Guadalajara: 550 Años de ciudad
No es una mala cifra, cinco siglos y medio, justos. Esos son los años que hace que Guadalajara tiene el título de ciudad. Solamente otras dos poblaciones en nuestra provincia pueden presumir de la distinción: Sigüenza (dado por la más remota historia, desde tiempos celtíberos) y Molina de Aragón (por concesión de las Cortes de Cádiz, en premio a su heroísmo en la Guerra de la Independencia). A Guadalajara le entregó la honra del título el rey de Castilla, a la sazón Enrique IV, con ocasión de estar pasando una temporada en el Alcázar Real.
Ahora el Ayuntamiento de nuestra Ciudad se va a lanzar a la puesta en marcha de una serie de acontecimientos, actos y celebraciones que nos devuelvan la memoria de aquellos viejos tiempos. En todo caso, una forma perfecta de mantener viva la llama de la memoria en torno a cosas que nos conciernen, que tienen su sentido, hoy todavía.
Fue exactamente el 25 de marzo de 1460 cuando el rey Enrique IV, a quien llamaron “el Impotente”, firmó en el salón principal de su alcázar real de Guadalajara el documento por el que hacía “Ciudad” a la que entonces como villa le albergaba. Es esa tan escueta noticia la que va a suponer que, en ese mismo día y mes, pero de 550 años más tarde, se celebre en el Ayuntamiento de nuestra capital un acto institucional que conmemore tal hecho, y que a partir de ese momento se abra una secuencia de actos, celebraciones y memorias que vengan a decir cómo aquí recordamos los fastos antiguos, que no por solemnes han de ser retrógrados, sino que tienen una fuerza tal que hoy nos ilustran de aquellas cosas que sucedieron y aún nos implican.
Es difícil explicar el “por qué” de este nombramiento real a la ciudad. El año 1460 marca, en cierto modo, una deriva nueva al reinado de Enrique IV, que de haber ido malamente desde el principio, se precipita a partir de aquí hacia el desastre. Ante su debilidad, heredada de su padre Juan II, la sociedad feudal de Castilla trama continuamente su vencimiento. Son los nobles los que quieren detentar el poder absoluto sobre gentes y tierras, sobre villas y castillos. El mundo rural, que es tan amplio al comedio del siglo XV, está en manos de los magnates belicosos, que aspiran a dominarlo todo: el marqués de Villena don Juan Pacheco, el Arzobispo de Toledo Alfonso Carrillo, el maestre de la Orden de Calatrava, don Pedro Girón, don Beltrán de la Cueva…. Y los Mendoza, el grupo familiar y linajudo más numeroso, que desde Guadalajara tratan de poner paz entre todos, sin conseguirlo.
Las ciudades, en cambio, donde habita la burguesía productiva y cavilosa, los lectores, los artistas, los clérigos y los letrados y escribanos, son afectas al rey, su señor, en quien saben se encarna el sentido de la unidad del Reino. Y que esa unidad seguirá haciendo poderoso al país, y felices a sus habitantes.
Para mantener contentas a las ciudades, Enrique IV les otorga mercedes, privilegios… y títulos. Guadalajara era uno de sus principales burgos en crecimiento. Controlada por los Mendoza, propietarios de palacios y derechos, señores de amplios territorios en su torno, tiene además la ventaja estratégica de su situación en alto sobre un gran valle caminero, el del Henares.
Enrique IV es señor de la ciudad, y en su alcázar real tiene a sus capitanes, a su corregidor y a sus cortesanos, que tratan de poner fronteras a los Mendoza, que tanto mandan. Un año antes, en 1459, el rey ha decidido cortarles alas a estos magnates de origen vasco, y les manda un ejército que obliga a don Diego Hurtado de Mendoza, -a la sazón marqués de Santillana (segundo) y futuro duque del Infantado (primero) por merced de los Reyes Católicos-, a salir de la ciudad y refugiarse en sus castillos serranos (en Hita, Buitrago y Manzanares). El rey afianza su fuerza y su señorío, y en dos días seguidos, y con sendos reales decretos, trata de ganarse el aplauso y la fidelidad de los ciudadanos arriacenses.
Estos dos días, cargados de sus correspondientes decretos, son el 24 y el 25 de marzo, de 1460. Vemos lo que hace en ellos.
