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octubre, 2013:

Valiente Malla, un arqueólogo de Guadalajara

Este pasado verano, nos dejó uno de los grandes investigadores, estudiosos y arqueólogos de la provincia, que durante años había trabajado, en el silencio y la constancia de quienes se dedican a la investigación y la enseñanza, con la mirada puesta en las viejas/viejísimas piedras de Guadalajara.

Concretamente me refiero a don Jesús Valiente Malla, doctor en Historia Antigua y profesor de esa asignatura en la Universidad de Alcalá, pero alcarreño por adopción, por querencia y por amistades. Porque el corazón es lo que marca la esencia de la vida, y él puso el suyo entre nosotros.

Aunque nacido en Carabanchel (1930), en Madrid cursó estudios superiores, primero teológicos y más adelante de Filosofía y Letras en la Universidad Complutense de Madrid, en la que presentó su tesis de licenciatura sobre «La figura humana en la cerámica ibérica» y luego la doctoral sobre un tema arqueológico: «Las cerámicas del Bronce Final de la Alta Andalucía», ya que su interés o curiosidad científica se centró muy pronto en la investigación de las culturas hispánicas prerromanas. Desde finales de la carrera venía colaborando con el Catedrático Dr. José María Blázquez Martínez en las excavaciones arqueológicas que éste dirigía en las ruinas de la ciudad oretana de Castulo (Linares, Jaén). Fruto de aquella colaboración, además de la tesis doctoral, en que se trataba de investigar las raíces de la cultura ibérica, fue la publicación, junto con el Dr. Blázquez, de una Memoria de excavaciones (Castulo III) y una nutrida serie de artículos y comunicaciones aparecidos en revistas especializadas y actas de congresos. Paralelamente desarrolla su labor docente como profesor en el Departamento de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid.

Hace más de treinta años, en 1981 concretamente, inició la docencia en la Universidad de Alcalá de Henares, una vez superado el obligado trámite de la oposición, como profesor titular de Historia Antigua y Arqueología. Para entonces ya residía en Guadalajara y había dado inicio a sus investigaciones sobre temas relacionados con la arqueología de la provincia, cuyos resultados fue dando a conocer, desde 1982, en la revista de estudios provinciales Wad-al-hayara, que fue creada a mis instancias como elemento vertebrador de los estudios científicos y humanistas sobre nuestra tierra.

En ese mismo año inició, gracias a una ayuda de la Diputación Provincial, que entonces las tenía instituídas para este tipo de actividades, las excavaciones arqueológicas del poblado de El Lomo, en Cogolludo, que se prolongarían en sucesivas campañas anuales hasta 1994 bajo el patrocinio del Ministerio de Educación y Cultura y luego de la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha. Fruto de estos trabajos fueron varios artículos y tres volúmenes de la Memoria (La Loma del Lomo I, II y III) de las excavaciones arqueológicas de Cogolludo, que debe ser considerada como su gran obra investigadora, y que ha venido a aclarar muchas dudas e incógnitas acerca de la vida de los celtíberos en el territorio actual provincial. Investigadores como Valiente Malla y otros profesores y arqueólogos, han sido quienes han alzado la verdadera luz sobre los orígenes celtibéricos de la tierra guadalajareña.

Otro tema que centró su labor como investigador es la arqueología de la cuenca superior del río Tajo y en particular del valle del Henares, sobre el que ha publicado cerca de cincuenta trabajos en revistas especializadas y en actas de congresos nacionales e internacionales. En esta misma línea y junto con algunos de sus colaboradores publicó en las series de la Universidad de Alcalá de Henares un volumen sobre La Celtización del Alto Tajo.

Fuera del ámbito estrictamente universitario, pero en la misma línea de difusión del saber, el profesor Valiente Malla dedicó mucho tiempo y muchos esfuerzos a la organización de conferencias y cursillos sobre temas de Historia y Arqueología dirigidos al público en general en Guadalajara y en diversas localidades de la provincia. Precisamente esa vertiente divulgadora, que hace próximos y útiles a los investigadores, fue la que llevó a Jesús Valiente a escribir una “Guía de la Arqueología en Guadalajara” que llegó a ganar el Premio “Tierra de Guadalajara” convocado por la editorial Aache en 1997, dotado con una importante cantidad en metálico, y con la edición de dicho título, que ha alcanzado con posterioridad varias ediciones. En ese libro, el más conocido del investigador que ahora nos ha dejado, es en el que se han fraguado muchas nuevas vocaciones por el estudio de los restos antiguos de la civilización humana en nuestra tierra.

Aparte de las tareas docentes y de investigación, ha traducido del inglés y el francés numerosas obras principalmente sobre temas de Historia Antigua, Historia Bíblica e Historia y Fenomenología de las Religiones. Cabe recordar, en este sentido, como también becado por la Excmª Diputación Provincial, tradujo del inglés la obra capital de la profesora norteamericana Helen Nader, “The Mendoza Family in the Spanish Renaissance”, que ha sido de capital importancia para cuantos hemos seguido la marca y la historia de ese grupo humano tan importante.

En el aspecto personal, y para cuantos le conocieron y contaron con su amistad (que fueron tantos, porque era un hombre cercano y entrañable) puedo ahora traer a la memoria mis viajes por la provincia con él, con su esposa Carolina, y otros amigos: aquellas tardes recorriendo el altiplano de “La Loma” en Cogolludo, al que se llegaba andando en cinco minutos desde su casa refugio en una urbanización de las afueras de esa localidad, y luego las charlas y evocaciones junto al fuego de su chimenea. O aquella larga e intrépida excursión al más alto de los castros en el entorno de Santamera, cuando nos hizo cara, valiente y peligrosa, una víbora de sangre caliente y veraniega. Con Jesús Valiente y otros amigos (Garrido Cecilia, Alvarez de los Heros, Llorente de Lara, Laborda y Valencia) fundamos en 1992 el Club Siglo Futuro para dinamizar el ambiente cultural de una Guadalajara en transición que solo pensaba en clave política. Y con alguna de sus charlas, Valiente Malla dio también a esta institución cultural su dimensión más universitaria y trascendente.

