Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

enero, 2014:

El Greco en Sigüenza

La Anunciaicón de María, por el Greco. Catedral de Sigüenza.

Iniciamos el año Greco, que se constituye en el recuerdo y la admiración de un artista español (aunque nacido en la isla de Creta, dio su talla en nuestra patria), porque ahora hace (lo va a hacer exactamente en abril) cuatrocientos años de su muerte. La figura y sobre todo la obra de Domenico Theotocopulos, apodado “El Greco”, fue casi ignorada hasta hace 100 años, en que con motivo de su tercer centenario se recuperó. Vamos a hacer lo mismo ahora, en Guadalajara.

Solo por centrar al lector en la figura de la que hablamos, doy aquí una leve pincelada acerca de la figura del Greco. Nacido en la ciudad de Candía (hoy Heraklion, isla de Creta, Grecia) que por entonces pertenecía a la Señoría de Venecia, en 1541, viajó a la Ciudad de los Canales para perfeccionar su arte, que ya había iniciado en su ciudad natal como pintor de iconos. En Venecia copió a Tiziano y Tintoretto, a los que admiraba, y pasó luego a Roma, donde siguió aprendiendo sobre todo de la fuerza y la sabiduría de Miguel Angel. Pero en 1577 decidió viajar a España, invitado entonces por el canónigo Diego de Castilla, quien le encargó hacer un retablo para la iglesia de Santo Domingo “el antiguo” de Toledo. Y allí se quedó para siempre, hasta su muerte en la ciudad del Tajo, en 1614.

De su obra, portentosa, numerosa, creativa y única, se genera la admiración universal por su arte, que, sin embargo, no se hizo mayoritaria hasta 1914 en que, al celebrarse el tercer centenario de su muerte, muchos analistas y especialistas de arte “descubrieron” su figura y su obra. Un poco cegatos estuvieron, hasta entonces, esos analistas, porque solo la composición de “El entierro del Conde de Orgaz” que El Greco pintó para Santo Tomé de Toledo y allí quedo para siempre, le hubiera valido estar entre los más reconocidos artistas de la historia.

La obra del Greco en tierras de Guadalajara

Poco ha quedado de la obra del Greco en tierras de Guadalajara. Pero eso poco, conviene recuperarlo y ponerlo en la memoria de todos. Hoy dedico mis dos páginas a ponderar el cuadro de la Anunciación que hay en Sigüenza, y en dos semanas lo haré con el apostolado que hubo, hasta la Guerra, en Almadrones.

La Anunciacion de El Greco en Sigüenza

En la sacristía de las Cabezas de la catedral seguntina, cobijado en uno de sus arcosolios, se puede contemplar ahora el cuadro de “La Anunciación” de El Greco, una de sus últimas obras (se cree fue pintado entre 1610 y 1614) y posiblemente ayudado por su hijo Jorge Manuel, quien aprendió junto a su padre todas las Bellas Artes. En todo caso, y aunque fuera obra “de taller” como lo fueron muchos de los grandes cuadros del Greco, la impronta del maestro está bien patente.

Es una más de las muchas “anunciaciones” que pintó el artista griego. Los encargos de este tema eran abundantes, y él no se negaba a ninguno. Aunque desarrolló diversas formas de presentar la escena, como luego veremos, la de Sigüenza es de las más simples y efectistas, pues se limita a mostrar a la Virgen María sorprendida por el Anuncio que le hace el arcángel san Gabriel.

No existen datos concretos de cómo el Cabildo catedralicio encargó al Greco esta pintura. Si lo hizo como pieza suelta, o pertenecía al contexto de un retablo. De esto se ha hablado en alguna ocasión, incluso se llegó a decir que aquel retablo completo que El Greco pintaría para la catedral de Sigüenza, acabó en manos del ejército austriaco, y finalmente en el Museo de Bellas Artes de Budapest a donde llegaría, a su vez, de las colecciones imperiales austrohúngaras. No es así, porque los dos Grecos que hoy existen en la pinacoteca magiar (la Magdalena y la Anunciación) no podrían pertenecer al retablo seguntino del que quedaría una escena similar.

Otra teoría que se ha apuntado es que en algún momento incierto, el cuadro llegara a la catedral procedente de otra iglesia de la diócesis. No hay datos. El caso es que desde al menos el comienzo del siglo XX está allí, y como propiedad del Cabildo, no de la diócesis. En 1929, esta “Anunciación” fue prestada por la catedral a la Exposición Iberoamericana de Sevilla, para que luciera en el pabellón de Castilla la Nueva, junto a los tapices de Pastrana.

Bien cuidada y con un marco adecuado, esta Anunciación se ilustra con los tres colores preferidos del griego: rojo, azul y amarillo, sin concesiones a la mezcla ni a la media tinta. Sobre un inquietante fondo de pesadilla inconcreta aparecen María y Gabriel. Un extraño vaho pardo verdusco conmueve el alma del espectador que encuentra un alivio en ese triángulo luminoso del que emerge la Paloma Espiritual, rodeada de dos grupos de aladas cabecillas anhelantes. El Arcángel San Gabriel sostenido por una nube que es, sin duda, lo peor del cuadro, pone sus manos sobre el pecho dando el saludo de Quien le envía. “Ave María, llena eres de gracia, el Señor es contigo”. Frente a él, María, al parecer arrodillada, con una mano sobre el libro piadoso que leía, y la otra en señal de humilde aceptación: “Hágase en mí según tu Palabra”. Junto a ella un jarro con tres azucenas, símbolo de la pureza, y delante un cestillo con labor y unas tijeras.

Lo que Ortega y Gasset, criticaba del Greco está aquí presente como una firma total sobre el lienzo. El desmesurado sentido de acrobacia y descoyuntamiento de sus figuras, se transmite en esta ocasión al cuadro todo. Pero Marañón, aun sin desmentir este hecho indudable le defiende, y recogiendo la idea, le lanza aún más alto a su pintor preferido. Ahí está, según Marañón, la raíz de toda obra intelectual, y, con mayor razón, de toda obra artística. Es ese deseo de elevación, de salirse del cauce común, de alejarse de lo ya hecho y aceptado, de romper con lo establecido, de crear una nueva forma de expresión que todos acepten también como válida, aunque sea mucho tiempo después, de ser más uno mismo, de vivir más intensamente su propio arte y su propia vida. El Greco es un místico. Está impregnado del arrebatador sentimiento religioso y supramundano de la España contrareformista de la segunda mitad del siglo XVI. Ese desmadejamiento y ese descoyuntarse las figuras y las escenas es  más acusado en sus pinturas religiosas donde quiere desbaratar todas las leyes de la Naturaleza para que solo haya en ellos Cielo y Santos y Oraciones. El Greco (todo está aún por probar) se lanzó a un complicado y arriesgado camino de imperfección, consiguiendo lo que en estos casos se suele conseguir: crear obras de arte. Así fue Rafael Alberti quien en sus poemas inspirados en la pintura española, dice de los cuadros del Greco que se nos presentan como “Una gloria con trenos de ictericia, un biliar canto derramado / una etérea cueva de misteriosos bellos feos, de horribles hermosísimos”.

El tema de la Anunciación en El Greco

No me he parado ahora a contar todas las Anunciaciones que Domenico Theotocopulos pintó en su vida. Fueron muchas. Y están desperdigadas hoy por todos los museos imaginables, europeos y americanos, toledanos y madrileños. Hay una hasta en Sigüenza… con eso se dice todo. Pero este tema, del que además se ha estudiado la razón teológica por la que El Greco lo prefiere, da para mucho. El artista produce la mayor parte de sus cuadros anunciadores en la época en que vivió en Toledo. Entre 1590 y su fallecimiento en 1614, más concretamente. Pero también antes tocó el tema. En el inventario que se hizo a su muerte, se encontró con que en su estudio había nada menos que cinco representaciones de la Anunciación. Ya en su inicial estancia formativa en Italia, concretamente en Venecia, pintó entre 1567 y 1570 dos veces esta temática. La primera, muy insegura la composición y el trazo, se conserva hoy en la Galería de Este, y la segunda está en el Museo del Prado, donde nos creemos que es de El Greco porque lo pone en el cartel que acompaña a la obra, porque no tiene todavía los rasgos patéticos e impactantes deformaciones del maestro clásico. En su siguiente etapa romana, pinta otras influenciadas, como todo lo que hace entonces, por Miguel Angel Buonarotti, acentuando la perspectiva con suelos embaldosados.

