Piezas de arte barroco en nuestra provincia

martes, 30 diciembre 2014 0 Por Herrera Casado
Renera_Manga_Cruz

La manga de la cruz procesional de Renera, en su parroquia. Procede del monasterio jerónimo de San Bartolomé de Lupiana.

Siguiendo el examen que en semanas anteriores hice de las aportaciones del joven investigador Ramos Gómez acerca del patrimonio artístico perdido o rescatado de los conventos de nuestra provincia guadalajareña, y que publica en el Catálogo de la Exposición “Celosías” que tuvo lugar en Toledo en 2006, hoy planteamos el examen de algunas piezas artísticas que aún se pueden admirar en diversos puntos de nuestra geografía, como museos, iglesias y colecciones.

El siglo XVII es en España el momento de la paz, la temporada más larga que nuestra nación ha gozado, bajo el trono de los Austrias, de tranquilidad, pues la metrópoli poderosa no se hubiera permitido una guerra dentro de sus fronteras: todas las que mantenía estaban fuera (Flandes, Portugal, América…), y en su territorio la gente se dedicaba al ocio, mayormente como hoy, y a la producción artística: de esos años son las comedias versificadas de Lope de Vega, los retratos de Velázquez, los quijotes de Cervantes y Avellaneda, y las santas ampulosas de Zurbarán en las casas jerónimas de la Extremadura.

Recuerdos de Bolarque

Un lugar cuajado que fue de arte, y hoy perdido en la espesura de un bosque remoto, fue el convento de la reforma carmelitana a orillas del río Tajo, en término de Pastrana. Al lugar llamaban Bolarque y “desierto” fue el título que le dieron los frailes por lo alejado y solitario que estaba de todo ruido. De su historia escribí, junto con Angel Luis Toledano Ibarra, en 1999, un libro en que se contaba plena su historia, y se describía cómo fue, lo que hubo dentro, y lo que hoy queda: una sobrecogedora ruina engullida por el bosque.

Tras las Desamortización, el lugar quedó abandonado, y sus piezas de arte a merced de cualquiera, por lo que el párroco de Pastrana, don Mariano Pérez Cuenca, mediado el siglo XIX, organizó la operación rescate: así ocurrió que a la iglesia colegiata de Pastrana se llevaron muebles, cuadros, libros y recuerdos. De todos ellos, algunos han quedado que hoy pueden admirarse en el Museo parroquial de Pastrana, o incluso en el Museo Provincial de Bellas Artes, en el palacio del Infantado.

A la colegiata llegó el impresionante retrato de doña María Gasca de la Vega, quien junto a su marido don Francisco de Contreras, ayudaron muchísimo a los frailes recoletos, dotándoles su iglesia e incluso dejando en ella sus retratos, habiéndose perdido el del varón, y quedado solamente el de la hembra. Es este un cuadro sobre lienzo, apaisado, de más de metro y medio de ancho por 80 cms. de alto, en el que la señora, orante se coloca ante una Dolorosa. La obra, en fuerte claroscuro, con unos tintes muy sobrios en la pintura, está filiada por el marqués de Lozoya y Pérez Sánchez a Felipe Diricksen (1590-1679, un pintor español descendiente del dibujante flamenco Anton van den Wyngaerde, que vino a España para trabajar al servicio de Felipe Il. Aparte del carácter severo y realista de la señora, según Ramos “lo mejor del lienzo es el magnífico efecto de realidad del cojín carmesí, de las telas y del libro -como han señalado todos los que han comentado este retrato-, más propio de un pintor de naturalezas muertas que de un retratista”.

