Una visita a La Fuensaviñan

viernes, 20 noviembre 2009 0 Por Herrera Casado

En la más alta Alcarria, o en la más baja Sierra, en ese confín poco definido de los extremos del antiguo Ducado de Medinaceli, se abre a todos los vientos la villa de La Fuensaviñán, que ofrece de todo un poco: historia, arte, naturaleza, y hasta arqueología y arquitectura popular, por lo que no está de mal preparar una excursión hasta sus límites, y visitar este lugar que cae, en todo caso, muy cerquita de la N-II rumbo a Alcolea. Antes de que se líe el invierno, y se haga más difícil o penoso llegar a ella.

Sobre un poco profundo vallejo por el que corre arroyo que, pasando por Torremocha del Campo, irá a dar en las honduras y fragosidades del río Dulce por Pelegrina, asienta el caserío de La Fuensaviñán; en su término crece el monte bajo, y se recoge algo de cereal en los valles abrigados.

Como aldea de La Torresaviñán (poblado con advocación de San Juan o San Illán, situado junto al castillo o torre que dominaba estos altos valles) aparece ya tras la reconquista de la zona en el siglo XII. El rey Alfonso VII se lo donó al obispo de Sigüenza don Pedro de Leucata, en 1154. Y luego durante varios siglos siguió formando parte del Seño­río episcopal de Sigüenza.

Para darse un garbeo por el caserío, debe empezarse la visita por su iglesia parroquial, de airosa arquitectura renacentista rural, con torre de planta cuadrada sobre el muro de poniente, de tres cuerpos, rematada en terraza con bolones. La portada, en el muro sur, se compone de arco de medio punto, con entablamento liso y frontón luciendo un capitel sobre la columna. En sus enjutas se ve relieves de sol y rostros y rosetas de rosca. En el tímpano, hay tallada una inscripción que reza: “Yglesia de asilo. 1773.” La nave muestra aparejo de sillería con contrafuertes, amplia barbacana al exterior, y puerta semicircular adovelada sobre el muro sur. Sobre la clave del arco mayor se lee “Siendo mayordomo Juan Antonio Morencos. Año 1766” que fue el año de una de las múltiples reformas que recibió el templo. En su interior puede admirarse el sepulcro del canónigo seguntino, natural de la villa, don Alfonso de la Fuente, que murió en 1564 dejando fundada en la iglesia una capellanía con generosa dote para casar doncellas del pueblo. La entrada a la capilla consta de arco de medio punto, en intradós con decoración de de molduras recortadas, cerrada por reja de hierro, con inscripción en jamba derecha que dice: “1653.”

Consta el enterramiento de este eclesiástico de una lauda con inscrip­ción, y estatua yacente del mismo, sobre cama decorada con rosetones de traza renacentista. El bulto, en alabastro, es buena pieza de los talleres de escultura seguntina del siglo XVI. Aparece el personaje en decúbito supino, apoyada la cabeza sobre un par de decorados almohadones, y en actitud orante con las manos juntas. Se toca la cabeza con bonete y se reviste de vestimenta sacerdotal, destacando especialmente la franja de la casulla, recubierta de finísimos adornos, meda­llones y decoración vegetal, sobresaliendo el medallón central con el busto de San Pedro.

En la capilla de la Asunción, hay un altar dedicado a esta advocación mariana, fechado en el siglo XVIII y costeado por el que fuera sacerdote catalán pero residente en la diócesis seguntina, don Ignacio de Puig y Maurell Puig de la Cerda, cuyo escudo se encuentra en la cabecera de dicho altar. La vocación mariana de este personaje, se materializó en su propio lugar de descanso, en el pavimento de la nave mayor de la catedral seguntina, ante el altar de Nuestra Señora de la Mayor en el Trascoro, donde se ve una lápida con escudo e inscripción que estudié en mi libro sobre la Heráldica Seguntina, hace ya años.

