar y comparar, han salido nuevas luces en diversos temas relacionados con la historia antigua de nuestro país, y muy especialmente en la relativo a la musivaria española de época romana.

Licenciado en Historia primero, en 1974, y luego doctorado en Historia Antigua en 1987, muy pronto accedió por oposición al puesto de Director del Museo Provincial de Bellas Artes de Guadalajara, en 1976, donde dirigió el Plan Provincial de Excavaciones Arqueológicas, formó grupos de investigadores, estudió todos los hallazgos que en ese último cuarto de siglo se produjeron en Guadalajara (1975-2000), y creí la sección etnográfica del referido Museo.

También participó muy activamente en la organización y montaje de grandes exposiciones de arte e historia en el ámbito aragonés, a través de los servicios culturales de Ibercaja, de las que debería recordarse como emblemática la dedicada a “La Corona de Aragón” [2005] en el Palacio de la Lonja de Zaragoza. Una figura, en definitiva, la que nos ha dejado, de un estudioso concienzudo y un trabajador nato en los caminos de la cultura hispánica.

Jenaro Pérez Villamil y su paso por Guadalajara

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El patio de los Leones, en el palacio de los Duques del Infantado, por Jenaro Pérez Villamil

Quizás las mejores estampas de nuestra ciudad cuando era toda ella monumental y espléndida, nos las dejó un extraordinario artista que viajó, mediado el siglo XIX, por toda España, y aquí llegó a transformar algunos viejos edificios guadalajareños en pasto eterno del recuerdoMe refiero a Jenaro Pérez Villamil, de quien doy aquí un apresurado toque biográfico.

Un gallego internacional

Jenaro Pérez Villamil nació en El Ferrol (A Coruña) en 1807, y murió en Madrid en 1854. A pesar de lo corto de su vida (murió con 47 años de edad) nos dejó una producción artística enorme.

Y de su visita a Guadalajara, en torno a 1835, dejó una serie de apuntes del natural, algunos mucho más elaborados en su estudio, que han venido definiendo desde entonces la romántica silueta de nuestra ciudad.

Casi en la infancia, muy joven aún, ingresó en la Academia Militar de Santiago de Compostela. El traslado de su familia a Madrid hizo que dejara esos estudios, apostando enseguida por la carrera literaria. En las algaradas callejeras del Madrid de 1823, protestando contra el absolutismo de Fernando VII, fue herido y trasladado a Cádiz como prisionero de guerra. Le soltaron enseguida y volvió a cambiar de intenciones. Ahora quería ser pintor. Y viajero, pues con su hermano se trasladó primeramente a Inglaterra, y enseguida a Puerto Rico, en 1830. Allí les fue encargada la decoración del Teatro Tapia, en San Juan, donde se mantuvo durante 3 años, volviendo a España y recorriendo un poco en plan bohemio Andalucía, conociendo en Sevilla al artista escocés David Roberts, de quien se hizo admirador enseguida, discípulo y seguidor, adquiriendo en las formas y los conceptos del británico el sentido del paisajismo romántico, que Pérez Villamil desarrolló con fuerza, con una personalidad que, sabiendo de estos años tan movidos, tan viajeros y brujuleantes, debía ser muy fuerte.

Es en 1834 cuando se establece en Madrid, otra vez, y en este caso, “rompeolas de todas las Españas”, trabajando intensamente y adquiriendo fama y distinciones, pues al año siguiente le dieron el título de académico de mérito de la Academia de San Fernando, en la especialidad de paisaje. Ya muy conocido, los magnates europeos le pedían obra, le hacían encargos. El barón Taylor le encargó en 1837 varios cuadros que colgaron luego en los salones franceses. Tanto evolucionó y tanto dibujó, que en 1845, con apenas 38 años, fue nombrado Teniente de Director de esta institución, colaborando en la fundación, en esa época, del Liceo Artístico y Literario de Madrid. Muy introducido en los ambientes cultos, políticos, y literarios de la Corte, ilustró obras y revistas, llegando a amistar con Zorrilla, de quien recibió el aplauso y algunos versos dedicados.