Y es en Toledo cuando, -quizás con el influjo de la excesiva mística que la ciudad del Tajo respira en plena explosión de la Contrarreforma- El Greco desarrolla sus composiciones más grandes, más complejas y más exageradas en la deformación de las figuras. De los cientos de obras que produce y salen de su taller, hay numerosas anunciaciones, entre las que por destacar algunas, me iría a la grandiosa que hoy se expone en el Museo de Santa Cruz de Toledo, la del Prado de Madrid, y esa de cobijo redondo que es pieza mayúscula del conjunto del Hospital de la Caridad de Illescas. También la de pequeño formato con un cielo ocupado por una orquesta de ángeles músicos que posee el Thyssen-Bornemisza, y por supuesto la del Museo de Bellas Artes de Budapest, genial en su composición, formas y colores. Los analistas de la obra de El Greco, siempre han considerado como la mejor “Anunciación” de nuestro artista la que este pintó hacia 1596 para el Colegio de Doña María, de Madrid, y que se conserva actualmente en el Museo Nacional de el Prado.

En cualquier caso, y dado que todo en El Greco es sublime, -sus colores, sus formas, sus irrealidades- en los cuadros de la “Anunciación” estas características se aumentan. Y así podemos gozar de la genialidad del cretense a través de los paños plegados, de sus pinceladas largas, de los duros cielos, de los gráciles y extraños ángeles y, sobre todo, de esos colores tan vivos, que él ponía a sus figuras y trajes a sabiendas de que eran más fuertes que la realidad, porque quería impregnar de esa irrealidad y cargar de misticismo a sus obras.

La suerte de tener una representación de la obra de El Greco en nuestra provincia, concretamente en la catedral de Sigüenza, ha propiciado que nos sumemos a esta conmemoración con derecho propio, esperando que esta circunstancia ayude, -porque este Centenario Greco 14 tiene que servir como nuevo empujón al turismo de nuestra Región- a que aumente el número de turistas y viajeros que se pasen por Sigüenza a lo largo y ancho de este año que comienza.

Pedro González de Mendoza, Cardenal de España

Este es el texto que sobre la vida y obra del Cardenal de España don Pedro González de Mendoza, figura en el Diccionario Biográfico Español publicado en 2013 por la Real Academia de la Historia, de la que el autor es individuo correspondiente.

GONZALEZ de MENDOZA, Pedro. Gran Cardenal de España. Guadalajara, 3.V.1428 – 11.I.1495. Eclesiástico. Político. Consejero de los Reyes Católicos.

Quinto hijo varón del matrimonio formado por don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, y doña Catalina Suárez de Figueroa. Pasó su niñez en Guadalajara hasta 1442, en que pasó a Toledo para educarse allí junto a su tío, el entonces Arzobispo Primado, don Gutierre Álvarez de Toledo. Ya por entonces había recibido, de dicho tío y por petición de su padre, un par de importantes beneficios: el curato de Santa María en la villa de Hita, y el arcedianato de Guadalajara, que le facultaba para dirigir y cobrar rentas de unas cuarenta parroquias en torno a la ciudad.

En Toledo aprendió la Retórica, la Historia y el Latín. Dato este significativo, considerando el ambiente literario y cultural que rodeaba a su padre, en el que apenas se conocía y usaba el idioma del Lacio. Por ello, a ruego del marqués su padre, el joven Pedro González traduciría para él, entre otras, la Ilíada de Homero, a partir de una traducción de Decembrio. Cuando en 1445 murió su tío y protector, el arzobispo de Toledo, regresó a Guadalajara, a la casa paterna, hasta principios de 1446, año en el que se trasladó a la Universidad de Salamanca, donde estudió, al parecer con gran aprovechamiento, Cánones y Leyes. Doctorado en ambos Derechos (el civil y el eclesiástico) y dando por finalizada esta carrera clásica, el doctorado in utrusque iure, don Pedro volvió a Guadalajara.

En 1452, siempre alentado por la gloria y la influencia de su poderoso linaje, pero también amparado por su probado talento y conocimientos, entró en la corte de Juan II, donde toda ella “quería y amaba con grande estremo a don Pedro González de Mendoza, y este, al soberano, e començó a seruir en la capilla real”. Enseguida conquistó el afecto del rey y de sus cortesanos, pues sin duda don Pedro reunía ya sus dotes de inteligencia clara, exquisita cortesía, extensa cultura y ese don de gentes que tantas puertas le abrirían, además de su características de agradable conversador, magnate elegante y culto compañero.

El 20 de junio de 1454, fallecía en Valladolid el rey Juan II, que había gobernado Castilla durante casi medio siglo, desde 1406 hasta 1454. Un mes antes de su muerte, había solicitado al Papa la concesión del obispa­do de Calahorra y de Santo Domingo de la Calzada a favor de don Pedro, teniendo en cuenta que por tales calendas, el joven alcarreño suplía la corta edad por la intelectual madurez: a los 26 años accedía a su primer obispado.

Su estancia en la Corte de Juan II fue efímera, pero provechosa, pues abundaban los hombres doctos y humanistas notables, y con ellos tuvo ocasión de conversar y compenetrarse en temas variadísimos, desde los comentarios a los autores clásicos, a las diatribas sobre Escrituras Sagradas, cuestiones de la nueva ciencia y literatura de su tiempo. Su estancia en esta Corte, aunque limitada en el tiempo, le permitió adquirir útiles enseñanzas en el terreno político, para en los siguientes años de su vida ir aplicándolas en orden a su prudente y eficaz actuación en cuantos asuntos se vio forzado a intervenir.

Desaparecido Juan II, don Pedro González se trasladó de inmediato a Segovia, para allí “besar la mano” del nuevo rey, Enrique IV, y ofrecerse a su leal servicio. Allí mismo, a Segovia, llegó la Bula papal solicitada por Juan II en favor de la concesión del obispado de Calahorra y Santo Domingo de la Calzada para don Pedro González. Enrique IV asistió a la consagración de don Pedro en este cargo, pasando enseguida a visitar la diócesis y re­formando en ella algunas constituciones. Durante unos meses repartió su residencia entre Calahorra y Santo Domingo de la Cal­zada.

Don Pedro entró a formar parte de la Corte de Enrique IV, caminando con él por toda Castilla. Acompañado del joven prelado, el monarca estuvo en Guadalajara. Desde entonces, don Pedro González de Mendoza, como “uviese contino de estar en la Corte”, acompañó generalmente al Rey.

A finales de 1456 se trasladó don Pedro a Palencia para acompañar a Enrique lV, concertando allí el casamiento de su sobrina María de Mendoza con don Beltrán de la Cueva. El matrimonio no parecía ser muy favorable a la familia mendocina, pues previamente se había tratado de casar al favorito con Beatriz de Ribera, sobrina del Obispo de Calahorra, y sólo la fuerte resistencia de María de Mendoza, madre de Beatriz y hermana del futuro Cardenal, había impedido el enlace. Posiblemente fue el simple deseo de ser fieles y acatar las órdenes reales lo que permitió que el grupo mendocino autorizara finalmente la polémica boda. Al año siguiente ‑1457‑ Calixto III envió a España la Bula de la Cruzada, que había sido defendida por don Pedro. En ese momento muere su padre, el marqués de Santillana. Y a continuación todos sus hijos, entre los que se encuentra don Pedro González, van a Madrid para recibir del Rey la confirmación del primogénito, don Diego Hurtado, en su mayorazgo y títulos. Ello no fue impedimento para que, a partir de ese momento, la jefatura de la familia la tomara de forma real don Pedro González. Por la circunstancia de que Enrique IV aborrecía a Diego Hurtado, porque le reprendía severamente, los demás miembros de la familia Mendoza iniciaron una época de enemistad con el monarca, llegando este enfrentamiento a su punto más álgido cuando, en 1459, Enrique IV se apodera por sorpresa de la ciudad de Guadalajara y de su alcázar, expulsando de allí a los Mendoza, acusándolos de conspiración; la familia al completo, incluido don Pedro González, se retira a Hita.

En el año 1460 se hizo realidad el casamiento de la sobrina del purpurado, María de Mendoza, hija de su hermano el marqués Diego Hurtado, con don Beltrán de la Cueva, privado del monarca. El acontecimiento tuvo lugar en Guadalajara, con grandes fiestas, y en esa ocasión Enrique IV extendió, a instancias de don Pedro, el título de ciudad para Guadalajara. Muy poco después se reavivaron las tensiones, ya de antiguo promovidas, por parte de la nobleza castellana hacia el Rey: esta vez fue la causa el haber otorgado Enrique IV a don Beltrán de la Cueva el Maestrazgo de Castilla, produciéndose por ello “quexas, y sentimientos a los cavalleros que andavan alertados, y trataron de prender al Rey y a los infantes sus hermanos”.

