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agosto, 2012:

Diega Desmaissières, inspiradora de un patrimonio

El palomar del poblado de Villaflores, junto a Guadalajara, es obra firmada por uno de los más prestigiosos arquitectos del siglo XX, Ricardo Velázquez Bosco. Hoy es un patrimonio en peligro, muy deteriorado.

La riqueza y el dinamismo de María Diega Desmaissiéres, y su no disimulado afecto a la arquitectura artística y lujosa, posibilitó que en Guadalajara y sus alrededores se levantaran por su encargo algunos edificios y conjuntos poblacionales de muy subido interés, que si no llegan a ofrecer el brillo y la suntuosidad del gran panteón familiar y su aneja fundación “San Diego de Alcalá”, sí que deben ser recordados aunque sea someramente. De un lado, para demostrar esa potencia creadora y ese dinamismo fundacional de esta mujer. Y de otro para ofrecer al interesado en el arte arquitectónico de finales del siglo XIX la posibilidad de admirar algunas otras muestras de la genialidad del arquitecto burgalés Ricardo Velázquez Bosco.

El Panteón y fundación de Guadalajara

En el extremo suroriental de la ciudad, junto al parque de San Roque, se encuentra un conglomerado de edificios y detalles arquitectónicos que justifican una visita detenida. A finales del siglo XIX, doña María Diega Desmaissiéres y Sevillano, mujer riquísima y muy heredada en tierras de Guadalajara, donde su familia (los Condes de la Vega del Pozo) residía desde algunas generaciones anteriores, decidió emplear gran parte de su caudal en levantar una Fundación que acogiera, en plan benéfico, a los ancianos y desasistidos sociales alcarreños, al mismo tiempo que construía su propio enterramiento con una grandiosidad inigualable.

Al final del paseo de San Roque, vemos surgir este bloque urbano, “la Fundación”, compuesto por un conjunto de edificios y espacios que articulan una interesantísima colección de muestras del arte del eclecticismo de finales del siglo XIX. Fue trazado y construido por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco a partir de 1887. Comprende el conjunto una serie de espacios en los que aparecen patios, huertos, terrenos de secano, jardines y paseos, entre los que surgen los diversos edificios, como el central o asilo propiamente dicho, la iglesia, el panteón, otros edificios menores para depósito de aperos, de agua, de grano, alojamiento de servidumbre, jardineros, etc., y rodeado todo ello por una valla o cerca espléndida, que en su parte noble muestra, dando al parque de San Roque, una portada con elementos simbólicos, y una gran reja artística de hierro forjado. Pero es muy significativa la auténtica unidad de todo el conjunto, que revela una idea directora, no sólo en su concepto arquitectónico y urbanístico, sino en el significante y simbólico.

De toda la Fundación, lo más interesante es el Panteón de la Duquesa de Sevillano, gran edificio de planta de cruz griega, ornamentado al exterior en estilo románico lombardo, con profusión en el empleo de todos los recursos ornamentales y constructivos de este arte. Se cubre de gran cúpula hemiesférica con teja cerámica, y se remata en enorme corona ducal. Su recinto interior, al que se accede por magna escalinata, es de una riqueza ostentosa en la profusión de mármoles y piedras nobles de todas clases, con variedad infinita de recursos decorativos, en capiteles, muros, frisos, etc. Cubre la cúpula una composición magnífica de mosaico al estilo bizantino; sobre el altar mayor, un Calvario pintado sobre tabla, de Alejandro Ferrán. En la cripta, el enterramiento de la fundadora, obra modernista de gran efecto, en mármol y basalto, del escultor Ángel García Díaz.

En el edificio central, destaca su gran fachada de piedra caliza blanca, de grandiosidad renacentista pero con detalles estilísticos románicos, en esa mezcla de estilos tan característica del eclecticismo finisecular, y en su interior merece verse el patio central, que utiliza la planta cuadrada, rodeado en sus cuatro costados por arquerías semicirculares en dos pisos, sustentadas por pilares y capiteles, en un revival románico espléndido.

Todo el edificio abunda en detalles ornamentales de interés, conseguidos con la mezcla decorativa del ladrillo, la piedra blanca y la cerámica. Debe admirarse, en fin, la iglesia dedicada a Santa María Micaela, tía de la duquesa constructora, y fundadora de las Religiosas Adoratrices. Es de estilo románico al exterior, aunque en el interior sorprende la magnificencia de su abundante decoración mudéjar, con reproducción de modelos de frisos y mocárabes del palacio del Infantado, iglesia de San Gil y otros edificios arriacenses. Presenta también extraordinario artesonado de estilo mudéjar. Es de una sola nave y de tres ábsides semicirculares que abocan al presbiterio. El conjunto del Panteón lo enseñan las monjas Adoratrices que lo tienen a su cargo, estando la iglesia abierta al culto parroquial.

