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mayo, 2010:

Azuqueca de Henares también tiene historia

Con motivo de la Feria del Libro que Azuqueca va a celebrar este año, por segunda vez consecutiva, en el céntrico Parque de la Constitución, y dado que en uno de los actos programados en su carpa central, va a ser presentado a los lectores azudenses mi libro “La Campiña del Henares” que ofrece una amplia revisión histórica y patrimonial de la villa campiñera, me atrevo a ofrecer a mis lectores la posibilidad de acercarse, en uno de esos días (el Viernes, especialmente, puede ser muy interesante, porque se dedicará por entero a un “Maratón de Cuentos” azudense) por el frondoso Parque de la Constitución, y sobre todo a revisar en un amplio paseo los interesantes elementos patrimoniales que dan fe de que “Azuqueca de Henares, también tiene historia”.

La iglesia parroquial de San Miguel, de Azuqueca de Henares, por César Gil Senovilla.

Herencia de viejos nombres

A los pies de la villa, que es llana en toda su extensión, salvo leves cuestas derivadas de las “quebradillas”, se extiende la superficie abierta del valle del Henares, por donde discurre la autovía, el ferrocarril, los polígonos industriales, y el río, entre arboledas, viendo al frente como se alzan las terreras de la margen izquierda del Henares, y sobre ellas el alboroto de los cerros y la meseta de la Alcarria que, plana, se extiende a 1.000 metros sobre el nivel del mar.

¿De dónde procede la palabra Azuqueca? No está aclarado, pero según Vallvé Bermejo, este nombre deriva de as-sukaike, que significaría “camino estrecho, calzada”. El origen de la palabra aceca, derivado de as-sikka, es también significativo de “camino”. Esa “Aceca” que adquirió la Orden de Calatrava, cerca de Guadalajara, en el siglo XIII, puede ser “La Acequilla” de hoy que ya está documentada desde el siglo XV. En ambos casos, los nombres de Azuqueca, y la Acequilla, villa y lugar, en el Henares, son significativos de “camino, calzada, lugar de paso”.

Sin embargo, existen otras interpretaciones. Corriente dice que vendría del andalusí “assuqayqa”, representativo de “pequeño tallo” del torvisco, una planta de la que desconocemos si existe o ha existido abundancia en el término, y yo mismo he aventurado, en ocasiones anteriores, que podría venir del árabe “azouque” que significaría “mercadillo”.

Lo que sí es interesante es seguir a Ranz Yubero en la interpretación del topónimo “Henares”, el río que forma esta Campiña en la que asienta Azuqueca. Este nombre comenzó a utilizarse para denominar a nuestro río a finales del siglo XVI, no antes. Todavía en documentos del siglo XIX lo vemos escrito “Llenares”, de lo que Menéndez Pidal suponía alusión a la riqueza agrícola de su entorno. Pero es también posible que aluda a la condición de “Valle de Castillos y Fortalezas” que es el nombre que adoptó ese valle en época árabe y que finalmente recogió la capital: Wad-al-Hayara significa precisamente eso, “valle amplio” con abundancia de “edificios construidos con piedra”. El valle del Henares fue, durante más de tres siglos, frontera o marca entre Al-andalus y Castilla, y por tanto su orilla izquierda, más abrupta, se llenó de castillos y atalayas. Podría venir, pues, del árabe “nahr”, como torre o fortaleza, y de ahí, la forma también usada en lo antiguo de “Nares” que dio finalmente Henares.

Caminos junto al Henares

Lugar de paso y camino siempre, Azuqueca tuvo dos calzadas principales: una por la vega, junto al río, que hoy es la autovía de Madrid a Zaragoza; y otra el Camino de Navarra, que pasaba por una terraza del Henares, justamente por el centro de la villa, hacia Alovera.

¿Desde cuando existe Azuqueca? Ya existiría como pequeño núcleo poblacional en el momento de la Reconquista. Su apelativo de origen árabe así lo justifica. Sus habitantes se dedicarían al cultivo, intensivo, de los feraces campos de la orilla derecha del Henares, viviendo de ello, vendiéndolo en mercados de grandes centros. Fue siempre lugar pequeño, de irrelevante carácter administrativo, teniendo en cuenta que todavía en 1785, la pequeña iglesia de Azuqueca era “anejo de la parroquial de Quer”. Pero esta iglesia aneja existía ya sin duda en el siglo XVI con el carácter monumental que hoy vemos.

Lugar de encuentros de la población árabe hispana, se conoce su existencia desde la Edad Media, en que aparece como aldea del Común o alfoz de Guadalajara. En esa calidad permaneció varios siglos: el señor de la Acequilla, don Melchor de Herrera, trató de comprar Azuqueca, pero no lo consiguió, y a finales del siglo XVI, cuando en 1575 se redactaron las Relaciones Topográficas de Felipe II, Azuqueca seguía dependiendo en todo de Guadalajara, componiéndose el pueblo de “casas de tapiería, con ladrillo, cal y yeso” teniendo ya entonces la iglesia y dos ermitas: San Juan y  San Sebastián. En medio del pueblo había una fuente, que procedía de lejano manantial y cuya agua se traía por “viaje árabe” en el subsuelo.

