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diciembre, 2009:

Leyendas de Guadalajara

“Un rato antes de la Nochebuena”, según reza el Hízose del último libro de Monje Ciruelo, nos ha llegado a las manos la quinta entrega de su aportación literaria, que con ella empieza a ser consistente y con calado, al menos por lo que a temas provinciales se refiere.

Un libro que lleva por título “Leyendas y Relatos de Guadalajara” es en el que nuestro compañero de columnas se aventura de nuevo por las memorias populares, rescatando esos cuentos, esas tradiciones y esas consejas que se refieren de abuelos a nietos ante las chimeneas prendidas y temblorosas que en estos días largamente oscuros se encienden todavía en muchos hogares de la Alcarria.

Las cuenta quien las ha vivido, quien las ha oído desde chico, quien las ha recibido ya mayor de labios de viejos y viejas que se las oyeron a sus abuelos. Y añade, plenamente arropado por tanta evocación de apariciones, escalofríos y metáforas, algunas construidas por él mismo. O sacadas de la realidad más absoluta, de las páginas de sucesos de algunos periódicos, de la “Nueva Alcarria”, por ejemplo.

Un libro de leyendas

Monje Ciruelo, en la cima de su vida, y por todos reconocido como un escritor de raza, de los que se hacen leyendo y escribiendo durante décadas, -cada día una línea, o un artículo, o un capítulo-, nos entrega ahora el que hace el número 5 de sus libros. Los primeros con la antología de su mejor aportación periodística, y los últimos con relatos recogidos del acervo popular, o construidos exnovo por su capacidad de inventiva y alambique.

Entre las 30 narraciones que forman este racimo que tiembla de emociones en cada página, surgen relatos ambientados en pueblos, en costumbres, en fiestas, en leyendas, en anécdotas y en ocurridos reales. Todos ellos nacidos y vividos en Guadalajara, por lo que parece lógico que lleve el subtítulo que lleva: “Alcarria, Campiña, Sierra y Señorío”, porque de todas esas zonas aparecen relatos en los que se hacen protagonistas los castillos, las plazas o las fiestas de muchos lugares.

Como en sus entregas anteriores, en esta aparición se ofrecen memorias ambientadas en lugares como Palazuelos, el río Gallo o los pinares de Chequilla. Y en esos ambientes surge la entrevista razón de algún fantasma, de duendes y pescadores.

Pocas veces el título de un libro es más explícito y concreta mejor su contenido que este que acaba de aparecer y echarse a vivir. Estas “Leyendas y Relatos de Guadalajara” no tratan de confundir, de llamar la atención o de espantar a nadie, sino que vienen derechamente a declarar de qué van las páginas que repletas de letras van desgranando historias. Unas historias que entremezclan la realidad y el sueño. Unos relatos que propician el ejercicio de la memoria y la emoción conjuntamente, porque si en alguno de estos treinta relatos se ve con claridad la huella firme de la historia, en otros aparece brillante la creatividad del autor, que presiona la imaginación hasta materializarla y darnos, como un jugo, la belleza de lo imposible volando entre las concretas paredes de nuestra tierra.

Por todos ellos, por sus 264 páginas, he paseado con fruición y atención subida. Uno de los primeros que me ha llamado la atención es la leyenda del caballero de las Tetas de Viana. Quizás por el ambiente en que se sitúa, los altos cerros de las “Peñas Alcalatenas”, en torno a Trillo, y porque el autor con su limpia prosa nos va dando versiones diversas de lo que en esos pueblos del entorno, especialmente en Viana de Mondéjar, donde ha recogido las diversas facetas de la leyenda, se cuenta todavía. Mezcla allí la peripecia de dos hermanas moras, crueles y desalmadas, que terminan siendo lo que su corazón era cuando jóvenes: una roca. Y de ese caballero engañado y perdido que durante siglos ha rondado en las noches más oscuras los altos brañales del monte alcarreño. Hasta recoge Monje la historia real que se basa en leyenda, de la flecha medieval que apareció hace años en el costado de un jabalí.

No es un libro de estampas, apenas lleva imágenes. Es un libro que se mete directamente en el cerebro. Que es donde deben llegar los libros. Hiladas unas con otras las palabras, encadenadas las frases, bien urdidas las historias, aparecen en nuestra mente sitios y gentes de Guadalajara. Una de las hermosas leyendas que cuenta es la de la Caballada de Atienza, con diversos elementos imaginados. O la del peregrino del Hayedo de Cantalojas, del que muchos han oído hablar, sobre todo cuando se camina por aquellas altas trochas, y uno se siente perdido. Está también la doncella ahogada en la laguna de Somolinos, de la que tomó en su día razón Pérez Henares para empezar su “Río de la Lamia”.

Y además me ha gustado esta obra por la forma en que el autor organiza cada uno de sus treinta relatos. Siempre nos da una pincelada de realidad, nos describe un pueblo, un paisaje, un monumento. Nos dice de su historia, de la forma de visitarlo, del interés por estar allí. Y sobre la realidad, coloca la fantasía, como un árbol sonoro y de límites reconocibles. Cada cosa en su sitio, y la mano de Monje, su palabra cierta, en todos.

Entre los relatos aparecen pueblos y gentes de las cuatro comarcas guadalajareñas: esas historias de reyes castellanos por Atienza, y esfuerzos de molineses de hoy subidos a castillos. Memorias de la Guerra Civil por Brihuega y fascinantes cuentos de caballeros y princesas por las Tetas de Viana. Problemas de hoy entre urbanizaciones de Pioz y el típico misterio de aparecidos en medio de los bosques. Líos de drogas y problemas de ruidos por las urbanizaciones mesetarias. Nada más y nada menos que un denso programa de sorpresas escritas, de narraciones limpias, de memorias imposibles.

Muchas otras esquinas de Guadalajara y su provincia nos salen al paso en este libro de “Leyendas y Relatos de Guadalajara” que no debe perderse quien se apasione por las autóctonas raíces de nuestra tierra. En definitiva, un libro de los que hacen falta, hoy más que nunca: una “herramienta de enraizar” gentes y espíritus a la tierra en que se vive. Un empeño en el que debieran estar más comprometidos los políticos que hoy nos rigen, que andan más pendientes del bienestar de la gente (sin ser este despreciable) que de la conciencia que tengan de estar sobre una tierra de ancestrales leyendas y sabias entrañas, en cuyo discurrir estamos hoy inmersos, y solo conociendo las páginas pasadas podremos encontrar la razón del vivir de hoy.

Monje Ciruelo un autor clásico

Después de hablar del último de los libros publicados por Monje, creo que corresponde decir algunas palabras más sobre el autor, sobre este “palazuelino” de corazón que lleva más de 85 años entre nosotros, y más de 60 escribiendo en este periódico.