La vida de don Pedro estaba en esos momentos en la cúspide de su fama y poder. Gozaba por entonces “de gentil persona y de buen rostro y de graçioso donayre y muy buen compuesto y ataviado en ella”, por lo que el encuentro del eclesiástico con doña Mencía de Lemos o de Castro, “hermosísima y de gentil persona, y graciosa y avisada de gran brío”, supuso un enamoramiento de Don Pedro, quien a la sazón contaba treinta y dos años de edad. Enseguida “se encargó de favorecer a doña Mencía, la siruió y quiso”. Dos años después nació en Guadalajara el primer fruto de esa relación, don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, futuro primer marqués de Cenete y conde del Cid.

Los acontecimientos producidos en Castilla, el levantamiento de los nobles, la indecisión del monarca respecto al reconocimiento como heredera de su hija Juana la Beltraneja, las intrigas de diversos bandos apoyando propuestas de abdicación y de entronización ora de un hermano, don Alfonso, ora de la otra hermana, Isabel, para gobernar Castilla, supusieron una inestabilidad permanente, un deterioro de la acción reconquistadora en Andalucía, y una tregua concedida a Portugal -y magníficamente aprovechada por el vecino país- para iniciar la descubierta y conquista del Ultramar.

En todas esas circunstancias, don Pedro y su corte familiar mendocina sigue guardando fidelidad al rey, prestándole su ayuda, y acompañándole, como lo hizo asistien­do al bautizo de la Beltraneja celebrado en Madrid en marzo de 1462.

Los años 1464 y 1465 siguen siendo de graves alteraciones en Castilla, con la revuelta de gran parte de la nobleza frente al Rey. El Cardenal y todos los Mendoza siguen estando a favor del Monarca. Pero esas circunstancias no impiden que incluso se acreciente su lealtad a Enrique IV, y que éste, en 1466, les conceda las terçias de Guadalajara y su tierra. En los difíciles momentos que para Enrique IV se plantean en 1467, el rey se apoya en la sólida fidelidad de los Mendoza: el marqués de Santillana, don Pedro González de Mendoza y el conde de Tendilla son sus más sólidos pilares.

Un año después -1468- don Pedro recibe el nombramiento de Obispo de Sigüenza, una diócesis por entonces mucho más rica que la de Calahorra. Recibe, además, un nuevo y sustancioso beneficio: la abadía de la iglesia colegial de Valladolid, que vacó por muerte del dominico Fray Juan de Torquemada.

La lealtad de los Mendoza a Enrique IV supone la puesta en guardia de las fortificaciones que la familia poseía en la frontera de Aragón, con el objeto de evitar la entrada en Castilla del príncipe Fernando. En esos momentos, mientras González de Mendoza viajaba por la revuelta Andalucía con el monarca, los príncipes Fernando [de Aragón] e Isabel [de Castilla] contra­ían matrimonio el 19 de octubre de 1469.

Esa lealtad de don Pedro a Enrique IV le sirvió también para la obtención de algunos nuevos cargos eclesiásticos. Así, en 1469 recibió el rico abadiazgo de San Zoilo, en Carrión de los Condes, por gracia de Paulo II. Y por esos años vivió momentos de altura intelectual, pues muerto Paulo II en 1471, su sucesor, Sixto IV, en 1472, para “sossegar las diferencias” entre el monarca castellano y su hermana Isabel, envió por legado ad latere al cardenal don Rodrigo de Borja, el futuro Papa Ale­jandro VI. Don Pedro fue a recibirle a Valencia, aposen­tándole después en su palacio de Guadalajara, viajando por todos los lugares señoriales del eclesiástico alcarreño, y empapándose este de las nuevas ideas, nuevas formas y nuevos horizontes del Renacimiento italiano que Borja traía como novedades.

Esos largos viajes que juntos hicieron por Castilla supusieron el inicio de una gran amistad. Don Pedro se ilusionó con la obra al romano con que se elevaban los nuevos edificios en la Península itálica, y de la que con entusiasmo le hablaría el extrovertido Rodrigo de Borja, mientras contemplaba extasiado, con su fino espíritu humanista, aquel gran sello renacentista que poseía y mostraba con orgullo el futuro Papa. Según Tormo, este sello “contenía en sus líneas arquitectónicas el arco de triunfo por donde tuvo ingreso el espíritu del Renacimiento en España”, y sin duda fue el modelo que don Pedro tuvo en su mente a la hora de proyectar su propio enterramiento.

La estrecha confianza y amistad que unió a estos dos personajes propició la favorable relación que hizo el Cardenal de Borja al Papa “de el gran talento y qualidades de don Pedro González de Mendoza”, consecuencia de lo cual sería el hecho de que Sixto IV, en la segunda creación de cardenales de su papado, celebrada el 7 de marzo de 1473, le nombrara cardenal con el título de Santa María in Dominica, al que luego añadiría el de San Jorge y finalmente el  de la Santa Cruz, de quien era devotísimo. A finales de marzo de 1473 “llegó a Guadalajara el bonete de el Cardenal, con Breve Apostólico, en la forma acostumbrada, avisándole de su elección”; en esa ocasión se encontraba don Pedro en Madrid con el Rey y éste “mandóle que se intitulase Cardenal de España”, título enseguida convertido en el de Gran Cardenal de España, siendo así como se le designó en adelante a don Pedro González de Mendoza.

Si el Pontífice había enviado a don Pedro el bonete colorado, no podía el monarca dejar sin premio la lealtad y servicios del nuevo Cardenal de España; “y assí le dio el Rey”, -dicen las crónicas-, en el mismo mes de marzo de 1473, por muerte del condestable Miguel Lucas de Iranzo, “el oficio de Canciller de el sello de la puridad, en los Reynos de Cas­tilla y de Toledo”, dignidad que solamente “a personas preheminentes” otorgaban los reyes. A finales de ese mismo año de 1473, y a instancias de Enrique IV ante el Papa, se produjo el nombramiento de don Pedro como arzobispo de Sevilla.

Estas fueron las últimas mercedes que el Gran Cardenal recibió de Enrique IV, pues éste fallecía, abandonado de todos, y posiblemente envenenado, en la villa de Madrid, el 11 de diciembre de 1474, dejando por albacea testamentario a don Pedro y disponiendo “que se hiziesse de doña Ioana lo que él ordenasse”. Gracias al afecto y la lealtad de los Mendoza encabezados como grupo familiar por don Pedro González, el Rey Enrique IV encontró un lecho para morir, un entierro digno y un mausoleo en Guadalupe donde una lápida al menos cubriera sus restos y explicara brevemente su vida.

Fueron veinte años -desde 1454 a 1474- los que don Pedro González de Mendoza dedicó a servir con lealtad a su monarca Enrique IV. Cuando entró en la Corte contaba don Pedro veintiséis años de edad y a la muerte del rey tenía cuarenta y seis. Posiblemente los años más cruciales de una vida, los mejores.

A continuación se inicia la etapa en que puede considerarse a don Pedro González de Mendoza consejero y apoyo continuo y fundamental de los Reyes Católicos. A pesar de haber apoyado siempre al legítimo monarca Enrique IV frente a la nobleza levantisca, su visión política no podía ignorar que la sucesión obligada y preferible se encarnaba en la figura de la inteligente hermana del rey, la princesa doña Isabel, casada poco antes con el príncipe de Aragón don Fernando: una pareja ideal con ideas claras, novedosas y, sobre todo, con la posibilidad de firmeza y grandeza territorial, al fundir bajo un cetro los dos principales reinos peninsulares. Por ello, una vez muerto Enrique, y “después de sosegadas algunas inquietudes mediante las diligencias del Cardenal”, fue jurado Fernando como rey en Segovia el 2 de enero de 1475, en presencia de su esposa Isabel y del Cardenal. Desde entonces, la vida de don Pedro Gon­zález de Mendoza quedó ligada a los aconteci­mientos políticos y militares del reinado de los Reyes Católicos, de forma total. Don Pedro fue para los nuevos monarcas el prototipo de leal y digno vasallo, así como su inseparable e indispensable consejero, pues al decir de sus panegiristas los monarcas nada deci­dían sin antes escuchar su parecer siempre respetado.

La colaboración del Cardenal con los Reyes Católicos fue inmediata, total, sin fisuras. La primera de esas ayudas la prestó comandando los ejércitos reales el día primero de marzo de 1476, en la batalla de Toro contra los portugue­ses, definitiva para sentar en el trono castellano a Isabel. Pocos días después, el 15 de junio de 1476, la católica reina legitimaba “en el orden temporal” a los dos hijos que don Pedro y doña Mencía habían procreado: eran “los bellos pecados del Cardenal”, como se les ha conocido en la historia, a los que Isabel concedía el rango de nobles herederos y beneficiados varones de la nueva Corte.

Nuevos nombramientos se suceden enseguida: 1477 ve a don Pedro como Abad de Fécamp, en Normandía. Y al año siguiente recibe en administración perpetua el obispado de Osma, siéndole concedida por el Papa la gracia de la abadía de Santa María de Moreruela.