De Bolarque proceden también varias piezas espectaculares que hoy se guardan en el Museo del palacio del Infantado: son los grandes arcángeles atribuidos a Bartolomé Román, de la escuela madrileña del primer tercio del siflo XVII. Concretamente San Gabriel y San Miguel, más un San Rafael con Tobías, de formas expresivas, contundentes, amaneradas ya, similares a los de sus series en la Encarnación, las Descalzas Reales, ambas de Madrid, Palma de Mallorca, y San Pedro de Lima (Perú). En ambos, y según explica Ramos, “la brillantez del colorido y el mayor dinamismo en los ropajes y en la postura, sobre todo en la representación de San Miguel… apuntan hacia una cronología tardía vinculada al momento de máximo apogeo de su taller, los años treinta”. Están inspirados estos arcángeles en repertorios de estampas de aquella época, y parece claro que los seres celestiales que pinta Román para Bolarque proceden del “Angelorum leones” de Crispin de Passe. Estos cuadros los encargarían en Madrid don Francisco y doña María, patronos del convento carmelita, y deben ser posteriores a las series de la Encarnación y las Descalzas.

Todavía de Bolarque procede el muy repetido y admirado cuadro de La Virgen de la Leche, de Alonso Cano, que hoy se puede ver en el Museo alcarreño. Una mujer joven, sentada y acogiendo entre sus brazos, preparándose para darle de mamar, a un Niño. Se viste de túnicas y mantos con los colores azul y rojo tan propios de la Virginidad de Madría y su maternidad de Cristo sufriente, y en ella se refleja la atmósfera serena y luminosa de la madurez del artista que queda lejos de su tenebrismo inicial, destacando las delicadas carnaciones en rosas con toques blancos del desnudo del Niño y la cara, manos y pecho de la Virgen. Una obra genial que da categoría nacional a nuestro Museo local.

Recuerdos de Lupiana

A los jerónimos no solamente los exclaustraron de sus conventos, en 1836, sino que la Orden fue, incluso, suprimida. Desapareció de un plumazo y solamente se recuperó y rehizo (y hoy sobrevive con una docena de frailes en toda España) en 1969, tras conseguir en 1925 el rescripto de la Santa Sede.

Del monasterio jerónimo de Lupiana salieron muchísimas obras que fueron repartidas por el pueblo en cuyo término se levanta el cenobio, así como en Horche (allá fueron algunos capiteles hoy utilizados en el atrio de su iglesia), y en pueblos de la comarca en torno, como por ejemplo en Renera y Tomellosa. A la comisión provincial de monumentos llegaron cuadros enrrollados que permanecieron un siglo largo en los almacenes de la Diputación. Entre ellos el “San Jerónimo escuchando la trompeta del Juicio Final”, pintura con garra de Antonio Roalas, que hoy se contempla en el Museo Provincial, como los dos cuadros representando a San Pedro y San Pablo, de lo mejor de la producción de Rómulo Cincinato.

Pero lo que podemos ver, y hemos visto y fotografiado, son también piezas de uso litúrgico, magníficas composiciones de bordados, y composiciones de telas, que examiné con detenimiento en ocasión de preparar junto a José María Ferrer el libro sobre “Tapices y Textiles en Castilla la Mancha”. Sin duda que dos piezas salidas de San Bartolomé de Lupiana, como la manga de cruz procesional de Renera, y el terno de San Miguel que hoy se conserva en Tomellosa, de lo mejor de toda la región en punto a patrimonio textil.

La manga procesional junta la belleza de sus colores, detalles y formas, con la riqueza iconográfica de los moticos en ella labrados. La adjudicación al monasterio jerónimo de la Alcarria se ha hecho en base a la presencia en la pieza de San Bartolomé por un lado, y San Jerónimo por otro, además de la Virgen María con el Niño y San Juan Bautista, todos ellos realizados en sorprendente finura con hilos de colores sobre fondo rojo. Según la descripción que en el catálogo de la exposición “Celosías” que aquí comento hace nuestro paisano Francisco Javier Ramos Gómez, “la función de estas mangas era la de ocultar las manos de quien portaba la cruz y al mismo tiempo la de cubrir una parte del mástil durante las procesiones, de modo que colgaba por debajo de la cruz”. Y aún se atreve a bucear en la posible autoría de esta pieza, que forma parte del patrimonio vivo, aunque recóndito, de nuestro Renacimiento: “aunque no conocemos datos que documenten la fecha, el cliente, ni el autor de la pieza- nos dice Ramos- sabemos que entre los monjes jerónimos hubo numerosos bordadores, sobre todo en El Escorial
y en Guadalupe” Entre ellos destaca a fray Francisco de Loja, que trabajó en El Escorial hasta su muerte en 1589; a fray Juan de Palencia, que estuvo en Guadalupe y que murió en 1603; a fray Lorenzo de Montserrat, natural de
Besançon y que trabajó como director de las labores de bordado en El Escorial; y a su sustituto en el cargo tras su muerte, Diego de Rutiner. Entra dentro de lo posible que alguno de ellos, en esos talleres de alto rango jerónimo, elaboraran esta pieza única.