Su trabajo perfeccionista, académico, brillante, le vale ser nombrado pintor honorario de la Cámara de S.M. la reina Isabel [II] de España, dedicándose a viajar por Europa en los siguientes años, hasta 1844, en que se estableció en París, iniciando allí la publicación de su España Artística y Monumental, esa colección de litografías de gran tamaño con vistas monumentales de ciudades españolas, y de monumentos singulares, en una ambiciosa tarea que le consagró para siempre. Entre sus grados académicos y profesorales, alcanzó a ser profesor de la cátedra de Paisaje de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, así como profesor de Paisaje de la Escuela Preparatoria para las carreras de ingenieros civiles y arquitectos.
De regreso en España, tras la caída del general Espartero (de quien prefirió huir antes que soportarle) es nombrado caballero de la orden de Carlos III, y de la de Isabel la Católica, de la que llegó al grado de comendador, y de la de Leopoldo de Bélgica, recibiendo así mismo la Legión de Honor francesa. A partir de entonces, viaja incesantemente por tierras españolas para recoger nuevas vistas para sus obras. Trabaja incansablemente, dibuja cada día, cada hora, en cualquier parte, viaja por toda España en un penoso trasiego de fondas, palacios y ventas, pasando frío y humedades, etc. Muere el 5 de junio de 1854, en una estancia en Madrid, cuando solamente contaba 47 años. pintoresco y monumental puesto en boga por el Romanticismo.

La calidad excepcional de sus dibujos

Quien conozca algo de la obra de Pérez Villamil coincidirá conmigo en que era un fuera de serie. A pesar de sus rápidos y esporádicos estudios, fijándose en lo que otros hacían, con tenacidad siempre, debía estar muy bien dotado o predispuesto porque demostró ser un excelente dibujante, de ejecución rápida y precisa, acercándose a la realidad a través de sus apuntes a lápiz o a la acuarela. Mientras que la técnica de sus óleos suele ser empastada, con gran movimiento, y colores cálidos de tonos dorados, donde desarrolla su genialidad es en sus acuarelas y aguadas, de elegantes rasgos y finos dibujos que hacen de él uno de los mejores artistas del siglo XIX español.

Su producción, inmensa, tal que no ha sido posible hacer una exposición antológica medianamente representativa, se compone de gran cantidad de pinturas al óleo, acuarelas y apuntes a lápiz, predominando sobre todo las

vistas de monumentos, ciudades ó paisajes naturales, con un sello inconfundible ya que la realidad era transformada por Villamil en otro edificio o paisaje a medias inventado, partiendo del real que miraba. Mientras que en los fondos utilizaba una delicada gradación del color, con tonalidades suaves, los objetos y personajes del primer término los resolvía con pinceladas vibrantes y luminosas, de gran viveza, combinando en todo ello la gran sensibilidad imaginativa y el sentido colorista sumado de la certeza compositiva y agrandado, en fin, con su poderosa imaginación e inventiva. De ahí que sus cuadros y sus estampas sean reales, sí, pero parecen más, mucho más, de lo que entonces eran y hoy son aquellos ambientes que Pérez Villamil retratara en la España de la primera mitad del siglo XIX.

Su gran obra, “España artística y monumental”, en tres volúmenes que comprendían a su vez 36 cuadernos de grandes litografías realizadas por Lemercier, fue impresa en París, por la editorial Hauser, entre 1842 y 1850, con financiación del banquero, coleccionista y mecenas Gaspar de Remisa, quien hizo posible que esta obra se hiciera realidad.

El paso de Villamil por Guadalajara

No sabemos a ciencia cierta en qué época, en qué meses o año pasó Genaro Pérez por Guadalajara. Pero sí que podemos establecer su itinerario, al juzgar sus escenas y ambientes retratados. Solamente de dos localidades nos han llegado las huellas de Villamil en Guadalajara: la ciudad por una parte, y el monasterio jerónimo de San Bartolomé de Lupiana por otro. No pudo ser alojado en el palacio de los duques del Infantado porque entonces estaba ya semiabandonado, parcelado en mil cuartos y ocupado por encargados, porteros y administradores que realquilaban a gentes de todo tipo. Ni por los jerónimos de Lupiana, porque en la época que dibujó el monasterio, aunque todavía muy entero, los frailes habían sido ya expulsados, y su orden disuelta. La memoria que quedaba en la comarca de la sabiduría, preparación y bondad de los monjes, la refleja Villamil en la actitud de unos inventados religiosos que conversan serenamente en el claustro, que es lo que nos deja retratado de aquel enclave. Veamos cuales son las imágenes que dejó Pérez Villamil para la eterna valoración de una Guadalajara fabulosa y congelada en sus instantes.