El Alto Tajo, las sierras atencinas, las cuevas prehistóricas de Olmedillas y Los Casares… todo lo que ha guardado palpitante y silente el pasado remoto de nuestra tierra, lo conocía y lo amaba Jesús Valiente.

Y por eso es justo, en esta hora de su muerte y de su adiós definitivo, que esta tierra le dedique, aunque sea solamente unos minutos, a su memoria, y a su obra, un instante de aprecio, y un aplauso de despedida, que debería concretarse en algo más, aunque ahora no esté de moda acordarse de quienes años ha vinieron aquí a dar lo mejor de su trabajo y su pensamiento.

Diciendo adiós [y hasta luego] a José Luis García de Paz

José Luis García de Paz y Antonio Herrera Casado, en la Feria del Libro de Guadalajara, en 2006.

Hay muchas frases, refranes y dichos que tratan de la amistad y los amigos. Quizás la más certera es la que dice que los amigos son los hermanos que se escogen. Uno tiene amigos (muy pocos), conocidos (unas cuantas docenas) y gente a la que se saluda (incontables, porque igual que aparecen desaparecen). Cuando se tiene un amigo, se tiene un verdadero tesoro, porque como alguien dijo, el amigo es quien te guarda las espaldas mientras tú se las guardas a él. Yo tenía un amigo, un grande y verdadero amigo, hasta el lunes 21 de octubre de 2013, en que de forma súbita, “como del rayo”, murió sin que le diera tiempo, a nadie, a decirle cuanto le queríamos. Así se ha ido de nuestro lado José Luis García de Paz, Jose para unos, Pepe para otros… entrañable compañía para todos, y admirable trabajador de mil cosas. Una joya de la Alcarria que se ha echado a rodar por el monte, y ha terminado, ayer miércoles 23 de octubre a las 6 de la tarde, sumida en un hoyo de la pendiente terrosa que hace de costanilla boscosa por el sur a la izquierda del arroyo del Prat,  frente a Tendilla, muy cerca de las ruinas del viejo convento jerónimo de Santa Ana. Una tierra ahora ya fría, mojada, silenciosa. Allí está mi amigo Pepe, para siempre callado.

Pero estas son consideraciones personales, y debiera dar aquí algunas pinceladas de su bonhomía: surgido de una familia humilde, nacido en una España flaca, su esfuerzo le llevó a ser profesor titular de Química Física en la Universidad Autónoma de Madrid, y a firmar unos 80 trabajos de investigación sobre física cuántica y estructura molecular. Algo que no se lo regaló nadie, que se lo forjó con su empeño de días y noches clavando los codos y leyendo lo que otros sabios, antes, habían dicho y escrito. Eso ya es un ejemplo de esfuerzo personal, de realización, de construirse una vida útil (porque además lo que aprendió se lo enseñaba inmediatamente a los demás) y de entregarse a la sociedad, devolviéndola más de lo que le había dado. Yo sé que ahora, y poco a poco en los días y meses siguientes, centenares de físicos que fueron sus alumnos van a recordarle con el cariño y la nostalgia con que a los profesores del corazón les recuerdan sus alumnos.

Sus abuelas tendillanas, sus padres, sus ancestros seguros, habían nacido en diversos lugares de la Alcarria. Era de sangre alcarreña, de raza. No se lleva esto ahora, pero él lo sentía, aunque no lo expresara. Y se había arreglado una vieja casa en la calle soportalada de Tendilla, para relajarse allí, como él decía, para olvidarse del diario trajín de la Corte, de los coches, los ruidos y las prisas. Allí nos encontramos, y en Hontoba, y en Peñalver, y en Budia, y en Sacedón, y en las ruinas remotas de La Golosa de Berninches… allí se enamoró él de esta tierra que enamora a quien la mira despacio, a quien se fija en ella.

De ese amor por la Alcarria surgió la pasión investigadora de José Luis García de Paz en torno a los personajes, los pueblos, las viejas iglesias y las humildes fuentes de esta tierra. Su capacidad de análisis, de lectura, de búsquedas bibliográficas, de buceos en los archivos, las bibliotecas y los almacenes de libros viejos, terminó por conferirle una visión muy amplia y consistente de la historia y del ser de la Alcarria, y de Guadalajara toda. Sin esperar aplausos, ni nombramientos, ni distinciones, a cuerpo gentil se echó al monte de la búsqueda y la escritura, de dar charlas, y explicaciones y apoyos. En este campo de la investigación y la crónica, la actividad de la gente se mide por sus publicaciones. Y así puedo decir, porque las tengo todas anotadas, en la cabeza, y en el corazón, porque todas las vivimos juntos, desde que nacieron y por su mano alcanzaron la realidad de las páginas, que sus publicaciones fueron numerosas y muy valiosas. Exactamente firmó 7 libros desde que en 2003 apareciera el primero de ellos hasta ahora mismo. No es mala media, que en diez años tan sólo José Luis García de Paz viera publicados siete libros, algunos de ellos contundentes en páginas y otros repetidos y reeditados. No es este el lugar de la valoración y la crítica de sus contenidos y aportaciones, pero sí de su relación y cronología porque así se ve claramente la tendencia investigadora y los intereses del autor que ahora nos ha dejado.

El primer libro publicado por De Paz fue el “Patrimonio Desaparecido de Guadalajara” (1ª edición en 2003, 2ª edición en 2011), con el que marcó su línea muy nítidamente: la recopilación de lo perdido por el arte de Guadalajara (en guerras antiguas, en guerras recientes, en abandonos y en saqueos) y el estímulo a respetar y conservar lo que queda. Este es, ya, un libro icono, un referente necesario de conocer.