Para decir algo somero de Monje Ciruelo, que es amigo, desde hace muchos años, serviría cualquier biografía, aunque fuera breve: la que aparece en las solapas de este su último libro, que es la más actualizada, o la que se publica en Internet, donde figura entre los “alcarreños ilustres” o diccionario de nombres que han sido algo en esta tierra, a lo largo de los siglos. Allí está Monje Ciruelo, como ha estado durante más de 60 años en las páginas de periódicos provinciales y nacionales, sin descanso: este Nueva Alcarria el primero, y ABC, la Vanguardia, aquel “Badiel” que él fundara y aguantó dos números, en época de naufragios.

Antes de este que hoy comentamos, y después de miles de artículos en un buen racimo de periódicos, Monje sacó cuatro libros editados: el primero se titulaba “Guadalajara a mi través” y eran crónicas, selectas, de su andar Guadalajara en plan periodista y buscador de actualidades.

El segundo, titulado “Guadalajara desde el ayer”, resultó más interesante que el primero, porque a través de su mano, como un prestidigitador que saca del fondo de su sombrero sombras y luces que parecían haberse borrado, a través de las palabras ciertas de una vida antigua, yendo más allá de las anécdotas personales (sus ascensiones a la cumbre del Ocejón, al que le tiene por tótem mítico de su caminar provincial) abocando a la palpitante historia reciente de una provincia que ha recorrido muchos más kilómetros que otras en los últimos treinta años.

En el tercero, de fulgurante éxito, -tal que la primera edición se agotó en tres meses y se sacó otra que está a punto de desaparecer- el título desvelaba el camino por el que pasaba la firme literatura de este autor: “Memorias de un niño de la Guerra” que daba inicio a la obra con sus peripecias y recuerdos nítidos de una Guerra Civil que él vivió desde la neutralidad que da la infancia, y que se alargaba en varias decenas de relatos en los que también Guadalajara, sus pueblos y sus gentes, revivían y nos sorprendían con hechos ciertos, plasmados con la brillantez de una película sorprendente.

El cuarto fue otro libro de relatos que empezaba con el que daba nombre a la obra: “11 M: el tren de las 7:10” y en el que aparecían un buen montón de lo que ha dado finalmente a Monje su silueta de narrador: los cuentos y relatos, las leyendas reales o inventadas, el mundo fulgurante de la literatura discurriendo por los límites de Guadalajara.

En el prólogo de su primer libro decía yo mismo que su estilo estaba en la línea de los clásicos castellanos: nada de barroquismos, nada de “diversos ismos” que a todos nos llamaron la atención un día: Monje fue siempre con la palabra justa a describir los hechos ciertos. Hasta ahí la proeza, que no es tan fácil.

La prosa de Monje Ciruelo, desde sus iniciales crónicas en “Nueva Alcarria” y otros periódicos españoles, hasta sus escritos de hoy mismo, los que aparecen en este quinto volumen, ha ido creciendo y depurándose. Con la clásica limpieza de quien va derecho a narrar, a presentar una situación, a plantear un nudo, y a darlo abierto y fácil, los textos de Monje se ofrecen sin música pero con ritmo y claridad perfectos. En ellos vibra, con una gran variedad de temas, la honda raíz de una tierra castellana, esta de Guadalajara que se derrama en estos treinta manantiales de antiguo saber, de pensares inquietos e imposibles.

Y en fin, que no digo más que lo referido, porque en otros lugares pueden encontrarse sus méritos e itinerarios vitales. Léase, si no, la página www.aache.com/alcarrians/monje.htm en la que viene con detalle su currículo, sus fotos, hasta su dirección de correo electrónico, que también la tiene Monje, y la usa, lo atestiguo, como un chaval de veinte años. Atento siempre a lo que ocurre, estará a lo que le digan. Es, en todo caso, un verdadero lujo ser su amigo, su admirador, su consejero.

Nota Final

El libro de Monje Ciruelo

El libro que da pie a esta crónica, se titula “Leyendas y Relatos de Guadalajara”. Está escrito por Luis Monje Ciruelo, y lleva prólogo del profesor Manuel Peinado Lorca. Tiene 264 páginas, y está editado por AACHE, editorial de Guadalajara con más de 410 títulos en su haber. En un tamaño de 17 x 24 cms., y con un precio de 15 euros el ejemplar, su índice nos refiere los 30 títulos de esas leyendas y relatos que contiene, en las que aparecen paisajes, pueblos, personajes e historia de las cuatro comarcas en que se divide nuestra provincia.

La Navidad en la Alcarria

Aunque este año no podamos hacer el relato de la blanca «Navidad» sobre la Alcarria, porque la nieve no fue puntual cuando debía, y las ilusiones de los niños y de los poetas queda­ron un tanto truncadas, sí que haremos la llamada al recuerdo de lo que fueron, y aún perviven casi agónicas, las Navidades aldea­nas de nuestra tierra alcarreña, con su correlato de villancicos y rondas, con sus alegrías chiquilleriles y las costumbres añejas de la matanza y el buen comer.

Ya en el calendario románico de Beleña, en el arco de ingreso a la pequeña iglesia aldeana, obra del remoto siglo XIII, se representa el mes de diciembre por un hombre sentado ante una mesa bien provista de viandas, dando al conocimiento de los tiempos venideros que la forma de celebrar estas fiestas era, también entonces, llenar abundantemente los estómagos. Al mes de enero le significan por la matanza del cerdo, desequilibrando con éllo la normal representación de los meses en la generalidad de los calendarios antiguos.

Pero el caso es que estos dos ritos son los que, hoy también, conforman la celebración de la Pascua de Navidad en nuestra región. Que hasta hace muy poco tiempo fue una fiesta eminentemente pastoril, en la que ese gremio olvidado y de gentes con muy pocas posibilidades, se levantaba durante unos días en centro de la atención y el cariño de sus paisanos. En muchos lugares de la Alcarria, los pastores llenaban el mes de diciembre con su presencia notable en cualquier acto del pueblo, y sus cánticos plenos de ingenuidad invadían trochas y altares, porto­nes y soportales de las villas de la tierra.

Eso nos contaron Antonio Aragonés Subero, en su libro magnífico sobre el folclore de Guadalajara, y algo después José Anto­nio Alonso Ramos, en el estudio publicado en los «Cuadernos de Etnología de Guadalajara» sobre Canciones tradicionales de la Navidad alcarreña. Ellos nos dicen cómo los pastores de Peñalver cuidaban durante todo el mes la lamparilla del Santísimo y del altar de la parroquia. Allí mismo, la Nochebuena veía su triunfo, pues en la Misa del Gallo, a la medianoche, iban en traje de faena a la iglesia, portando dos ancianos pastores un corderillo y un gallo, que contestaban a las oraciones del cura con un balido o un quiquiriqueo, según a uno u otro apretaran sus dueños. Los zagales ayudaban a misa y el resto de pastores y pastoras dejaban oir su orquesta de almireces, castañuelas, zam­bombas y panderetas. Poco más o menos ocurría en el cercano lugar de San Andrés del Rey, donde también se libraba de muerte tempra­na a los corderillos que nacían en ese día de la Nochebuena.