El palacio de Guadalajara

En el centro de la ciudad, a las espaldas del edificio de la Diputación, destaca el palacio residencial de los vizcondes de Jorbalán, construido por sus antepasados al menos un siglo antes, y que María Diega decidió reformarlo radicalmente durante los años que tuvo el mando único de la casa. La estructura cerrada del palacio, con bloque único, cubiertas a varias aguas, y patio central que centraba la monumentalidad de la casa toda, fue reformado por deseo de la nueva propietaria, que encargó a su arquitecto particular Ricardo Velázquez la realización de estas reformas. Debieron de realizarse al mismo tiempo que las obras del panteón y fundación, concluyéndose a principios del siglo XX, pues ya en 1910 la prensa alcarreña se hace eco de la maravilla en que las últimas obras han convertido el palacio y la capilla de la duquesa de Sevillano.

En el palacio, hoy convertido en Colegio de Hermanos Maristas, y muy alterados sus primitivos espacios, destaca la portada centrando la fachada norte. Sobre el dintel, y en alto, surge el gran escudo de los Desmaissiéres y Sevillano, sostenido de dos fieros leones y coronado del emblema ducal. El aire dado por Velázquez a este edificio es totalmente renacentista, y el revival que introduce en el aspecto decorativo, al menos en lo exterior, es de este aspecto. Se demuestra especialmente en la fachada y torre de la aneja iglesia de San Sebastián, que fue tradicionalmente un pequeño oratorio al servicio de la familia, pero que la duquesa María Diega quiso darle un aire de grandiosidad, poniendo a occidente la puerta, de recias columnas, preciosistas capiteles, abultadas cornisas y un gran frontón incluido en la arcada donde aparece una movida y modernista escena del martirio de San Sebastián debida sin duda al cincel de Ángel García Díaz. Sobre esta puerta surge la gran torre que hoy caracteriza el perfil de la ciudad, con dos cuerpos en los que abiertas ventanas geminadas de arco circular, delicados capiteles y profusa baranda sostienen un gran chapitel de placas metálicas escamadas rematando la aguda punta en una cruz.

Por el interior del palacio pueden aún verse un cuerpo ó rotonda poligonal con grandes ventanales, columnas de gran prestancia adornadas de violentos grutescos en sus mitades inferiores y rematada por terraza con baranda de balaustres. Aparece también un cuerpo de edificio rematado por una cubierta «afrancesada», y los balcones y galerías adornados con profusa decoración renaciente, balaustres y grandes ménsulas con bustos de cariátides. El interior de este palacio, hoy totalmente remodelado para colegio, era en época de la duquesa una sorpresa continua de lujo y modernidad. Velázquez decoró escaleras, patios, y salones, con estilos diversos dentro de su concepto del eclecticismo artístico. Predominaba el aire orientalista, pero así y todo le puso ascensor eléctrico, el primero instalado en Guadalajara, cuartos de baño, teléfono, luz eléctrica, timbres y multitud de fuentes por habitaciones y patios, dedicando finalmente un lugar para «garaje» donde la duquesa albergaba sus nuevos vehículos de motor junto a los tradicionales «landós» de caballos. El jardín de detrás era todo un mundo romántico de avenidas, árboles y cenadores, que ha desparecido por completo, salvándose únicamente el gran cedro del Líbano que se empareja a la torre y que aún acoge, en la primavera, a las cigüeñas criando.

El poblado de Villaflores

El tercero de estos ejemplos sería el complejo de explotación agraria que construyó en otra gran finca que poseía junto al camino de Cuenca, ya en la llanada alcarreña: la finca de Villaflores. Nada más remontar las cuestas que en Guadalajara llamamos «del Sotillo», en la carretera que sube a Horche, y luego va a Sacedón y Cuenca, nos encontramos con un conjunto de edificaciones planificadas para albergar una colonia de trabajadores de la tierra, diseñada a su gusto por Velázquez, en un estilo que hasta entonces no había probado en ningún otro sitio.