En 2006, con otros autores y amigos, dio a luz el “Peñalver, memoria y saber”, una visión total de ese pueblo vecino. En 2007, la gran obra recopilatoria de los “Castillos y Fortificaciones de la provincia de Guadalajara”, su obra máxima, más de 400 páginas de gran tamaño repletas de noticias y grabados. En 2008 la “Memoria gráfica de Tendilla en el siglo XX” de la que actuó como coordinador y alma mater, porque reunió fotos, artículos y querencias de todas partes. En 2009, y en compañía de mi minúsculo aporte, vio publicado su antológico obrón “Castillos y fortificaciones de la Comunidad de Madrid”… Ese mismo año de 2009, para celebrar su medio siglo de vida, se publicó él mismo el ensayo “Tendilla y su feria durante la francesada”, siguiendo, ya en 2013, en marzo, el estudio definitivo, concienzudo y aplaudido de “La Feria de las Mercaderías de Tendilla”, a partir del cual el propio Ayuntamiento decidió, en un arranque que le honra, nombrarle Cronista oficial de la Villa.

La obra de García de Paz ha quedado, sin embargo, dispersa por multitud de publicaciones periódicas, revistas, y semanarios. La más sonora de sus aportaciones a los Mendoza, que era la vena que le rebosaba por la piel, está en el libro “Los Mendoza y el mundo renacentista”, obra común promovida por la Universidad de Castilla La Mancha, y que vio la luz en 2013, a principios. En ese libro aportaba José Luis sus definitivos estudios sobre “Las mujeres Mendoza”, clave para entender esa vertiente del mundo mendocino, y una introducción a la familia alavesa que tanto tuvo que ver con el desarrollo histórico de la Alcarria. Además, sus artículos semanales en El Decano, mientras duró, y ahora en Nueva Alcarria. Más sus colaboraciones en “Henares al Día”, “Arriaca” y cualquier publicación local que le pidiera una colaboración.

Porque la esencia final de José Luis García de Paz, la razón auténtica por la que tanto le queríamos quienes nos crecíamos con su amistad, era esa generosidad a la hora de cumplir con todos: dando un dato, buscándote una bibliografía, sacando de no sabe donde unas fotos, escribiendo de la noche a la mañana una completa revisión de la historia de una fiesta, de un personaje, de un lugar cualquiera, de Guadalajara toda, y aun de España. Por todo esto es que estamos hoy tan tristes, en este momento de la despedida definitiva, inesperada, hundida en la pregunta que surge en cualquier razón que no la encuentra: ¿por qué así, tan de repente, tan sin aviso, tan pronto, tan malamente? ¿Por qué te has ido, Pepe, sin habernos dado tiempo a decirte cuanto, y cuan profundamente, te queríamos? Son estas las cosas que a uno le hacen viejo, quizás sabio, quizás sin quererlo simplemente humano.

Nos vemos en Zarzuela de las Ollas

Mañana sábado 19 de octubre se va a celebrar, por sexto año consecutivo, el “Día de la Sierra”, y el encuentro va a tener lugar en Zarzuela de Jadraque. Un lugar emblemático, especialmente por su producción alfarera durante siglos, que le ha supuesto ser conocido el enclave como “Zarzuela de las Ollas”. Un encuentro de gentes y cosas que mantienen con vida ese espacio tan frágil (y en apariencia tan firme) que es la Sierra Norte de Guadalajara. Nos vemos allí, porque es obligado estar, apoyando.

Entre los actos, charlas, exposiciones y juegos que tendrán lugar mañana en Zarzuela, destaco dos por su especial relieve: uno es la concesión en este 2013 del nombramiento de “Serrano del Año” a don Tomás Gismera Velasco, que tantas pruebas ha dado a lo largo de su dilatada carrera como escritor y hombre de comunicación permanente, de su amor por la tierra en que nació (la altiva cúspide de Atienza) y por los territorios que la rodean. Otro es el pregón que pronunciará en la ocasión el periodista y escritor, compañero de estas páginas, don José Serrano Belinchón, que sabemos está preparando una intervención de hondo calado.

Qué es y dónde está Zarzuela de las Ollas

Empezaremos por decir que es Zarzuela de Jadraque (su nombre oficial) un pueblecito de la serranía guadalajareña, alzado en un recuesto que por sus lados se acompaña de sendos profundos barrancos, que darán a la larga en el río Bornova, el que trae las gélidas aguas de los altos picos del Alto Rey. Pero que de siempre, desde hace siglos, a Zarzuela le conocen con otro apellido, con el “de las Ollas” que obtuvo por ser lugar de enorme producción alfarera, algo así como un polígono industrial escondido entre los repliegues de los montuosos espacios serranos.

Esa actualidad permanente que ofrece Zarzuela de las Ollas se completó no hace mucho por la aparición de un libro que trata de esos elementos que allí se produjeron durante siglos. El libro, del que luego hablaré, fue escrito por dos personas del pueblo, María Angeles Perucha y Miguel Angel Rodríguez, muy comprometidos con la esencia de Zarzuela y su permanente lanzamiento mediático y social.

Historia de una artesanía

La fabricación de ollas en Zarzuela ha sido, (hoy ya no existe) más un actividad industrial que artesana. Se tiende a llamar artesanía a todo aquello que hace siglos, o decenios, servía para la vida diaria, y hoy ha quedado obsoleto con los avances dela electrónica. Los cacharros de Zarzuela, que hoy buscan los coleccionistas de la artesanía alfarera como verdaderas joyas, fueron durante siglos elementos fundamentales parala vida. Susmúltiples formas se destinaban al almacenamiento del agua, de los alimentos, a su preparación y guarda, a proteger casas, animales y personas, etc. Y aquello que era más que elementos artesanales, se producían en forma masiva (dentro de lo que cabe, para un pueblo de medio centenar de vecinos) y se distribuía por toda la sierra, y aún más allá de los lejanos y anchos valles del Jarama, el Henares y el Tajo.

Se sabe que la alfarería de Zarzuela era industria en el siglo XVI. Lo más probable es que lo fuera de mucho antes. Pero la fecha cierta que lo ancla a la historia es la de 1581, cuando los ancianos del lugar escriben las Relaciones Topográficas que mandan a Felipe II, y en la que dicen que todos ellos viven de la agricultura, “e de hacer algunas ollas”.