La función de Azuqueca de ser “lugar caminero”, “pueblo de paso”, “estación de parada”, etc, etc, queda de manifiesto en ese mapa del geógrafo real don Tomás López, dibujado en el siglo XVIII y hoy conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, que acompaña a estas líneas.

Señoríos y avatares

Así siguió, siempre en una vida muy tranquila, hasta comienzos del siglo XVII, en que fue declarada villa por sí en 1628, siendo vendida por el rey Felipe IV, en ese año, a doña Mariana de Ibarra y Velasco, marquesa de Salinas del Río Pisuerga, en cuya descendencia prosiguió hasta la abolición de los señoríos en el siglo XIX. La primera iniciativa de venta del señorío se hizo a favor del potentado arriacense Pedro Suárez de Alarcón, caballero de Calatrava, alférez mayor y procurador en Cortes, aunque finalmente este prócer se quedó solamente con las tercias reales y las alcabalas.

Esta secuencia de señoríos nos la da claramente delimitada Valdivieso García en su obra  Azuqueca de Henares. Ayer y hoy en su historia, editada por el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares en 1999.

Los señores de Azuqueca quedaron siempre a vivir en la finca (que entonces era aldea) de La Acequilla, levantando progresivamente estupendos edificios, que han llegado hasta hoy, a pesar de tantos avatares. En 1752 era señor de Azuqueca don Juan Javier Joaquín de Velasco Albornoz, Sosa, etc., marqués de Salinas del Río Pisuerga y Conde de Santiago de Calimaya, residente en la ciudad de México. En ese año, en que se redacta el Catastro del marqués de la Ensenada, Azuqueca tiene 69 vecinos (solo 26 más que dos siglos antes, y más del doble de lo que tuvo a principios de siglo, tras la Guerra de Sucesión), que residen en 64 casas habitables, con 14 pajares, un granero, y algunos palomares y bodegas. Casi todos los vecinos eran labradores. Había un mesón y aún se mantenía la Venta de San Juan en pie, que seguía siendo de las monjas bernardas. Todo el siglo XVIII se mantuvo la población en torno a los 300 habitantes.

El título del marquesado prosiguió, tras las Cortes de Cádiz, ya con el señorío abolido. En 1870 era marquesa doña Rosa de Bustos y Riquelme, pasando luego, junto con gran cantidad de tierras del término, a los duques de Pastrana, y, más tarde, al conde de Romanones.

Lugares históricos del término de Azuqueca

Además de darse un paseo por el centro de Azuqueca, y ver lo que se ha mantenido vivo, en pie y restaurado, de aquello poco que siempre fue el pueblo, merece la pena hacer un repaso de los lugares que integran el término, porque por todas partes se respira historia y hechos interesantes devenidos de siglos.

En el centro hay que admirar la ermita de la Soledad, del siglo XVII, hoy rodeada de un parque muy agradable; la iglesia parroquial de San Miguel, la de siempre, obra renacentista del siglo XVI, con airosa torre y atrio de arcadas platerescas; las casas mudéjares de la calle Soledad y los edificios neomudéjares de la plaza mayor, más la iglesia dedicada a Santa Teresa en el barrio de Asfain, y que fue primitivamente templo del pueblo de Alcorlo, de donde se sacó entero y se trasladó aquí con motivo de la desaparición de ese pueblo serrano bajo las aguas de un pantano. Recomiendo especialmente admirar la vieja pila bautismal románica que se muestra al lado del templo.

En las cercanías está el lugar despoblado (hoy Polígono Industrial) de Miralcampo. En 1430 aparece como señorío de Íñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. En 1580 tenía 37 vecinos, y era villa del marqués de Mondéjar. Tuvo por patrón a San Gregorio, que les salvó “del escarabajuelo que anda en las viñas”. Desapareció como población a principios del siglo XVIII, tras los desastres de la Guerra de Sucesión. En ese lugar, que perteneció al Conde de Romanones y sus descendientes, se levantó casa de labor, con capilla y elementos de culto que a finales del siglo XX pasaron a la parroquia de Azuqueca.

En el entorno de Azuqueca “lugar pasajero” a medio camino entre Alcalá y Guadalajara, hubo tres ventas: la “Venta de Meco” que aún existe transformada en restaurante y gasolinera; el “Parador de Cortina” o Casa de Postas, de finales del XVIII, frente a la finca de Miralcampo, y hoy ya derruida; la “Venta de San Juan”, situada en el camino que desde Azuqueca subía a Quer, cerca de una ermita dedicada a ese santo.

Otros lugares de interés histórico son el Camino de la Barca (que nacía en la misma plaza de San Miguel, yendo hacia el río, en cuya orilla se tomaba la gran barcaza, que existía ya en el siglo XVI, transportaba cosas y gentes al otro lado del río, término de Chiloeches.