El edificio central es majestuoso. De planta cuadrada, muros cerrados al exterior, solamente se abre en su fachada orientada al sur, donde aparece el gran portón arquitrabado, al que remonta un cartel donde consta el nombre, Villaflores, de la finca, y sobrepasando el nivel de la cornisa, un enorme frontón que remata en escudo del apellido Desmaissiéres, el reloj y un campanil, todo ello en un claro sentido simbólico de poder y trabajo. Los muros de este edificio, destinado a albergue de guardeses y almacén de aperos y cosechas, ofrecen un movido conjunto de grandes ventanales en su fachada, con pequeños vanos en el resto de los paramentos. En el centro hay un patio de grandes dimensiones, y en el centro de este se levanta un cobertizo central, ampliamente porticado, para el alojo de las caballerías, con un sólo pilar cilíndrico central que sostiene una cubierta a cuatro aguas.

Repartidas con amplitud por el entorno de la finca existen otras interesantes edificaciones. Una de ellas es la iglesia del conjunto, situada en lo más alto, rodeada en su parte anterior por un pequeño jardín con dos mínimos pabellones. La sencilla puerta da paso a un interior de una sola nave con coro sobre la entrada. Coronando su fachada, que está trazada y construida con los mismos elementos tradicionales que usa Velázquez en la tierra alcarreña, esto es, el ladrillo y la piedra caliza, surge airoso el campanil.

Un bloque de cuatro grandes casonas para residencia de los labradores aparece en el costado oriental de la finca. Puestas en semicírculo, son edificaciones de gran consistencia y belleza por el uso de los referidos materiales autóctonos y la sensación de poder de sus muros y volúmenes.

Finalmente, cabe reseñar como muy espectacular el palomar, que diseñó Velázquez para completar el ámbito rural, y que enmarca en una tradición castellana, burgalesa por más señas, de poner estos edificios para residencia de las palomas junto a los poblados humanos. Es de planta circular, constituido por dos edificaciones cilíndricas concéntricas, de tal modo que la exterior, totalmente cerrados sus muros excepto por una pequeña puerta elevada sobre el zócalo, encierra a la interior, más delgada y elevada, rematada en una cupulilla rebajada. Uniendo ambos cilindros, existe una cubierta plana con lucernarios y un reducido peto exterior. Allí viven las palomas a sus anchas, y para el espectador y curioso se constituye en un elemento de imprescindible referencia en el paisaje de la meseta alcarreña cuando viaja hacia Horche. El juego de los paramentos calizos y los pilares de ladrillo, con incrustaciones decorativas de cerámica, le constituyen en uno de los monumentos más singulares del patrimonio artístico alcarreño y una singularidad preciosa en la obra del arquitecto Velázquez Bosco.

Lástima que el conjunto, ahora propiedad de una empresa constructora, que planeó construir en él un centro residencial de calidad, está muy abandonado y progresivamente va sufriendo los efectos de las inclemencias del clima y el allanamiento de los vándalos.

Madrid y Dicastillo

Tanto en Madrid capital como en la provincia, quedaron huellas constructivas de doña María Diega. En la capital sigue siendo un monumento a la vista y al recuerdo de la prócer el gran Colegio del Pilar, en el corazón del barrio de Salamanca, en el que los Marianistas han establecido un régimen de enseñanza muy efectivo, y en el que la gran masa de edificios de ladrillo y piedra siguen dando memoria de una época y un estilo que esta mujer implantó en no pocos sitios.

En Vicálvaro, donde tenía abundantes y extensas fincas, quiso dejar su memoria en forma de una capilla aneja a la iglesia parroquial de la virgen de la Antigua, patrona de la villa. Se construyó un edificio en estilo ecléctico revival gótico, que hasta la guerra Civil llamó la atención. En ella sufrió su destrucción y luego se ha restaurado, aunque a falta del retablo y las vidrieras.

En la localidad navarra de Dicastillo, cercana a Estella, doña María Diega Desmaissiéres mandó construir un gran palacio sobre lo que ya de antiguo era propiedad de la familia. La inmensa construcción, bien cuidada hoy en día, y sobre la que no podemos aquí detenernos, es un magnífico ejemplo del neogoticismo que aquí ensayó Velázquez, con grandes volúmenes en la parte central del conjunto, abiertos de ventanales geminados, y torreones esquineros en los que la imaginación soñadora del artista se recrea. En la portada aparece, bajo alfiz de tono gótico, el gran escudo ducal de María Diega sostenido por leones coronados, como en Guadalajara, y en el patio aún se mantiene el recuerdo del perrito preferido de la duquesa, para el que mandó a Velázquez construyera una tumba también de estilo neogótico.