La otra es el gran terno de difuntos conservado en Tomellosa. En terciopelo negro bordado en oro, plata y sedas de colores, encontramos las piezas que conforman el terno: una capa, una casulla y dos dalmáticas, más el paño de difuntos. Elaborado en los talleres jerónimos de El Escorial o Guadalupe, y utilizado en la Casa Madre de la Orden Jerónima, en Lupiana, según Ramos que lo estudia con detenimiento “La única representación iconográfica que aparece es San Miguel, en uno de los extremos del paño de difuntos. Aparece con un demonio postrado a sus pies, mientras que en su mano izquierda lleva la balanza que le acredita como arcángel psicopompo o pesador de almas. De hecho en cada uno de los platillos de la balanza aparecen dos figuritas en pequeño tamaño que representan el bien y el mal del alma del difunto. Con la mano derecha sujeta una gran cruz con la que tiene inmovilizado al demonio. Se trata de una figura inspirada en repertorios de estampas o de pinturas religiosas de finales del siglo XVI. De esta figura hay que destacar la calidad y variedad en su ejecución de todos los detalles bordados de la armadura, del rostro, de las manos, de la capa y sobre todo de la cota de malla”.

Recuerdos de Pastrana

Finalmente, para completar esta visión de piezas de arte barroco que se conservan en nuestras iglesias y museos, aparentando ser aparición espontánea tras los siglos, pero siendo realmente el colofón de instituciones sacras venidas a menos o disueltas del todo, quiero mencionar y destacar aquí una preciosa pieza que ahora se muestra en el Museo de la Colegiata de Pastrana, y que en este año que comienza del Centenario de la santa abulense, representa como relicario tallado y policromado a Santa Teresa de Jesús.

De madera policromada, esta pieza fue realizada en 1618 para contener una pequeña reliquia de la monja carmelita, que se veneraría a través de una rejilla abierta sobre su pecho, en cuyo espesor se mantendría conservada. Procedente del convento de San Pedro, de frailes carmelitas de Pastrana, lugar fundado por San Juan d ela Cruz en compañía de la santa abulense, y a petición de los duques de Pastrana, en los años finales del siglo XVI, se llevó a Guadalajara junto con la colección de grandes óleos de intenciones didácticas que narraban la fundación de la casa carmelita por don Ruy Gómez y doña Ana de Mendoza, para allí conservarse (guardados de momento, en 1936) en el Museo provinvcial, de donde lo sacó en 1845 don Mariano Pérez Cuenca, párroco pastranero a la sazón.

La pieza es estudiada por Ramos con detenimiento y capacidad, pues sin duda es nuestro paisano un especialista en arte barroco, y sabe captar los enormes valores que encierra esta pieza, de la que nos dice que “destaca por la belleza serena y equilibrada del rostro, propia del ambiente cortesano de principios del siglo XVII. La boca cerrada, la mirada ligeramente caída y concentrada en sí misma, la perfecta simetría de la composición y la delicadeza en la disposición de las manos, hacen de esta pieza un representante perfecto de la escultura de transición entre el renacimiento y el barroco, cuando ya se han abandonado los excesos gestuales y expresivos del
manierismo de los seguidores de Juan de Juni o Alonso Berruguete y cuando todavía no ha llegado el realismo característico del siglo XVII castellano”. Hoy sin duda es una de las piezas más admiradas del nuevo Museo Parroquial de Pastrana.