En el siglo XVIII, cuando se escribe el Catastro del Marqués de la Ensenada, se sigue viendo la pujanza del invento, y cómo en 1752 la cuarta parte de sus habitantes actuaban de alfareros. En sus propias casas hacían los cacharros, y en tres hornos repartidos por el municipio los cocían y daban fin. Esos hornos, a mediados del siglo XVIII, eran propiedad de Francisco Llorente, Juan Moreno y Juan Atienza.

Se siguió haciendo alfarería en Zarzuela hasta los años 70 del siglo pasado. Personalmente llegué a verlos trabajar, a sus vecinos, en directo, y a admirar los cántaros y cántaras (son distintos géneros aunque similar especie…) que se hacían y usaban. En 1982 se hizo la última sesión de producción. En jornadas promovidas por el Museo de Etnografía de Guadalajara (museo que desapareció para recibir sus piezas cobijo en la Colección Permanente del Museo Provincial de Guadalajara) se llegaron a realizar piezas con los tornos que aún existían, hornadas y secadas, hasta conseguir una colección estupenda de cacharros que, documentados en todo su proceso, cuajaron las salas de dicho Museo, y sus fondos gráficos y documentales. Muchas de las fotografías y datos de aquella sesión se han usado en este libro que luego comentaré, y que rescata aquella actividad que quedó sumida en el silencio, por no decir que en el olvido.

Los alfareros de Zarzuela tenían toda su industria en su propia casa. En el portal estaba la sobadera, un poyo de piedra con una losa encima, en la que amasaban la arcilla húmeda que habían traído desde los filones en que se extraía: los había en los Terreros, en la Casa de San Roque y otros sitios diversos.

En la cocina ponían el torno. Su estructura, lo más primitivo que se conoce. En Asturias (Faro) se conservan otros similares. Era absolutamente manual, queriendo expresar con ello que todo se hacía a mano, incluso el darle vueltas ala rueda. Enesa, de forma redonda y gruesa madera de encina, se colocaba la masa arcillosa y húmeda, a la que con un par de golpes se le iniciaba la forma del cacharro, y luego, haciendo que la rueda se moviera rápido, el alfarero, por etapas, le daba la forma deseada. Esta rueda apoyaba en una corredera, y esta a su vez sobre la estaba, que constituía el torno entero.

Las piezas terminadas (algunas requerían hacerse en varios fragmentos que luego se unían) se dejaban a secar, y luego se llevaban a los hornos, en los que se hacía cocción comunitaria, pues cada familia realizaba pocas piezas. Estas cocciones se hacían cada 15 días más o menos, y en cada una de ellas cabían unas 200 piezas o poco más. Lo cual nos indica que al año Zarzuela vendría a producir unas 4.500 piezas de su famosa alfarería, no más. Y que la mayoría se llevaban luego a vender.

Los hornos eran tres, desde el siglo XVI, y los mismos existieron hasta mediados del siglo pasado. El principal estaba en el casco urbano, y hoy restaurado se puede contemplar como un verdadero monumento, el más importante de la villa, una expresión de arqueotecnología. Los otros dos estaban en El Realejo y en El Estrecho.

El actual horno que podemos ver, y en torno al que mañana se celebrarán diversos actos del VI Día de la Sierra, estaba aislado en un extremo del pueblo, y es de forma semicircular, con un interior profundo, separado en dos niveles por un suelo de adobes agujereado (a esos agujeros que permitían el paso del fuego se le llamaba cabos). Por una hendidura baja se metía la leña que se prendía, y por arriba, o desde otra abertura a nivel del cuerpo humano, se iban introduciendo los cacharros ordenadamente, para recibir la cocción que los endurecería definitivamente.

Al objeto de que en estas cocciones comunales, cada alfarero identificara sus piezas, se adoptó desdela Edad Mediala costumbre de la “firma”, que era una especie de código cifrado, realizado con puntos grabados en las asas de los cántaros o en los bordes, que expresaba la propiedad de la pieza.

Una tarea, desde que se recogía la tierra en el campo, hasta que se levantaba sobre la cabeza el cántaro reluciente y fresco, terminado, que suponía largas horas de dedicación, de un trabajo lento, meticuloso  y laborioso. Siempre igual, desde hace muchos siglos, siempre perfecto.

Las piezas

Muchos tipos de piezas salieron de los talleres alfareros de Zarzuela “de las Ollas”. Solo con enumerar sus nombres, ya puede el lector hacerse idea de la variedad de elementos que de allí salieron. Botijos y botijas, cántaros y cántaras, ollas y tinajas, vasos, copas, cuencos y encellas, pucheros, tubos y tejas. Todos de barro, limpios y rojos al nacer, oscuros y renegridos de los humos y los caldeamientos al pasar de los siglos. Pero duros y firmes, tenaces y resueltos. Así han llegado las piezas de la alfarería de Zarzuela de Jadraque hasta nuestros días, y así nos las han ofrecido MaríaAngeles Peruchay Miguel Angel Rodríguez, en su estudio completo y ambicioso, un estudio que, como dice José Ramón López de los Mozos, prologuista del libro, nada más nacer ya se ha convertido en un clásico de este tipo de estudios, sobre lo que hoy se considera artesanía y no fue, durante siglos, más que una industria vital y hondamente humana.

Otros actos y celebraciones

En el VI Día de la Sierra, que tendrá lugar mañana sábado en Zarzuela de Jadraque, está previsto que a partir de las 10 recorran sus calles dos grupos de dulzaineros (Kalaveras y Dulzaineros de la Travesaña) y se repartan por ellas el desayuno a base de rosquillas y vino dulce. Talleres de alfarería en vivo y alfarería infantil se montarán en las calles, y se procederá a la inauguración de la exposición de imágenes que este año tendrá por muestra los temas de «Arquitectura Tradicional Serrana en peligro” y “Los Centros de Urgencia en la Sierra”, todo ello en el edificio del Ayuntamiento.

Tras la intervención de los autores del libro que hemos comentado, María Angeles Perucha y Miguel Angel Rodríguez, que hablarán de “Alfarería Tradicional de Zarzuela” en el Ayuntamiento, se procederá a un montar un gran taller demostración de oficios tradicionales por parte de la Escuela Provincial de Folklore.