Los artistas que hicieron el Panteón de Guadalajara

Un edificio que deja boquiabierto a quien lo visita, y que se le mete en los entresijos de la memoria para siempre, es el que puede visitarse en Guadalajara, cualquier sábado o domingo, en la parte alta del paseo de San Roque. El panteón de la Condesa de la Vega del Pozo es una referencia patrimonial, que todavía no ha cumplido el primer siglo de vida, pero en el que se acumularon maravillas, formas, espacios y colores de tal modo que hoy sigue sorprendiendo como el primer día.

De los artistas que lo hicieron, buscados por la dueña y patrocinadora entre los mejores del país, surgieron un arquitecto (Velázquez Bosco), un pintor (Ferrant Fischerman) y un escultor (García Díaz) a los que aquí pasamos revista como máximos hacedores de tal maravilla.

El arquitecto Ricardo Velázquez Bosco

Ricardo Velázquez Bosco es el autor del proyecto de este gran conjunto arquitectónico, así como director personal del mismo. La figura de Velázquez como uno de los mejores arquitectos españoles del siglo XIX y aun de todos los tiempos, ha sido contrastada por numerosos tratadistas del arte hispano. De toda su obra, esta Fundación y Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo es sin duda la más monumental y grandiosa, la más estudiada y medida.

Nació este profesional y artista en Burgos, en 1843, demostrando desde muy joven gran afición a la arqueología, a la historia, a los monumentos. Ayudante con arquitectos y catedráticos, a los 32 años de edad, ya viviendo en Madrid, decidió cursar la carrera de Arquitectura, acabándola en 1879, consiguiendo en 1881 por oposición la cátedra de «Dibujo de Conjuntos e Historia de la Arquitectura».

Enseguida recibió una serie de encargos, sobre los que trabajó en cuerpo y alma, obteniendo maravillosos, deslumbrantes resultados. Entre 1883 y 1888 construyó la Escuela de Minas de Madrid, hizo la restauración de la Mezquita de Córdoba, el palacio de Velázquez en el Retiro madrileño, y el Palacio de Cristal en el mismo lugar. Más adelante construiría el Ministerio de Fomento, en Atocha, y luego el Colegio de Sordomudos en el paseo de la Castellana. Fue considerado progresivamente como un autor sumamente novedoso, atrevido, imaginativo, plenamente identificado con el pujante momento socio‑económico de la Restauración borbónica. Cada año más famoso, recibió encargos de todas partes, pudiendo atender tan sólo al Estado y a gentes de tanto poder económico como la Condesa de la Vega del Pozo, que le trajo a Guadalajara donde desarrolló una labor constructiva de las que hacen época. (más…)

Arte del Renacimiento en el Señorío de Molina

Cristo atado a la columna, detalle de la predela del retablo de San Gil en Molina de Aragón.

Está el Señorío de Molina, en estos días, a tope de gente. Es la mejor época para viajar por sus pueblos, por sus plazas y ejidos. Y visitar en ellos los elementos que constituyen su patrimonio heredado, sus templos y casonas, sus plazas anchas y sus castillos. En muchas de las iglesias del Señorío molinés se esconden, o muestran a toda luz, los retablos que antaño fueron admiración de devotos, y hoy son asombro de eruditos. En todo caso, siempre la expresión de una fe y un alarde de habilidad y buen gusto. Por algunos de esos retablos, renacentistas o aun barrocos, invito a mis lectores a viajar este mes de calores y descansos.

En Tartanedo nos abrimos paso por la iglesia ancha y despejada, que este verano ha recibido de nuevo la visita de un grupo de estudiosos y restauradores de la Universidad de Valencia. En este templo nos admira siempre la profusión de retablos, de luz y de imaginería que por todas partes se despliega. Parece toda ella un grito de la Contrarreforma, con imágenes barrocas, serenidades renacentistas y hasta un equilibrio neoclásico que se plasma en retablos, púlpitos y capillas decoradas con profusión. Es sin duda un destino seguro para quienes amen el arte de pasados siglos.

Lo primero que nos sorprende al entrar en la iglesia de San Bartolomé de Tartanedo, en su muro norte, frente al acceso, es un magnífico retablo con pinturas, obra del siglo XVI, dedicado a San Juan Bautista, con figura orante de canónigo a los pies. También otro retablo barroco más pequeño, pero con buenas tallas. En el ala sur, se ve el altar dedicado a nuestra Señora de la Cabeza, con un gran cuadro de mediana calidad, fundación todo ello, en el siglo XVII, de don Juan Ximénez de Azcutia. A continuación se ve un magnífico púlpito barroco en el que aparecen talladas las figuras de los Padres de la Iglesia.

