Mis viajes por Guadalajara
La posibilidad de conocer los pueblos de Guadalajara es algo que sí está al alcance de cualquiera que se lo proponga. Todos, que son más de 400. Porque hoy prácticamente todos los núcleos poblacionales de nuestra provincia tienen carretera asfaltada, incluso aquellos que durante el invierno se quedan vacíos. Se llega antes a ellos, y se les reconoce de lejos. Sin duda en esto se ha granado el progreso: en que la vida de las gentes se ha hecho más amable y fácil, con transportes rápidos, carreteras y calles bien pavimentadas, teléfonos, luz y comunicaciones en cada esquina. Guadalajara ha pasado (y yo lo he visto, personalmente) de la Edad Media al siglo XXI en apenas 50 años.
Desde que estudiaba el Bachillerato viajé por la provincia. Primero con la moto Vespa (con sidecar acoplado) de mi padre Eugenio, luego con su seiscientos blanco al que llamábamos Alarico, por su intrepidez (le pusimos la matrícula GU-14014 casi eligiéndola, porque en aquellos tiempos, los años 60, se podía elegir casi todo: la matrícula del coche, el número de teléfono y el médico que querías que te operara).
El primer sitio al que fui estaba cerca de Guadalajara. En moto se tardaba poco más de hora y media: era Pioz, y su castillo. Ya le hice fotos, entonces (estaba igual que ahora, apenas ha cambiado nada, excepto que le han rodeado de una alambrada y ahora no se puede entrar dentro) subimos a la torre del homenaje, pasamos desde el foso exterior por la poterna, saltamos el puente levadizo, etc. De todo ha quedado memoria gráfica. Y luego seguí por este y otro camino (desde Humanes, hacia la sierra, todo era de tierra, y en Molina, excepto la N-232, todos los caminos estaban sin asfaltar. Pero a todos sitios se llegaba. No entro aquí en detalles de estos viajes, quizás o haga otro día, y en todo caso, en esta Colección de Escritos míos hay mucho descrito, demasiado quizás, ara entretenerse leyendo. Desde el Museo y los cuartos recónditos de la catedral de Sigüenza, hasta las sacristías de remotos lugares como Riofrío, Albendiego, Setiles y el monasterio de Buenafuente: por todos ellos fui anotando, transcribiendo y dibujando. Y de muchos de ellos hice las fotos que ahora se guardan en un archivo que puedo decir es bastante completo, siempre menos de lo que uno quisiera, y sobre todo testigos de un tiempo ido, con anécdotas y detalles que se los llevó el olvido. Aquí pongo, por poner algo, seis imágenes en blanco y negro de aquellos viajes por la provincia de Guadalajara.
En la sacristía de las cabezas, que dirigió Alonso de Covarrubias a principios del siglo XVI, existen 300 expresivas imágenes de gentes, ellos y ellas, que buscan permanecer en el cielo donde los dejó el artista. Esta es la cabeza que pudiera representar al Emperador Carlos V, que era quien entonces reinaba en España, y la foto, no buena, está hecha con la Minolta de tres al cuarto, sobre un trípode para aprovechar en exposición la luz que entra por una pequeña ventana del fondo.
También en Sigüenza entré, ayudado de don Aurelio de Federico, el canónigo historiador que más sabía del templo, en un cuarto remoto donde tenían, y supongo que aún tendrán guardada, la colección de doce Sibilas que alguien pintó en el siglo XVII. Con su vigor barroco, y su valentía desafiante de una Contrarreforma que no veía nada bien estas alusiones al paganismo, me impresionaron en su silencio oscuro, y las fotografié todas. Esta es la Sibila Délfica, en presentación de las demás.
En la remota localidad de Checa, entre pinares oscuros y acantilados rojos, aparecen detalles de vieja veteranía artística que son expresión de una artesanía varonil y muy difícil, la del hierro. Hoy quedan, las he visto hace poco, docenas y docenas de rejas tapando las ventanas, pero hace años había llamadores, bocallaves y remates de balcones que han desaparecido en su mayoría. En una casa mayorazga tenían este escudete, como un guiño del herrero fraguador al entretenimiento y el diseño que se escapaba de su utilitarismo.
En las fiestas de los pueblos, a las que todo el mundo iba de traje y con corbata, y siempre que la había, por supuesto, con boina, se encontraban los contrastes de la gente devota y los ritos ancestrales. En Arbancón, un frío día de Candelas, con nieve por las calles, y una humedad que trepanaba las manos, en la puerta de una casa (esas puertas de dos hojas, la de arriba para mirar, la de abajo para pasar) se asomó un paisano cuando cruzaba la botarga sonora echando naranjas a los niños. Ahora sigue habiendo fiestas, la mayoría declaradas de “Interés Turístico” de variado rango, pero las miradas de aquellas gentes que tenían la ilusión cuajada de antiguas generaciones, es difícil de encontrar. En todo caso, me gustó este instante, lo dejé siempre guardado en grises.
En cientos de pueblos, las cuestas se conglomeraban de piedra y tierra para hacerlas duras y que el agua escurriera por las canaletas de los laterales. Así se ve en esta imagen contundente de La Hortezuela de Océn, donde se ve a los vecinos acudir a misa, mientras junto a las puertas de los caserones se acumula casi hasta el primer piso el único combustible que había (son los años 60 del siglo pasado) para calentar las estufas: buenos matojos de leña traída en el otoño desde las dehesas y los quejigales secos.
Algunos recuerdos le hacen sonreir aún al viajero, como cuando tenía pocos años y se encontraba con la bullanga de los chavales de la catequesis, que se asombraban de ver a alguien que traía una máquina de retratar y se disponía a sacar imágenes desde todos los puntos imaginables del altar mayor de la parroquia. Este instante es el de un medidodía de domingo en Bujarrabal, y ya estábamos en el inicio de los 70. La muchachada se reía con la inocencia de pensar que tras aquel día no habría ningún otro, al menos triste. La mayoría seguro que ya se han enterado que estaban en un error, total y absoluto.