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abril, 2015:

Don Quijote de la Mancha atraviesa Guadalajara

El_Quijote_en_Jadraque

Don Quijote lucha con un vizcaíno, a la sombra del castillo de Jadraque. La imaginación de comentaristas e ilustradores, ponen la imagen de Don Quijote de la Mancha rondando con sus aventuras las actuales tierras del Henares, la Alcarria, el Alto y el Señorío de Molina

Ayer se cumplieron los 399 años de la muerte de Cervantes (al año que viene, nuevo centenario tenemos…) y como siempre en el 23 de abril se celebra su memoria, se celebra el Día Universal del Libro (más que nada porque también un 23 de abril murió Shakespeare, quien vino a morir exactamente el mismo día que Cervantes) y se celebra que la Humanidad tuvo un tiempo en la que sus hombres pensaban, sentían y morían de una manera literaria.

En esta circunstancia, y aprovechando ahora que también se cumple el cuarto centenario de la edición de la segunda parte del Quijote, quiero rememorar las andanzas del Caballero de la Triste Figura por tierras de Guadalajara. Sonrisas aparte, y sabiendo de antemano que don Quijote no pasó por esta ni por ninguna otra tierra (siempre conviene aclararlo) sí que podemos evocar su paso irreal, su vuelo genial, su aparición velada entre las nubes de la nostalgia poética en la que a veces nos gusta sumirnos.

Siguiendo el libro de Cervantes, haciendo cábalas de por donde hace caminar a sus protagonistas, hay un momento en esa segunda parte en que obligadamente tienen que cruzar los límites de Cuenca con Guadalajara. Atravesar luego la parte oriental de la provincia. Entrar desde Guadalajara a Zaragoza. Más o menos. Porque van de la Mancha (de Aragón) al valle del Ebro.

Ya en un Congreso Internacional que hace años, demasiados quizás, se celebró en Ciudad Real para establecer el recorrido real de don Quijote por las Españas, me tocó elucubrar sobre su paso por Guadalajara. Y las que a continuación expreso son las ideas que allí expuse, más llevadas de la febril actividad de una mente en vacaciones, que de la realidad documental y cruda.

Camino del Alto Tajo

Miguel de Cervantes conocía, sin duda, todos los lugares donde pone las aventuras concretas y bien localizadas del Quijote, pero no trató en ningún caso de hacer coincidir con exactitud las distancias y los tiempos de sus traslados entre poblaciones y lugares, por lo que, ya de entrada, se ha de advertir que no puede abordarse el estudio del camino de don Quijote con una base científica de ningún tipo, sino, en todo caso, con la relatividad y aproximación que toda construcción literaria conlleva.

Establecer la ruta exacta del paso de don Quijote por la actual provincia de Guadalajara es punto menos que imposible. Sabemos, con certeza lógica, que por ella debió pasar, pues accede a Zaragoza desde la Serranía de Cuenca, y camina en derechura a través de espesos bosques y oscuras sierras, cruzando sin duda el Alto Tajo y las parameras de Molina. Pero en ningún caso el relato de la tercera y definitiva salida del Quijote concreta ningún lugar que permita identificar pueblos, villas o ciudades de la provincia de Guadalajara. Es por ello que el intento de trazar una ruta para don Alonso por el territorio serrano, y molinés de Guadalajara sea una aventura parecida, por quijotesca, ingenua y romántica a las que el propio hidalgo manchego protagonizara.

Pero aquí va el intento. Tras la sonada aventura de la cueva de Montesinos, localizada en plena serranía de Cuenca, en el capítulo 25 de la segunda parte, se suceden algunas nuevas andanzas de don Quijote, entre ellas la del Titiritero, que pudiera localizarse en la venta del Puente Vadillos, a la entrada de la portentosa hoz de Beteta, en la confluencia de los ríos Guadiela y Cuervo. Todo se hace ya “de pasada” cuando don Alonso camina de fijo en dirección al Ebro, el gran río que desea ver y aventurar en él. Ello no obsta para que quieran entretenerse un algo por aquellos contornos. Vemos así que en los capítulos 25 al 27 esos contornos por los que don Quijote y Sancho se entretienen están ocupados por grandes y profundos valles, atravesando una sierra negra de magníficas proporciones. Cervantes conocía bien aquellos lugares de la serranía de Cuenca y el Alto Tajo, pues en alguna ocasión pasó por ellos para visitar a su hija, cuyo marido tenía una fundición inmediata a Carrascosa de la Sierra, en Cuenca.

En el acontecer de los atambores del capítulo 27, la aventurera pareja sigue atravesando paisajes de gran bravura, muy accidentadas sendas y lento caminar. Cuando Sancho rebuznó, lo hizo tan reciamente que todos los cercanos valles retumbaron, lo que viene a damos idea de la grandiosidad del término. No están ya en la Mancha (aunque Cervantes nos dice que el titiritero es de la zona donde andan, de la Mancha de Aragón), sino en territorios fragosos. Tampoco en el propio Aragón, sino en plena serranía ibérica. ¿Provincia de Cuenca, de Guadalajara, de Teruel? Imposible decidirlo.

Lo cierto es que por los Montes Ibéricos atraviesan, y uno de los elementos más claros de ello es la presencia de hayas en su camino. Cervantes, que conocía y amaba los árboles, siempre que los identifica en su novela es con conocimiento de causa. El sabe bien que el haya es una especie rara, propia de lugares fríos y húmedos. Y que en la Mancha no existe, en absoluto. Tampoco en el sur de Aragón. Aunque hoy ya no aparece esta especie en Castilla (los hayedos más meridionales, y bien esquilmados por cierto, están en la sierra de Ayllón y Somosierra, concretamente en el madrileño Montejo y en el guadalajareño Cantalojas, entonces debía haber algunos ejemplares, escasos y llamativos, en la zona del Alto Tajo. Y es por eso que aprovecha Cervantes a describirlos y nombrarlos en su obra, porque él sabe que existen allí.