En el brazo de la epístola, en el crucero, además del impresionante cuadro de “El juicio de Salomón” donación de un sacerdote en el siglo XIX, encontramos el gran retablo de Santa Catalina, que se forma, además de la hornacina central con la santa titular, de buena talla del siglo XVI, con una serie de cinco lienzos con ángeles sosteniendo atributos marianos. Entre los escudos se puede leer esta frase: «Este retablo mandó hacer el Señor don Andrés Carlos de Montesoro y Ribas patrono de esta Capilla año 1741. La que fundó Miguel Sánchez de Traid año de 1557». En la mesa de altar de este retablo, aparece tallado otro escudo policromado con las armas y atributos eclesiásticos de don José García Ibáñez, canónigo de Sigüenza, que hizo importantes donaciones a la iglesia en el siglo XVIII. Y en el fondo de este brazo, un gran altar constituido por pinturas en lienzo, adosadas directamente al muro, en el que se ven otra serie de ángeles con más atributos virginales. De esta colección de ángeles de tradición virreinal americana, ya me he ocupado en ocasiones anteriores.

Todavía en Tartanedo, y en el brazo del evangelio del crucero, destacan los altares de Nuestra Señora del Rosario, buen conjunto de tallas y pinturas, obra del siglo XVII, con un lienzo representando el martirio de San Bartolomé, copia exacta de la conocida obra de Ribera con este motivo, y en el presbiterio el retablo principal, obra barroca mesurada, con buenas tallas y profusión de dorados. En su centro, una buena imagen de San Bartolomé, en cuya peana se lee: «Este Santo se hizo a deboción de don Bartholomé Mungía, cirujano de cámara del rey Fernando VI, natural de esta parroquia». A sus lados, sendas tallas de San Pedro y San Pablo. Sobre el Sagrario, un magnífico crucifijo gótico, de pequeño tamaño, que la tradición dice haber sido traído del monasterio de Piedra. Este verano se ha comenzado la tarea de restauración y limpieza de estos últimos ejemplares, que seguirá en años próximos, y que dan nuevo valor a este templo que puede considerarse como Museo del Arte religioso castellano. (más…)

El cólera en Guadalajara

La última, por ahora, de las obras escritas por Tomás Gismera Velasco, es una monumental historia de la asistencia sanitaria en la provincia de Guadalajara, a lo largo del siglo XIX, llevada de la mano de un hecho casi anecdótico, pero siempre temido y realmente sobrecogedor en sus días: las diversas epidemias de “cólera morbo” que asolaron pueblos y campiñas, dejando por todas partes muertos y desolación.

Este libro, editado por el propio autor, tiene un total de 256 páginas y no lleva más ilustraciones que los cuadros sinópticos imprescindibles para entender cantidades y evoluciones de epidemias y muertos. La presentación del libro, a modo de prólogo, corre a cargo del doctor Sanz Serrulla, académico correspondiente de la Real de Medicina, y seguntino estudioso en otros varios libros de esos temas cruciales de la sociedad como es la evolución de la medicina, sus formas de practicarla y sus beneficios progresivos sobre la población. Ya en sus palabras el Dr. Sanz nos da la dimensión real de este libro, y es el estudio con pormenor de cifras y abundancia de anécdotas, de las cuatro epidemias de cólera que asolaron nuestra provincia: en 1834 la primera, y las del 53,60 y 85 después, dejando entre todas un cúmulo de provisiones, de prevenciones y de normas que hicieron avanzar la medicina y, sobre todo, la profilaxis ambiental, alcanzando a partir de finales del siglo un muy halagador sistema de conducciones de agua, depuraciones, limpiezas de calles, de casas y de personas que abocaron en el moderno concepto de la higiene como factor determinante en la evitación de epidemias.