Otro peñalvero de pro, este año desaparecido, Doroteo Sánchez Mínguez, nos refería también en su impagable libro sobre las costumbres de su Peñalver natal cómo era el mundo de los pastores el que daba vida y animación al folclore navideño en este tierra. El rumbo que lleva el mundo de tecnologías y optimizaciones, ha hecho que esta profesión haya prácticamente desaparecido, y lo que hoy buscan los pastores es, como el resto de los españoles, pasar la Nochebuena en casa y con los suyos, comiendo turrón y mariscos, y, a ser posible, con el regusto de alguna reciente victoria ¡una más! de la selección nacional de fútbol.

En tiempos pasados, la cosa era de otra manera: grandes fogatas se encendían en los pueblos delan­te de las iglesias. Como contrapunto a ese otro 24 de junio en el que la noche se puebla de luminarias, las posturas extremas del sol sobre el horizonte son saludadas con el rito del fuego. Y, después de la gran lumbre, a la Misa del Gallo, a cantar villan­cicos. Durante toda la noche recorrían el pueblo los mozos jóve­nes, con improvisadas orquestas a base de palillos, huesos secos, panderetas y zambombas, botellas de anís rascadas, y alguna que otra bandurria entrometida. A rondar a todos los vecinos y pedir­les el aguinaldo. Así hacen en Trillo, donde les daban lo más selecto de la reciente matanza: los chorizos aún blandos, que al día siguiente ponían a freír y así celebrar la Navidad.

La matanza del cerdo, proverbial festejo comunitario en los pueblos de la Alcarria, se encuentra muy unida a la celebra­ción navideña. Porque si bien es cierto que estos sacrificios se hacen en la época del frío intenso para conservar mejor sus productos, por otra parte es la ocasión más solemne y en la que con más justificación se pueden consumir esos bocados de ilustre prosapia castellana como son el jamón, el chorizo y la morcilla. Las familias se reúnen por uno y otro motivo, y en la Navidad se cata casi con mayor placer de lo salado que fabricó el abuelo, que de los bizcochos y mazapanes que trajo el tendero.

Los villancicos son también, en muchos casos, plenamen­te autóctonos, especialmente en su música, pues las letras son comunes al costumbrismo general castellano. Así ocurre con los famosos y populares villancicos que cantan en Sigüenza y Brihue­ga, puestos de relieve en estos últimos años por los grupos corales y rondallas de los respectivos pueblos. El encuentro anual, va ya para el cuarto de siglo, que en Torija se celebra entre las mejores rondallas alcarreñas, es buen prueba de ello.

Y siempre, siempre, con la alegría ingenua y sin lími­tes que a todos, chicos y grandes, el Nacimiento de Cristo en la humildad de un pesebre les ha deparado a lo largo de los siglos. Que sirvan, finalmente, estas palabras para desear a todos mis lectores, en esta fecha mágica y humana del 24 de diciembre, los mejores augurios de Feliz Navidad.    

Belenes por la Alcarria

Desde hace años, y este muy especialmente por haber sido Guadalajara sede del Congreso Nacional de Belenistas, se montan enormes belenes por los pueblos, las iglesias y las casas de Guadalajara. La Asociación Provincial ha dado un gran dinamismo a esta actividad, que si en algún pueblo ha cuajado de forma firme, es sin duda en Horche. Nos lo recordaba Juan Luis Francos en su “Historia de Horche” que fue presentada a principios de este año, y que viene a sumar datos para este momento en el que se refleja, en el paisaje íntimo del Belén, el deseo de que todos los hombres y mujeres del mundo dejen sus diferencias y formen un solo bloque de entusiastas por la Paz y la Concordia.

El belén de Horche comenzó a estar vivo en el inicio de los años 40. Fue el cura horchano don Pedro Cortés Calvo, quien por entonces inició el montaje de un belén en la iglesia del poblado de Villaflores, del que era capellán, y cuando allí quedaba suficiente población como para que la ermita/iglesia abriera sus puertas y tuviera algo de vida. Tras la Guerra Civil, un grupo de jóvenes, con más afición que conocimientos, se empeñaron en ilusionar a todo el pueblo con la confección de unos belenes que trataban de ser monumentales, en un época en que había escasez de todo, fundamentalmente de dinero. El belén de Horche no se dejó de montar ni un solo año desde sus orígenes, yendo siempre a más. Desde el primer río con agua “de verdad” han pasado muchos años y ha evolucionado la técnica de este espectáculo. En Horche se ha constituido hasta una Asociación Cultural para unidos sus socios (van por los 140) preparar a lo largo del año esa manifestación espléndida del Nacimiento de Cristo en miniatura. Moratilla ha sido el presidente y dinamizador de este grupo durante muchos años, recogiendo hasta los más mínimos detalles del pueblo y dándoles vida, miniaturizándolos, sobre el belén monumental. Hasta la altura de la primera Alcarria acuden excursiones, asociaciones, autocares y aficionados. Lo recomendamos muy vivamente, porque es una de las atracciones que más nos centran en esta Navidad Alcarreña que hoy se da cita en los corazones de todos nosotros. El de 2009 está montado en la sacristía de la iglesia parroquial.

En la ciudad de Guadalajara también este año tiene una especial relevancia el Belén monumental que se ha instalado en las “Salas del Duque” del palacio del Infantado. Bajo los grandes paneles que pintara Rómulo Cincinato en las techumbres de estas salas que habían sido, inicialmente, jardines guardados con música de agua por sus orillas, ahora está puesto un excepcional belén que da color a la Navidad de Guadalajara. Además del conjunto principal, como todos los años con su portal bajo la ingente roca, y las perspectivas que cambian el desierto del día a la noche con latido continuo, hay una pequeña muestra antológica de belenes que conviene admirar, entre ellos uno preparado por Barahona con figuras del Play-Mobil, que es una auténtica delicia, reconstruyendo el mundo de Israel bajo el dominio romano, En cualquier caso, todo ello es la expresión de esta forma íntima y tradicional que muchos alcarreños vivimos todavía la Navidad, como época en que se recuerda el Nacimiento de Cristo, y se estrechan los lazos familiares y amistosos de cara al Nuevo Año.