En la paramera de Molina

Caminan don Quijote y Sancho hasta tres días por terreno áspero, durmiendo y reposando bajo estos densos bosques. Atraviesan sin duda el páramo de Molina, en uno de cuyos términos les sucede la aventura de los alcaldes que rebuznaron y se enfrentaron las gentes de dos pueblos entre sí, saliendo como siempre Sancho molido. Es imposible averiguar cual sean estos pueblos, si es que Cervantes pensó en alguno en concreto. Los estandartes que llevan, con un burro por mueble, no identifican a ninguno de la zona molinesa. En aquellos desiertos, encuentran una alameda para descansar, y al final de otros dos o tres días de marcha arriban a Zaragoza, al Ebro concretamente.

En el mapa o Carta Geográfica de los Viages de don Quixote y sitios de sus aventuras que según las teorías de Pellicer dibujó Manuel Antonio Rodríguez, se le hace avanzar desde Priego y Beteta a cruzar el Tajo por Peñalén ó mejor, creo yo, tras pasar por Cabeza del Hierro, hacerlo por Poveda de la Sierra, subiendo luego por Taravilla tras saltar el río Cabrillas y llegando a Molina de Aragón, población de gran importancia entonces y que, sin embargo, no es referenciada de ningún modo en la obra. Seguirían la paramera o meseta molinesa por la sesma del Campo, siguiendo la ruta de Rueda de la Sierra, Hinojosa, Milmarcos y bajando al Jalón por donde ya cómodamente llegarían hasta Zaragoza.

Llegados al Ebro, les sucede la aventura de las aceñas en medio del río, y tras ella viene la larga y trascendental secuencia del gobierno de la Ínsula por Sancho, mantenida durante diez días.

Es aquí donde cabe entretenemos un poco, y aclarar la teoría expuesta por Serrano Vicens, quien suponía que tal aventura y universal parábola ocurrió en la ciudad de Molina de Aragón, y más concretamente en la corte provinciana de los Hurtado de Mendoza, que en Castlinuevo tenían una gran casa ó palacete donde recibieron a Sancho y le mantuvieron de engañado señor durante esos días.

Dice Serrano y otros que le han seguido, que atendiendo a las palabras con que Cervantes comienza el capítulo 30 de la segunda parte, se apartaron del famoso río, bien pudiera ser que acudieran hasta Molina de Aragón a vivir en ella esta secuencia. El texto del Quijote dice que al otro día, al ponerse el sol y salir de una selva, vieron a la duquesa cazando. Esos datos han hecho suponer a algunos que la acción discurre en Molina. Pero esta suposición es totalmente imposible. Y ello por una razón muy sencilla. Si don Quijote y Sancho desde Zaragoza y el Ebro van encaminándose hacia Barcelona, no van a retroceder tan enorme espacio de terreno y menos en un sólo día. Aparte de que el hecho de que «salieran de una selva» no nos permite pensar en que fuera el territorio molinés, pues allí tampoco las hay. Otros autores han supuesto, creo que con mucha más objetividad, que la aventura de la Ínsula ocurre en Aragón, en algún lugar cercano a Zaragoza y a las orillas del Ebro. García Soriano y García Morales, en su edición explican, siguiendo a Pellicer, que el hecho ocurre en Buenvía, cerca de la villa de Pedrola, en el palacio de los duques de Villahermosa, don Carlos de Borja y doña María Luisa de Aragón, y la Ínsula propiamente dicha habría estado en Alcalá de Ebro. De allí a Barcelona, donde pierde ya todas sus esperanzas y es herido, ‑­en el alma, que es el peor sitio‑ don Quijote, quien con Sancho vuelve, cabizbajo y como en un vuelo, a su aldea natal, donde muere pocos días después.

No cabe duda que la vuelta de Barcelona a la Mancha, pasando el Ebro y la Serranía Ibérica, la haría esta pareja cerca de la tierra molinesa. Quizás desde Daroca siguiendo el curso del Jiloca y cruzando las sierras de Albarracín y bordeando por oriente a Cuenca, alcanzara de nuevo su llanura manchega y llegara a Argamasilla (¿o a Santa María del Campo Rus, como quiere Serrano Vicens?) a morir. Nada dice Cervantes que pueda orientamos al respecto.

Tras lo expuesto, con la brevedad y aun parquedad de datos que el tema impone, queda claro que la Ruta del Quijote por la provincia de Guadalajara pasó por sus territorios más orientales, por las fragosas serranías del Alto Tajo, por Molina de Aragón, capital de antiguo territorio histórico, y su paramera de anchos caminos y fríos cierzos. Concretar más es imposible.

Opiniones para todos los gustos

Para el próximo mes de mayo tenía yo pensado hacer un razonado homenaje a Cervantes y al Quijote en la Feria del Libro de Primavera de Guadalajara. Feria que este año (después de décadas de tradición librera y primaveral) no se va a celebrar, porque el Ayuntamiento así lo ha decidido.

El homenaje sería a través de un libro que edité hace 15 años (y ahora he reeditado) bajo el título, en dos tomos, de El Quijote entre todos, y a través de la presentación de un nuevo gran proyecto, el Quijote manuscrito, una obra monumental que ofrecerá el Quijote completo, escrito cada capítulo por un cervantista acreditado, en 45 lenguas y dialectos, y prologado por José Saramago. En cualquier caso, lo iré comentando en estas páginas que tan amablemente me cede, cada semana, “Nueva Alcarria”.

En “El Quijote entre todos” lo que hicimos un montón de amigos y amigas, entre escritores e ilustradores (nos juntamos más de 300 para el evento, que se presentó en “La Casa de la Torre” de El Toboso, y luego en todas las provincias castellano-manchegas, y aun en el Ayuntamiento de Madrid) fue comentar individualmente todos y cada uno de los capítulos de las dos partes del Quijote.