La obra de Gismera Velasco es ingente. Con este libro quedó finalista en el premio de Historia “Provincia de Guadalajara” de 2011. Aunque no ganó, el interés del tema, y lo bien ejecutado de la investigación suponía una pena no poder contar con la obra editada. Esta tarea, con lo que supone de esfuerzo y sobre todo de riesgo económico, la ha asumido el autor, y por ello recibe ya nuestro primer aplauso. Después llega el valor de lo que cuenta, que trato aquí de resumir y dejar en sucinta visión, invitando a cuantos estén interesados por conocer todos los aspectos de la historia de nuestra tierra a que se hagan con un ejemplar de esta obra, que tan amablemente dedicada, me ha regalado el autor. (más…)

Sacando del olvido a don Julio de la Llana

Pasado mañana domingo, en Atienza, en el Salón de Sesiones del Ayuntamiento de esa castellana villa, después de la Misa de Doce, y con la intervención de Manuel Martín Galán, Javier López de la Llana, Alberto Loranca Gonzalo, y del autor, Jesús de la Vega García, va a presentarse una nueva obra que tiene a Atienza por protagonista. Una obra mayúscula, porque alcanza las 980 páginas en total, aunque esta vez van comprimidas y encapsuladas, en formato digital de PDF, sobre la brillante superficie de un Disco Compacto. La obra se titula “Obra literaria de Julio de la Llana Hernández” y en ella se contiene la biografía y la obra completa de este singular escritor castellano.

Discurso vital de La Llana

Una brevísima semblanza de este autor, que ahora se saca del olvido, nos dice que nació, en 1876, en la soriana villa de Barca, cerca de Almazán. Diócesis de Sigüenza, entonces. Su padre eran practicante en Medicina y Cirugía, y siempre anduvieron viviendo por pueblos de esa comarca. Fueron luego a Matamala de Almazán, en 1890, marchando desde allí a estudiar en el Seminario de Sigüenza, e iniciando allí su afición literaria, para la que demostró una gran facilidad, sobre todo en versificación.

Luego pasó Julio de la Llana a ejercer de cura, una vez acabada la carrera y recibidas las sagradas órdenes, en Aguaviva de la Vega, en 1900. Empieza a escribir en periódicos provinciales, cono “El Avisador Numantino”. Allí fundó el Sindicato “Caja Agrícola”, en 1906, casi a la par de lo que hizo don Hilario Yaben en Sigüenza, fundando en la Ciudad Mitrada el “Sindicato Agrario y la Caja Rural”.

En 1910 fue destinado como cura párroco a Miedes de Atienza, de la que hizo cumplida reseña histórica y costumbrista. De allí pasó, en 1915, a Retortillo de Soria. Allí quedó su recuerdo de “buen orador sagrado y excelente poeta”. Fue luego a Campillo de Dueñas, en el Señorío de Molina, en 1922, donde debió enfermar, pues tuvo dispensas en ese tiempo, y se le vió por los balnearios aragoneses en torno al río Mesa.

Finalmente, don Julio de la Llana accedió, en 1927, a las parroquias de Atienza, donde permaneció, en una o en otra, finalmente con el título de Arcipreste, hasta su muerte, en 1959, más de treinta años. Querido de todos, amigos de todos, pasó lo mejor de su vida en esta villa, en la que además lo fue todo, además de cura párroco de la Santísima Trinidad, y arcipreste: fue abad de la Caballada y amistó sinceramente con el Cronista Provincial, Francisco Layna Serrano, a quien facilitó datos, documentos, fotografías, memorias y sabidurías populares para construir su gran “Historia de la Villa de Atienza”.

Fue nombrado, en 1943, “Hermano Mayor”, en función de sus constantes desvelos por cuidar de la cofradía de la Santísima Trinidad y de la tradicional fiesta de la Caballada. Fue aquí corresponsal del diario “El Alcázar” en el que muy a menudo aparecían crónicas y artículos de Julio de la Llana, sobre Atienza. Todo está recogido en el libro de Jesús de la Vega. Con este motivo, el autor construye retazo a retazo una auténtica y detallada historia de Atienza, en los años de la posguerra.

Tuvo también gran amistad con aquel gran médico rural, “el médico de la pajarita”, don Bonifacio Escudero López, quien también tuvo su vena literaria y poética, como se recuerda en este libro. Tuve la suerte de conocer a “don Boni” y tratar mucho con él, contándome historias de su asistencia médica por tierras de Atienza, ayudando a nacer a muchos que aún hoy viven, siempre a lomos de su caballo “Lucero”. Era un buen hombre, y un buen médico, que salvó muchas vidas. Tuvo don Julio, además, íntima amistad con Layna, y con Ochaita, y con todos los de la Casa de Guadalajara, Amigos de los Castillos, y demás grupos culturales que tenían, entonces, a la villa de Atienza como la referencia ideal de sus anhelos provincialistas. (más…)