Después del acto oficial de inauguración, que será a las 12:30, con presencia de autoridades, pregón de Serrano y entrega de títulos a Gismera Velasco (Serrano del Año) y Perucha Perucha (Abuelo Serrano), se procederá a una demostración de deportes serranos , un baile vermut y una comida popular a base de paella en la zona del Horno. Un gran Festival de Folklore Serrano tendrá lugar a partir de media tarde, con intervención de la ronda del Ocejón, Ronda del Ordial, Ronda de Horche y Ronda de Zarzuela, en la plaza mayor, terminando a las 7:30, ya con el sol puesto, con un recital del Grupo “La Colmena”.

El libro de las Ollas

El libro que he comentado lleva por título “La Alfarería de Zarzuela de Jadraque” y son sus autores María Angeles Perucha Atienza y Miguel Angel Rodríguez Pascua. Editado por AACHE de Guadalajara en 2005, tiene 200 páginas y cientos de fotografías, pues aparte del estudio del proceso creativo de la alfarería serrana, ofrece un catálogo tan completo de piezas, que los autores piensan están reflejadas gráficamente todas las que se han encontrado o existen actualmente. El libro se acompaña de un CD-Rom con la presentación multimedia del catálogo de piezas. Una obra que puede calificarse de definitiva para conocer y estudiar el fenómeno de la alfarería, hoy perdido, irremediablemente. Pero que en Zarzuela (y mañana va a poder verse y sentirse) ha dado consistencia para siempre a la localidad serrana.

Almoguera, una historia de castillos y banderas

El castillo de Almoguera, un tanto reinventado

En el extremo sur de la provincia, encontramos una localidad que parece no tener excesivo predicamento, porque desde hace unos años no se la oye en la lista de fiestas, concesiones, apoyos o entusiasmos. Es una lástima que un lugar de tanta historia, de tanto interés patrimonial, y de tan buenas gentes, quede un tanto silenciado por cuestiones ajenas a su misma identidad como pueblo. Me estoy refiriendo a Almoguera, y a su historia y arte quiero dedicar los siguientes párrafos.

Hace ya tiempo que quería haber vuelto a escribir algo sobre Almoguera. La villa cuajada de historias que lucha contra el agua en una Alcarria seca. La historia de Almoguera, por lo menos en los últimos tiempos, ha sido la de una lucha contra el agua, contra la violenta tromba que acude desde la nube. Por fin están concluidos los cauces, firmes y generosos, que la conducirán mansa por mucha que venga, hacia el Tajo, hacia el pantano que adorna con su luz el paisaje seco de la comarca en que vive.

Y la traigo ahora de la mano de un libro que salió hace una docena de años y que, lógicamente, está ya superagotado. En él se refería con el detalle más meticuloso que pueda imaginarse la historia densa y antigua de la villa. Un hombre meticuloso, historiador a conciencia, sacrificado como pocos, lo escribió: Francisco Javier Sánchez Martínez, su archivero municipal, quien dedicó años de su vida a preparar esta joya bibliográfica que ahora comento. La historia de Almoguera a través de sus documentos, así se titula este volumen en el que todos los almoguereños encontrarán la raíz cierta de su pueblo. Un precioso libro, muy bien editado, que fue realidad también por el empeño de su alcalde, Luis Padrino, que saca adelante todo aquello en lo que se empeña. ¡Qué ejemplo de alcaldes y de alcarreños, tenemos en este hombre!

Yo me atreví a ponerle una breve introducción al libro, y a resumir en ella la historia de Almoguera a través de los siglos. Es tan amplia esta secuencia, que requeriría por sí misma otra obra, y bien densa. Algo hay hecho, con el esfuerzo de Ricardo Murillo y Plácido Ballesteros, especialmente. Pero al objeto de saludar la memoria de esta obra que comento, y al tiempo animar a que propios y extraños sepan de la epopeya de este lugar, doy aquí alguna referencia somera de esa historia, un recuerdo emocionado a lo que ha sido un devenir de siglos, de gentes y de buenos ánimos. Como se ha demostrado cuando ha hecho falta: frente al agua en aluvión, por ejemplo.

Una historia sucinta

Si el nombre de Almoguera es de origen árabe (la cueva significa, según los más entendidos) es porque fue en esa época cuando el lugar tomó visos de ser un pueblo constituido. En estas tierras de la Alcarria baja se fraguó, a inicios del siglo VIII, una revuelta social y política, en la que Shaqya ben Abd al Wahid, de la tribu de los mibnasa, fortificados en Santaver, se autoproclamó descendiente directo del Profeta Mahoma, creó su propio ejército y se adueñó de amplias extensiones de terreno, llegando su dominio hasta el Guadiana. Se produjo esta sublevación entre 768 y 777, y un siglo después otra rebelión contra el califato omeya de Córdoba hace que Abderramán III se pusiera meticulosamente y con fuerza a domeñar a los insurrectos Omar ben Hafs y su hijo Calif ben Hafsum, que se habían instalado por estas tierras alcarreñas. Viene este recuerdo a cuento de decir que en esos remotos tiempos ya hubo por aquí quien se movió en luchas y políticas, dándole consistencia al territorio.

Llegó a partir del siglo XI el periodo cristiano, que dura hasta hoy, y que comenzó al tiempo de la toma de Toledo por el rey de Castilla Alfonso VI. Algunos años después cayó en poder de los árabes nuevamente, tras el descalabro de Uclés, en 1108. Pero en 1124 ya estaba otra vez bajo el dominio cristiano. En cualquier caso, la seguridad no llegó a la zona hasta el año 1177, cuando Alfonso VIII dio por conquistada la importante ciudad de Cuenca.