Y La Acequilla que existe como lugar estratégico junto al río desde, al menos, el siglo XV. Allí hubo una venta, propiedad de la Orden de Calatrava, incluida como bien de la encomienda de Auñón. Esa finca amplia, de riego, en el siglo XVI era del marqués de Auñón, don Melchor de Herrera, quien también adquirió la dehesa de Casasola, al otro lado del río Henares. La historia de La Acequilla se extiende también por numerosos y sucesivos señoríos: a inicios del siglo XVII pasa a manos de Pedro Franqueza, secretario de Estado, y en 1614 pasó a don Luis de Velasco, primer marqués de Salinas del Río Pisuerga (virrey que fuera de Nueva España y de Perú). Entonces adquirió el rango de villa (antes que Azuqueca). Hasta 1869 permaneció en poder de este linaje, procediéndose entonces a la venta de sus bienes: el titular del marquesado era en ese momento José María Cervantes Ozta, y residía en México. La compró la familia Madrazo, que ya entonces tenían el título de marqués del Valle de la Colina. El comprador entonces fue don Valeriano Madrazo-Escalera. Además de los edificios centrales, que siempre tuvieron el aire de un pequeño castillete o palacio rural, es destacable en La Acequilla el puente colgante sobre el río Henares, decorado en estilo “art nouveau”, de uso particular y a pie.

Un libro muy recomendable

Para el jueves que viene, 3 de mayo por la tarde, en la carpa de la Feria del Libro de Azuqueca, que vuelve a poner en marcha, con apuesta personal por la cultura su concejal del ramo, Emilio Alvarado, y la Concejal de Promoción Económica, María Angeles Díaz, va a tener lugar la presentación en la villa campiñera del libro titulado “La Campiña del Henares”, que abarca en sus 160 páginas profusamente ilustradas las historias y descripciones de cuanto hay que ver y admirar en los 10 pueblos que conforman el núcleo de esta “Campiña” que va de Humanes a Azuqueca llevando al antiguo Canal del Henares a su costado cantando. Es un libro que ha sacado la editorial AACHE, como número 66 de su Colección “Tierra de Guadalajara” y ofrece novedades importantes con planos inéditos del siglo XVIII, hermosas fotografías actuales, referencias a la fauna, al Canal, a las fiestas locales, y sobre todo un análisis de la historia y el patrimonio artístico de estos diez pueblos: Azuqueca, Alovera, Quer, Villanueva de la Torre, Cabanillas del Campo, Marchamalo, Fontanar, Yunquera, Mohernando y Humanes. Es Azuqueca, por qué lo vamos a negar, el principal de ellos, por ser el más poblado y en el que se ha demostrado existir un interés más acusado por la cultura.

Viaje a la Sesma de la Sierra de Molina

Otra vez de viaje por Molina, a descubrir sus mil caminos. Esta semana propongo subir hasta la Sierra, la sesma más lejana, áspera y, sin embargo, la más bella de todas, en cuanto a variedad de paisajes, y sorpresas camineras.

En los anteriores periplos por la tierra de Molina, hemos pasado por castillos y casonas, por pueblos del Pedregal y los sabinares. Toca ahora, pues, el turno, a este conjunto de hermosos pueblos y paisajes del extremo más oriental y sureño del Señorío.

 

Aquí precisamente, en el sur del Señorío, y en contacto con las tierras serranas de Cuenca y Teruel, surcada en su extremo meridional por el «Alto Tajo», se encuentra la sesma de la Sierra, en la que los  paisajes ganan, con mucho, a las huellas que el arte o la histo­ria hayan podido dejar en las plazas o iglesias de sus pueblos. Eso pasa, por ejemplo, en Peralejos de las Truchas, donde la  iglesia de San Mateo, obra sin especial relieve del siglo XVI,  solo muestra de interesante un apostolado en óleos de gran fuerza  tenebrista. Por las callejas del serrano pueblo, al que arrebata el entorno de roquedales y bosques, aun se ve alguna antigua casona solariega: la de los Sanz, los Arauz, etc., que nos dicen de antiguos esplendores. Estas casonas son especialmente llamativas por sus portalones adovelados, y sus muros recios, cerrados, hechos para aguantar las temperaturas más frías de la Península. Peralejos es puerta de entrada al Parque del Alto Tajo, siguiendo la carretera que desciende, junto al río, hacia el puente del Martinete.

Otro de los lugares con garra de esta sesma es Terzaga, que bien merece una detenida visita, especialmen­te a la iglesia parroquial, diseñada en el siglo XVIII por el genio del barroco español, José Martín de Aldehuela, que aquí elevó un edificio espectacular, con arquitectura complicada, casi  catedralicia, coronada de gran linterna de ladrillo sobre el crucero, y especialmente una torre de sillería, profusamente decorada a lo barroco, muy similar también a la que en Molina  llaman «el Giraldo». Aquí se han de contemplar además una larga serie de casonas, entre señoriales y populares, con portaladas de sillar, escudos, magnífica rejería, etc. Destaca entre ellas la casona de la Rambla, del siglo XVII, y la ermita de Nª Srª de la Cabeza, en un alto cercano. Pero entre todos esos edificios, es la iglesia la que destaca y se pone a la cabeza de todos los ejemplos de arquitectura barroca del Señorío.

Río Cabrillas arriba, el viajero pasará a contemplar Chequilla, pintoresco lugar en el que los escasos edificios se  esconden entre las rocas, mostrando al curioso una de las más sorprendentes «plazas de toros» que pueda imaginarse: en un círculo de elevadas rocas, al que solo puede entrarse por estre­cha abertura, se han tallado unas gradas, y allí se celebran los espectáculos taurinos que se avaloran por este tan curioso recin­to. En los alrededores, una verdadera «ciudad encantada», con  rocas de caprichosas formas distribuida por el pinar, dan pie a  una excursión inolvidable. Cada una de esas formas, que parecen fortalezas limadas, o meteoritos caídos en una explosión cósmica, se ha adecuado al paisaje, que ahora está cubierto de hierba, como si fuera una inmensa moqueta de lujo.

