Llegada a Pastrana de Christopher Marlowe

viernes, 8 enero 2010 0 Por Herrera Casado

Fue Marlowe un escritor inglés, dramaturgo especialmente, activo en los años finales del siglo XVI y principios del XVII, colega y no demasiado amigo de William Shakespeare, con el que competía a través de sus piezas teatrales en verso. Algunas conocidas composiciones de Marlowe, como “Dido, reina de Cartago”, “La Masacre de Paris” y “El Gran Tamerlán” demuestran el cultivo de la poesía épica que cultivó en forma de montajes teatrales. 

La novela que relata la aventura de Marlowe por España, por Nacho Ares

Su biografía no ha sido compuesta de forma definitiva, pues su muerte, muy joven, en una reyerta extraña entre amigos, supuso para muchos la excusa para llevar a cabo un cambio de personalidad y entrar en el status de lo que modernamente se conoce como “testigo protegido” que en este caso fue de la reina de Inglaterra y su gobierno, por entonces enfrentado al catolicismo y especialmente a los reyes de España y Francia. 

Se sabe, por ejemplo, que en los tiempos en que Christopher Marlowe anduvo de estudiante en el Corpus Christi College de Cambridge, sus largas ausencias se explicaron por estar al servicio [secreto] del gobierno de la Reina Isabel, contactando con Thomas Walsingham como factor secreto del espionaje británico. Unas estancias seguras en Reims, y otras desconocidas en otras partes de Europa, han dado pie para todo tipo de fabulaciones. 

Y una de ellas acaba de llegarnos, de forma brillante y con apuesta fuerte por la novela histórica con carácter, de la mano de Nacho Ares, “el enamorado de la princesa de Éboli” que ya nos dejó hace unos años un libro estupendo sobre esta alcarreña de pro que fue doña Ana de Mendoza y de la Cerda. 

Las aventuras de Marlowe por Pastrana 

Cierro en este momento el libro de Ares, y me quedo pensando hasta donde llega la realidad y de donde parte la fantasía. Es esta una novela histórica que transcurre en los últimos años del siglo XVI, cuando en España reina Felipe II, son sus secretarios Mateo Vázquez e Idiáquez, y la princesa de Éboli y Antonio Pérez andan de cárcel en cárcel. El protagonista es el joven Marlowe, que accede a pasar unos cuantos años de su juventud metido en intrigas políticas, y en el servicio secreto de HM Elisabeth, la reina inglesa que se siente acosada por el rey español. 

La novela es muy entretenida, se basa en hechos reales pero con los lógicos aditamentos novelescos, y en ella tiene un protagonismo notable la Alcarria, Pastrana y, por supuesto, la princesa de Éboli, que por muy poquito añade siempre, en cualquier libro, la pimienta que le da sabor. 

Cuesta un poco de trabajo aceptar, según va uno leyendo este libro que se titula “El Retrato”, que doña Ana de Mendoza esté tan en contra de Felipe II y de España, que se llegue a poner claramente de parte de los ingleses. Y lo mismo puede decirse de Antonio Pérez y del arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga. Pero estas exageraciones le sientan bien a la trama de la novela, y en definitiva consigue lo que todo buen libro debe hacer con el lector: quejarse un poco, estar en desacuerdo, para en definitiva entrar de lleno en su historia. Es lo que decía Unamuno de la lectura: que los libros que más le interesaban eran aquellos con los que estaba en desacuerdo. 

La resolución de la trama, finalmente, la consigue Ares de forma magistral. Quizás lo mejor del libro, lo cual le da la calificación de bueno o muy bueno, porque en esas cuatro páginas finales de cada libro suele estar la sustancia y la justificación de todo lo anterior. Sin duda ha conseguido este joven escritor darnos una novela histórica ambientada en la Alcarria, escrita por un admirador de nuestros pueblos, de nuestra tierra, como es Ares, y  que va a interesar y divertir a cuantos se acerquen a ella, y se la lean, sin parar, un día de estos. 

PASTRANA y su entorno alcarreño 

La visión de Pastrana, siempre de actualidad, en cualquier paso literario que se da en su entorno, nos dice con más fuerza que tiene marcado un futuro prometedor y seguro. A pesar de que el rector de la Universidad de Alcalá, del que ya se cumplen, por fin, los dos mandatos que ha ejercido, se haya empeñado en que el palacio ducal no se abra a los usos lógicos de la cultura popular y el visiteo turístico que le corresponde. 

En este inicio de siglo, los pueblos de la Alcarria comienzan a darse cuenta de que lo realmente importante es lo que hace poco señalaba Francis Fukuyama como clave del desarrollo de un país, o de un grupo humano cualquiera: lo importante es mantener una dosis suficientemente alta de mirada hacia el futuro, y que esta sea, en cualquier caso, mayor de lo que cada país o grupo tenga de capacidad de mirada hacia el pasado. No es bueno radicalizarse en una de las dos posturas. Porque si parece que lo ideal es abrirse al tiempo por venir, y morar en la esperanza solamente, no deja de ser un error que luego se lamenta. Porque los pueblos que olvidan su historia, o la desconocen, están condenados a repetirla. El equilibrio es siempre lo ideal, como la virtud, que está en el término medio. Yo creo que lo mejor anda en un porcentaje de más/menos el 60% al futuro, y el resto al pasado. El latido de cada instante se debate entre las dos anteriores posibilidades. La vida es un «venir de» y un «ir a». 