En la ciudad, retrata el palacio del Infantado, de dos formas: la fachada de una parte, y el patio de los Leones. Además nos entrega la imagen de la capilla de Nuestra Señora de los Angeles, (vulgo de los Urbinas, hoy de Luis de Lucena) junto a la todavía en pie iglesia parroquial de San Miguel. La visión de la iglesia de Santa María, con un aire marcadamente mudéjar, muy toledano, tras una escena urbana con gentes que charlan junto a un `puente. Y la visión de un lejano y brumoso monasterio de San Francisco, en la distancia. Luego, el claustro de Lupiana. Y nada más. Pero eso supuso que don Genaro habitara entre nosotros una temporada. Lástima que nadie, entonces, le conociera y plasmara en alguna crónica ese paso por la ciudad de tamaño artista.

La imagen de la fachada del palacio del Infantado es patética. Recoge la belleza arquitectónica, imponente, del edificio, no inventa nada y aún añade ciertos rasgos de destrozo y amenazante ruina, tapizados en su frente por una viva reunión de gentes varias, un puesto de venta de verduras, y muchos desocupados por allí mirando.

En el patio de los Leones, lo que aparecen son unos paisanos charlando, como si hubieran acudido allí a llevar encargos, alguna mercancía, a hacer algún arreglo… Luego es la capilla de Luis de Lucena en la que a lo ya conocido porque afortunadamente se ha salvado, añade la imagen de la galería porticada, de un aire puramente románico, que precedía a la entrada al templo. Sin duda que esa arquería, que existía y de la que no ha quedado otra memoria que este dibujo de Villamil, debía ser de trazado más bien mudéjar, en todo caso de ladrillo y piedra caliza. Es, en fin, la figura de San Francisco la que con más arte quizás se nos muestra, porque la retrata muy de lejos, desde un altozano en el que se ve el convento de mínimos en su atalaya, con los montes (el pico del Águila, la Peña Hueva) al fondo, y a dos paisanos que charlan, junto a un árbol caído y unas rocas, en lo que entonces eran las eras de la ciudad, en el plazal del mercado, delante de la puerta de la ciudad y el convento de los dominicos, más o menos por donde hoy está la estatua de Romanones.

El escenario claustral de Lupiana es, para terminar, magnífico, impresionante. Se inventa algún piso, le pone más arcos de los que tiene, y así expresa el artista su sentido personal de mejorar la realidad, de agrandarla, de hacerla más espectacular, resolviendo con detalle y hermosura lo que él capta probablemente en una visita rápida de un par de horas, en que se lleva apuntes suficientes como para luego en su estudio rehacer lo visto.

Un momento ha sido este, breve y superficial, para recordar el paso por Guadalajara de Genaro Pérez Villamil, uno de los grandes pintores españoles de todos los tiempos, y no suficientemente valorado, frente a los más exquisitos de su época y anteriores. España ha dado tan enormes artistas, que ha supuesto que otros que fueron, simplemente, grandes, hayan quedado apenumbrados.

Con su obra genial, y con los apuntes que hizo para su “España artística….” En Guadalajara, se montó hace 4 años una exposición memorable, de la que quedó una publicación que recomiendo siempre, por modélica, y porque en ella se reproducen y explican las intervenciones artísticas, y las visiones certeras de Pérez Villamil en nuestra ciudad. “Guadalajara pintoresca” es su título, el Patronato Municipal de Cultura de la ciudad fue su editor, y Pedro Pradillo el conductor de su texto y grabados. Sin duda una publicaicón que debería estar en todas las bibliotecas alcarreñistas que se precien.