Por Guadalajara aparecieron en este libro firmas como las de José Antonio Suárez de Puga, Francisco García Marquina, Pedro Aguilar, Andrés Berlanga, María Antonia Velasco, José Serrano Belinchón, Alfredo Villaverde, Julie Sopetran, Lorenzo Díaz, Manuel Criado de Val, Alfredo García Huetos, Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, Manu Leguineche, Pedro Lahorascala, Ramón Hernández… y entre el centenar y medio de ilustradores, aparecieron los dibujos al Quijote firmados por César Gil Senovilla, Antonio Burgos, Raúl Santos, Rodrigo García Huetos, Amador Alvarez, Jesús Campoamor, Rafael Pedrós, Luis Gamo Alcalde, Sopetrán Domenech…

En esta colección de nombres, se espiga en todo caso una parte de ese grupo, amplio y variopinto, que tiene o ha tenido hasta hace poco nuestra provincia, de gentes dispuestas siempre a colaborar en una tarea cultural, venga de donde venga, porque casi siempre las más ingeniosas y atractivas vienen desde la iniciativa privada. Por “El Quijote entre todos” se materializa la idea que Cervantes dejó plasmada de que la vida es una charla entre amigos, un diálogo bien avenido, una propuesta continua de acciones dedicadas a mejorar el mundo, y a hacer sus caminos más transitables y despejados. Por Guadalajara anduvo la sombra del Caballero de la Triste Figura. Y ahora permanece, como dando ánimos.

Huertapelayo recóndito

huertapelayo

En estos días vuelve a ser actualidad Huertapelayo, ese lugar recóndito del Alto Tajo al que en estas páginas de NUEVA ALCARRIA tantas veces se refiriera nuestro antiguo director, Salvador Embid Villaverde. Porque era su pueblo natal y porque, además, era y es un espacio único por lo lejano y por lo pintoresco de su situación, en medio de altas sierras siempre verdeantes de pinos y brillantes de afiladas piedras. Un libro escrito por Marta Embid consigue rescatar la memoria entera y tierna de este pueblo serrano.

Hay que ir aposta a Huertapelayo, porque ninguna carretera que vaya a otra parte pasa por el lugar. Hoy dispone de nuen acceso asfaltado, cosa que no consiguió tener hasta los años finales del siglo XX. Anteriormente, era toda una aventura llegar allí. El propio Salvador Embid nos cuenta, en sus artículos de este semanario, y en sus libros, cómo se hacía el viaje al hogar paterno, desde Guadalajara, que era cosa de un día entero, subiendo primero a través de Trillo, hasta Villanueva de Alcorón, de allí a Zaorejas (que hoy es el municipio que acoge como pedanía a Huertapelayo) y de allí en mulas hasta la aldea. Así fueron, tras la Guerra, algunos gobernadores y presidentes de Diputación (Moscardó y Solano, por decir algunos nombres), y así iban siempre que podían todos los “palayos” que se había marchaod a vivir a otras partes de España, )fundamentalmente Madrid, Guadalajara y Barcelona) o del mundo, pues de todos es sabido que la mayoría de ellos, en los años veinte del pasado siglo, emigraron a los Estados Unidos de América, donde, como en botica, hubo de todo: grandes fortunas y tristes depresiones.

Este lugar del Alto Tajo merece la pena visitarse por sus paisajes especialmente. Para llegar, hay que travesar un sitio en el que obligadamente ha de pararse: es “el Portillo”. Las rocas caen de tal manera en vertical sobre el arroyo que acompaña al camino, que antiguamente hubo que tallar unos escalones y pasadizos en la roca, pero ya más modernamente, mediado el siglo XX, lo que se hizo fue horadar la montaña, abriendo un túnel en ella por el que hoy pasa la carretera. Esta obra de ingeniería, no se hizo con presupuestos del ministerio, ni sacando partidas del presupuesto…. Se hizo en hacendera, con el aporte personal, y dinerario, de todos los vecinos. Aunos les tocaba un día, a otros otro, pero allí todos colaboraron llevando la dinamita, poniéndola a explosionar, retirando derrumes y piedras, allanando el camino y dejándolo todo como hoy se ve. El capitán de aquella hazaña fue don Bienvenido Villaverde Embid, alcalde a la sazón, y hoy todavía muy considerado, hasta el punto de que se puso su nombre al Centro Social de Huertapelayo.

Llegados al pueblo, se observa su dimensión humana y pequeñísima: una plaza en el centro, donde se alza la iglesia cuyo muro sur, pintado de verde, sirve para frontón. Unas callejuelas que trepan hacias las casas del entorno, y el camino que sigue, cuesta abajo, hacia el Tajo, dejando a un lado los dos molinos (el de la luz, y el harinero) ya en ruinas. Al final, entre peñascos bravíos, el río tumultuoso. Sobre él, la gloria del puente de la Tagüenza, uno de los extraordinarios puentes de la cuenca del Tajo. Y sobre el entorno, los cerros altos, la piedra de la Ila, la pieda de la Cadena…

Las fiestas de Huertapelayo

De las numerosas fiestas que se celebraban en Huertapelayo, y que la autora Marta Embid recupera en su libro, hay algunas especialmente relevantes, que quiero aquí divulgar.

Una de ellas era la del 13 de junio, por San Antonio, sin duda la segunda más importante después de la fiesta de la patrona, Santa María Magdalena. Misa y luego procesión, por la mañana. Y en la plaza, reparto de los panecillos que una moza se encargaba de fabricar. Todos los vecinos en la plaza, se ponían en torno a una gran mesa, snetándose exclusivamente los que se consideraban autoridad por formar parte del Ayuntamiento. Los demás se ponían a la sombra o donde hubiera un poyete donde sentarse. En un barreño grande los mozos echaban vino, y al final, puesto el pueblo en fila, se le repartía un panecillo y un vaso de vino. Ambas cosas, mejoradas con una pizca de azúcar, se convertía en un aperitivo maravilloso. Al caer la tarde, un baile proponía mover el esqueleto a unos junto a otras.