Paseando Buenos Aires

No se oye demasiado, en los salones de tango y milongas de Buenos Aires, esa canción emocionante a la que Astor Piazzolla le puso la música y Eladia Blázquez la letra: “Siempre se vuelve a Buenos Aires”. En los mil cubículos de la ciudad porteña sigue imperando el sonido y la estética de Carlos Gardel, que a mí me suena a rancio, mientras que el “nuevo tango” de fines de siglo no acaba de cuajar, sin embargo de su belleza refinada. Un paseo por Buenos Aires, envuelto en el olor de los cafés de Defensa y entre el barullo urbano de la Avenida Corrientes, me ha servido, sobre todo, para revivir España, y aun nuestra tierra alcarreña, palpitantes entre la presurosa respiración de esa ciudad gigantesca, la cuarta ciudad de América, con más de doce millones de habitantes: la vieja fundación de Santa María del Buen Aire, que nuestro paisano Pedro de Mendoza fundara en 1536.  

Estatua y Monumento erigido en Buenos Aires a la memoria de su fundador Pedro de Mendoza, en el Parque Lezama de la capital porteña.

 

 Los aniversarios  

Va a ser 2010, a punto de entrar en nuestras vidas, un año prolífico en centenarios. Por aquí, reviviremos el de Alfredo Juderías, escritor molinés que ensalzó a Sigüenza y se metió entre pecho y espalda la obra toda de Gregorio Marañón. Por Buenos Aires, sin embargo, va a ser algo más sonado el memorial de su segundo centenario de Independencia, que llevó a la ciudad de Buenos Aires a proclamarse distinta en lo político de España, con su caudillo general San Martín a la cabeza. El 25 de Mayo, reabrirá sus puertas remodelado y espléndido el Teatro Colón, para celebrarlo a lo grande, con lo más florido de la intelectualidad porteña ascendiendo sus escaleras solemnes, aquellas que dieron vida y taquicardias al protagonista de la novela “El Gran Teatro” de Mamuel Mujica Laínez, de quien también se celebrará el centenario de su nacimiento.  

Para muchos, especialmente los instalados en la modernidad, es Jorge Luis Borges el mejor escritor que ha tenido Argentina en toda su historia. No estoy en esa línea, porque entre la pléyade de escritores rioplatenses que tanto han aportado a la literatura hispánica, me quedo con Mujica, sin duda el más imaginativo, pulcro y brillante de todos ellos. La ciudad, que es tan varia y sonora como pude comprobar en el cruce de las peatonales Florida y Lavalle, el verdadero corazón latiente de la vieja ciudad que va ya para los cinco siglos de vida, tiene memoria para todos. Hasta para ese genio de la música del siglo XX, que puede ponerse a la altura de Falla y de Gershwin en punto a nacionalismos sinfónicos: Astor Piazzolla, a quien cada noche se levanta un altar de tangos bailados y cantados en los sótanos del pasaje Güemes, entre San Martín y Florida. Respira en sus terciopelos rojos la elegancia y el glamour de esta ciudad que a pesar del bullicio y las basuras incontroladas, sigue siendo una de las capitales del mundo, sentimental y generosa.  

La memoria de un Mendoza combativo  

Tras recorrer decenas de kilómetros andando por las calles y plazas de esta ciudad inmensa, me encuentro con el monumento que Buenos Aires dedicara en su día al fundador de la colonia. Va su imagen junto a estas líneas, como también el dato de que entre las varias leyendas grabadas en el enorme obelisco que centra la plaza de la República, apuntando el cielo entre Corrientes y 9 de Abril, está la que dice “En el cuarto centenario de la Fundación de la Ciudad por don Pedro de Mendoza. 2 de Febrero de 1536”. Se colocó entonces, y hoy cualquier porteño sabe que fue ese vástago mendocino quien creó allí justo, donde hoy la plaza de mayo sigue viendo a las madres/abuelas de los pañuelos blancos, el primer espacio abierto y cuadrado donde respiró Espíritu Santo, el primer nombre de la ciudad.  

Aunque Pedro de Mendoza nació en Guadix (1487) lo hizo en el seno de la familia de los marqueses de Mondéjar, que entonces formaban el cortejo militar y político más denso en torno a los Reyes Católicos, embarcados en el asunto de la conquista definitiva de Granada.  Aunque se desconoce su formación educativa y sus primeras actividades, está comprobado que ocupó diversos cargos en la corte de Carlos I y participó en las campañas militares de Italia, Alemania y Austria. Animado por el éxito de muchos otros castellanos en la conquista de nuevas tierras americanas, solicitó y obtuvo licencia para formar una expedición al cono sur. Fue ayudado por su familiar doña María de Mendoza, esposa a la sazón del poderoso secretario imperial, Francisco de los Cobos. La capitulación firmada en Toledo el 21 de mayo de 1534, concedía a Mendoza los títulos y privilegios de Adelantado, Gobernador y Capitán Vitalicio de las tierras que conquistara en el Río de la Plata entre los paralelos 25º y 36º, alentándolo a fundar ciudades, cristianizar a los indios, y abrir las rutas terrestres que facilitaran el tráfico rápido desde el Océano Atlántico hasta el corazón del Imperio Incaico.
La expedición de Mendoza partió del puerto de Sanlúcar de Barrameda el 24 de agosto de 1535, y estaba formada por dieciséis navíos y más de un millar de hombres. Tras cruzar el Atlántico, la expedición arribó al estuario del Río de la Plata a principios de 1536. Tal como se dice en el obelisco, el día 2 de febrero de 1536 se dio vida al Puerto de Nuestra Señora María del Buen Aire (la actual Buenos Aires). Precisamente es Mujica Láinez quien en el primero de los cuentos que forman su impresionante galería literaria “Misteriosa Buenos Aires” nos lo refiere con puntos y comas.  

Porque aquello no fue tan sencillo: los indios querandíes, que vivían en los alrededores, al principio se mostraron amistosos y obtuvieron mercancías españolas a cambio de alimento proveniente de la caza y la pesca; pero, poco a poco la situación empeoró, y los aborígenes dejaron de aportar alimentos, atacando incluso, hasta que se llegó a la guerra abierta, en la que los españoles sucumbieron de malas maneras.  

Diego de Mendoza, hermano del Adelantado, pidió ayuda en Brasil, pero los refuerzos no llegaron a tiempo. A fines de junio, los querandíes iniciaron el cerco de Buenos Aires y la situación se malbarató, muriendo unos mil expedicionarios castellanos. Gravemente enfermo, Pedro de Mendoza delegó el mando del poblado al capitán Francisco Ruiz Galán y partió con dirección a España en abril de 1537. La muerte le sobrevino cerca de las islas Canarias y su cuerpo fue arrojado a las aguas del Atlántico. En años sucesivos y con Ayolas por capitán, se siguió insistiendo en aquella posición, a la que sería Juan de Garay quien diera vida definitiva, en 1580, y pusiera donde hoy está la Casa Rosada, el fuerte del Adelantado, levantando en torno al Coso los edificios de la Catedral, y el Cabildo, que aún quedan, y de la Audiencia.  