Entre las múltiples parcelas desarrolladas por don Pedro, debe mencionarse la creación y puesta en marcha en Castilla del Santo Oficio de la Inquisición. Así lo dice su historiador el padre Hernando Pecha: En 1478, “se començó a poner en los Reynos subjetos a los Reyes el santo Oficio de la Inquisición”. Otro momento de gloria y alegría fue cuando estando en su archidiócesis de Sevilla, con motivo de presidir el sexto Concilio hispalense, y tras el nacimiento del infante Juan el 30 de junio de 1478, Mendoza le bautizó en la más grande catedral de España.

El 1 de julio de 1482 muere el revoltoso arzobispo don Alonso Carrillo. Era habitual entonces que el titular de una diócesis eligiera a su sucesor antes de morir o de trasladarse de sede, siempre con la aprobación de los reyes. Según cuentan los cronistas de la época, Alonso Carrillo, pese a sus diferencias con el Cardenal, decidió que nuestro biografiado ocupara su puesto cuando falleciera. Y añaden esos mismos cronistas de la vida castellana que la reina Isabel le mandó llegarse a sus aposentos, y una vez en ellos el primado español, que tenía reservada una silla donde siempre solía sentarse, y que era conocida como “la silla del Cardenal”, fue abordado por la Reina para decirle: “Cardenal, el arzobispo don Alonso Carrillo de Acuña os ha legado la silla de Toledo; paréceme que debeis sentaros en ella, que tan vuestra es como esta, y señaló aquella en que estaba sentado”. Así el 13 de noviembre de 1482 alcanzó ese supremo cargo eclesiástico de arzobispo de Toledo. Con este título, renunció a las otras diócesis que hasta entonces había regido, excepto a la de Sigüenza. Esta confirmación de los Reyes es una prueba evidente del profundo aprecio que los monarcas sentían por el Cardenal.

No fue hasta dos años después, en 1484, que don Pedro pudo ir hasta Toledo para tomar posesión de su cargo. En esa ocasión, la Reina le pidió al Cardenal que entrara él sólo a la ciudad, para recibir con toda puntualidad los homenajes y ceremonias que era costumbre rendir a los Arzobispos. Pero don Pedro González, con una actitud de gran respeto hacia Isabel, no consintió tal propuesta, y consiguió que la entrada en la antigua capital del reino visigodo se hiciera al unísono, la Reina y el Cardenal, juntos sobre sus caballos y hacaneas, como muchas obras de arte, especialmente esculturas y pinturas, nos lo recuerdan por doquier.

Terminada la guerra con Portugal, y afirmados en el trono sin oposición alguna, los Reyes Católicos buscaron nuevos objetivos a su reinado. El primero de ellos, la unidad política peninsular y la uniformidad religiosa del reino. Isabel y Fernando diseñaron una estrategia militar muy completa y meticulosa. Las expediciones militares de la primavera y el verano contra el reino nazarita se intensificaron a partir de 1485. Todos los Mendoza participaron, campaña tras campaña, en esta Guerra de Granada. Hasta ella fueron los lujosos ejércitos del duque del Infantado, las ingeniosas argucias defensivas del conde de Tendilla, el heroísmo en la Vega de Granada de don Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, y otros muchos caballeros de Guadalajara. Pero fue el Cardenal quien reunió los mejores hombres y capitaneó las más bravas estratagemas. En 1485 lo encontramos en Córdoba acompañando a don Fernando. Dos años después, el Cardenal entra en Málaga. Finalmente, en 1492, se concluye la campaña con la toma final de la ciudad de Granada, siendo precisamente el Cardenal y su sobrino el conde de Tendilla quienes primero suben a la más alta torre de la Alhambra, para en sus almenas colocar  el pendón de Castilla.

Además del problema de los conversos, para el que sabemos que don Pedro mantuvo siempre posturas de gran comprensión, su actitud política fue capital para otro de los grandes aspectos del reinado de los Reyes Católicos: el viaje de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo. En lo que respecta a la epopeya de la apertura de la ruta occidental hacia el desconocido continente, debemos recordar cómo Cristóbal Colón, desde el primer momento en que se puso a buscar apoyos a su idea de circunnavegar el globo terráqueo en dirección inédita, gozó del apoyo de Luis de la Cerda, duque de Medinaceli, sobrino del Cardenal. El bloque, siempre homogéneo, de los Mendoza, con el Cardenal Pedro González al frente de él, fue el verdadero impulsor de la gesta descubridora, cuyo mérito se puede analizar atendiendo a diferentes matices y cuestiones. Entre ellas deben destacarse la valoración de la posibilidad del proyecto desde una perspectiva inteligente y culta; la financiación de la dilatada espera de Colón hasta conseguir la aprobación real; y, sobre todo, la consecución del interés y de un verdadero compromiso de la reina Isabel respecto a los proyectos colombinos, precisamente cuando el esfuerzo de la nación toda iba referido en una sola dirección, la de Granada.

Respecto a la cuestión, un tanto anecdótica, de los hijos habido por don Pedro González de Mendoza, debemos anotar que fueron tres los hijos reconocidos del Cardenal. De la relación que a partir de 1460 tuvo el obispo con la dama portuguesa doña Mencía de Lemos, que vino a España en ese año acompañando a la reina Juana, cuando vino a casar con Enrique IV, nacieron dos vástagos: el mayor, don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, marqués de Cenete cuando crecido, nacería en el palacio mendocino de Guadalajara hacia 1462; y don Diego, luego conde de Mélito y señor de Almenara, que nació en el castillo del Real de Manzanares hacia 1468.

En 1476, el Cardenal pidió la legitimación de sus dos hijos a Isabel. La Reina se lo concedió el 15 de junio de ese año. En 1478, Sixto IV otorgó al Cardenal la autorización para que pudiera testar en favor de sus hijos. Y sería su sucesor, Inocencio VIII, quien ocho años más tarde le concediera la verdadera legitimación. La Reina lo confirmó el 3 y 12 de mayo de 1487. Finalmente los Reyes Católicos concedieron a nuestro biografiado la capacidad de instituir todos los mayorazgos que quisiera en favor de sus hijos. En este documento se cita, por primera vez, al tercer hijo del Cardenal, don Juan de Mendoza, nacido años después de la vallisoletana Inés de Tovar.

La muerte del Cardenal Mendoza se produjo en su palacio de Guadalajara, el 11 de enero de 1495. Meses antes, casi un año antes, el Cardenal se sintió enfermo: una apostema (inflamación) de la parte de los riñones le produjo fuertes dolores y un progresivo enflaquecimiento, con fiebre, pérdida de apetito y de fuerzas, lo que progresivamente le redujo a la invalidez, a estar en cama, y a esperar la muerte que llegó fatal el día referido. Sin duda un cáncer renal acabó con su vida. Dejó como heredero universal de sus bienes al Hospital de Santa Cruz en Toledo.

El hecho más llamativo de su óbito fue lo que algunos han venido en calificar como el “milagro del cardenal”. Muchos testigos dijeron haber visto una cruz blanca de grandes dimensiones (no como la patriarcal, sino como la del Santo Sepulcro, griega y potenzada) en el cielo, sobre el aposento de D. Pedro. Esta cruz, vista por muchos habitantes, le orientó personalmente en el momento de la muerte. En ese instante desapareció, quedando sin embargo grabada sobre la hierba del patio palaciego, como recuerdo perenne y portentoso del paso por este mundo del llamado por algunos tertius Hispaniae rex. Acompañado de los Reyes Católicos y de toda la familia mendocina, en una solemne comitiva que duró cuatro días, se llevó el cadáver de don Pedro, por los caminos de la Nueva Castilla, hasta Toledo, para que recibieran sepultura en el lugar que él había elegido: el presbiterio de la catedral primada de Toledo. Donde hoy aún se conservan.

El sepulcro del Cardenal Mendoza está en el presbiterio de la catedral toledana. En una carta al Cabildo que don Pedro escribió en 1493, especificaba su deseo de que su sepulcro se pusiera allí. El Cabildo se opuso totalmente, y decidió nombrar una tercera persona para que argumentara en contra. Era sin duda el lugar de más categoría de todo el reino para ser enterrado, y estaba destinado a los Reyes. Esa es una muestra evidente del orgullo de casta y autoestima de nuestro personaje. Hubo que alterar la estructura del antiguo coro capitular, y cambiar de lugar algunos enterramientos reales. Aún había otro factor: el del estilo del monumento, que rompía con su clasicismo el precedente goticismo del lugar. Les parecía a los canónigos demasiado moderno, chocante, y paganizante.