Pero la fiesta grande de Huertapelayo era la dedicada a Santa María Magdalena, siempre el primer domingo del mes de Agosto, con el calor recio. El sábado previo se inicia la fiesta, con un cantode ronda, largo y divertido, en la plaza, ante la iglesia. Dice alguien que la ha vivido, Marta Embid Ruiz, autora del libro que acaba de salir, esto de la fiesta: “es un momento de gran emotividad, la magia de la unión de los presentes se apodera convirtiéndolo en algo único, siendo una tradición que a pesar de los años no ha desaparecido, y donde no influyen las creencias religiosas de una época, porque es todo un símbolo de unión”.

Otra festividad antaño muy animada, y hoy venida a menos, era la Fiesta del Abuelo Potro. Tenía lugar la noche del 31 de Diciembre, en la despedida del año, y consistía en el disfraz de un vecino como “muerto” al que había que enterrar. Un poco macabro el entramado, puesto que para darle más veracidad le embadurnaban el pelo y la carina con harina, quedando bastante “pálido”, y se acompañaba de cuatro personas que portaban unas varillas de madera, llamadas varillas de cerner. Las cuatro personas en cuestión se ponían cada una en un extremo, y el que hacía de fallecido en el centro, metido dentro de las varillas. Se trataba del “Abuelo Potro”, una especie de Año Viejo personificado, al que llevaban en hombros por todo el pueblo. Una forma un tanto tenebrosa de despedir el Año, aunque con ello se demuestra la fuerza que a las postrimería siempre se le ha concedido en la cultura popular. Los casados formaban una escueta ronda y también reocrrían el pueblo cantando de puerta en puerta:

 

A esta puerta hemos llegado

A pedir como notorio

A las pobrecitas almas

Que están en el purgatorio

Que están en el purgatorio

Que en el purgatorio están

Esperando la limosna

Para salir del penal.

Con el dinero recaudado, se pagaba la misa del día de Año Nuevo, haciendo que el cura rezase un largo responso. Y con estas costumbres tan sencillas y limpias, tan antiguas y queridas, más otras varias, se conformaba el folclore festivo de Huertapelayo.

El patrimonio pelayo

Quizás el mejor patrimonio de Huertapelayo son sus gentes. Les llamaban –y aún llaman- los pelayos. En el entorno serrano se sabía que ser pelayo era sinónimo de bravura, de buen razonamiento, de perspectivas anchas. Ser pelayo o pelaya era (y lo sigue siendo) un pasaporte de honradez y buenas maneras. En los años veinte del pasado siglo emigraron muchos porque sabían que en aquellas espesuras no había porvenir alguno. La mayoría se dedicaron a ir por el mundo vendiendo resinas, miera, aguarrás, pez, maderas y destilados. Tras la primera guerra mundial, la mayoría se fue a los Estados Unidos, para servir de ganaderos, de guardabosques, de tenderos…. Se cuenta que en los años veinte, llegaron a reunirse a pasar la Nochebuena juntos 68 pelayos y pelayas, presididos por el alcalde, que especialmente viajó a América para esa ocasión. Fue tan nombrada la reunión, allá en Nueva York, que alguien recogió el dato y aquí después los maestros Antonio Alvarez Alonso y Penella compusieron un pasaboble que haría popular Conchita Piquer, y que hoy cuando lo oímos aún se nos hace un nudo en la garganta.

Ahora si se viaja a Huertapelayo, el patrimonio va a consistir en su sencillo templo, y, en su interior, el retablo mayor, que es un prodigio de escultura barroca, presidido por San Antonio, y con Santa María Magdalena en segundo plano. El retablo, de hacia 1747, se construyó en talleres retablistas de Cuenca, y en ocasión de la revolución iconoclasta de 1936 fue dado al fuego, junto a todo el contenido del templo, aunque este no llegó a arder, y a pesar de haber sobrevivido muchos años ahumado, al final en el pasado siglo una familia benefactora se encargó de pagar su restauración completa.

A lo que se ve, en Huertapelayo no tienen nada que agradecer a las autoridades y demás jerarquías que pululan, y han pululado, por despachos y fotografías: ellos solitos se lo guisaron, y ellos solitos se lo comieron. Vaya mi aplauso cerrado, por tanto heroismo.Por tanta humanidad desbordada.

Las leyendas

Otro de los filones por los que Huertapelayo respira, desde hace siglos, es el de las leyendas que los abuelos cuentan a los nietos. Marta Embid las oyó, de pequeña, de labios de sus mayores. Las guardó en la memoria, y ahora las pone en este libro, que lleva por título este tan expresivo: “Historias y Leyendas de Huertapelayo”. En él nos desgrana con idioma coloquial y cercano, resumidos, los cuentos y leyendas que escuchó antiguamente.

Por ejemplo, el más conocido de todos, el de la Sirena del Pozo de la Vega. Muy resumida, viene a decirnos que un tal don Pelayo se refugió en este lugar que era antes Huerta, y allí vivió en paz con su hermosa hija. Derrotado en antiguas batallas, aún guardó tesoros y alhajas. La hija, el mayor de ellos, se enamoró del mandamás de otros condado cercano, y suspiraba por él, viéndole y soñándole en toda spartes. Un día de San Juan se fue hasta el arroyo de la Vega, y en el pozo que allí había, -y aún hay- vió el rostro de su amado, que intentó salir y tocar su pelo, cosiguiendo únicamente que ella cayera al fondo del pozo, y allí encantara quedara por los siglos. Dicen que la mañana de San Juan, la bella princesita sale del pozo, y en forma de sirena (mitad mujer, mitad pez) se sienta a peinar sus cabellos (que casualmente son de oro) en espera de que alguien llegue, se los acaricie de nuevo, y se rompa el encanto. Aunque muchos lo han intentado, al parecer nadie lo ha conseguido aún.