El sueño argentino  

Una celebración familiar y amistosa, -la boda del más joven de los Marqueta-, ha sido el motivo de seguir un viaje hacia el interior del continente, cientos de kilómetros hacia el oeste, llegando exactamente al límite final de la Pampa, donde esta se alza en los amables y verdes montes de la Cordillera de Córdoba. El Embalse del Río Tercero es uno de esos lugares que aún respiran el clima de la colonización. No tiene siquiera un siglo de vida el pueblo, que está formado por dos calles asfaltadas que se cruzan en una plaza central, y el resto de la población es de calles de tierra que se embarran cuando llueve.  

Un sitio así es el que rememora Mujica Láinez en su novela “El laberinto” cuando su protagonista, Ginés de Silva, decide sentar la cabeza y quedarse a vivir en lugar remoto y paradisíaco. No tenía en cuenta que (era el siglo XVII) los indios seguían siendo revoltosos y al final le quitarían la vida. En ese lugar de tranquilidad y leyenda, por él mismo creada, se quedaría a vivir, y a morir, y a descansar eternamente, el propio Manuel Mujica.  

En un sitio parecido, siempre en el interior de este país que en muchas cosas parece estar aún por descubrir, apostó por llegar y quedarse a vivir un alcarreño de pro, del que alguna vez he hecho memoria en estas páginas. Me refiero al pintor Antonio Ortiz de Echagüe, quien en los años veinte del pasado siglo se instaló en Cerro Quemado, en La Pampa también, y aún hoy permanece viva su fundación, “La Holanda” donde se revive la aventura personal, y el exquisito arte pictórico de este impresionista alcarreño.  

Para quien vaya a Buenos Aires buscando la huella alcarreña, recomiendo pasarse un momento por la estación del Subte de Entre Ríos: allí permanecen los anchos frisos que con cerámica elaborada por Cattaneo y Cía, pintó Ortiz de Echagüe dando vida a la memoria de la conquista y colonización de la Pampa. El pintor alcarreño monta en este lugar del Metro porteño un inmenso friso donde las diversas escenas quedan separadas por troncos de árboles cuyas copas tocan el borde superior del panel. Entre ellos aparecen los militares, los frailes blandiendo la cruz, y los colonizadores con sus carretas y ganados. Unos rótulos anuncian que se trata de la “Fundación de los Pueblos de la Pampa”, y de la “Conquista del Desierto” y son realmente alusivos a las colonizaciones que en esos lugares remotos hicieron los argentinos a lo largo del siglo XIX.  

El viaje rápido, los compromisos muchos, me han impedido entrar más en profundidad a conocer esta ciudad y este país que la rodea en profundidad. Pero al menos ha servido para comprobar que, también aquí –como en cualquier lugar del mundo- la memoria de lo alcarreño está viva y palpitante.  

Puntos alcarreños en Buenos Aires  

El viajero por la ciudad del Río de la Plata debe aprovechar a mirar estas cosas, y sentir cómo la Alcarria y sus gentes han dejado huellas por todas partes:  

  1. El obelisco de la plaza de la República. En la cara que da a la primera parte de la avenida Corrientes, aparece tallado con inmensas letras romanas el dato de que Pedro de Mendoza fue fundador de la ciudad el 2 de febrero de 1536.
  2. El monumento a Pedro de Mendoza. En el parque Lezama, en la esquina de Brasil con Defensa, en el barrio de San Telmo, se levanta la estatua de bronce (realizada por Juan Carlos Oliva Navarro) que imagina al fundador, respaldada por una gran lápida de piedra en la que luce tallada la imagen de un indígena. La frase al pie dice que “Buenos Aires es su inmortalidad” además de señalar la fecha de su llegada.
  3. La estación de Metro de Entre Ríos, donde se ven los paneles cerámicos que pintó el alcarreño Ortiz de Echagüe evocando la colonización de la Pampa.
  4. La estatua del Cardenal Cisneros que asoma en el campanario de la iglesia de San Francisco, en pleno barrio ilustrado de Montserrat, sobre la calle Defensa.

Monumentos funerarios en Guadalajara

Con motivo de celebrarse, al año que viene, el redondo quinto centenario de la muerte del licenciado Alonso Fernández, cura que fue de Jirueque y las Cendejas en el remoto siglo XV, van a programarse allí en su pueblo preserrano una serie de actos que consistirán en afirmar las raíces culturales, históricas y patrimoniales, de este pequeño pueblo. Tarea que merece un fuerte aplauso, y que debería ser imitada en tantos otros sitios en los que la cultura se suele limitar a reponer un sainete de Arniches, comerse una caldereta y organizar una carrera de sacos en torno a la vieja olma de la plaza.

En Jirueque tienen al licenciado Fernández como ser venerable y antañón, debido fundamentalmente a que él mismo decidió guardarse “como oro en paño” en el interior de un sarcófago de piedra que fue tallado, por ignoto escultor, en estilo prolijamente gótico y severamente castellano, dando de su propietario la imagen de un ser culto, piadoso, y rico. De ahí que aún quede en la memoria de sus paisanos con el apelativo de “el Dorado de Jirueque”.

Memorias de la muerte

La muerte ha sido, en todas las edades y culturas, uno de los temas que más profunda y violentamente han conmovido la atención y el pensamiento de los hombres. Religiones y filosofías se han visto centralizadas por lo que alguien calificó como «lo único cierto de la vida». Por ese estado problemático y oscuro, misterioso y comunitario al que todos los seres arriban, se han tamizado también las más esplendidas muestras del arte, desde la poesía y el drama, a la arquitectura y la escultura. En esta última faceta, los artistas se apresuraron a plasmar su inspiración en los monumentos funerarios que otros grandes y poderosos hombres disponían para encerrar sus cuerpos inánimes.

La provincia de Guadalajara, esta tierra nuestra que en su fondo palpita al unísono del cosmos, lleva en su manto salpicadas todas las manifestaciones del espíritu humano. Y esta del culto artístico a la muerte nos deja en amplio y magnífico repertorio, desde las lápidas más sencillas y humildes hasta los panteones colosales y polícromos donde la muerte es cantada y reverenciada con el nombre de alguna persona noble.