Luego, en Checa, el pintoresco pueblo donde el viajero parece encontrarse en algún lugar de las serranías andaluzas, por la blancura encalada de sus casas, han de admirarse algunas interesantes obras arquitectónicas, como la iglesia parroquial, en cuyo interior surgen varios retablos barrocos, o el palacio  del Ayuntamiento, con torre central y arcadas porticadas. También en la plaza mayor destacan la fuente pública construida el siglo XIX, y el caserón de los López Pelegrín, antiguos ganaderos que, como gran parte de los checanos, desde hace siglos se dedi­can a la trashumancia del ganado, pasando los meses del invierno con sus reses en los prados de las sierras de Cazorla, y el  verano en estas frescas alturas de Checa. En conjunto, el pueblo  y su entorno muestran una bella perspectiva. Los fines de semana y en verano todos los días abre un Centro de Interpretación del Alto Tajo.

Más metida en la sierra, Orea enseña un buen conjunto de arquitectura popular molinesa. Orea es uno de los pueblos más elevados de España, y por supuesto el más alto de toda Castilla-La Mancha. Está enclavado a 1.497 metros sobre el nivel del mar. Al igual que en Checa, los fines de semana y en verano todos los días abre un Centro de Interpretación del Alto Tajo.

El viajero debe encaminar sus paso hacia Alustante, un pueblo del que se dice, y poco debe marrar la apreciación, que está a la misma distancia de la capital de la provincia (Guadalajara) que de Valencia. Por ello muchos de sus antiguos vecinos se fueron a vivir a la capital del Turia, a donde se llega en menos de dos horas.

Alustante ofrece su ancho caserío, puesto en llano entre las amables perspectivas de las sierras y bosquedales que le rodean. En la iglesia parroquial, que es obra renacentista del  siglo XVI en la que colaboraron como canteros los hermanos Vélez, destaca al interior un soberbio altar mayor del siglo XVII, realizado íntegramente, en sus tallas y ornamentos, en el taller  seguntino de Giraldo de Merlo. Destaca especialmente el grupo de la Asunción de María que centra el retablo, y la escena de la Sagrada Cena en talla minúscula que se encuentra en el interior del sagrario. Recientemente restaurado, sorprende por su belleza explosiva, sus formas atrevidas y sus colores llamativos. Por el templo se distribuyen otros altares barro­cos, y dos magníficas tallas del siglo XVII: un Ecce Homo y un Nazareno caído que son piezas salidas de la mano de ignorado maestro. Una cruz procesional del XVI, obra del buril de Martín de Covarrubias, y en la torre del templo un «caracol» famoso que  no es otra cosa que una escalera en espiral sin espigón central, lo que sirve para mirar desde abajo la luz que se filtra desde el campanario, y ver cómo algunos chiquillos se deslizan a toda velocidad por la baranda ya abrillantada de este escalerón tan singular y querido. Por el pueblo destacan muchos ejemplares de casonas, todas ellas revestidas con el encaje duro y galante de sus hierros forjados, en los que una variedad sin fin asombra al viajero. Destaca, en fin, el remozado edificio de La Casa Lugar, construido en el siglo XVI, con amplia lonja o salón inferior, abierto, tal como se ofrece en los pueblos turolenses, y que también ahora se ha recuperado, en el contexto de una tarea salvadora de viejas esencias emprendidas por el Ayuntamiento.

Más cerca de la frontera con Aragón, el pequeño lugar de Motos se cobija a la sombra del cerrete en el que hubo, allá por el siglo XV, un castillo que dominaba «el caballero de Mo­tos«. La iglesia es toda de sillar, fuerte y vigorosa. En su interior hay buenos retablos, destacando uno de comienzos del siglo XVI con escenas de la vida de Cristo y una imagen de caballero oferente. En Traid, quien llegue allí podrá ver encan­tadores sabinares perdidos del mundo, paradisíacamente solos, y en su iglesia parroquial una capilla con dorado altar dedicado a San Francisco de Asís, al que allí tienen por muy milagroso. Por el pueblo se distribuyen curiosos ejemplares de arquitectura popular, y junto al caserío se eleva una valiente peña a la que llaman el Castillo.

De todos estos lugares, que a muchos sonarán extraños y apartados, cualquier rincón es atractivo y merece ser visitado. La riqueza de sus pinares, el frescor de sus bosques ahora que llegan los calores, es otro de los motivos para que el viajero que planee conocer Guadalajara se lance a la aventura de contemplar, de descubrir esta tierra tan remota.

Los picachos más lejanos

Por algo el extremo meridional del Señorío de Molina lleva por nombre “La Sierra”. Porque sus tierras son las más altas y frías del conjunto, -ya alto y frío de por sí- de toda Molina.