Días de Fiesta y de Historia

 

El puente árabe sobre el Henares en Guadalajara

El puente árabe sobre el Henares en Guadalajara

Fiesta a tope, pero también momento en el que puede dedicarse un reposo para memorar esencias, tomar un par de notas con las que equilibrar música de charanga con rumor de vihuela, y saber algo, o volver a recordarlo, sobre la historia de esta ciudad, de sus gentes, de sus apellidos y de sus tallados mensajes.

Es Guadalajara una de las ciudades más significativas en la historia de Castilla y de España. Uno de esos nombres que a todos suenan, pero que todavía a muy pocos ha dado por visitar, por recorrer, por desmenuzar con la viveza de la mano o la mirada. En ese nombre, de resonancias árabes, se encierra la historia densa y medida de una ciudad, de un lugar que, sin grandes variaciones, ha sido ocupada a lo largo de muchos siglos por un grupo de seres que la han constituido, la han hecho entorno para la vida, para el amor y para la muerte: la han dado dimensión humana, que es el mejor piropo que a una ciudad puede darse.

El hecho de que la evolución de Guadalajara, en estos últimos siglos, haya sido regresiva, y en algunos momentos casi anulada en el orden económico, social y cultural por la cercanía de la gran urbe de Madrid, en todo anegadora, no significa que en tiempos pasados, su situación y su importancia la hicieran erigirse en uno de los puntos claves y dominantes de la política y el devenir socio‑económico de la Meseta Sur castellana. Para quien llega hoy, viajero, a la ciudad de Guadalajara, son estas líneas, casi telegráficas, que rememoran su historia y su andadura, larga y densa, de siglos. Líneas, dibujos, esquemas y datos que persiguen, en el oficio de una guía al uso, pero en la vocación de amistad y ayuda, explicar la historia, los elementos artísticos y las posibilidades que Guadalajara brinda al visitante, o a quien simplemente, desde cualquier supuesto, desea conocerla mejor.

Una remota fundación y unos lejanísimos primeros pobladores

El momento concreto del nacimiento de Guadalajara es desconocido, y se pierde ‑como dice el tópico‑ «en la noche de los tiempos». El pueblo de los carpetanos, que en numerosos y densos poblados ocupaba los valles meridionales de la Sierra Central, dedicados a la agricultura y el pastoreo, pusieron varios asientos en las orillas del río Henares. En un lugar llano, junto a un vado del río, se instaló la primitiva Arriaca, nombre que, en similitud al vasco, significa «piedra» ó «camino de piedras». Según el cronista Layna, que esta ciudad tuvo la suerte de contar con su sabia palabra, el viejo poblado estuvo situado sobre el valle, junto a la orilla del río, donde luego asentaría San Martín del Campo, entre Marchamalo y El Cañal.

La ocupación romana de la Península Ibérica, consumada tras dilatadas guerras, puede considerarse definitiva en el año 19 antes de Cristo. Si la Celtiberia, Cantabria y Vascongadas fueron las regiones de más dura resistencia, Carpetania no opuso dificultad seria a la romanización. La primitiva Arriaca, ocupada por una población autóctona progresivamente romanizada, siguió en su lugar, y junto al puente sobre el Henares, levantado en su origen por los romanos, surgió un puesto militar, luego ascendido a categoría poblacional.

Quedó Arriaca incluida en la gran vía o calzada romana de Mérida a Zaragoza: a medio camino entre Complutum (Alcalá de Henares) y Caesada (Espinosa de Henares) estaba Arriaca, la actual Guadalajara, ya por entonces un significativo punto fuerte de tan importante vía de comunicaciones.

Largos siglos de avatars vieron llegar a los árabes, que aquí tuvieron asiento y en la orilla izquierda del río pusieron atalaya, transformada luego, por los reyes castellanos desde principios del siglo XII, en alcázar fuerte, sede regia y eje de poderíos. En su torno, creció la muralla, llegaron las Ferias, asentaron las tres razas en armonía y pasaron los ejércitos de señores y monarcas en luchas permanents: la esencia de la ciudad, sin embargo, se fraguó en torno a las actividades de un burgo sencillo y creciente. Artesanos de lo más variado, letrados y pensadores, artistas del pincel y la gubia, músicos y gente del espectáculo. Todo en torno a la fama de los cacharros, siempre predominante en los arrabales bajos.