Consiste su estructura en un arco triunfal, labrado en dos frentes, y abierto, de tal modo que el sepulcro del Cardenal se puede ver tanto desde dentro como desde fuera. Tiene a su vez dos cuerpos: el inferior es claramente un arco de triunfo a lo romano. Un arco central flanqueado de dos más pequeños. El central es ciego, pero los laterales se abren. Arriba es idéntico, pero con más arcos en forma de hornacinas. Es en todo similar al enterramiento del dux Tron, en Santa María dei Frari, de Venecia.

Debemos decir, finalmente, cómo destacó don Pedro González en el campo de la cultura, en el que su tarea más importante fue como mecenas de las artes. Fundó el Colegio Mayor de Santa Cruz en Valladolid, el Hospital de Santa Cruz en Toledo, levantó un palacio renacentista en Guadalajara, y mandó construir castillos (Pioz, Jadraque), monasterios (San Francisco en Guadalajara y Sopetrán en Hita) y palacios diversos, todos ellos en un nuevo estilo hasta entonces no visto en Castilla: el estilo del Renacimiento, del que don Pedro González debe ser considerado como el auténtico introductor.

BIBL.: Albors y Albors, C. La Inquisición y el cardenal de España, Valencia 1896; Minguella, T. Historia de la diócesis de Sigüenza y de sus obispos, Madrid, 1910‑13; Huarte y Echenique, A. El Gran Cardenal de España, Don Pedro González de Mendoza, Madrid, 1912; Justi, C. Don Pedro de Mendoza, Gran Cardenal de España, Madrid, 1913; Lampérez y Romea, V. Los Mendoza del siglo XV y el Castillo del Real de Manzanares, Madrid, 1916; Rodrí­guez, A. “Semblanza del cardenal Mendoza”, en Boletín de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de To­ledo, Toledo, enero‑junio, 1929, pp. 24‑36; Cedillo, conde de, El cardenal Mendoza y la cuestión dinástica castellana, B.R.A.B.A.C.H.T., Toledo, enero‑junio 1929, pp. 1‑23; San Román, F. de B. “Las obras y los arquitectos del cardenal Mendoza”, en Archivo Español de Arte y Ar­queología, 20, Madrid, 1931, pp. 153‑161; Yaben, H. El cardenal Mendoza. Su gobierno del señorío de Sigüenza, Ma­drid, 1934; La Cadena y Brualla, Marqués de, El Gran Cardenal de España (Don Pedro González de Mendoza), Zaragoza, 1939;: Arteaga y Falguera, C. Historia de la Casa del Infantado, Madrid, 1940‑1944; Merino Álvarez, A. El cardenal Mendoza, Barcelona, 1942; Benito Ruano, E. Toledo en el siglo XV, Madrid, 1961; Layna Serrano, F. El cardenal Mendoza como político y con­sejero de los Reyes Católicos, Madrid, 1968; Moxó y Ortiz de Villajos, S. de. “De la Nobleza Vieja a la Nobleza Nueva. La transforma­ción nobiliaria castellana en la Baja Edad Media”, en Cuader­nos de Historia III (anexos Hispania), pp. 1‑210, Madrid, 1969; Nader, H. The Mendoza family in the Spanish Renaissance. 1350‑1550, New Jersey, 1979; Franco Silva, A. “La herencia patrimonial del gran cardenal de España don Pedro González de Mendoza”, en Historia, Instituciones, Documentos, Sevilla 1982, pp. 453‑491; Villalba Ruiz de Toledo, F.J. El Cardenal Mendoza (1428-1495), Madrid, Rialp, 1988; Layna Serrano, F. Historia de Guadalajara y sus Men­dozas en los siglos XV y XVI, vol. II, Guadalajara, AACHE, 1994; Layna Serrano, F. Castillos de Guadalajara. Des­cripción e Historia de los mismos y noticias de sus señores, Guadalajara, AACHE, 1996.

A. Herrera Casado

Guadalajara en la Feria del Turismo

Iglesia románica de Sauca

Del pasado miércoles 22 al próximo domingo 26 de enero, Madrid abre sus puertas a la cartelería del Turismo Mundial. En la Feria Internacional de Turismo FITUR’14 se dan cita todos los países, las regiones y los municipios con voluntad de que los turistas vayan a sus respectivos lugares de convocatoria. Pero ¿qué se consigue realmente con esa hiperplasia de folletos, de músicas, de piscolabis y de discursitos? ¿Qué vaya más gente a visitarlos? Yo lo dudo.

La tarea de promoción de un espacio con vistas a captar visitantes no es algo que se complete en 4 días de exposición. Repartiendo tarjetas, trípticos y CDs a unos cuantos miles de madrileños que ya han hecho de esa Feria un clásico paseo para entretener el ocio del último fin de semana de enero. Salen de allí con cuatro bolsas enormes cargadas de papelería coloreada, y a la semana siguiente, sin apenas haberlos mirado, se vuelcan en su rutina. ¿Quedó algo en sus cabezas –¿y en sus deseos y planes? – de lo que allí se mostró?

Guadalajara, una provincia turística

Si de manera desapasionada el lector analiza la capacidad productiva y creadora de riqueza que tiene Guadalajara, poco le va a sobrar de la cuenta que eche sumando la central nuclear de Trillo, la cristalera de Azuqueca y las llanuras cerealistas de la Campiña, la Alcarria y el Señorío. Lo siento, pero hoy por hoy no se ve más maquinaria productiva que eso. Algunas fábricas –la Mahou por ejemplo- tan mecanizadas que apenas si precisan de seres humanos, y algunas explotaciones ganaderas, alguna bodega y pequeñas industrias transformadoras o talleres de servicios. Y eso concentrado en el área del Henares. Un paseo por el resto de la provincia termina a uno de convencerle de que aquí solo hay aire, pueblos semivacíos, paisajes desiertos, olores antiguos…. ¿y eso, no tiene valor? Un valor inmenso, que mucha gente busca, y que es necesario enseñar, promocionar, ofrecer en ámbitos lejanos y más poblados.

Desde hace muchos años, el porvenir de Guadalajara se ha ido decantando hacia una sola salida, dado que otras que se intentaron resultaron fallidas: es la de promoción del turismo, intensa e inteligentemente llevada. Porque contamos con el mejor material, que luego repasamos, y con un mercado enorme, de millones de “clientes”, deseosos de conocer realidades ocultas. Madrid a un paso, Valencia a dos y Barcelona a tres (por traducir horas de AVE en pasos…). El gran problema es que, cuando esos viajeros/turistas vengan, qué se van a encontrar…. pues una provincia enorme en la que apenas (salvo unas cuantas referencias estimables y concretadas en los sitios mayores) hay lugares donde comer un domingo.

En la provincia de Guadalajara, con más de 12.000 kilómetros cuadrados de superficie, hay cuatro grandes comarcas, bien definidas, que ofrecen cada una sus peculiares características. En ellas (Campiña del Henares, Sierra Norte, Señorío de Molina y la Alcarria) se suceden los fantásticos paisajes, que pueden no ser muy llamativos, pero que captan el entusiasmo, el amor, la nostalgia de muchos. De esa ascensión al Ocejón desde Valverde, al camino junto al Tajo que discurre del Puente de San Pedro a Poveda, o desde los valles del Ungría y el Matayeguas en primavera hasta las cárcavas de Puebla de Valles y Valdepeñas, hay cientos de espacios en los que la gente se muestra entusiasmada y con ganas de volver.

Aparece luego el elemento patrimonial, en el que nuestra provincia es líder en muchos aspectos. Palacios (el Infantado, el de los duques de Cogolludo, el del Virrey en Molina, las casas grandes del Señorío…) castillos, iglesias románicas, templos con retablos, cruces procesionales que serían deslumbrantes e inolvidables si se enseñaran, arquitectura popular (lo poco que ha quedado de la arquitectura negra, porque todo lo demás se arrasó sin contemplaciones) y mil cosas más que enganchan.

Siguen las fiestas, que transmiten la idiosincrasia y el venero ancestral en días concretos, (ahí está La Caballada, pionera del espíritu castellano, sobreviviendo como puede, o las danzas del Corpus en Valverde, o las botargas y allegados por la Campiña…) y de ellas nacen costumbres, canciones, hablares y comeres que duran todo el año, que cualquier momento es bueno para disfrutarlas.