Las cotas más altas se alcanzan hacia el sureste, conforme nos acercamos al Sistema Ibérico, en el inhóspito triángulo comprendido entre Peralejos de las Truchas, Orea y el vértice sur de la provincia. Es impresionante esta enorme extensión de terreno, de más de 25.000 hectáreas, en la que no existe ningún pueblo habitado, y donde se encuentran los más bellos parajes y las zonas menos visitadas, más recoletas e inaccesibles de todo el centro peninsular. Aquí la Sierra de Molina está coronada por el pico “Mojón Blanco” de 1.792 metros- acompañado de la sierra del Tremedal. En estos lugares de casi inaccesible geografía, los ríos Tajo y Hoceseca han ido labrando cañones profundos, hondas cuevas numerosas y larguísimas, como la famosa de “El Tornero”, de varios kilómetros de longitud y respetable profundidad, así como ha ido surgiendo, entre unos y otras, gigantescas mesas y puntales que parecen alzarse sobre los bosques como altas cumbres, siendo en realidad planicies rocosas que la erosión no ha sido capaz de desgastar. Vemos así el espléndido pico de la Campana, de 1.745 metros, el de San Cristóbal, de 1.862, o el de Peña de la Gallina, en Orea que, con sus 1.883 metros, representa la cota más alta de todo el Señorío.

Para los valientes escaladores y montañeros avezados que puedan permitirse, además, el lujo de tener varios días seguidos para avanzar por estas lejanas y perdidas sierras, la de Molina es sin lugar a dudas el sitio ideal. Un sitio por conocer, aunque esperemos que siempre se mantenga tan virgen y limpio como hasta ahora.

Novedades alcarreñistas en la Feria del Libro

Hoy alcanza su cenit la celebración cultural de la Feria del Libro de Guadalajara. Como todos saben, se encuentra emplazada en el paseo de entrada de la Concordia, y hasta el domingo ofrece no sólo libros, sino también multitud de actos culturales en torno a ellos: presentaciones, firmas de autores, debates y cuentacuentos.

Como guía informal y susurrante, las líneas que hoy desgrano en estas páginas se ven envueltas de imágenes variadas, siempre en relación a los libros, aunque puedan parecer tan lejanas de ellos una escultura mortuoria del siglo XV o un todoterreno a punto de penetrar por un cañón inaccesible.

El Doncel, primer lector del Renacimiento

Los visitantes de la ciudad de Sigüenza, que seguro los habrá también este fin de semana, y en cantidad, se encuentran en la catedral, tras cruzar por una reja complicada al interior de la capilla de San Juan y Santa Catalina, con un lector patético y longevo: se encuentran nada menos que con don Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, paradigma del lector más allá de la muerte.

Cantar las bondades de los libros es tarea fácil. Alguien dijo que es este el mejor amigo del hombre, porque siempre está callado, no te pide nada, y está a mano cuando le buscas y le necesitas. En los libros, invento ingenioso como pocos, se encuentra la belleza de las palabras, la precisión de los pensamientos, la claridad de las explicaciones, la memoria de los tiempos idos, las razones para mejorar y seguir adelante…

El libro que lee en Sigüenza Martín Vázquez es un Libro de Horas, una especie de suma de oraciones para cada hora del día, para cada momento del año. Y él, que está ya en la eternidad, ha pasado tantas veces sus hojas… y nunca se desgasta ni estropea. Es más, el libro, porque está tallado en alabastro y porque es libro, ha resultado más duradero que el mismo caballero al que adorna.

Con esos libros en la mano, en los bolsos, en las mochilas, en las guanteras del coche, nos vamos hoy a descubrir el mundo, empezando como siempre por Guadalajara, la tierra de las mil sorpresas, del talante simpático y el color encendido. Muchos viajeros han abierto sus caminos, y en muchos libros han quedado prendidos sus recuerdos, sus impresiones, sus consejos. Si de algo hubiera que hacer acopio, yo diría que es de esos libros, de los viajeros, de los que cuentan y provocan, de los que enseñan y aconsejan. Caminos por delante…

Los libros se van de viaje

En la carpa principal de la Feria del Libro de Guadalajara, a las 7 de esta tarde, hoy mismo, está anunciada una actividad que puede concitar algún interés para los alcarreños amigos de los viajes. Se van a presentar los tres últimos números de la Colección “Tierra de Guadalajara” que a lo largo de este año han ofrecido guías densas y muy bien ilustradas sobre temas varios de nuestra provincia. Así se presentará, por primera vez, y sin embargo con mucha brevedad, mi guía sobre Pastrana, siguiendo el libro escrito por Aurelio García López, un monumental repaso al “Palacio ducal de Pastrana” en el que queda grabado en negro sobre blanco (lleva también mucho color, como es preciso) el avatar completo de ese edificio, que parece resumir y adensar entre sus muros la historia toda de la Alcarria. Finalmente, saldrá a la luz el último número de esa colección, “El Señorío de Molina, paso a paso”, escrito por Luis Monje Arenas y quien esto firma. Algo tendrá que lleva vendidos, uno a uno, más de dos centenares de libros desde que ha aparecido.