Almoguera quedó, como Zorita y los territorios de la baja Alcarria en torno al Tajo, en señorío personal de Alvar Fáñez de Minaya. El rey Alfonso VII había ido haciendo donaciones por la zona a señores y caballeros, para que la custodiaran y defendieran, fraguando de esta manera un esquema defensivo en torno al Tajo. En 1174, Zorita pasó a ser propiedad de la Orden militar de Calatrava, y lo mismo ocurrió un año después, en 1175, con Almoguera. En 1180, estabilizada ya la zona, y siendo maestre calatravo Martín de Siones, se concedió un Fuero real a Zorita y su comarca, incluyendo en ella a Almoguera. Todo ello conlleva a que en los años iniciales del siglo XIII se produjera un afianzamiento político y feudal de la Orden de Calatrava sobre esta comarca.

Desde el año 1258, en todos los documentos de la villa (y en el archivo municipal quedan muchos, como bien atestiguado queda en este libro que hoy saludo) se lee su pertenencia al Rey, su dependencia de la Chancillería Real, cobrando protagonismo en los asuntos villanos el Concejo almoguereño. Todo ello durante otro siglo aproximadamente. Es una época de auténtico progreso e importancia comarcal. Desde los inicios del siglo XIV, Almoguera comienza a ganar importancia social y económica en el área del entorno. En 1314 se redacta la ”Carta de Hermandad” entre los Concejos de Huete y Almoguera, lo que nos da idea de su importancia y su capacidad de gestión. Por entonces los caballeros e hidalgos de Almoguera aumentan en número y en poder. Las gentes de guerra del Concejo almoguereño participan activamente en las guerras contra Al-Andalus: en la toma de Algeciras, por poner un ejemplo, consta la intervención numerosa de las gentes de esta villa. De alguna sonora victoria sobre los moros granadinos de Al‑Ahmar I, obtuvo Almoguera su blasón concejil, que presenta una cruz roja de Calatrava sobre la imagen de su viejo castillo, y dos banderas rojas con leyenda árabe en las que se lee Gua‑la‑ Gálib‑ila‑Allah (No hay vencedor sino Dios), mientras en el pie del escudo aparecen cortadas tres cabezas de mahometanos enturbantados.

Pero es nuevamente a mediados del siglo XIV, en 1344 concretamente, que Almoguera vuelve a pasar a ser pertenencia de la Orden de Calatrava, por un cambio que el Rey, su señor, hizo de ella con las villas de Cabra y Saravia. Es por ello que, cuando en los siglos XIV y XV se dan movimientos de revuelta y descontento, incluidas luchas intestinas, en la Orden de Calatrava, la villa de Almoguera interviene en ellas activamente. Así vemos que a comienzos del siglo XV, mientras las villas de la encomienda se van independizando paulatinamente, Almoguera firma pactos de amistad y hermandad con otros lugares, como por ejemplo el que en 1409 firmó con Zorita, para defensa mutua. Mediado ese siglo, una profunda crisis en la gestión y dirección de la Orden, con una revuelta capitaneada por Carne de Cabra acentúa el desequilibrio de la zona, con independencia de más villas y una serie de contiendas civiles comarcales que vienen a despoblar un tanto el contorno.

Llegada la Edad Moderna vemos cómo en 1538 el Emperador Carlos I desmembra de la Orden de Calatrava la villa de Almoguera con sus aldeas y jurisdicción, enajenándola por el poder obtenido del Sumo Pontífice para hacer lo mismo con todas las pertenencias de las órdenes militares y señoríos eclesiásticos, y así, con lo obtenido de sus ventas, poder hacer frente a las guerras santas en que estaba embarcado. Ese mismo año vende Almoguera y su territorio entero a don Luis Hurtado de Mendoza, marqués de Mondéjar, su gran alcaide de la fortaleza y palacio cesáreo de la Alhambra en Granada. Le costó 47.000 ducados, cifra astronómica para la época. Desde entonces quedó la villa incluida en el señorío o marquesado de Mondéjar, hasta que en el siglo XIX, la Constitución surgida de las Cortes de Cádiz abolió los señoríos particulares. En lo eclesiástico, Almoguera fue del Arzobispado de Toledo, siendo a su vez cabeza de amplio arciprestazgo.

Muchos de sus habitantes, desde el siglo XV o XVI, eran hidalgos: 36 familias de esta clase había a finales de la XVI centuria. Algunos de ellos, como los Salcedo, Manrique, Villegas y Espejo, tuvieron casonas palaciegas, escudos heráldicos, capillas propias en la parroquia, etc. De entre ellos surgió don Juan Manrique, obispo que fue de Plasencia y Oviedo. Otro de los más conocidos personajes de Almoguera fue don Domingo Pascual, canónigo de Toledo, de quien la tradición refiere que llevó el guión del arzobispo toledano don Rodrigo Ximénez de Rada en la batalla de las Navas de Tolosa.

Y sin apenas nada más mencionable (señal de salud y prosperidad) en los últimos siglos, y aparte de su lucha contra el agua desmandada de los veraniegos turbiones, Almoguera se ha ido afianzando en este mundo de modernidad al que ha llegado a través de su tradicional dedicación al agro y ahora a la producción industrial variada, resultando todo ello en un subidón del nivel de vida, y un aspecto de  sus gentes que sorprenden, en general, por su optimismo y buena color.

Un patrimonio interesante

Del castillo roquero que en ruda eminencia sobre el pueblo existió desde la Edad Media, no quedan sino muy leves restos. Fue derribado a mediados del siglo XV por el caballero Ramírez de Guzmán, apodado «Carne de Cabra», que se erigió maestre de Calatrava y se hizo dueño, a la fuerza, de Zorita, Almoguera y otros fuertes enclaves de la Orden. En esta villa, al retirarse vencido, desmanteló su antigua fortaleza, sin que se volviera a levantar.

No hace muchos años, y a instancias también del actual alcalde, se recuperó el espacio elevado de la fortaleza como parque municipal, poniéndole una muralla baja imitando el almenar de un castillo, lo cual le da un buen aspecto en la distancia, pero se pelea de frente con todas las normas de restauración y recuperación de espacios históricos. Ahí está el “nuevo castillo” de Almoguera, admitiendo todo tipo de opiniones.