En la Alcarria, que fue tierra muy volcada siempre al pasado, en la que los retratos de los abuelos aparecían presidiendo el comedor, y el cementerio recibía honores de gran salón social, se está empezando a cambiar. En la Alcarria, hasta las Centrales Nucleares (con todo el riesgo que día a día siguen manteniendo, al menos la que está en funcionamiento, sobre nuestras cabezas) son ya cosa del pasado. Hay que buscar alternativas mejores, y distintas. ¿Cuales? Sin duda el Turismo Rural es una de ellas. Bien hecho, con cabeza, con corazón, con ganas, con profesionalidad. Cortando de raíz la picaresca que al amparo de las subvenciones y los amiguismos se han podido generar en un principio. Dejando que sea la iniciativa privada, con lo que de riesgo y de heroísmo conlleva, la que marque el camino. 

La Alcarria es una comarca «a la que a la gente ya le va dando la gana ir» según decía el Premio Nobel Cela al comienzo de su segundo Viaje a la Alcarria. Nadie podrá negarle a Cela el gran mérito de haber «vendido» la imagen de una Alcarria pobre y atrasada. De una Alcarria anclada en el pasado. Porque eso sigue atrayendo a mucho público, y además servirá para que quien venga se lleve la sorpresa de que ese mundo de atraso y pobreza ya no existe. La solemne lontananza parda de los carrascales, y el azul grisáceo de los montes de Altomira, son el marco ideal de un mundo que se mueve, de un mundo que tiene fe en el futuro, pero que no olvida, en ningún momento, su rico pasado. Del que hasta vive. 

Historia y Patrimonio 

Pastrana es el mejor ejemplo de esa doble vía del desarrollo. El anclaje en la historia, en las memorias de antiguas damas turbulentas (la de Éboli) de santas con agallas (de Teresa de Jesús) de faranduleros y ricos-hombres, de moriscos y frailes herejes, sirve para dar un barniz de elegancia e intriga a sus calles. Por aquí pasaron… puede decirse de la calle de la Palma, y recordar los nombres de Ruy Gómez el portugués, o de Juan Bautista Maino el italiano. Estos fueron… y señalar con el dedo los derrumbados muros de un jardín morisco, de un convento de frailes mínimos, de un batán donde se entregaba poderío a la lana. Ahora, como se ve, hasta Christopher Marlowe anduvo (en la quimera de su novelesco deambular) por la plaza de la Hora, por la cuesta del convento, por el patio ajado y húmedo del palacio ducal. 

Podría aquí poner el listado de personajes y de monumentos que hacen grande y hermosa a Pastrana. Podría adelantar algo de lo que en un libro de muy próxima aparición hace el historiador Aurelio García López, recorriendo dato a dato la historia toda de su gran palacio y de las gentes que lo habitaron. 

Pero no: prefiero entregarme al sano e inquietante temblor de pasear por las cuestas pastraneras, darle la vuelta entera a los muros altísimos de la Colegiata, bajar hasta la fuente de San Avero, a ver si aún es capaz de pasar una mula, o un borrico, camino de las huertas. Pisar con energía ante las cruces de los mayos, subir hasta el Albaicín, a contemplar el caserón donde Fernández de Moratín se retiraba en los cálidos veranos de Castilla, a escribir tras pensar, a pensar tras vivir. Y oler la ceniza que se esparce al cielo en el atardecer de invierno sobre los tejados viejos, recomponiendo la añoranza de los niños cantores del colegio de San Buenaventura, los paseos que por el plazal vacío dieran Alonso de Covarrubias, Pedro de Medina y Nicolás Adonza, calculando el efecto que debería dar la fachada del nuevo palacio que les mandaba construir doña Ana de la Cerda, la primera señora del lugar, a la que el concejo y hombres buenos miraron siempre con odio y con respeto. Y aún imaginar las noches del verano, ya casi cantando el alba sobre el valle del Arlés por Valdeconcha, cuando regresaban satisfechos y felices los mozos por haber catado la pimienta de las mujeres de seguida que se albergaban para su gozo en la casa de mancebía que puso el ayuntamiento de costa de sus propios (en el siglo XVI, claro). 

En Pastrana, el viajero, disfrutará si tiene sensibilidad. Si no la tiene, también podrá disfrutar, comiendo y regando las entretelas del estómago. Pero a quien le mueve gracia el sonar de una campana, el mirar desde un plazal escurialense la levedad del aire sobre los huertos, y tiene garra para imaginar un Corpus de alegrías y pífanos entre el color arrebatado de una calle mayor tapizada de paños de Flandes, Pastrana le entusiasmará hasta la lágrima. Solo tendrá una cosa que hacer, quizás al final de todo: Subir de nuevo hasta el atrio abierto de la Colegiata, ponerse ante la cruz de piedra que se deja arrullar por la hiedra que trepa el muro, y leer la placa que recuerda a José Antonio Ochaíta, el poeta que murió recitando, y más que morir resucitó en la palabra. No debo seguir, porque los más de mis lectores ya han cerrado el Nueva Alcarria, y se están subiendo en el coche para irse a Pastrana. A descubrirla otra vez, porque nunca se acaba.