Es otra de esas leyendas la que llaman “El Duende del Tío Nabo” y que con muchas idas y venidas por el campo, de la casa al pedazo, del monte a la cueva, un pelayo al que llamaban “Tío Nabo” se encontraba a diario con un molesto duende que le estorbaba. Al final, se llegó a la conclusión que se trataba de un “alma en pena”, la de su padre a quien no había querido dedicar unas misas cuando murió, y que sin que los demás pudieran verle a él le molestaba mucho.

Finalmente, de entre otras muchas, recuerda Marta Embid la leyenda del Tío Lobero, una secuencia de licántropo que en noches de luna se transformaba en lobo y atacaba a los vecinos. Una vez atacó a su propia mujer, y al regresar del monte, convertido en humano nuevamente, se dio cuenta que entre los dientes llevaba hilos del traje de su esposa… escalofríos da, pensar estas cosas, pero como esta hay muchas otras leyendas en Huertapelayo que nos cuentan los sucedidos sencillos y populares con que sus habitantes amenizaban las largas horas de oscuridad junto al fuego de las chimeneas y los candiles.

El libro de Marta Embid Ruiz 

Se trata de un libro, también sencillo, con muchas ilustraciones a color, y detalles de todo lo que en Huertapelayo ha ocurrido a lo largo de los siglos. Historias y evocaciones, dichos, refranes, fiestas y remedios caseros. El título es “Historias y Leyendas de Huertapelayo, autora Marta Embid Ruiz, editado por Aache en su Colección “Tierra de Guadalajara” como nº 91, con 136 páginas, y numerosas ilustraciones. Un elemento clave para mejor conocer, todavía, nuestra tierra.

La Princesa de Éboli y Dulcinea del Toboso: dos tuertas ilustres

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Ana de Mendoza, princesa de Eboli, por Tomás Barra

Mañana presentaré en el I Congreso Internacional sobre Dulcinea del Toboso que se va a celebrar entre hoy y el domingo en la localidad toledana de El Toboso, una comunicación que lleva por título el mismo que este artículo, y que viene a ser una elucubración, (en un tema tan cuajado de ellas) sobre la verídica o falsa tuertez de doña Ana de Mendoza y de la Cerda, y la posible participación en la cofradía de las tuertas por parte de Dulcinea del Toboso.

En esta ocasión, me he querido centrar en un tema un tanto quimérico: ¿Pudo ser Dulcinea del Toboso, esto es, doña Aldonza Lorenzo, un ser real, que viviera en aquella villa de La Mancha a finales del siglo XVI? Cabe tal posibilidad, después de los descubrimientos de Escudero Buendía y Sánchez Duque, aquí comentados, acerca del hecho de que Cervantes sacara en papeles, y muy exagerados, a algunos tipos de todos conocidos en el área de “La Mancha de Santiago” en su época.

Y aún me hago otra pregunta: ¿Pudo Cervantes querer representar en Dulcinea como ser ideal, a otro “ser ideal” que él tenía por tal, y que era tuerta? La Princesa de Éboli es muy famosa en los días en que Cervantes escribe su Quijote…

Una cuestión de principios: Cervantes parodia la sociedad, pero el Quijote la refleja. Toma figuras de la realidad y de la sociedad contemporánea. Y aún más: según las teorías de Francisco Javier Escudero Buendía y María Isabel Sánchez Duque, es posible que se inspirara en personajes vivientes, en El Toboso, en Miguel Esteban, en Mota del Cuervo, en sus días, para parodiarlos y dar vida desde ellos a don Quijote. Y a Sancho, y a Dulcinea, y al bachiller Sansón Carrasco y al caballero del Verde Gabán…

Un planteamiento: Cervantes parodia personas reales, situaciones contemporáneas, toma por modelos a grandes figuras de la historia, del momento. Y cuando propone un ser ideal, como Dulcinea, está pensando en otra persona real, de carne y hueso, que para él es quizás inalcanzable, pero a la que transforma desde su realidad “tuerta” a un ideal de belleza. Quizás, incluso, está diciendo que a “la señora” (así la llamaban en el Madrid del siglo XVI) todos la tienen idealmente por un ser bellísimo, excelso, inteligente, bueno…. Pero en realidad es una cualquiera. La realidad la decapita. De esa manera, doña Ana de Mendoza es a Aldonza Lorenzo como La Princesa de Éboli a Doña Dulcinea del Toboso. Dos símbolos paralelos.

¿Era Ana de Mendoza tuerta realmente? 

Es una cuestión que nunca se podrá dilucidar completamente. En un libro que publiqué hará unos 20 años, y en el que proponía buscar a la princesa de Éboli a través de las huellas que dejó en el mundo, volví a referirme a esta cuestión de su problema físico.

Esa pregunta se la han hecho siempre los historiadores, y nos la seguimos planteando hoy, porque será muy difícil que tenga conclusión definitiva. Quien se dedicó a fondo a investigar el tema, porque estaba en la línea de lo que más le gustaba hacer, fue don Gregorio Marañón, el sabio médico e historiador que afirma, tras analizar documentos y evaluar actitudes, que doña Ana de Mendoza tenía una grave lesión en el ojo derecho, y que esta lesión se la produjo en la adolescencia, hacia los 15 años de edad, un traumatismo con objeto agudo que rasgaría piel y posiblemente destruyó el globo ocular.

La noticia de que la Princesa perdió el ojo haciendo juego de florete con algún paje o caballero, en Cifuentes, donde nació, o en Alcalá de Henares, donde vivió su adolescencia, la da por primera vez Muro en su biografía. Aunque Mignet desde mediados del XIX lo había repetido en su libro. Pero la publicación de los hasta entonces desconocidos retratos guardados en el palacio de los Infantado en Madrid, lo confirmaron enseguida. Fue una sorpresa para los historiadores y los lectores comunes. Añadía un elemento más de «morbo» a la historia ya de por sí excitante de doña Ana.