En ese acto se va a presentar, en forma de debate entre una docena de autores alcarreños, el tema del libro de viajes: aparecerán algunos clásicos de nuestras letras, como Serrano Belinchón y García de Paz, y es probable que aparezcan otros que empiezan, como Bermejo Millano y Serrano Copete. Tres temas servirán para hacer pequeñas catas sobre temas candentes. Uno de ellos, analizar quien es esa “Gente Viajera” y por qué lo es. Qué busca el simple andarín que al final describe sus pasos, o quien es el erudito investigador que decide ponerse a contar sus descubrimientos personales.

Otro asunto será el “Preámbulo viajero” desde el que parte quien va a ver, fotografiar y describir. En un último turno de preguntas y explicaciones, alguien describirá las formas antiguas y actuales de contar viajes, y cómo son “Viejos y Nuevos Libros” los que dan rumbo a la actualidad, y orientan a la gente a seguir caminos. Sin duda que esta reflexión sobre las guías, las rutas, los itinerarios y los deseos de descubrir cada fin de semana algo nuevo, será determinante para abrir la puerta al descubrimiento de lugares y objetivos.

Entre los viajeros que hemos tenido, ilustres, por estas tierras, siempre destaca Camilo José Cela, un gallego inteligente y estudioso, que tuvo la genial idea, en la España de posguerra, de echarse a andar por los caminos de tierra que comunicaban entonces (era el año1946) los pueblos grandes y chicos de Guadalajara. Otro mundo, aunque ahí, a solo sesenta años de distancia. Plasmó sus recuerdos en ese “Viaje a la Alcarria” que le llevó, en volandas, al Premio Nobel (entre otras cosas, porque fue lo mejor que escribió en su vida). De él ha hecho un seguimiento atento y cabal Francisco García Marquina, quien en su “Guía del Viaje a la Alcarria” ha entramado los dos asuntos que hoy merecen comentario en estas páginas: literatura y viaje en estado puro.

Yo destacaría, finalmente, otra figura, la última, emergente sin tachas, la de Luis Monje Arenas, a quien mi compañera Mar Gato proponía una estupenda entrevista en el “Nueva Alcarria” del pasado viernes. Con ese todoterreno pequeño y matón que tiene, se está metiendo por los lugares más insospechados de nuestra geografía, haciendo fotos, tomando notas, mirando plantas y viviendo la aventura de ser descubridor de cosas a pocas horas de su cuarto de estar. A uno de los cañones que este invierno descubrió, en las alturas de la meseta que media entre Checa, Orea y Peralejos, ya hay quien le llama “el barranco del monje”. Entre estas líneas va una fotografía de otro barranco que este autor describe y pinta en su libro: una arroyada profunda que va al Mesa. Sencillamente, gente viajera como los libros. Todos se van de viaje.

Guadalajara se viste de libro

En esta Feria va a ser, sin duda, una de las estrellas bibliográficas el libro que acaba de editar el Ayuntamiento con motivo del 550 Aniversario de la proclamación como ciudad de la que fuera villa de Guadalajara. El pasado día 4 se presentó, en el Salón “El Tragaluz” y con asistencia de numerosos entusiastas de la historia, el patrimonio y las costumbres de Guadalajara, el libro “Guadalajara ciudad” que ha editado el Patronato Municipal de Cultura, y que ofrece en sus casi 300 páginas de gran tamaño un complejo entramado de información relativa al pasado y al presente de nuestra capital.

Colaboran en él firmas de relieve y hondura: Plácido Ballesteros San José analiza el pasado medieval de la ciudad; José Miguel Muñoz Jiménez, nos da las claves, en forma de breves fichas, de la prestancia que Guadalajara tuvo en la época del Renacimiento; Félix Salgado Olmeda analiza la evolución pacífica y próspera de la ciudad en el barroco; Juan Carlos Berlinches, nos entrega las claves para entender el complicado siglo del liberalismo, y los avatares de la Guerra Civil, terminando Alberto Garín, con un análisis sobre los años del franquismo, que él mismo reconoce ha hecho a base de charlar con gente mayor que los vivió intensamente.
El libro ofrece una imagen sorprendente de ilustraciones, tanto actuales como antiguas, estampas, grabados, planos, añejas fotos… de los fotógrafos encargados de esta tarea, destacamos especialmente la tarea realizada por el joven Jorge Monje, una auténtica promesa; José Ramón Soriano, y Calixto Berrocal, a cuyas empresas Fotoforma y Treseñes ha concedido el Patronato la tarea de maquetar, montar y llevar adelante la edición de este libro, al que solo una pega ponemos: que se ha impreso en Madrid, cuando aquí hay estupendas imprentas, algunas de las cuales bracean desesperadas por no arrastrar consigo a todos sus empleados a la cola del paro.

Tiene un añadido final este libro, que le permite engarzar la historia antañona con la realidad del momento: la pluma de José Vicens Otero se hace cargo de mostrarnos la realidad desde su párrafo “Conocer el Municipio” con cifras y apreciaciones sobre Demografía y Economía.

Libros para firmar

En la Feria de Guadalajara de este año, hoy alcanzando su jornada más densa, ha habido firmas y firmantes, ha acudido gente varia y siempre interesante. En la caseta de AACHE, la que cada día ha tenido al menos un escritor de nuestra tierra, han firmado ya José Ramón López de los Mozos, el miércoles, y Luis Monje Arenas, ayer jueves, que ha vendido a docenas su libro “El Señorío de Molina, paso a paso”, como guía esencial de aquel territorio.