Dos decretos que levantan a Guadalajara
El 24 de marzo decidió el rey Enrique IV de Castilla concederle un gran favor a la ciudad y a los ciudadanos de Guadalajara. De ellos sabía que eran tenaces, que habían mostrado su fidelidad a la Corona, y que habían sufrido en muchas familias la muerte y heridas de muchos de sus hijos, en las guerras civiles que habían enfrentado al rey contra los magnates sublevados, sobre todo los “infantes de Aragón”, sus primos, que le habían movido guerra por mil lugares del reino y sus fronteras, una de ellas, quizá la más dura y larga, la toma de Torija y sus castillo durante cinco años.
Los hombres de Guadalajara habían participado junto al rey en esas guerras (junto a los Mendoza también, aliados de la monarquía) y Enrique IV decide dar a todos cuantos vengan de nuevo a poblar en la villa una gran ventaja económica: no pagarán ningún impuesto durante los 12 años siguientes. La cosa tenía su ventaja, sin duda, y ello propiciaría el aumento rápido de la población, más negocio para los ya instalados en ella, y más súbditos fieles concentrados en un lugar estratégico. El documento de esta concesión o real decreto está guardado en el Archivo Municipal de Guadalajara y es el Traslado autorizado de un privilegio real eximiendo del pago de tributos a quienes vayan a repoblar Guadalajara y lugares de su tierra. En ese documento que firma Enrique IV se dice que “my merçed e voluntad es que daqui adelante la dicha villa e su tierra se pueble”, y para ello ordena “que todos los vesinos que a la dicha villa e su tierra daqui adelante se vinyeren a bevyr e morar e se avesindaren e poblaren casa en la dicha villa e en su tierra, sean francos y quitos y esentos de pechar e contribuyr en los mys pedidos e monedas e moneda forera e cabeça de pecho e serviçio e medio serviçio de Judios e moros ny otros qualesquier mys pechos e tributos e prestidos Reales e conçejiles”. Esta exención de impuestos la establece por doce años.
Pero no contento con este gran favor, que sería el mejor recibido por las gentes de Guadalajara, al día siguiente firma otro real decreto, estando en su ya referido Alcázar Real, en el que dice que “por quanto la my villa de Guadalajara es una de las prinçipales e noble villa de mys Reynos, acatando los muchos e buenos serviçios quel conçejo et omes buenos della fisieron a los Reyes de gloriosa memoria mys pregenitores et ansi án fecho et fazen de cada dia y porque la dha villa de aqui adelante sea mas noblescida y honrrada tengo por bien y es my merçed de lo fazer, Et por la presente fago çiudad et quiero y mando que de aqui adelante se nonbre y llame çiudad, e aya e gose de todas las honrras, graçias, mercedes, franquezas e libertades, prehemynencias, dignidades, prerrogativas, esençiones e ynmunidades et previllejos e todas las otras cosas e cada una dellas de que án e gosan todas las çiudades de los dhos mys Reynos”.
Aún permaneció algunos días más el rey en su castillo, a la sazón construido y decorado como un auténtico palacio árabe, según nos han ido desvelando las excavaciones y estudios que se han hecho sobre él. Enrique IV era hombre muy afecto a la moda andalusí, vestía y cabalgaba a la morisca, y a todos los edificios que mandó construir quiso dar un aire mudéjar, de ornamentación árabe, cuajados de jardines, de aguas y acequias, de sonrosados muros.
Los protagonistas
El hecho en sí es escueto, definitorio, emocionante, y a nosotros hoy apenas nos estremece: total, llevamos cinco siglos y medio siendo ciudad…. El recuerdo de aquel día es adornado con el correspondiente marco, simplemente.
Pero lo que sí conviene es volver a recordar a los protagonistas del hecho, porque de su memoria saldrán algunas conclusiones. Al menos, un rato de charla y un afincamiento en los recuerdos que son raíces, en la cifra y los nombres que dan consistencia a la ciudad de hoy, más preocupada por la remodelación urbana de sus barrios céntricos, o por el acabamiento con bien de jardines y aparcamientos.