En varias cartas, crónicas y comunicados de la época, sus coetáneos (quienes la han visto en directo y hablado con ella) dicen de diversas formas la existencia del defecto de su ojo derecho, y las formas en que se lo tapaba. Don Juan de Austria escribió A mi tuerta beso las manos… Y en una carta que el prior don Hernando de Toledo, hijo del duque de Alba, escribe a Juan de Albornoz, secretario de su padre, el día en que agonizaba Ruy Gómez, le decía textualmente: «Anoche a la una, estaban unas damas en una ventana tratando que de qué traería el ojo la Princesa de Éboli: la una decía que de bayeta; otra que, de verano, lo traería de anascote que era más fresco. Hasta sus parches eran entonces objeto de cotilleo. Después de muerta, un anónimo fraile que comentó una historia de la Casa de Guzmán, manuscrita, en 1602, cuando se mencionaba a la Éboli escribía al margen: «la tuerta» y «fue muy gallarda mujer, aunque fue tuerta».

De todos modos, estos testimonios no terminan por concluir el origen de su tuertez, o la causa real de llevar el parche tapando el ojo. ¿Perdió el ojo por enfermedad, por accidente? ¿O simplemente era bizca, y prefería añadir admiración y atención por su persona acentuando su belleza con la colocación del parche? Llevarlo, desde luego, lo llevaba.

Dulcinea, una tuerta no reconocida

No cabe duda que Cervantes quiso dejar claro que una mujer, figura ideal en la vida de don Quijote, tiene dos perspectivas distintas: la de la realidad, y la idealizada. La primera nos muestra a una aldeana de El Toboso, Aldonza Lorenzo (que con nombre cambiado probablemente retrata a alguna moza real de la zona) y la segunda nos ofrece la composición idealizada por don Quijote de una hembra poética, hermosa, dulce y amable, doña Dulcinea del Toboso, la dama del caballero.

Esa doble vertiente de una persona, se muestra en el capítulo IV de la primera parte del Quijote, cuando se acercan los mercaderes toledanos a don Alonso, que cabalga ya, una vez armado caballero en la Venta, de regreso a su casa, y le sueltan esta frase, una agresión verbal en toda regla:

– Señor caballero, replicó el mercader, suplico a vuestra merced en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no carguemos nuestras conciencias, confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo, y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.

– No le mana, canalla infame, -respondió Don Quijote encendido en cólera-, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcobada, sino más derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como es la de mi señora. 

 

Las cuatro atribuciones a Dulcinea respecto a su ojo, dos en su contra, y dos a su favor, nos muestran otras tantas referencias a sustancias relacionadas con la Alquimia. En otros pasajes del Quijote aparecen referencias a esta Ciencia que en el siglo XVI se sigue teniendo por poderosa, difícil de manejar, y capaz de cambiar la realidad. ¿era realmente tuerta Aldonza Lorenzo, y Cervantes la cambia en una beldad sin límites gracias a la Alquimia, apareciendo traspuesta Dulcinea del Toboso en la mente de don Quijote y, en consecuencia, en todos cuantos después hemos leído su novela?

Es partidario Cervantes de la idea aristotélica de los elementos y sus proporciones, que abren la posibilidad de la transmutación de sustancias de bajo valor en el buscado oro. Dichos elementos y sus proporciones están en consonancia con una tradición clásica que también es aplicable al ser humano en un sentido galénico.

Ello se enmarca dentro del ambiente científico de la época, que aún baraja como posible la influencia astrológica sobre el ser humano y el paralelismo entre el macrocosmos y el microcosmos. Al contrario que la Astrología, que en tiempo de Cervantes se encontraba ya a punto de transformarse en Astronomía, aún faltaba más de un siglo para que la Alquimia llegase a convertirse en Química.

Como ciencia tan antigua que su origen puede remontarse al Egipto clásico, la Alquimia se había metido en un callejón sin salida, debido al único interés que sus seguidores habían manifestado por convertir el plomo en oro. Los fracasos acumulados durante siglos para alcanzar este objetivo habían contribuido al descrédito de esta ciencia, como demuestra esta cita del Quijote (2, VI): No todos los que se llaman caballeros lo son de todo en todo, que unos son de oro, otros de alquimia, y todos parecen caballeros, pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad. Vemos en esa frase cómo la palabra alquimia se contrapone al oro, dando a entender que el oro de alquimia era falso y no resistía la prueba de la piedra de toque, que, como se sabe, es un esquisto silíceo que se raya con agujas de oro de ley conocida y con la sustancia que se quiere comprobar.

En esa cita del capítulo IV del Quijote, la contestación que Don Quijote da a los mercaderes toledanos es expresión de la lucha de la realidad contra la alquimia, la prosaica visión del mundo contra la ideal edad en que todo hermosea. Tuerta solamente? Tuerta y bella? Transmutación de una aldeana fea en una beldad quimérica? Eso es lo que nos muestra esa frase, que es proceso alquímico puro.

Y para terminar esta que ha sido digresión y aporte a una nueva visión del Quijote, ahora en el cuarto centenario de la edición de su Segunda Parte, la consideración de las cuatro sustancias que se mencionan en ese incidente:

La primera es el bermellón, una forma del sulfuro mercúrico que se usaba para obtener ungüentos y pomadas de aplicación externa, en cuya composición entran también el azufre y la grasa. Estas pomadas se aplicaban a los ojos enfermos, parientes de los ojos tuertos y las bizqueras señaladas, y por eso el mercader dice que aunque Dulcinea lleve el ojo malo, y con tratamiento, él está dispuesto a decir que es bella.

La segunda es el azufre, que se asocia al bermellón en la composición de los ungüentos utilizados contra las enfermedades de los ojos. Pero el azufre, uno de los pocos elementos químicos conocidos desde la más remota antigüedad, desempeñó un papel fundamental para la alquimia medieval. Por lo tanto su uso en los ojos es expresión clara de enfermedad en ellos.