Los Mendoza

A partir de la Baja Edad Media, la vida de la ciudad estuvo marcada en gran manera por sus vecinos más poderosos, los Mendoza. Fue don Gonzalo Yáñez de Mendoza, mediado el siglo XIV, el primero en asentarse en Guadalajara, recibiendo enseguida privilegios pero derramando también favores y fundaciones. Desde ese momento, el escudo mendocino aparecerá en esquinas y arquitrabes, en gualdrapas y veletas de la ciudad toda. Uno de los más ilustres Mendoza fue el Almirante don Diego Hurtado, quien trajo a la ciudad, para poblarla más intensamente, un crecido número de hidalgos y artesanos de la montaña santanderina y de Alava. Concentrando en esta ciudad los órganos ejecutivos de sus amplísimos estados peninsulares, el Almirante sentó de algún modo las bases del futuro engrandecimiento arriacense.

Otro ilustre personaje de la familia fue don Iñigo Lopez de Mendoza, primer marqués de Santillana, quien se impuso en su época como paradigma del humanismo renacentista hispano: hábil político, capitán intrépido, intelectual de talla y poeta universal. En su palacio de Guadalajara vivió largos años, dedicado al estudio y la dirección de su familia, en el caótico panorama político del comedio del siglo XV. Aquí murió y fue enterrado, en el panteón que su padre fundara para la familia en el convento de San Francisco. Hijo del anterior fue don Pedro González de Mendoza, cuya carrera política corrió parejas con la eclesiástica, alcanzando la máxima jerarquía en una y otra: arzobispo de Toledo, y por tres veces cardenal, a un tiempo canciller de los Reyes Católicos. Al cardenal Mendoza le llamaron tercer rey de España, siendo el introductor del arte del Renacimiento en Castilla, pero haciéndolo por el camino de las alcarrias.

Las primeras corrientes del Renacimiento en España son traídas, en efecto, por el cardenal Mendoza. Y es su sobrino, el segundo duque del Infantado, quien pone en la ciudad arriacense las galas mejores del gótico isabelino, construyendo un palacio en el que descuella la riqueza ornamental flamígera, aliándose el simbolismo medieval con la nueva línea renacentista. A lo largo de su estancia secular, los Mendoza cubren Guadalajara de presencias artísticas.

La cultura del Renacimiento

Aunque nos encontremos en plena vorágina festiva, sumidos en el ruido imparable de la rifa y la charanga, podemos recorder ahora que, a lo largo del siglo XVI, la familia Mendoza protegió de forma decidida la cultura en la ciudad, siendo ella misma un modelo de aplicación y entusiasmo. El cuarto duque, don Iñigo Lopez de Mendoza, escribió él mismo, e imprimió en su palacio, en 1564, el Memorial de Cosas Notables, producto típico de una cultura humanística desarrollada en ambiente propicio. En su torno reunió este magnate una nutrida corte de intelectuales y poetas, a los que hospedaba en su palacio y mantenía patrocinando tareas de investigación, creación artística o literaria. Las tertulias en el caserón de los Infantado eran continuas, y allí destacaban las intervenciones del historiador Francisco de Medina, del latinista Alvarez de Castro, del poeta Alvar Gómez de Ciudad Real o del novelista Gálvez de Montalvo.

Acompañando al florecimiento intelectual de la corte mendocina, y siguiendo la tónica general del país en esos momentos de la primera mitad del siglo XVI, surgirán en Guadalajara diversas corrientes y figuras destacadas de ciertos movimientos espiritualistas que van desde el erasmismo más simple a las corrientes de iluminismo, alumbrados y aun luteranos, en las que destacaron Pedro Ruiz de Alcaraz, María de Cazalla, Isabel de la Cruz, Gaspar de Bedoya y otros muchos, todos ellos relacionados de algún modo con la corte de los Mendoza. Terminaron procesados por la Inquisición, y algunos de éllos ajusticiados.