Sin espacio para citar una por una todas las muestras que del arte funerario han existido o todavía se conservan en Guadalajara, espigaremos aquí un sucinto muestrario, elevado en glosa, de las más caracterizadas e interesantes. Desde aquella piedra, casi incolora y ya perdida, que Loperráez describió como encontrada en las cercacías de Sigüenza, y que decía así: Cayo Elio, seguntino, hijo de Galerio Paterno, natural de Clunia, de cuarenta y cinco años de edad, está aquí sepultado. Séale la tierra leve, pasando por las necrópolis hispanoromanas y visigoda que Monteagudo describe en los términos de Azuqueca y Alovera, con hallazgos de curiosas fíbulas y extraños ritos funerarios, son muchas las muestras sencillas, silenciosas y fugaces que han quedado del paso de las diferentes razas y culturas pobladoras de nuestra tierra. Radicadas ya en el contexto socio religioso del cristianismo occidental, comienzan con la reconquista la elaboración de piezas recordatorias de la muerte y enterramiento de las personas de alta alcurnia. Eclesiásticos, guerreros, poetas, damas y mercaderes van dejando su nombre tallado, su blasón polícromo o su recostada y pálida efigie en los oscuros rincones de iglesias y catedrales, de monasterios y panteones particulares en donde los siglos son únicamente hojas amarillentas de un otoño arrebatado y continuo.

Recorramos algunos de estos mausoleos, minúsculos o retumbantes, que se agolpan en los caminos y las ciudades de Guadalajara: el inusitado alarde plateresco que D. Fadrique de Portugal, obispo de Sigüenza, mandara levantar en un ángulo del crucero de la catedral seguntina, con sus escudos y aún su propia efigie orante, dando a su “más allá” un eco colorista y casi galante. Frente a él, formando el contrapunto de la auténtica humildad y desprecio de las pompas humanas, esa piedra ruda, presidida por la calavera y las tibias, que D. Bernardino Mendoza, hijo del tercer conde de Coruña, hizo poner sobre su tumba en el presbiterio de la parroquia de Torija. El hombre que capitaneó una compañía en Flandes, que escribió tratados de guerra, libros de historia y poemas, y que ejerció la diplomacia en las principales capitales europeas, vino a dar con su escueto epitafio: Nec Potes, nec timas, en el apretado destilar de la sabiduría. Y entre ambos, quizás a medio camino de la vanagloria y la humilde retirada, ese magnífico sepulcro, hoy en el Museo de Bellas Artes de Guadalajara, que doña Aldonza de Mendoza, la duquesa de Arjona, se hizo tallar para contener sus restos en el monasterio jerónimo de Lupiana. Con las galas severas y elegantes de la vestimenta gótica (murió el 18 de junio de 1435), minuciosamente trabajadas por anónimo escultor, aún se decidió a poner esta frase junto a su escudo: «Omnia preteriit, preteram arcae deiciit», con la que viene a señalar la fugacidad de la vida humana: «Todas las cosas pasadas, pasarán arrastradas a la tumba”.

Los caballeros después, los hombres que dedicados sólo a la milicia, como don Rodrigo de Campuzano, enterrado con todo su material armado en la iglesia arriacense de San Nicolás, o simultaneada esta con el ejercicio de las letras, en la cúspide clasicista y poetizada del Renacimiento, como D. Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, son claros ejemplos de la imperecedera savia castellana. Es esta última estatua, sin duda alguna, la obra cumbre de la estatuaria funeraria de nuestra provincia, y una de las mejores de toda España.

Al fin, como una cimera coloreada y un algo artificioso de la monumentalidad postrera, el Panteón que la condesa de la Vega del Pozo y duquesa de Sevillano mandó edificar para su enterramiento, y el de sus familiares, a las afueras de Guadalajara, en un estilo neobizantino de gran interés, se culmina en la cripta del mismo, donde la pálida y sepulcral luz rodea el pálido mármol en que García Díaz talló el cortejo angelical que, arrastrado a ignotas moradas, sigue caminando con los restos de la noble dama.

Muchos otros sepulcros en la catedral de Sigüenza, en San Ginés de Guadalajara, en la colegiata de Pastrana, y aún otros que, en oscuridad y olvido permanecen por iglesias y museos, dan fe de lo abultada que fue la obsesión por el definitivo viaje. El arte ha sabido, en la provincia de Guadalajara, cuajar el mito y la creencia religiosa, dando a la piedra y a la pintura un cariz de elevado rango estético. La muerte, así, se ha esclarecido.

Una escuela de escultores funerarios

Por los pueblos de la Alcarria, de las Sierras, de los entornos geográficos de Sigüenza y Atienza, discurrieron por los años finales de la Edad Media una serie de artistas, canteros o escultores realmente inspirados, que sabían lo que hacían, y lo hacían muy bien.

Sería una especie de Jack Jackson de “Los pilares de la Tierra”, quien iba a protagonizar, por nuestros lares, esa epopeya de ir de aquí para allá ofreciendo sus servicios, y su arte exquisito, a magnates que querían poner las más hermosas y nunca vistas imágenes de talla en piedra sobre los capiteles de los templos o en  los frontales de altares, palacios y enterramientos.

Este escultor, cuyo nombre nos es desconocido, fue autor de varios enterramientos en pueblos de nuestra provincia, todos ellos realizados en los últimos años del siglo XV o en la primera década del siglo XVI.

El primero de ellos sería el del chantre don Juan Ruiz de Pelegrina, que hoy vemos (aunque en la semipenumbra en que la catedral se encuentra) en la capilla de San Marcos de la catedral de Sigüenza. Un segundo sería el enterramiento de don Martín Fernández, cura de Pozancos, y beneficiado del cabildo seguntino, que está en una pequeña capilla de la iglesia de Pozancos, aunque con elementos (como las imágenes en talla de bulto de Adán y Eva) en el Museo Diocesano de Arte Antiguo de la capital del obispado.

En ambos casos, aunque en disposición diferente, el autor desarrolla programas muy parecidos. El del canónigo seguntino tiene estatua yacente, revestido de los ropajes litúrgicos propios del caso, y relieves tallados con su escudo, el del Cabildo, escoltado de la escena de la Anunciación, y santas advocaciones. El de Pozancos, que estuvo como el de Jirueque aislado en el centro de una capilla, pero que hace ya mucho tiempo se adosó al muro, distribuyendo anárquicamente sus talladas piedras, tiene también al cura revestido yacente con un libro sobre el pecho, y en los laterales sus escudos de linaje, el del Cabildo, la Anunciación, Santa Lucía y Santa Catalina. Las similitudes entre el enterramiento de Pozancos y el de Jirueque son tantas, que sin duda se trata del mismo artista. El del canónigo Pelegrina se ha querido ver anterior, enlazado con la escuela de Sebastián de Almonacid, autora de los mausoleos de Martín Vázquez de Arce en Sigüenza, Campuzano en Guadalajara, Pedro de Coca en Ciudad Real, condes de Tendilla [hoy en San Ginés pero primitivamente en Santa Ana de Tendilla], y el Condestable don Alvaro de Luna en Toledo. En cualquier caso, similitudes que nos hacen ver la fuerza de un talento desconocido que ha llegado, tras largos siglos de silencio, hasta nosotros.