La tercera es la algalia, sustancia relacionada con el almizcle, que se extrae de las bolsas perianales de unos carnívoros llamados civetas y se emplea desde antiguo en perfumería. Siempre se dijo de ella que era de buen olor. Lo mismo que

La cuarta, el ámbar, pero no el fósil amarillento utilizado como piedra preciosa, sino el que excretan de su estómago las ballenas y cachalotes, dejándolo flotar en el mar, y una vez seco, compone una pasta de la que se rascan polvos que huelen muy bien. En los mercados orientales puede encontrarse, en plena calle (recuerdo el olor a ámbar del zoco de Marrakech) y por supuesto en los gabinetes de las damas ilustres.

Hiendelaencina, pasión latiente

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Cartel anunciador de la Pasión Viviente de Hiendelaencina de este año.

Viernes Santo es viernes frío y ocupado en meditaciones. En la provincia de Guadalajara, muchas gentes en muchos pueblos andan pensando en lo que se conmemora, la muerte de Jesucristo a manos de los invasores romanos de Jerusalem. Es una memoria de algo que hace consistente la Fe. Algo que realmente emociona y trasciende. En Hiendelaencina llevan ya muchos años conmemorándolo de forma muy especial.

Para este Viernes Santo hay en Guadalajara una misión que cumplir: de cara a subirse a la admiración de nuestra tierra, viva y palpitante. Es ir a ver “La Pasión viviente” de Hiendelaencina, un capítulo llamativo y convocante en costumbrismo guadalajareño. Porque en la localidad serrana muchos vecinos se visten con las características vestimentas, y atributos, de los protagonistas de la Pasión de Cristo, siendo muy notable el verismo de las escenas que representan.

La Pasión viviente de Hiendelaencina

El acto, que se prolonga todo el día, tiene por protagonista a la práctica totalidad de los habitantes del pueblo, volcados desde el principio en este acontecimiento, que ya se ha convertido en una de las señas de identidad de la localidad serrana. La idea surgió, hace ya más de 40 años, de un sacerdote, D. Bienvenido Larriba, y de un maestro, D. Abelardo Gismera, quienes junto con los jóvenes que por entonces residían de fijo allí, dieron un giro a la monotonía propia de esta Semana, y alumbraron –con timidez al principio, y cada vez más arropados de sus paisanos y forasteros- un espectáculo que se entronca íntimamente con la tradición cristiana y la devoción auténtica. Declarada Fiesta de Interés Turístico Regional, ha sido capaz de mantenerse viva, renovando participantes y acogiendo cada vez más visitantes, todos estos años.

No hay en ella grandes actores, no hay medios técnicos de relieve, ni rutilantes directores de escena. Es simplemente la Pasión de Cristo, puesta en escena por los vecinos, que le echan emoción sobre todo, preparación, ganas. Y eso lo notan los miles de asistentes que a lo largo de este Viernes Santo, especialmente al mediodía, acuden a contemplar una representación cuyo guión y cuyo dramático final todos conocen.

El acto comienza, a media mañana, en la plaza mayor de Hiendelaencina, cerca del monolito que recuerda el descubrimiento de la primera mina de plata en este pueblo: allí se escenifica la alegre entrada de Jesucristo en Jerusalén, a lomos de un borrico, entre vítores, palmas agitadas y ramas de olivo. También en el entorno amplio de la Plaza, frente a la moderna iglesia de piedras pizarrosas, se representa La Última Cena, la oración en el Huerto, El Prendimiento de Jesús, la presencia judicial ante Pilatos y luego ante Caifás, siguiendo con la Flagelación, la Coronación de Espinas, el Camino hacia el Gólgota ayudado a veces por el Cireneo, el encuentro con La Verónica y Las Santas Mujeres y, al final, en un hapening de viento, sangre y escalofríos, la subida al Calvario, y la Crucifixión.

Quizás sea el momento que todos esperan, el más reproducido en fotos y vídeos: la llegada de la comitiva al Gólgota, para el que Hiendelaencina no tiene problemas en ceder un altozano cercano, de cara a las nevadas sierras, donde finalmente tres cuerpos semidesnudos se alzarán frente al cielo, colgantes de las cruces de madera, ante el silencio tenso, dolorido, de cientos de espectadores.

Representada y reconocida la muerte de Cristo y los ladrones, se procede al Descendimiento, y a la entrega del cuerpo a María madre. Los protagonistas han ido hablando en las diversas escenas, recitando unos textos frescos, tomados del Nuevo Testamento, contenidos y dosificados, impresionados a veces por el desgarrado sonido de la saeta que se canta y hiere.

Qué es, dónde está y cómo es Hiendelaencina

En una alta planicie, entre los valles hundidos del Caña­mares y el Bornova, muy cerca de este último, asienta el hoy casi despoblado caserío de Hiendelaencina. Su situación es en la vertiente sur de la sierra del Alto Rey, pico que se visualiza cercano al pueblo. Campos yermos, robledales, manchas de jara y algunos bosquecillos de pinos, con abundantes prados y pastizales conforman el paisaje que rodea a esta villa.

Perteneció en su origen al Común de Villa y Tierra de Atienza, rigiéndose por su Fuero. En 1269 aparece citada en documentos como Loin del Encina (más tarde será nombrada Allende la Encina), y quedando luego adscrita al Común de Villa y Tierra de Jadraque, en su sesmo del Bornova. Con él pasó a propiedad y señorío de don Gómez Carrillo, en 1434, por donación que de toda esta tierra hizo el rey don Juan II y su esposa a este magnate castellano al casar con doña María de Castilla. Como el resto de la tierra jadraqueña, Hiende­laencina pasó a poder del cardenal Mendoza, éste instituyó mayorazgo con el título de conde del Cid para su hijo Rodrigo, por cuya vía vino a quedar, mediado el siglo XVI, en poder de los duques del Infantado, hasta el siglo XIX.