La producción artesanal en la Guadalajara del siglo XVI es abundantísima, y en ese siglo el crecimiento de la ciudad se hace a costa de los oficios y artesanos que, produciendo todo tipo imaginable de cosas, hacen del burgo un dinámico centro comercial Desde zapateros a espaderos, y de orfebres o alcalleres a sastres, un largo número de oficios hicieron que el concejo elaborara unas meticulosas ordenanzas reglamentando su formación y exámenes, a partir de 1522. Desde entonces, los diversos oficios se agruparon en gremios y elaboraron sus propias ordenanzas para defender ciertos privilegios. De esta intensa vida artesanal surgió el despegue económico y poblacional de la ciudad, mantenida a lo largo de todo el siglo XVI, y sostenida en parte por los Mendoza, en una simbiosis utilísima, poco después desaparecida.

La marcha de los Mendoza a la corte madrileña, acaecida en el siglo XVII, y la cruel incidencia que tuvo en la ciudad la Guerra de Sucesión de comienzos del siglo XVIII, propiciaron la decadencia de Guadalajara durante esta centuria, traducida en una alarmante disminución de la población, y en una desaparición total de la actividad artesana y comercial. Fueron especialmente duros los saqueos y ataques del ejército austriaco en 1706 y 1710. En esa época, Guadalajara alcanza la cota más baja de su evolución demográfica, con sólo 2.200 habitantes, y casi todos sus edificios notables en ruinas.

La Fábrica de Paños

La instalación en Guadalajara de una Real Fábrica de Paños supuso una vigorosa inyección de revitalización económica. En 1719, y a instancias del barón de Ripperdá, se instaló en el palacio de los marqueses de Montesclaros, atrayendo enseguida múltiples operarios de todas partes de España, y aun muchos holandeses y europeos. La fabricación de paños finos y sarguetas procuró a este centro arriacense fama internacional, compitiendo la calidad de sus productos con los de toda Europa.

También la guerra de la Independencia contra el ejército francés de Napoleón acarreó a Guadalajara numerosos y graves perjuicios, de los que tardó bastante en sobreponerse. La fábrica de paños paralizó su actividad; el ejército galo ocupó la ciudad en 1808, utilizando para su albergue las iglesias y conventos. La población huye al campo, y en 1813 una nueva acometida destruye gran parte de los edificios del centro de la ciudad.

Finalmente, las contiendas civiles generadas en España durante el reinado de Fernando VII, entre absolutistas y liberales, tuvieron su dolorosa repercusión en Guadalajara. El paso de las columnas carlistas de los generales Gómez y Sanz, provocaron ciertas devastaciones en la capital y provincia. La reacción absolutista de 1823 hizo que en Guadalajara se sucedieran diversos apresamientos y aun asesinatos de liberales, como los ocurridos el 10 de agosto y 31 de octubre de ese año en las personas de Julián Antonio Moreno y José Marlasca.

Después de ello, otras guerras, revoluciones y andanzas exageradas han ido añadiéndole páginas a la historia de nuestra Guadalajara. La mayoría desagradables, pero en otras ocasiones animadoras de avances, expresiones de alegría. Afortunadamente hay ya bastantes libros donde poder leer en detalle esas alegrías/tristezas de las que se ha ido tejiendo nuestra historia. Quizás el momento más feliz sea este. Y a mí me toca aquí, pienso, decir aquello de que es rotundamente falso lo de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Sin duda este, que además es de Feria y Fiesta, en el inicio del septiembre de 2015, es el mejor momento de nuestra historia. Por eso no ha sido perder el tiempo haber recordado, en cuatro pinceladas rápidas, la visión escueta de lo que en siglos ha sido nuestro caminar sobre esta –provecta pero riente- ciudad en la que vivimos. Guadalajara en Fiestas…

La Alcarria, desde Cuenca

 

PriegoLa tierra de Cuenca, que posee entre sus límites tantas bellezas paisajísticas y tantos elementos estimulantes del turismo, tiene en su haber una comarca que merece ser traída, de vez en cuando, a la memoria y la atención de todos. Es la Alcarria.

Un viaje por esa provincia hermana me ha dado pie a ver la nuestra como en diferente perspectiva. Valga esta reflexión como estímulo a mirar el mundo –en todo lo posible- desde fuera.