Sin duda el principal es el Rey Enrique IV (Valladolid, 1425 – Madrid, 1474) monarca demérito de la dinastía Trastamara, que no pudo hacer otra cosa que defenderse del acoso continuo de los levantiscos y pendencieros magnates feudales que le rodeaban por toda Castilla. Su defensa consistía esencialmente en dos cosas: la primera, salvar el pellejo; y la segunda, mantener viva y actuante a la monarquía, tarea que a él, y a muchos otros, se antojaba fundamental para sustentar la unidad del Reino y asegurar ciertas libertades de las ciudades y los ciudadanos, y mantener e incrementar su nivel de vida. Cosa que no hubiera podido ser realidad en el caso de la victoria de los nobles alzados.
El Cardenal Mendoza, quinto hijo del marqués de Santillana, y a la sazón jefe de la Casa Mendoza, fue siempre el apoyo del rey: desde Guadalajara, donde tenía su gran palacio residencial; desde Jadraque, donde puso su inmenso castillo en pie; desde Sigüenza con su catedral y diócesis riquísimas, y desde Toledo donde dominaba, con la cruz y la espada, las huestes clericales y el adelantamiento del reino, estuvo siempre a favor del monarca. En ese mismo año, 1460, a don Pedro González de Mendoza se le cruzó en la vida Mencía de Lemos, una preciosa portuguesa que le dejó obnubilado, y de la que tuvo dos hijos, que serían años más tarde calificados como “los bellos pecados del Cardenal”.
Su hermano, Diego Hurtado de Mendoza, que sería nombrado primer duque del Infantado por los Reyes Isabel y Fernando, fue también capitán de los ejércitos mendocinos, apoyando al rey en su lucha primaveral contra los nazaritas granadinos, y en todo momento contra los jerarcas feudales.
Finalmente, y aunque parece que no dice nada en este lío, está don Alvar Gómez de Ciudad Real, -que desde hace mucho tiempo tiene calle en la ciudad, aunque muchos no saben por qué- y que a la sazón de este viaje de Enrique IV a Guadalajara le anima a que extienda esos dos fundamentales decretos. Gómez de Ciudad Real es señor de lugares como Pioz y otros pueblos de la Alcarria Baja, muy afecto al rey y a los Mendoza, y a la sazón secretario personal del rey haciendo las veces de Canciller mayor. Sin duda tuvo algo, bastante, que ver en este nombramiento, en este honor que hoy la ciudad conmemora, y durante todo este año lo hará con la alegría (y esperamos que con el conocimiento) que el tema merece.
Apunte
El escudo heráldico de Guadalajara
Aunque es tema ya muy tratado, quizás viene a cuento de lo arriba referido el memorar brevemente la historia del escudo heráldico de la ciudad. Porque quizás con motivo de este redondo aniversario podrían darse los pasos que está pidiendo para hacerle más auténtico, más sencillo y hermoso de lo que ahora es.
Todos conocen, porque lo ven a diario en las farolas, en los folletos y en los autobuses urbanos, cómo es el escudo de Guadalajara: una especie de historia completa en la que un caballero armado dirigiendo un gran ejército que se acumula a sus espaldas, se pone ante una amurallada ciudad en son de guerra y conquista. Sobre la ciudad, flamea la bandera de la media luna, mientras que el caballero (Alvar Fáñez de Minaya, según dicen) lleva en alto la espada y la insignia de la cruz. El cielo, oscuro, está estrellado. Representa el momento de la conquista de la ciudad árabe (la Wad-al-Hayara andalusí) por las tropas castellanas de Alfonso VI.
Esta es, sin embargo, una composición romántica del siglo XIX. Hasta entonces (y hay numerosos datos, documentos y pruebas que lo avalan) el símbolo de la ciudad era un caballero abanderado. Sobre un campo de estrellas. El caballero era, como se prueba desde la remota Edad Media en que así aparece en los sellos de cera legitimadores de sus documentos, el juez villano, la máxima autoridad del burgo, la autoridad judicial y social. Ese símbolo de poder ciudadano, de autonomía y de imperio de la ley, sobre un fondo de estrellas, era el escudo que Guadalajara usó durante muchos siglos: también cuando Enrique IV, hace ahora 550 años, la nombró ciudad. ¿Por qué no volver a usarlo de forma continua, general, oficializada? Es una propuesta para este momento de fastos históricos y entrañables.