Un Centenario en Jirueque

Para el año que ya tenemos en puerta, 2010, está prevista la celebración del quinto centenario de la escultura funeraria del licenciado don Alonso Fernández, el que todos conocen como “El Dorado de Jirueque”.

Este tercer sepulcro que tallaría el mismo escultor que antes hemos recordado, está exento y situado en el centro de la capilla mortuoria, a la cabecera del templo parroquial de Jirueque. Aparece yacente la figura de un hombre, revestido de ropajes litúrgi­cos, con sotana y amplia casulla de bordes muy decorados. Cubre su cabeza con un simple bonete, del que asoman los flecos de su larga cabellera, y la apoya sobre dos almohadones; entre sus manos sujeta un misal. La cama sepulcral presenta decoración esculpida en sus cuatro caras; a los pies aparece la figura de un sacerdote arrodillado sobre un cojín con las manos juntas orando, un bonete delante y la cabeza descu­bierta mostrando amplia tonsura. A la cabecera aparecen dos angelillos desnudos sosteniendo un escudo en el que se ven dos llaves cruzadas, símbolo del sacerdocio. El costado derecho presenta la escena de la Anunciación, con buenas tallas de la Virgen y el Arcángel, separadas por un jarrón de azucenas. En el costado izquierdo aparecen los relieves de Santa Lucía, arrodillada, y Santa Catalina de Alejandría, más dos escudos similares al de la cabecera, rodeados de corona de laurel. El conjunto se apoya sobre seis leones, atados sus cuellos por cadenas. Y en la pestaña del sepulcro se lee esta inscripción en letra gótica: +Aquí está sepultado el honrado alonso fernandes, cura que fue desta yglesia y las cendejas el qual falesció a quinse dias del mes de octubre, año de mil y quinientos y dies años+, con lo que queda identificado el personaje, sus cargos, y el año de construcción de este monumento.

Tiene en total esta pieza diez figuras humanas (el sacerdote yacente, el sacerdote orante, el arcángel Gabriel, la Virgen María, Santa Lucía, Santa Catalina de Alejandría, los dos angelotes que sostienen el escudo, y dos figuras mínimas de sacerdotes, sobre las pilastras de la cabecera) y seis animales (seis leones, de grandes cabezas, encadenados por el cuello, uno en cada esquina, y dos en el comedio de los laterales). Aún podría contarse como décimonona la figura del emperador Majencio, cuya sola cabeza aparece cortada a los pies de Santa Catalina, vencedora con su virtud de aquel sátrapa.

El aspecto del conjunto es señorial, elegante y espléndido. Lástima que esté situado en espacio tan estrecho, porque casi no hay posibilidad de adquirir perspectiva para contemplarle en su conjunto. Las fotografías deben hacerse con objetivos de gran angular, y el espectador se tiene que ir a las esquinas, y casi pegar la espalda contra los muros, para tener una visión de conjunto.

El personaje allí enterrado no ha dejado apenas huella en los anales de la historia. De él se sabe poco más que fue cura del pueblo, y de los tres Cendejas (de la Torre, de En Medio y del Padrastro) y que fue beneficiado del Cardenal Mendoza, con relaciones económicas y patrimoniales en Cogolludo, de donde sacaría el material para hacer su sepulcro. El cual no fue hecho, sin duda, en vida del eclesiástico, sino al morir este, porque la leyenda en letra gótica que corre sobre la cenefa del catafalco dice su nombre, sus títulos y el día exacto de su muerte.

En todo caso, una efemérides que traerá a la actualidad de este nuevo siglo, de vez en cuando, la memoria de tan remoto individuo, que se quedó “de piedra” y hoy le miramos con asombro. Una serie de actos para la próxima primavera y el verano, se están fraguando por parte de la Asociación Cultural de Jirueque, entre la que habrá muy probablemente una representación teatral de la vida de este licenciado, así como algunas conferencias, exposiciones, conciertos, mercadillos y jornadas evocadoras. Todo ello como un tributo de memoria y agasajo a lo que son realmente las raíces culturales de un pueblo y una comarca.

El palacio del Infantado como templo de la Fama

El palacio del Infantado es considerado, sin discusión, en cualquier encuesta que se haga (entendiendo la encuesta como principal y casi único juicio de valor sobre las cosas públicas) como el mejor de los monumentos de la ciudad. La joya de la corona, pues Guadalajara las tiene (joya y corona) sobre su escudo de armas municipal, es este palacio de los Mendoza, duques del Infantado y señores, -en su tiempo- de un tercio de España, cuando el otro tercio era de sus primos los de La Cerda, y el otro del rey.

Es indiscutible considerar al Palacio del Infantado como el más representativo de los monumentos de Guadalajara; quizás, incluso, como el mas auténtico símbolo de la antigua y la nueva ciudad: palacio gótico, núcleo renacentista, sede vital de unos personajes que marcaron la historia arriacense a lo largo de varios siglos.

Hay, sin embargo, y todavía, una nueva visión del palacio del Infantado. Un modo distinto de considerarle, que va más allá del concepto unívoco y simple de la obra arquitectónica de un estilo determinado, y con una historia entre sus muros. Precisamente es el renovador (y para algunos destructor) del palacio, en el siglo XVI, el quinto duque don Iñigo López de Mendoza, quien le confiere esa nueva dimensión. Que hasta ahora no había sido percibida. Y, pues con una mentalidad estrictamente formalista había sido considerado el magno edificio, los aspectos simbólicos, trans‑sociales, que encierra, no habían sido tomados en cuenta.

Hace algunos años (1981), en un artículo que titulé «El arte del humanismo mendocino en la Guadalajara del siglo XVI» y que tuve la suerte de que me lo publicaran en el número 8 de la Revista «Wad‑Al-hayara» en las páginas 345-384, con 95 gráficos complementarios, me ocupé en profundidad de este tema. La senda para llegar a esa «nueva visión» me la facilitaron las pinturas que decoran los techos de las salas bajas, hoy ya restauradas por completo, y en muestra habitual a los visitantes que se aproximan a contemplarlas. Esas pinturas son obras del artista italiano Rómulo Cincinato, fueron encargadas por el quinto duque y realizadas en los últimos años del siglo XVI. En ellas, -una vez tratadas y estudiadas conforme al método científico iconográfico‑iconológico de E. Panofsky- se presenta un auténtico «tratado» de historia mendocina, y una exposición portentosa del pensamiento estamental del Renacimiento tardío en España.