 

Es este de la Alcarria un lugar de permanente atracción turística. Lo fue siempre, porque tuvo (el nombre mismo lo dice, que viene del euskera o ibero primitivo «la carria», el camino: recordar «el carril» como apelativo popular al camino sencillo, y «el carro» como elemento que va por los caminos) repito que tuvo una función caminera: La Alcarria fue lugar de paso entre ambas mesetas, entre la España mediterránea y la interior y aún céltica.

La Alcarria se hizo famosa, hace ya más de cincuenta años, con el universal escrito de don Camilo. Y aunque el universal escritor sólo corrió por los caminos de la Alcarria de Guadalajara, qué duda cabe que la parte de esta comarca que corresponde a Cuenca ha podido esponjarse algo más, y saltar a la fama y al deseo de ser conocida.

 

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La Alcarria es un espacio común a tres provincias: una comarca uniforme con características propias, con peculiaridades definidas. Se extiende por la mitad sur de la provincia de Guadalajara. Abarca zonas del sureste de la de Madrid, y se extiende por buena parte del noroeste de la de Cuenca. Sus horizontes nítidos y rectos en la altura mesetaria (en las alcarrias de nombre propio) son iguales siempre: tierras de pan llevar, viñedos, algunos bosquecillos de pinos o encinas. Caminos, caminos siempre.

Y en las cuestas que desde el alto van a los estrechos valles, el olivo, el matorral de carrasco, la salvia y el tomillo perfumando los ambientes. Al fondo siempre, los arroyos mínimos, los ríos definitorios: el Henares por su extremo norte; el Tajuña, corazón con el Tajo y el Guadiela de la comarca toda. Y el Escabas aún con el Júcar formando frontera por oriente, más acá de la sierra de Bascuñana, último murallón hasta el que llega la Alcarria.

 

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Con estas líneas quiero abrir una puerta a favor del turismo en la Alcarria. La autoridad regional encargada de promocionar el turismo por toda la Comunidad Autónoma, sabe que hay muchas cosas que declarar a los cuatro vientos, y que Toledo, los molinos de la Mancha, las altas sierras negras y los Cabañeros derroteros son elementos esenciales y primeros. Pero olvidarse de comarcas al parecer humildes sería un grave error. En Castilla-La Mancha existen bellezas recónditas que sólo esperan que se las contemos a la gente, sobre todo a ese gran reservorio de turistas que viven en la gran capital cercana, en Madrid y su Comunidad. La Alcarria es una de ellas.

Por su paisaje, por su monumentalidad, por su gastronomía. Eso para empezar. Y luego contar una por una las altas valías de sus límites y sus contenidos. Doy aquí cuatro pinceladas de lo que personalmente creo es capital en esta comarca.

 

Pinceladas alcarreñas

 

Libros (siempre insisto en que por ellos ha de empezar la promoción de una tierra, buenas guías que estimulen la visita y den información veraz y de calidad) libros, digo, existen pocos. Quizás uno de los primeros fue el que escribió José Serrano Belinchón, publicado por Editorial Everest en su popular colección de pastas duras. Y otros, decenas de otros, los que Raúl Torres ha puesto en el mundo con su bello decir y su sonoridad (sus razones hondas también) que aúpan a esta Alcarria conquense.

Pero no es tarea bibliográfica la que aquí pretendo. Es tarea de decir cómo en Madrid, en Guadalajara y en Cuenca tiene la Alcarria sus preciosos gestos.

Por Madrid, ribera del Tajuña, el propio valle es una verdadera joya de tibiezas y calma: los pueblos de Tielmes, Orusco, Carabaña y Perales van escoltando al río que baja solemne. Y en los altos, el Nuevo Baztán, con su maravillosa traza de Churriguera en edificios y urbanismo, resume historia, paisaje y objetivos: miles de personas pasan cada domingo por aquella planicie en la que, en definitiva, una escueta entidad artística se sustenta.