Y tiene aún nuestra provincia un valor patrimonial importante, inmaterial, que no se ve o se palpa, pero que a muchos (si se les enseñara y descubriera) les haría venir a disfrutarlo. Es la historia, las gentes que la fraguaron, los lugares donde fue vida: con ellas se ha hecho una “Ruta del Cid” que se hace consistente y única gracias a un personaje histórico, no a otra cosa. Y con personajes como él podrían fraguarse otras fuentes de atracción. Por ejemplo, con don Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, quien con su solo nombre concita continuamente visitas a la villa alcarreña en la que, cuando los viajeros llegan, solo encuentran una ancha plaza limpia, unas callejuelas empinadas y un alto cerro donde dormitan las piedras del viejo castillo. ¿Qué no se podría hacer en torno a don Juan Ruiz, y a su periplo andariego? La “Ruta del Arcipreste” fue definida hace años ya, la vió y sostuvo en sus manos don Manuel Criado de Val, y se concretó con pelos y señales, con pueblos y lugares, en 1997 en el Congreso Internacional sobre la Ruta del Arcipreste que unos cuantos montamos en esta ciudad. Varios escritores, incluso, han escrito libros sobre ese Viaje del Arcipreste, sobre su Ruta, sus recuerdos… pero son iniciativas particulares, que sin emprendimientos oficiales no pueden llegar muy lejos.

O más ejemplos: con un Museo de la Celtiberia consistente y bien hecho (hay material de sobra); con los lugares del Empecinado; con los trayectos de los Reyes (de España y entonces de Europa); con las rutas que hicieron los viajeros extranjeros durante el Romanticismo; con el recuerdo de los escritores (desde Alberti a Cela, desde Henry Ford a Hemingway) que iluminaron sus retinas con nuestros paisajes; con la explotación de la plata en las minas de Hiendelaencina; con las batallas que fraguaron los libros de historia (es decir, Villaviciosa, el cerco de Zafra, la batalla de Brihuega…) y los personajes que iluminan hoy el recuerdo de la historia de España: la Princesa de Éboli, el Condestable don Alvaro de Luna, el arquitecto Covarrubias, el Cardenal Mendoza… hay cosas, temas y elementos para no acabar en varios días. Y, por supuesto, para llenar de motivos “visitables” esta tierra. Aunque (vaya, qué lástima) la mayor parte de las cosas son pasadas, son históricas, y eso hoy no se lleva, porque a la nueva sociedad española se le ha enseñado a ignorar, cuando no a despreciar, esas memorias tan remotas cuajadas de gentes tan repulsivas…

Una ocasión desperdiciada

En la Feria FITUR que se está celebrando estos días, tanto la Diputación Provincial como el Ayuntamiento de Guadalajara, al menos de forma destacada entre los demás entes provinciales, participan con stand y con folletos. No creo que vaya a por ellos, porque la mayoría de sus textos me los conozco ya (algunos los he escrito yo, y en tiempos remotos) y porque hay demasiado barullo. Aprovecharé a pasear por algún camino nuevo, por la Alcarria de Mantiel, por el páramo de la Torresaviñán o por el sabinar de Concha, y seguiré pensando que gastar dinero y tiempo en acudir a FITUR no es el mejor  camino: no a una Feria, sino a los lugares donde están los potenciales viajeros, y ofrecerles esa riada de cosas que tenemos. Ahí es donde hay que ir. Dar charlas con imágenes de nuestros paisajes; conferencias ilustradas con nuestros castillos; cursos de iniciación al conocimiento del románico alcarreño; repasos hablados y actuados de nuestras festividades; compromisos incluso de creación de grupos que sepan de verdad lo que tenemos y el valor que atesoran nuestras tierras y nuestras historias.

Y todo esto hacerlo en Madrid, en centros culturales y excursionistas, en asociaciones de tiempo libre, de jubilados, de colegios y bibliotecas, y hacerlo igualmente en Valencia, y en Torrent, y en Tarragona, y en Zaragoza, y en Xátiva, y en Toledo, y en Barcelona … en definitiva: hay que decírselo a los demás. Porque los de aquí, la mitad ya se lo saben, y la otra mitad ya ha demostrado que les importa un comino. Anuncios no en la prensa provincial (aunque pueda parecer que es tirar piedras contra mi tejado) sino en la prensa nacional, internacional incluso.

Qué gran oportunidad ha perdido Diputación, en estos días, y me consta, al no aceptar el ofrecimiento que una gran Revista de turismo internacional, el “Diario de Viajes” le ha hecho de aparecer resaltada con un par de páginas a todo color en su escaparate que se ve en toda España, en hoteles, agencias de viaje y encuentros profesionales. Porque ese es el camino por el que hay que andar, y hacerlo desde ahora mismo: mostrar la inmensa y variada riqueza de recursos turísticos que tenemos (y que ya hemos visto que es casi lo único que nos queda, a estas alturas de la crisis) a cuantos nos rodean. A nosotros no, que ya nos lo sabemos. Pero quizás para esto faltan los dineros, o las ganas…

Retrato del sepulcro de Mayor Guillén de Guzmán

El documento del contrato para realizar el enterramiento de doña Mayor Guillén de Guzmán. Se conserva en la Hispanic Society of America

En días pasados, ha publicado la Revista eHumanista, en las páginas 300-320 del volumen 24 (año 2013) de la Universidad de Berkley en California, un interesante artículo firmado por David Arbesú, que bajo el título “Alfonso X el Sabio, Beatriz de Portugal y el sepulcro de doña Mayor Guillén de Guzmán” nos refiere la peripecia de algunos manuscritos del viejo monasterio de Clarisas de Alcocer y, sobre todo, la descripción del monumento funerario de su fundadora, doña Mayor Guillén de Guzmán, perdido en 1936 pero ahora hallado en la memoria escrita de un contrato firmado en el siglo XIII. Una peripecia que merece ser glosada.

En Alcocer hoy no encuentra el turista mucho más que un muro solemne y una fachada antigua surmontada de un ventanal gotizante como recuerdo de lo que fue, desde el siglo XVI, convento de monjas Clarisas. Esas monjas que antes habían vivido, desde la Edad Media, en el término de San Miguel, en un altozano a la orilla derecha del río Guadiela. Y que habían sido fundadas por una mujer prototipo de la Edad Media castellana, doña Mayor Guillén de Guzmán, de la que hoy corre más contenido legendario que real por los libros y las epopeyas. De ella y de su tumba vamos a saber hoy algo más.

La vida de doña Mayor Guillén

Aunque apagada por la distancia insalvable de los siglos, sabemos que doña Mayor Guillén de Guzmán perteneció a la nobleza castellana, pues había nacido (en torno al año 1210) de la estirpe de los Guzmanes, siendo hija de Nuño Guillén de Guzmán y de María González, así como tía del famoso “Guzmán el Bueno”. Frecuentó la corte del rey Fernando III, en la cual surgió como una estrella ante los ojos del heredero adolescente, Alfonso, quien se enamoró perdidamente de ella, posiblemente para toda la vida. Sin casar todavía, tuvieron una hija, Beatriz, que por entrar en los cálculos de la diplomacia peninsular acabó siendo reina de Portugal, y madre de reyes.

Pero cuando Alfonso, reinante ya como Alfonso X el Sabio, alcanzó el trono, la corte impuso su matrimonio con doña Violante de Aragón, que no llegó a oficializarse hasta que la novia alcanzó la mayoría de edad legal, en diciembre de 1246. El rey de Castilla, uno de los más excelentes de la lista de nuestros monarcas, llegó a tener numerosos hijos, unos habidos en y otros fuera de matrimonio. Se dice que con doña Mayor Guillén de Guzmán llegó a tener tres. Además de doña Beatriz [de Portugal] fueron hijos suyos los infantes Urraca y Martín Alfonso, según del Arco y Garay. A todos los tuvo antes de casarse.

Pero al entrar de lleno en sus obligaciones y protocolos como rey, al amor de su vida la hubo de dejar, aunque bien dotada: la hizo señora de Cifuentes, de Alcocer y de numerosas poblaciones en la Alcarria que ya entonces se llamaba “del Infantado”.

Retirada en sus posesiones de la Alcarria, junto a sus hijos, doña Mayor se dedicó a construir edificios que sirvieran al culto de la religión y a dejar su nombre en fundaciones. Dos de esos edificios nos han llegado: uno a la memoria y otro a la realidad vista. El primero de ellos fue el convento de monjas de Santa Clara que fundó, (era el año 1260) en San Miguel del Monte, junto a Alcocer, del que nada queda. Otro, la iglesia parroquial de Cifuentes, dedicada al Salvador, y de la que queda, de aquel siglo XIII, la portada de ingreso orientada al poniente, la puerta de Santiago, en la que algunos hemos querido ver incluso tallada su figura.

El enterramiento de doña Mayor Guillén de Guzmán

En el convento de las Clarisas de Alcocer se enterró doña Mayor Guillén a su muerte, ocurrida en torno a 1275. Poco después de ocurrir esta, su hija Beatriz trató con uno de los artistas punteros de la época para que realizara ese enterramiento, propio de la madre de una reina, de una mujer encumbrada y por muchos motivos destacada.

El gran hallazgo del profesor David Arbesú ha sido ese documento en el que se estipulaba la realización de la tumba, su forma, sus detalles, su precio, su calendario… de ese documento se pueden extraer estos datos, en el lenguaje comprensible de hoy en día. No está nada mal, conocer con tanto detalle cómo fue hecha este monumental conjunto, del que nada ha quedado, pues en 1936 desapareció de Alcocer y ya nunca ni nadie ha vuelto a saber nada de él.