La iglesia parroquial, dedicada a Santa Cecilia, es obra del siglo XVI, muy grande y sin especiales detalles artísticos. Su torre asienta, exenta, sobre la roca donde fue el castillo. Muestra fuertes muros de sillarejo, siendo de sillar las esquinas y contrafuertes. La portada a poniente, es muy sencilla, con sillares almohadillados escoltando el vano. Su interior, de aspecto sobrio, con acusado crucero, muestra retablos de cierto interés, como el mayor, en el que aparecen tallas y pinturas de los siglos XVII y XVIII. Por el pueblo se destacan algunos edificios de arquitectura popular de la zona, y en el cementerio hubo (ya no está porque la derribaron hace unos años) una ermita de estirpe románica, restos de una iglesia del siglo XIII, a la que siempre se llamó Santa María de Almuña, y de la que solo llegó hasta nuestros días el ábside, de planta semicircular muy amplia, con columnas adosadas, y capiteles muy estilizados de hojas de acanto, así como canecillos decorados con temas geométricos. No sabemos muy bien con qué argumentos, ni con qué permisos, pero la vieja ermita de ascendencia románica se derribó para dejar paso a otra edificación más moderna. En lo alto de la villa, sobre el cerro que la otea, se alza reconstruida la ermita de la Magdalena, donde se conserva la pintura del Cristo de las Injurias, patrón del pueblo.

 

En el centenario de Miguel Alonso Calvo

El pasado domingo, día de San Miguel, se cumplió el Centenario del nacimiento de otro gran escritor alcarreño (el segundo que hemos celebrado, o deberíamos haber celebrado, en ese mes de septiembre). Concretamente de Miguel Alonso Calvo, nacido en Humanes en 1913, y que pasó a la historia de la literatura española bajo el seudónimo de Ramón de Garciasol. Un apelativo que tuvo que usar –según él mismo confesó- por mor de cuestiones sociales, pero del que convendría ir apeándole porque la fuerza de su poesía, y de su literatura, iba inmersa en su estuche de hombre completo. Y con su nombre real debe permanecer.

El pasado domingo, en el aniversario exacto de su nacimiento, el Ayuntamiento de Humanes y la Diputación Provincial le ofrecieron el justo homenaje de memoria y fervor. Quizás no todos conocían bien a Miguel Alonso Calvo, y aún menos hayan leído una parte, siquiera mínima, de su obra estupenda. Pero su nombre sonó (y su apelativo o seudónimo, que al final llevaba como una carga autoimpuesta) y los aplausos en su memoria sonaron. Era lo justo.

Hace muchos años, en 1976, escribí un artículo que me publicaron estas páginas de “Nueva Alcarria”, en homenaje a la figura, entonces aún viva, de Miguel Alonso Calvo. Luego me enteré que no gustaron, en los círculos oficiales de aquellos días, en los que todavía los “secretas” del Gobierno Civil andaban haciendo listas, y posiblemente Miguel Alonso ni se enteró. Las he releído y he creído que podían volver a publicarse, porque yo suscribo todas y cada una de sus frases como si las hubiera escrito hoy mismo. Hacerse viejo tiene estos desmanes: que a veces uno llega a autocitarse, nunca se sabe si por aucomplacencia o por llenar el expediente. En todo caso, entre las virtudes que más admiro está la de la sinceridad. Y ahí van mis pensamientos acerca de este escritor campiñero, al que hoy, como entonces, sigo admirando. Bueno, no como entonces: ahora le admiro mucho más.

Noticia de Miguel Alonso Calvo

Tengo entre las manos un libro único, sin par; un libro de poemas que escribió, hace ya algunos años, un hombre nacido en nuestra tierra. Un hombre que ha puesto, en el lento y magnífico caminar de la literatura castellana, a lo largo de los siglos su voz pura y honda, su rasgo singularísimo, que le acrece en la nómina de los poetas guadalajareños como uno de sus más altos y significativos nombres. Oscurecido, durante muchos años, en este solar de  su nacimiento: haciendo de profeta en una tierra que no es la suya. Publicando libros y levantando un nombre que pertenece ya a la más exigente línea de purezas y calidades.

Miguel Alonso Calvo nació en Humanes de Mohernando el 29 de septiembre de 1913. Su nombre conocido en este imperio de las letras, en este camino de los sentimientos y las humanidades, es otro: Ramón de Garciasol. En Guadalajara estudió el Bachillerato, y en la Universidad de Madrid se licenció en Derecho. Después, fue su producción literaria. Si muy importante su vertiente poética, de la que aquí tratamos, no lo es menos la de prosista, en la que ha dejado obras de gran valía en el campo de la crítica literaria y del ensayo. Recordamos aún la lectura, hace ya años, de su magnífico estudio sobre Cervantes, uno de los más serios y profundos sobre el terna: «Claves de España: Cervantes y el Quijote».

Más de diez libros de poesía ha publicado Garciasol. Este de entre las manos ahora sacado le denomina «Apelación al tiempo». Son varias las facetas que en él, igual que en su obra toda, afloran con fuerza ante la sensibilidad del lector. La seriedad de su vida se trasluce en sus palabras, en su obra. La patética concreción de temas y formas acrisola a este poeta y le muestra en la nómina de los hondísimos decidores del idioma. De aquellos que luchan, a brazo partido, de modo quizás tan vehemente como lúcido, con el idioma, para sacarle su secreto, para modelar con su barro de palabras la única verdad que merece ser tratada: la vida del hom­bre y su destino.

En «Apelación al tiempo» son varios los temas tratados. Vemos como más importantes la preocupación por la muerte, por la justificación del existir. Aún dentro de un ateísmo desprovisto de luces y paternalismo, Garciasol cree que la vida humana, por el sufrimiento que arrastra, y aun por su valor en sí misma, no acaba nunca.  Ese permanecer en las obras, en los recuerdos; el valor indudable de haber vivido.

Otros temas angustiosos, acongojantes, se tratan en las páginas de este libro. La irrenunciabilidad de la realidad, el temor del amor, los recuerdos, la muerte que revela. Y aún otros temas de profunda vena situados en otros tantos paisajes y entornos españoles, tierra donde cualquier serio sentimiento tiene su natural marco.