Hoy está firmando nuestro compañero Luis Monje Ciruelo, su último libro de “Leyendas y relatos de Guadalajara” y mañana sábado lo haré yo mismo, para dar cancha el domingo, por la mañana, al escritor y cineasta madrileño Fernando Marañón, que ha sido protagonista recientemente, en el hotel Kafka de Madrid, de la presentación de su última secuencia narrativa “Circo de Fieras”.

En otras casetas han acudido Josep Maria Isern i Monné, con su libro “El cuadro mágico de la Orden del Temple” con el que este año ha conseguido el Premio Nacional de Literatura Templaria, o Antonio Pérez Henares “Chani” que ha firmado su reciente libro de memorias de su perro Lord. También ha acudido Aurelio García López, historiador prolífico, que ha firmado ejemplares de su gran obra sobre la Comunidad morisca de Pastrana, sin faltar a la cita el televisivo rostro de Teresa Viejo, que ha traido bajo el brazo un montón de ejemplares de sus “Memorias del Agua” en el que aparece una tierna historia sumida entre las aguas del embalse de Buendía.

Para muchos visitantes de la Feria, esta es la oportunidad siempre apetecida y a veces inesperada, de encontrarse cara a cara con su escritor preferido o, al menos, con una escritora de buen ver y un dicharachero plumillas que rezuma simpatía.

La Ruta del Románico en Molina

Uno de los caminos que nos conduce por Molina, es el que forman sus templos románicos, los recuerdos arquitectónicos y ornamentales de un tiempo remoto, medieval, violento y generador. Para quienes vayan a formar su composición de lugar planeando un viaje provincial, en esta primavera que llega con fuerza, la tierra molinesa está dispuesta a recibirlos con los brazos abiertos.

En ella destacan muchas piezas patrimoniales, muchos paisajes, muchos caminos. Pero con los restos del arte románico, no demasiado abundante, pero sí interesantísimo, se puede construir una “Ruta del románico molinés” que es la que aquí brindo, para ser modelada por cuantos la hagan.

 

Restos del Románico

Apenas una docena de edificios de estilo netamente románico quedan actualmente en el Señorío molinés. Mínima repre­sentación de lo que debió ser en su origen este estilo arquitec­tónico, pues solo con atender al celo constructivo de los prime­ros condes, puede uno hacerse idea de lo que sería el territorio aforado allá por los siglos XII y XIII, recibiendo habitantes  desde todas sus fronteras, instalándose en nuevos pueblos, y  construyendo templos para su religión, a cual mejor.

Precisamente la riqueza y prosperidad económica y so­cial de los posteriores siglos, hizo que especialmente en las centurias XVI y XVII se derribaran muchos de los primitivos  templos parroquiales molineses, para elevar en sus solares nuevos edificios, más grandes y ostentosos, que manifestaran la riqueza  del lugar y sus habitantes. Esa circunstancia hizo que desapare­cieran por completo muchos templos románicos, y que de otros solamente quedaran detalles mínimos, portadas, muros con alguna ventana, ábsides, etc., salvándose en su integridad solamente las iglesias de aquellos lugares que ya por entonces se encontraban  en franca decadencia o en trance de abandono.

La Ruta empieza por Molina

Iniciamos nuestro recorrido por la capital del Señorío, Molina de Aragón. En ella se alza el más bonito de los templos románicos del territorio, la iglesia parroquial de Santa  María de Pero Gómez, coronando una costanilla con vistas al castillo que parece empinarse por detrás, sobre los muros rojizos y los cipreses, a mirar los que el espectador está viendo cómodamente. Hoy se conoce a este templo como “iglesia de Santa Clara”,  pues en el siglo XVI pasó a servir de  capilla conventual a la institución de clarisas fundada por la familia de los Malo. Es un edificio espléndido, de planta de cruz  latina con crucero apenas acentuado, bóvedas de crucería, ábside  semicircular cubierto de bóveda de cuarto de esfera, que al exterior se traduce en un valiente y elevado elemento pétreo en el que los ventanales aspillerados, los pilares adosados, los  capiteles vegetales y los canecillos conjugan y evocan la arqui­tectura de los condes con su tiempo de leyenda. La portada de  Santa Clara es, finalmente, un elemento magnífico, de reminiscen­cias francesas, elegante y pulcro, el más bello exponente de esta  arquitectura en el territorio de nuestra visita.

Algunos mínimos detalles quedan en la capital del estilo: de una parte, la iglesia hoy parroquial de San Gil tiene escondida por sus ábsides, solo visible desde patios interiores, una ventana románica. Y por supuesto el templo de San Martín, en la calle de las Tiendas, que lleva abandonado y en ruinas decenas de años, tras la fachada que lo mantiene oculto en su interior, y a través de los rotos de la puerta, se observa la bonita portada románica, de arcos apuntados en degradación y decoración de puntas de diamante de sus arquivoltas, con un crismón medieval en la clave del conjunto. Nada más puede verse hoy, y esperamos (algo se ha oido ya) de que pronto se inicien los trabajos de restauración de este templo, que tanto afea a la capital del Señorío en su más céntrica calle.