Por Guadalajara son más abundantes las ofertas. En la provincia alcarreña por excelencia, la capital se extiende en su límite, junto al Henares. Pero en su interior se alzan poblaciones de un carácter histórico y monumental impresionante. Las villas de Brihuega, de Cifuentes, de Pastrana, por citar sólo tres sonoras y de todos conocidas, son elementos que justifican una acción contundente de promoción. A Brihuega llaman «el jardín de la Alcarria», porque además de estar regadas (calles, plazas y jardines) por el agua que surge de las altas rocas hacia el Tajuña, en ella aparecen los impresionantes jardines versallescos de la antigua Fábrica de Paños. Y allí se encuentra el castillo medieval que fue sede de los arzobispos toledanos. O las iglesias de Santa María, San Felipe y San Miguel, joyas inigualables del románico de transición. En Cifuentes se mezcla castillo de don Juan Manuel (que tantos tuvo por toda la región en que vivimos) con arquitectura románica de altos vuelos (la puerta de Santiago) y murallas con joyas del Renacimiento. Y finalmente en Pastrana, hoy más noticia que nunca, al protagonizar el pueblo entero, como cada año, su Festival Ducal de tan buen hacer y resultados. Buen porvenir, en todos los sentidos, tiene Pastrana. Pero el turístico es el primero. Ojalá que recibiera de las instancias administrativas regionales el apoyo que merece: el Museo de su Colegiata, con la colección de tapices más impresionante que se guarda en España (después de las de Zaragoza y La Granja) ahora limpio y rehabilitado. El embrujo de sus calles, la evocación de sus historias celestinescas, teresianas y ebolescas (por denominar de alguna forma esa mezcla indefinible de aventuras místicas y amorosas que Ana de Mendoza y Teresa de Cepeda protagonizan por sus retorcidas callejas) hacen de Pastrana el lugar ideal para un viaje, para muchos viajes. El paisaje que la rodea, impresionante, es pura Alcarria. Si alguien no sabe definirlo, que se vaya y lo vea.

Tajo arriba, el viajero se encontrará lugares como Zorita de los Canes, con su castillo calatravo; Sacedón, la capital de los pantanos (antiguos pantanos, hoy simplemente charcos embarrados); Pareja, con su evocación de los obispos conquenses en cada calle y en cada palacio; y Trillo, con la promesa de sus Baños siempre en la mano, que ya han cuajado de nuevo, centrando un añadido valor del turismo alcarreño, el de los balnearios serranos.

Balnearios que, sin embargo, en este lado de la Alcarria también están cumplidos y gozan de saludable latido: los de Solán de Cabras. Aunque en la frontera, en Buendía, La Isabela se perdiera para siempre.

 

Ahora en Cuenca

 

Y ahora en Cuenca. Pero en Cuenca… la Alcarria tiene notables cimas y banderas muy claras: Priego, a la puerta ya de la Sierra, es una de ellas. Con su artesanía del barro tan maravillosa; con su monumentalidad aplaudida y los paisajes que el Escabas le forma tan espectaculares. Por los bajos campos de en torno al Guadiela están Valdeolivas, con ese templo fantástico todavía poco conocido. Y Ercávica, las mejores ruinas romanas de toda la comarca, en las que aún palpita el espíritu de los artistas del Lacio.

Huete es, quizás, el mejor exponente monumental de la comarca en Cuenca. Huete ha sido bien tratado en cuanto a urbanismo, y espléndida suerte le ha cabido en cuando a lo monumental. Sus iglesias, sus monasterios, sus portadas platerescas, su copia innúmera de blasones y frontispicios se miran, como en un espejo, en la restauración hecha al convento de la Merced, en el que ese alcarreño de pro que es Florencio de la Fuente ha puesto el Museo más increíble que ningún turista imaginara encontrar.

Pero basta ya de elogios, basta de palabras solemnes. Aquí lo que pretendo es decir simplemente que La Alcarria existe, que la Alcarria, cabalgando entre tres provincias de nuestra España, es un espacio lleno de maravillas, un territorio que merece ser mejor conocido, con una intencionalidad de globalización, y que debe ser estimulada por quien puede y debe a convertirse en nueva meca de viajeros ansiosos de ver esas maravillas que, escondidas y remotas, aún le quedan a España.