Conviene adelantar que en el siglo XIII se impuso el modelo de sarcófago romano decorado en los cuatro costados sostenido por pequeños leones que actúan como “patas” del sepulcro, aunque ya muestran su solemne sentido iconológico que pregona la Fe del muerto en la Resurrección.

Gracias al contrato publicado por el profesor Arbesú, podemos describir cómo era, majestuoso, elegante, impresionante a quien lo contemplara, el enterramiento de doña Mayor Guillén de Guzmán. Lástima que solamente pudieran contemplarlo, -y así ocurrió durante seis siglos y medio- las monjas que residían en la clausura del convento de clarisas de Alcocer.

Un de las cosas que más sorprenden es que el sarcófago estaba arropado por un gran tabernáculo  que aparecía decorado con una escena de la crucifixión en la que aparecían San Juan y la Virgen María junto con dos ángeles. El aspecto sería similar al sepulcro románico  que hoy se ve en la iglesia de Santa María Magdalena (Zamora), y que reproduzco junto a estas líneas. Nadie lo había mencionado nunca, por lo que debe colegirse que ya a principios del siglo XVIII no existía.

Muy significativa es la descripción de la decoración lateral (que se perdió también hace siglos, pues en 1919 aparecía, en las fotos de Orueta, con un feo repinte de calaveras y huesos cruzados). El documento analizado nos dice que los laterales estuvieron decorados de la siguiente manera: En la cabecera, aparecía una representación de doña Mayor orando a los pies de la Virgen. En los pies se veía una imagen de doña Mayor en su lecho, vestida con los paños de la orden de Santa Clara, y acompañada de dos ángeles recibiendo su alma, con otro ángel y la Virgen a la cabeza de la difunta. En el lateral izquierdo, la decoración presentaba una escena en la que se veía a doña Mayor en su lecho acompañada de su hija la reina Beatriz de Portugal y sus hijos. Y en el lateral derecho, aparecía doña Mayor en su lecho, acompañada de la abadesa, las doncellas del convento y varios nobles, junto a escenas de la vida de San Francisco y Santa Clara. Todo ello pintado, en obra atribuible al artista burgalés Juan González, que es quien firma el contrato y se obliga a hacerlo. Este autor Juan González (Johan Gonçalvez) era pintor en la iglesia de Santa María de la Vieja Rúa de Burgos, ya desaparecida. En Castilla la Vieja hubo una gran escuela de “tombiers” o pintores de sarcófagos (Aguilar de  Campoo, Carrión de los Condes, Villalcázar de Sirga, Palanzuelos…) y este Juan González sería uno de ellos, aquí rescatado del anonimato.

Encima del túmulo, aparecía tallada sobre madera de nogal la fundadora, que además se pintó con vivos colores al estilo de la época. La dueña aparecía vestida con hábitos monjiles, las manos cruzadas sobre el yacente cuerpo, y la cabeza apoyada en un almohadón, presentando además cuatro ángeles –dos a los pies y dos a la cabeza– que se mencionan en el contrato, y de los que los que escoltan a la cabeza son turiferarios, esto es, portan incensarios, tal como se ve en la fotografía adjunta que debemos a Orueta. Aun contando con las magníficas fotografías –las únicas que han quedado- de este investigador malagueño, no podemos más que esbozar una idea acerca del color de la estatua. Debían ser estos colores de tonos dorados, plateados, azules y rojos, pues en el contrato se especifica que llevaría “todas las otras colores que convienen a la sepultura”.

Finalmente, es un detalle muy curioso el que nos aporta el documento de contrato, y es el hecho de que la sepultura se acompañaba de la talla de treinta personas que emparejaban con doña Mayor. Serían quince a cada lado, y el modelo, muy habitual en la época, lo podemos encontrar en el grandioso enterramiento de San Pedro de Osma que hoy se conserva, completo y coloreado, en la catedral de Burgo de Osma (Soria), realizado hacia 1258, poco antes que el de doña Mayor, y que también vemos junto a estas líneas.

Es interesante por demás conocer los detalles del precio y los plazos de pago, que minuciosamente se especifican en el contrato. Se estipuló el coste en 460 maravedíes de “los dineros blancos que el rey mandó fazer en el tiempo de la guerra”, y que según el estudio que de ellos hace el profesor Arbesú suponían un alto coste monetario para la época, pues esos “dineros blancos” creados por Alfonso X eran moderna moneda, muy apreciada y que supuso una inflación notable en el ritmo de vida de la Castilla de la segunda mitad del siglo XIII. En cuanto al plazo, se estipuló en que debería estar acabada la obra en seis meses, y al parecer así se cumplió. Fue en 1277 cuando se hizo esta obra de arte, poco tiempo después de fallecer doña Mayor, quien lo haría a una edad aproximada de 65 años.

Otras noticias de Santa Clara de Alcocer

Aunque ya escribí, en mi libro “Monasterios y Conventos de la provincia de Guadalajara”, en 1974, la primera noticia sobre este cenobio de monjas clarisas, posteriormente fue Martín Prieto quien aumentó el conocimiento del mismo. De sus fuentes, ahora surgen también aclaraciones en el trabajo del profesor Arbesú, pues se llega a la conclusión de que existieron dos libros que aportaban el listado de documentos monasteriales: el primero (el Quaderno…) fue escrito por Fray Gregorio de Heredia en 1656, y una copia suya, de 47 hojas en 4º, fue vista por fray Pablo Manuel Ortega en 1732 en el interior del sarcófago de doña Mayor. Estaba fechado en 1720, y era traslado del anterior, conteniendo apuntes y resúmenes de documentos. También lo vio don Juan Catalina García López en la visita que hizo al convento de Alcocer en 1903 pero no estaba ya en 1919 cuando fue Ricardo de Orueta.

Sin embargo, hace unos pocos años, a comienzos del siglo XXI, ha aparecido otro gran documento con resúmenes de los manuscritos originales de Santa Clara de Alcocer, y tras el correspondiente expolio y consiguiente tráfico por anticuarios, ha ido a parar al Massachusetts Center for Interdisciplinary Renaissance Studies, donde debe acercarse quien quiera investigar sobre esta institución monacal alcarreña, como así lo ha hecho el profesor Arbesú, de la University of South Florida.

Respecto al documento que analiza Arbesú y del que hemos sacado los datos para escribir este trabajo, solo podemos decir que fue adquirido (en un precio que rondaba los 20.000 Euros) en 2009 por la Hispanic Society of América, ubicada en Nueva York, en una subasta de documentos de las que habitualmente realiza la casa Christie’s de subastas.

Retrato de los alcarreños de la Transición

Con la llegada del Año Nuevo, nos llega a las manos la última (por ahora) obra escrita por nuestro compañero de páginas en “Nueva Alcarria”, el veterano Luis Monje Ciruelo.  A mí por lo menos me llega ya leído, porque he colaborado con él en la final tarea de edición del libro, pero así y todo cada día que lo tengo en las manos y repaso sus páginas, me supone un descubrimiento, porque trata de gentes y hechos que han conformado una etapa larga de la historia provincial.

Una portada llamativa, en la que se suman y entrecruzan los colores de la bandera republicana, sin llegar a serlo en ningún momento, y ocupado el centro de la superficie por una serie homogénea de rostros que solo tienen en común dos cosas: todos fueron de una manera u otra protagonistas de la Transición, y todos habían aportado fotografías de las mismas proporciones, lo que facilitó la construcción de la cubierta, que ha sido diseñada por completo por el hijo del escritor, Luis Monje Arenas.

Temo parecer pesado, parcial y excesivamente adulador si digo, al comenzar y hasta el fin de estas líneas, que el libro me ha parecido interesante, emocionante, y básico: un documento magnífico de la historia reciente de Guadalajara, que también se construye a través de la prensa, de las páginas y los escritos de los periódicos. Frente a las fuentes documentales de siglos pasados, la historia de hoy se hará mañana cotejando la prensa: declaraciones de los protagonistas, opiniones de sus contrarios, noticias de agencia, y reportajes o entrevistas directas, como es el caso.

Testigos de la realidad 

Este es un libro cien por cien periodístico, testigo de una realidad, de unos personajes, de unas circunstancias. Relato uno por uno de 77 protagonistas de los años 70 y 80 del siglo veinte en Guadalajara. El periodista, el maestro en tomar la realidad por la solapa y contársela a los demás en “Nueva Alcarria” es Luis Monje Ciruelo, quien a sus casi 90 años ha vuelto a dar un nuevo giro de tuerca, y ha conseguido que esa realidad antigua, vibre ante el lector de hoy, recupere su voz que a punto estaba de apagarse.