Decasílabos predominan técnicamente. Riqueza soberbia en el léxico, creación de palabras nuevas, utilización de otras extrañas, bellísimas, justamente colocadas siempre. «Atroz desgarradura», «alharaquienta verborrea», «turbión de llanto huracanado». Señor del idioma, Garciasol le crece y perfecciona con su trato maestro. La lengua castellana la hacen los poetas como este alcarreño.

Los recuerdos de la infancia emergen a menudo. Y así salta entre las líneas el nombre, la figura de Guadalajara, de su tierra toda. «Yo nací en el otoño, con los frutos, las lluvias de septiembre, en la Castilla paniega del Henares, entre grises mediantines, en flor de artesanía». Y en esta Alcarria querida ve el contrapunto de muchas anímicas y humanas tormentas. Ese poema que dedica al «hombre de Hueva», vencido viejo en el que vislumbra a su abuelo aldeano, y en ellos canta al humano campesino, que dio toda la vida por un poco de leña ardiendo ante las rodillas flacas. Va recordando días de Guadalajara en él, «el aire, el cielo azul con alcotanes, y nubes esponjosas, recién hechas sobre los montecillos de espliego, con blancura de yeso sonrosado, con jaras secas, rubios colmenares…» y al fin le cae el llanto, sin remedio: «Todo me lo tapaba ese haz de leña gris, que hizo gris este paisaje, tan entrañable tierra de mi tierra, con zureo de tiempo colmenero, con un decir de muertos y de pámpanos».

Ramón de Garciasol lleva su tierra de Guadalajara en la mano que escribe, en el ojo que no ve (es ciego) y en el alma que se extasía de recuerdos. Lleva la gente nuestra, los nombres de los pueblos, la vena cálida y humana de la Alcarria siempre soterrada y siempre fluyendo en su poesía. Un gran poeta provincial al que hasta ahora, quizás por desconocimiento, no se le ha hecho demasiado caso. Hora es de enviarle nuestro saludo, de saber de él en su dimensión más plena, de escucharle, quizás, en alguno de esos recítales que de vez en cuando por aquí se organizan para que mane la poesía verdadera.

Presencia de Ramón de Garciasol

Según declaró Miguel Alonso en alguna ocasión, y después de conseguir la licenciatura en Derecho pero no querer ejercerla para no tener que aplicar las leyes, -que él consideraba injustas- del Estado español autárquico, decidió iniciar una nueva vida que habría de girar en torno a las letras, a la creación poética, a la reflexión humanista. Y así decidió llamarse Ramón como aumentativo de “rama fuerte”, García, como un apellido netamente español, y Sol, como símbolo de esperanza, una de las virtudes teologales que día a día profesó.

No cabe aquí hacer una reseña completa de su obra. Menos aún de su vida, que fue tan sencilla que giró siempre en torno a su obra. Chiquillo en Humanes, hijo de un zapatero, estudió en el Instituto de Guadalajara y luego fue a Madrid a cursar Derecho. En el Madrid de la República, se entusiasmó con las ideas sociales de izquierdas, como otros al mismo tiempo lo hicieron con las de derechas. Ajeno a que aquel intercambio de ideas acabaría muy pronto con un larguísimo y cruel intercambio de disparos y de horrores. Amistó con Antonio Buero Vallejo, de su misma generación, y colaboró con él y con otros muchachos de su edad en aquel periódico que salió (uno más, de tantos…) bajo la palmera del patio del Instituto: “El Bachiller Arriacense” se llamaba. Ya Miguel escribía versos, que Antonio ilustraba con sus dibujos.

Después, la Guerra. La locura en la que muchos murieron y otros acabaron tocados para siempre. Ni  Buero ni Alonso se marcharon. En su “exilio interior”, caminantes de “la otredad” fueron dando sus expresiones, siempre tamizadas por la censura, pero con la pasión y la claridad de sus jóvenes corazones, y la seguridad (y la esperanza) de que llegaría un día de sol.

Quien conocía a Miguel Alonso Calvo, dice de él que era (como pedía Cervantes, su ídolo) “grave sin presunción, alegre si bajeza”. En los círculos literarios de Madrid se movió siempre recatado y admirado en silencio por muchos: desde el Café Gijón a la Tertulia Literaria Hispanoamericana, vivió muchas tardes de lecturas y charletas con García Nieto, Leopoldo de Luis, Montesinos, Cela, Gerardo Diego, Aleixandre y Alonso Gamo. Como a este último, la Real Academia le concedió el Premio Fastenrath, en 1962, por su “Lección de Rubén Darío”. Mientras él seguía analizando, diseccionando y aplaudiendo la obra de Miguel de Cervantes, del que escribió su biografía, y un ensayo que siempre he tenido de libro de cabecera, la “Meditación del Quijote”, un libro inmenso y profundo, un libro propio de un sabio, de un intelectual profundo, de un hombre recto.

Eso es lo que era Miguel Alonso Calvo, a quien la “Revista “Anthropos” dedicó en 1989 un número especial que fue muy comentado, y a quien Blanco, Esteban y Calero dedicaron una entrevista en la Revista “Añil” el año antes de morir, en 1993, en la que expresaba con serenidad su tranquila espera de la muerte por haberse ocupado en sus escritos del prójimo, de la justicia, de la libertad, de la cultura y de todo aquello que procura la felicidad de los humanos. En ella terminaba diciendo que la conclusión a la que había llegado (y mientras viviera toda conclusión era provisional) era la de que «sólo mediante la cultura, mediante el diálogo, se podrá llegar a alcanzar algún día la fraternidad, la solidaridad».

Ahora que se cumplen, que se acaban de cumplir, los cien años del nacimiento de este admirable paisano, solo me queda esperar que su mensaje se difunda, porque no toda vida y obra importante debe resignarse a acabar en una placa de bronce o unos discursos de los que a la sazón nos mandan, sino que debe llegar a las futuras generaciones, y si en este caso Miguel Alonso escribió versos, pues que podamos leerlos, y si dijo sazonadas razones en pro de la cultura y la sabiduría, que nos sea dado conocerlas, y asimilarlas.