Si aún queremos ver otra construcción en Molina de la época románica, debemos bajar al río Gallo, y al final de los adarves nos ofrece la espléndida estampa de su “puente románico” (que no romano, como algunos lo califican). Permitía, desde el siglo XII, el paso a la ciudad desde la llanada de San Francisco, frente a la puerta de la muralla que llamaron “puerta del río”. Con tres ojos, este puente románico se mantuvo entero, aunque con algunos arreglos, hasta el siglo XVII, pero tras la estancia de Felipe IV en Molina en el verano de 1642 se hicieron notables mejoras por haberlo encontrado muy deteriorado. Consta en esencia de tres arcos escarzanos que apoyan sobre dos gruesos pilares con tajamares triangulares aguas arriba, redondeados aguas abajo, y unos estribos laterales, largos y quebrados para permitir el acceso progresivo, ayudados de pretiles de piedra, desde las calles laterales. El arco central tiene una luz de 8,30 metros, siendo los laterales más bajos y desiguales debido a los sedimentos aportados por el río, teniendo 7,20 metros el arco bajo el que corre habitualmente el agua, y solo 5,50 el que está seco. Es, sin duda, el único elemento arquitectónico románico no eclesial que queda en la tierra de Molina.

Por los caminos de las sesmas

Desde la capital, hemos de dirigir nuestros pasos a los diversos lugares de las cuatro sesmas donde quedan restos románicos. Por la tierra del Campo, nos iremos hasta Rueda de la Sierra, donde si conseguimos que nos abran la puerta de su iglesia, la exterior, nos será dada la oportunidad de contemplar una preciosa portada románica, muy bien conservada, pues desde hace siglos se mantiene protegida en un atrio cerrado. Es una portada, esta de Rueda, de múltiples arquivoltas decoradas con elementos geométricos, y algunos capiteles historiados.

Siguiendo la carretera del Campo adelante, llegaremos a Tartanedo, donde también se mantiene intacta, en su iglesia de San Bartolomé, un único detalle románico, precisamente la portada cobijada por atrio cubierta. Es rechoncha, ancha, con unos capiteles de burda decoración zoomórfica. Pedir que abran la puerta del templo si estuviera cerrado.

Unos kilómetros adelante, llegamos a Hinojosa, y en su término, después de haber pasado antes Labros (luego volveremos) nos encontramos con otra de las joyas sorprendentes del Señorío: la ermita de Santa Catalina. Aquí nos sorprende la belleza de su atrio meridional con arcadas, y la gran puerta abocinada de entrada al templo, más los capiteles y solemnidad de su interior. El atrio bien restaurado es evocador de la sencillez del románico rural molinés; el ábside semicircular  muestra en sus canecillos imágenes del bestiario medieval, muy variadas. Y los dos capiteles del arco mayor interior tienen también ecos de Silos, con arpías y monstruos de perfecta talla.

Volvemos a Labros, donde se suben las empinadas callejas hasta la eminente iglesia, bien restaurada hace pocos años, en la que aparece, hoy bajo atrio cubierto, la portada románica de simples y elegantes líneas, en la que destacan sus capiteles (solo quedan 3 de los 4 que tuvo, porque uno de ellos lo robaron hace poco tiempo) con un encestado silense de gran detalle, o animales y figuras de retórica enseñanza.

Hay que seguir por otras sesmas y caminos del Señorío para ver detalles, a veces mínimos, pero siempre encantadores, del románico rural. En la  ermita de la Carrasca (un par de kilómetros a levante de Castellar de la Muela, por camino cómodo) son las puras líneas de un románico simplicísimo las que nos asombran, y en Chilluentes se vieron hasta hace poco, pues algún amigo de lo ajeno se los llevó, unos interesantes grabados geométricos sobre las jambas de su ventana absidial.

Cerca de la capital, en dirección al Alto Tajo, aparece Teroleja, con una portada de su templo que tiene los elementos del románico en sus arcos decorados con bolas. En esta, como en todas las anteriores, sorprende la sencillez y rotundidad de su arquitectura, con vanos  semicirculares moldurados de baquetones repetidos en los que  suelen aparecer como decoración única puntas de diamante y al­gunos capiteles con elementos zoomorfos muy rudimentarios.

Acabar en el monasterio cisterciense de Buenafuente

Según se va llegando al Señorío, si desde el ducado de Medinaceli se viene, o desde el alto Tajo, y según se va saliendo, si por Mazarete hacia Cifuentes nos vamos, el viajero más que encontrar ha de ir a buscar uno de los más espléndidos conjuntos del románico en esta tierra: el monasterio de la Buenafuente del Sistal y su iglesia impresionante. Construida en el siglo XII por caba­lleros y monjes franceses, muestra su interior realizado totalmente en piedra de sillería, compuesto de una sola nave  adornada de arcos de refuerzo apuntados, y con un ábside plano en el que lucen bellas ventanas, más sendas portaladas de ingreso, a los pies del templo, con arcos semicirculares, finos haces de columnillas, capiteles de temas vegetales y metopas de lo mismo.

Es, en definitiva, un estilo medieval que en Molina evoca sus  primeros tiempos de repoblación, y que ofrece pocos pero muy interesantes elementos que bien pueden justificar una «ruta del románico» a través del país molinés.