El libro, en principio, y para los más “in” o gentes que viven el momento actual, y solo ese momento, puede parecer ajeno y anticuado. Pero en cuanto uno lo toma en las manos, le pasa las hojas, mira las fotografías, se para a leer algún párrafo, ya no hay escapatoria: se queda enganchado al libro, empieza por el inicio, y no lo deja hasta el final.

La estructura es bien simple: Monje Ciruelo en la mitad de los ‘80 del pasado siglo, entrevistó largamente y resumió luego en una página de nuestro periódico las impresiones de lo que 77 personas que en esos momentos eran protagonistas le fueron contando. Hay políticos, artistas, escritores y empresarios. Hay militares, curas y sindicalistas. Hay de todo, pero siempre con nombre y apellido: identificados e identificables. Incluso hoy. La segunda parte de cada entrega, son las palabras que en estos días, ya avanzando el siglo XX, nos dicen esos antiguos protagonistas del Cambio, y expresan su ilusión/desilusión, su alegría de ver lo logrado, o su desesperanza al confesar que se hundió su proyecto. Algunos de ellos han muerto, y entonces son sus familiares, amigos, o gente que con ellos compartió el momento de la Transición, los que se expresan. Fotografías del antes y el después aparecen como un complemento que para muchos, con cierto morbo, (por lo que de cruel tiene el paso del tiempo sobre la faz de los hombres) será lo mejor del libro.

Testimonio de una y de cien vidas

El libro lleva unas palabras introductorias de Ana Guarinos López, presidenta de la Diputación Provincial de Guadalajara, porque nuestra principal institución provincial ha colaborado patrocinando esta expresión de historia contemporánea.

Le siguen unas cuantas páginas escritas como Prólogo por el profesor alcarreño Ciriaco Morón Arroyo, quien aporta su visión cabal y clarificadora de las intenciones y los alcances de la obra.

Y se completa con unas apreciaciones, explicaciones o justificaciones del autor, del siempre joven y animoso Luis Monje Ciruelo, de quien cualquier alabanza en esta nueva ocasión de entregarnos un nuevo libro publicado sabe a poco. Porque su labor periodística y hondamente humana se ve cuadriplicada en este libro. Y sin exagerar cualquiera lo puede comprobar en este mismo número, porque él sigue dándonos semanalmente su visión de la realidad provincial.

Es fundamental leer las palabras previas de Monje antes que nada. Dice así: “Vaya por delante que el título de este libro “Alcarreños de la Transición” no responde exactamente a la realidad, porque entonces habría tenido que limitarme a los políticos para estas entrevistas. Los califico de la transición porque son personajes de esa época, no necesariamente protagonistas de ese histórico período, pero sí testigos, fiadores y avalistas del cambio, y me ha parecido que esa circunstancia podía ser un elemento de unidad y hasta de identidad. No tendría si no explicación que entre los entrevistados, además de los políticos que la vivieron y la hicieron, figuren un obispo, un general, un prelado de Su Santidad, médicos, escritores, periodistas, científicos, etc. Hasta un rejoneador, el mejor de su época. Lo que sí puedo afirmar es que “Alcarreños de la Transición” no tiene, por mi parte, el menor atisbo político, puesto que entrevisté personajes de todas las ideologías: desde el Partido Comunista, UGT y Comisiones Obreras hasta Falange Española y Fuerza Nueva pasando por PSOE Y U.C.D…”

No es normal, no es nada habitual, que alguien con 90 años publique un libro y este sea coherente, interesante y aporte informaciones, ideas y sabores nuevos. Pero el alcarreño Luis Monje Ciruelo lo ha hecho. Si los periodistas de hoy tienen que tomar una referencia, ese es Monje Ciruelo. Llega a decir, al final de su proemio, que “Ahora es cuando me he dado cuenta de que el Periodismo, que ejercí con plena vocación, me hizo feliz en el trabajo. Al abandonar por jubilación casi toda actividad periodística, esta faceta de escritor me ha permitido continuar escribiendo para llenar de una manera activa el amplio margen de mis ocios como miembro de una, no sé ya si Tercera o Cuarta Edad”.

Pero sea cual sea la edad en que se encuentre, su ánimo no se viene abajo, y las ilusiones del inicio se mantienen intactas. Por eso ha insistido en sacar adelante esta edición. Y por eso, nos consta, ha animado a muchos otros a que le ayudaran en ello. Los lectores, en definitiva, son los que van a disfrutar con la lectura de este libro-crónica prieto de alcarreñismo, vigoroso de vida.

Personajes, protagonistas, leyendas

No puedo hacer aquí glosa de los personajes que cuajan este tomo de “Alcarreños de la Transición”. Los hay universalmente famosos (Camilo José Cela, Premio Nobel de Literatura) y Antonio Buero Vallejo (Premio Cervantes de 1986) en el campo de la literatura, y superconocidos en el de la política, como Antonio Fernández-Galiano, primer presidente que fue de la Autonomía castellano-manchega, o Francisco Tomey, factotum de la política provincial durante los años 1980-2000. Están los médicos que curaron o aliviaron los padeceres de media provincia (Feliciano Román, Ricardo Sanz, o don Alvaro Hernando) y los escritores y actores culturales que de alguna manera han conformado esa época y siguen conformando la actual, como Francisco García Marquina o Blanca Calvo Alonso-Cortés, que se mantienen “en el candelero”.

Algunos suenan poco, y otros pocos suenan mucho, todavía. Los primeros están, seguro, tan felices, y los segundos andan manteniendo el tipo y lamentándose –la mayoría– de que aquellos esfuerzos por construir una Transición política, que se adivinaba muy difícil, hayan llegado a un conformismo que amenaza en deriva desarbolada. La diversión segura de descubrirlos a todos, y de saber de sus penas y alegrías, la dejo entera para el lector de la obra.

Datos finales y complementarios

Esta que nos entrega estos días Luis Monje Ciruelo tiene 344 páginas que aparecen ordenadas, como sus protagonistas, por orden alfabético. Todo bien conjuntando tras una cubierta llamativa, que al principio choca un poco, chirría quizás, pero que luego cuaja. Alguien ha llegado a decir que es simplemente genial. Consigue lo que debe conseguir la portada de un libro en un tiempo como este: que no pasa desapercibida, que se nota que ahí hay algo interesante, que nos llama.

El libro está editado por Aache, y ha contado con el patrocinio de la Excmª Diputación Provincial de Guadalajara, en el año de su 200 Aniversario. Está previsto hacer una presentación pública con intervención del autor, el prologuista, el editor y la Presidenta de la Diputación Provincial. Todo ello se anunciará oportunamente: fecha y lugar.

El libro contiene 77 referencias de otros tantos personajes ordenados alfabéticamente, y de cada uno aparecen dos textos: el primero es el reportaje publicado por Monje Ciruelo en “Nueva Alcarria” en 1985, y el segundo es lo escrito ahora (2011-2013) por el personaje o, si ya ha fallecido, por sus familiares o amigos. Todos son seres humanos, excepto el GEO, que es un organismo. Todos son varones, excepto Blanca Calvo, la única mujer que aparece en el libro. De ellos están vivos aún 48, y el resto, 29, ya han fallecido, algunos de ellos como Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo y Felipe Solano, cuando el libro estaba en imprenta.

Del autor, poco podemos decir, porque es lo suficientemente conocido, pero por si alguien hace un gesto dubitativo al enterarse, aquí van resumidos al máximo sus datos clave: Natural de Madrid, (1924,) y de familia procedente de Palazuelos, donde pasó la niñez, vivió luego toda su vida en Guadalajara donde ha ejercido sus diversas profesiones a lo largo de la vida. Tiene los títulos de Maestro Nacional, Licenciado en Derecho, licenciado en Ciencias de la Información, y Diplomado en Pedagogía. Ha ejercido el periodismo desde hace 70 años, y continúa haciéndolo: escribe a día de hoy una columna en “Nueva Alcarria”, pero su labor se ha desarrollado, durante muchos años, como corresponsal de ABC, la Vanguardia, el Diario de Barcelona, Agencia EFE, Cadena SER y Associated Press, habiendo obtenido numerosos premios, entre ellos el Provincial de Periodismo y el de mejor cronista de Prensa de España. Una figura, en fin, que es por antonomasia el principal protagonista de ese cambio que él reporta, cuenta y puntualiza. Pero que, por aquello de ser el autor, y quien lo firma entero, no aparece entrevistado entre sus páginas.

Carencia que seguro se va a remediar con las numerosas que estos días le harán los otros compañeros –mucho más jóvenes que él, todos y todas- para saber de su intención y su opinión acerca de esa etapa que vivió España, y que hoy empezamos a ver, lamentablemente, como algo pasado…