No de otro modo que como «Templo de la Fama» puede interpretarse el palacio mendocino de los duques del Infantado de Guadalajara. En una línea de claro anclaje medieval, pero fuertemente revitalizada en el renacimiento y el humanismo italiano, la «casa mayor» de un linaje viene a resultar siempre, de un modo u otro, la prueba más clara de su gloria y su fuerza. En su fachada, pétrea y firme, los escudos pregonan la nobleza. Los patios repiten heráldicas y pruebas simbólicas de ser afortunados por el destino. Al fin, será la decoración, el lujo, los techos y el «aire» todo de las estancias, las bibliotecas, los que señalan la unicidad de la mansión, su «ser distinto» de las demás, su adhesión irrevocable al apellido, al linaje que las ha levantado.

Así, el renacimiento italiano ve exaltar la fuerza de la «virtud» frente a la incógnita de la «fortuna». El hombre que se esfuerza, que trabaja, que se arriesga: ese llegará a estar por encima de los otros, a ser mejor que ellos. He aquí uno de los altos valores surgidos del «Rinascimento»: el culto a la personalidad. La mano de Dios, los hados, el fatalismo de una «rueda de la fortuna» inconmovible contra la que el hombre nada puede, se derrumba. Y fruto de esa «virtud» constante, es la «Fama», que se trasladará por todo el mundo con alas y sonidos de trompeta, diciendo en cada esquina que tal hombre, que cual linaje, ha sido virtuoso y tiene su merecida prepotencia.

Esta filosofía humanista, que a España entró, en gran modo, por mano del más conocido de los Mendoza, el marqués primero de Santillana, se desarrollará durante el siglo XVI en numerosos círculos -casi siempre extrauniversitarios- y es en Guadalajara, la «Atenas alcarreña», en el propio palacio mendocino, donde entre tertulias y parnasos se desarrolla. El quinto duque (a quien Layna denostó y aborreció como destructor de las artes) fue quien heredó cuajada tanta lección sabia, y decidió plasmar en los techos de las salas bajas de su gran casona estas teorías. Así fue que se hicieron pinturas, y se bordaron filosofías, historias, mitologías y sueños en estas habitaciones, hoy recuperados para la historia del arte.

En esa elaboración de la «Fama» como parto final de renovada y constante virtud, juegan un papel predominante los hechos notables -generalmente de armas-, en los que la familia Mendoza interviene. Hechos que ocurren a lo largo del tiempo. Batallas y Tiempo deben ser, pues, los protagonistas de la Fama. Y, en definitiva, la victoria mendocina que, por su brazo armado y su inteligencia, libran y consiguen frente al tiempo.

Esta breve definición nos ayudará a comprender el significado de una sucesión de nombres: los de las salas pintadas del palacio del Infantado. Son estos: la sala de Cronos; la sala de las batallas de don Zuria; el Olimpo; la sala de Atalanta e Hipómenes; la Sala del Día, y la Sala de Escipión. Las dos últimas, con el Olimpo, han desaparecido ya (fueron hundidas en el bombardeo de 1936). Las otras se muestran hoy en toda la belleza grandiosa de sus formas y colores. Concretamente la «sala de batallas» es un enorme recinto en el que 23 escenas y figuras relatan al espectador, en un lenguaje un tanto misterioso, diversas facetas de la historia primera de la familia Mendoza: el capitanazgo de don Zuria, la batalla de Arrigorriaga, las luchas contra los moros, su papel en la conquista de Granada, etc., siempre con personajes mendocinos en el centro de la acción heroica «virtuosa». Y algunas imágenes claves para la interpretación del salón, como el Honor, la Fama, la Victoria y la Fortuna.

En la sala de Atalanta e Hipómenes, que se llamó «sala de caza» aunque nada tiene que ver con ella, se describe pictóricamente, y de forma elocuentísima, la bella fábula que Ovidio relata en sus «Metamorfosis». Me fue posible interpretar su significado tras el afortunado hallazgo de los planos que Acacio de Orejón trazó para realizar la reforma del palacio. Estaban estos planos en un legajo del Archivo Histórico Nacional de Madrid, en la sección Osuna, y en ellos se especifica el tema de las pinturas y el párrafo ovidiano de donde se toma. La fábula de Atlanta e Hipómenes es poética y simbólica. En este último sentido la toma el quinto duque y así explica a los futuros visitantes que un hombre (el linaje Mendoza) es capaz de vencer con su esfuerzo, su virtud y su constancia, a una Diosa (a Atalanta, que es el Tiempo, con mayúscula, como arma principal y amenazadora de la Fortuna). Las otras salas (la de Cronos, la de Escipión, la del Dia, etc.) venían a apoyar este sentido humanista, culto y, en todo caso, justificativo de una situación social. Pues si la familia Mendoza, la cabeza del mayorazgo ostentada por el duque del Infantado, seguía teniendo un inmenso poder en Guadalajara, en Castilla y en la Corte real, no era por casualidad, sino porque su «virtud» así lo justificaba. Como una justificación, pues, de todo lo que hicieron (bueno, malo y regular pues como botica se comportaba el tribunal jurisdiccional propio de los Mendozas) debería aparecer este palacio: un «templo de la Fama», un centro del mundo, un indiscutible liderazgo social que, ya en los finales del siglo XVI, había sido puesto en tela de juicio (casos de las comunidades, de los alumbrados, de los pleitos con el Concejo a lo largo del siglo) varias veces.

Para quien, una vez más, se acerque a contemplar y admirar nuestro eterno palacio del Infantado, creo que existe ya una nueva visión con que enfrentarse a esto que, más que acúmulo de piedras y filigranas, es palabra viva y palpitante de nuestra ciudad, de esta Guadalajara que, también, tiene corazón propio, antiguo y sabio.

Apunte

Algunos datos bibliográficos

Para quien quiera completar con otras lecturas estas ideas, le recomiendo hacerse con el artículo original, muy amplio, en que refiero con detalle la descripción y significado de esos techos palaciegos. Es «El arte del humanismo mendocino en la Guadalajara del siglo XVI» y apareció en el numero 8 de la Revista «Wad‑Al-hayara» del año 1981, páginas 345-384, con 95 gráficos complementarios. Existe también, incluso en el mercado de libros, como separata independiente. También algo de ello, en un contexto más amplio, lo relato en mi libro “El Renacimiento en Guadalajara” de la editorial Nueva Alcarria, Guadalajara 2005. Y por supuesto, el clásico libro de Layna Serrano, “El palacio del Infantado” que fue editado por AACHE en 1997 dentro de la Colección de las “Obras Completas de Layna” y en el que se recopilan todos los escritos, documentos y opiniones que el antiguo Cronista Provincial desarrolló en torno a este palacio, el elemento patrimonial siempre clave de nuestra ciudad.