Fue en esta centuria cuando la villa preserrana conoció el inicio y apogeo de toda su prosperidad, al ponerse en explotación a gran escala las minas de plata que por su término se distribuyen, y que ya eran conocidas desde la época de la dominación romana. Faltas de una utilización y trabajo opor­tuno, habían quedado muchos filones sin ser nunca aprove­chados. La perspicacia y afán emprendedor de un navarro, don Pedro Esteban Gorriz, hizo que éste «descubriera» en 1844 el filón de Cantoblanco, creando una sociedad para su explotación, e iniciando ese mismo año la extracción del mineral en la llamada Mina Santa Cecilia. Es curiosa la rela­ción de los siete valientes que forman esta sociedad, porque está formada por gentes de muy variada condición y procedencia, unidos solamente por la fe en eso que estaban tan de moda en el siglo XIX: el progreso. El 9 de agosto de 1844 quedó constituida esta primera sociedad explotadora, formada por don Pedro Esteban Gorriz, agrimensor oficial desde 1840 por varios pueblos de la provincia de Guadalajara, hombre muy aficionado a la minería, y dedicado con pasión al estudio de los suelos y sus propiedades; Francisco Salván, murciano, que trabajaba en Sigüenza como empleado de Rentas Estan­cas; Ignacio Contreras, natural de Torremocha del Campo donde se ocupaba del tradicional pluriempleo de ser sacristán y maestro de primeras letras; Galo Vallejo, cura párroco de Ledanca; Eugenio Pardo y Adán, sacristán de Bujarrabal, y contador oficial en la catedral de Sigüenza; Francisco Cabre­rizo, leonés, empleado en la cárcel de Valladolid, y Antonio Orfila, mallorquín, administrador en Guadalajara de los du­ques del Infantado, buen conocedor también del terreno y hermano del famoso Mateo Orfila, catedrático de química en París y autor de numerosos tratados científicos, a quien fue­ron enviadas las primeras muestras del mineral extraído, y que, al contestar afirmativamente respecto a su riqueza, dio el espaldarazo definitivo a tan magna empresa.

Muy pronto comenzaron a abrirse nuevas minas y a lle­narse el subsuelo de Hiendelaencina de galerías. Así, a la Santa Cecilia siguió la Santa Teresa (segunda Santa Cecilia), los Tres Amigos, La Vascongada, Verdad de los Artistas, La Suerte, La Fortuna, Santa Catalina, La Perla, La Cubana, El Relámpago, Bonita Descuidada, San Carlos y otras muchas. A esa primera sociedad de amigos aventureros, sucedieron otras más organizadas y con fuerte capital a las espaldas. En 1845 se fundó en Londres la Sociedad Minera «Bella Raquel» que estableció su fábrica y poblado de «La Constante» al norte de Hiendelaencina, en un agrio paisaje de pizarras y rocas baña­das por un arroyo, donde se colocaron a los obreros y sus familias en limpias casas, formando un poblado modélico, del que hoy quedan tristes ruinas. Esta sociedad explotó sus minas entre 1845 y 1879, fechas entre las que entregó a la Casa de la Moneda de Madrid más de 300.000 kilos de plata limpia. Tenía «La Constante» no sólo viviendas y lavaderos, sino un hospital, un casino y un teatro, además de sus facto­rías. Tras el paréntesis creado por el conflicto franco-prusiano, la industria minera de Hiendelaencina volvió a conocer un nuevo momento de auge, quizás el más señalado, entre 1889 y el comienzo de la primera guerra mundial en 1914. En esos años pusieron su capital en esta empresa el ingeniero francés Bontoux y el financiero Rothschild, llegando a extraer, sola­mente en el año 1893, 19.000 kgs. de plata. La población de Hiendelaencina se multiplicó enormente, creando nuevos barrios residenciales, construyendo la nueva iglesia (1850) sobre la gran plaza Mayor, y llegando a rebasar el número de los 10.000 habitantes. Eran «las Minas», como se le conocía habitualmente a este enclave, el segundo núcleo de población de la provincia. Tras la guerra europea de 1914-18, todo se paralizó, y el tiempo y el abandono han hecho crecer las rui­nas más lastimosas sobre lo que antaño fue un emporio de riqueza.

Para el viajero de hoy, Hiendelaencina muestra una enorme y bien dispuesta plaza Mayor, con un monolito senci­llo donde se recuerda el nombre de Pedro E. Gorriz, y su trascendental descubrimiento. Una serie de calles amplias, con el edificio de finales del siglo XIX, abandonados en su mayo­ría, que hablan de la prosperidad pasada. Y una iglesia parro­quial construida entre 1848 y 1851, de gran capacidad, una sola nave, sin nada digno de mención en su interior, y con una traza y torre muy características, pues está construida con diversos tipos de pizarra que le dan un llamativo tono de entremezclados rojizos. En su término, y yendo a través de un mal camino desde la carretera que sube a Robledo y Atienza, se encuentran las melancólicas ruinas de la colonia «La Constante», curiosas de visitar, con muestras significati­vas de la arquitectura del hierro en la segunda mitad del siglo XIX.

Nuevas aportaciones

Fuera del contexto festivo y representativo de la Pasión viviente, más allá de la memoria histórica del pueblo y sus minas, debo mencionar la reciente aparición, editado por la Universidad de Alcalá, de un libro excepcional que se atiene a una nueva visón de Hiendelaencina, de sus minas y sobre todo de su paisaje. Renovando el concepto y como un estudio de moderna geografía, es muy interesante la publicación que firma como coordinadora la profesora Ángeles Layuno y que titula “Minas de plata de Hiendelaencina. Territorio, patrimonio y paisaje“ a través de sus 260 páginas de texto y numerosas imágenes a color. Una forma complementaria de acceder al conocimiento de esta parcela provincial