La arquitectura tradicional

Una de las cosas a admirar en La Fuensaviñán es la arquitectura tradicional de sus edificios, en los que destacan los elementos de viviendas de gran superficie, de una sola planta, con aprovechamiento de la parte superior para graneros, almacenes o cámaras. Al paso de los siglos, esta arquitectura evolucionó a mayores alturas, despegando lo que en un principio eran íntimos espacios dedicados a personas y animales. La estructura de la vivienda tradicional en La Fuensaviñán es el reflejo de una forma de vivir: la unidad de vivienda, explotación agraria, ganadera y el auxilio de medios animales para el trabajo. Era, pues, casa y empresa a un tiempo. El espacio se compartía con los animales domésticos, y así vemos que en el interior hay cuadras quedando al exterior, pero anejos sus edificios, los gallineros y corrales, y aún la corte para los cerdos. Parece ser que lo normal era colocar estos espacios al norte,  para que así sirvieran al mismo tiempo de calefacción de la vivienda.

En su magnífico estudio sobre la historia y el patrimonio de La Fuensaviñán que ha poco nos ha regalado Ricardo Barbas Nieto-Laina, se realiza un detenido estudio de esta arquitectura tradicional, que todavía está bastante intacta en esta villa. Los edificios son de mampostería caliza, con revoco de cal, y piedra de sillería en esquinas, ventanas y puerta, lo que da al edificio un aspecto sobrio y de gran con­sistencia. Los muros son muy gruesos, de entre 0,7 y 1,0 metros, de dos hiladas de piedras, relle­nas de cantos más finos, cal o pajuzo, como corresponde al clima realmente frío de la zona.

Nos describe Barbas cómo son y sobre todo como eran, cuando cumplían fielmente su cometido a través de sus funciones, estas casas serranas: “El encofrado era íntegramente de madera, y entre las vigas había encajadas piedras tobáceas para aligerar la estructura. La cubierta era también de madera, sobre la que se ponía transversalmente madera más fina (támaras), paja, algún serón o mimbres, que servían de aislante térmico”. Sobre la cubierta se colocaba teja “árabe” cóncava de color naranja. En la parte alta de las fachadas solía correr una cenefa pintada en la que se solía poner decoración de alegorías en tonos azules, o bien escritos y referencias al dueño o autor de los arreglos, así como la fecha de ejecución. Al igual que en las zonas seguntina, del Ducado, Palazuelos, en imitación de lo que se hace en las vecinas tierras de Soria y Segovia, se usan grabados sobre pared, de formas variadas (peces, círculos, rombos, juegos como las tres en raya, rostros, hojas, etc….) en forma de esgrafiados. Si la pintura era lisa, solía serlo en tonos amarillos o en colores suaves, como blancos, rosados y granates, muy pocas veces azules, que la gente de nuestra Castilla solía asociar con las construcciones árabes.

Al exterior de las casas aparecen poyos (asientos adosados a la pared) de piedra caliza bien tallada, en los que se celebraban las tertulias al caer la tarde del verano y el inicial otoño. Muchas tenían parra adosada a la fachada, que nacía en un receptáculo de forma cónica truncada de piedra, de donde salía la parra de uvas hacia arriba. Al lado de la puerta solían poner una gran anilla de hierro para atar las mulas que no llegaban a entrar en las cuadras.

El interior de estas casas mostraban sus paredes de adobe con entramado de madera. Con gran portal por el que pasaban personas y animales. Tanto las ventanas y puertas, como cualquier otro vano, era de reducidas dimensiones, para conseguir aislarlo del ambiente, generalmente frío, del exterior. La cocina era el elemento central de la vivienda: muy amplia, pues era el centro de reunión familiar, en ella se celebraban las comidas diarias, siendo el lugar donde luego, la familia reunida, a la luz de los candiles, los viejos contaban sus historias, sus leyendas y dejaban caer los recuerdos mezclados con la experiencia. Una verdadera escuela de formación, al estilo clásico. Luego llegó la radio, y finalmente la televisión, siendo ya los extraños, los locutores, los que hablan por el aparato, los que dictan las ideas, las formas de ser, las instrucciones…

Por el entorno del pueblo, en sus campos y eriales, se alzan todavía buena cantidad, y mucha variedad, de construcciones populares agrícolas. Muchas de ellas son para resguardarse de las inesperadas tormentas de verano, y otras, la mayoría, para guardar el ganado cerca de los prados. Unas se llaman parideras, de cuerpo rectangular, cubiertas de madera y teja cóncava, con unas paredes que no sobrepasan los 2 metros de altura, y una modesta puerta de madera con escasa ventilación. Había que dejar bien cerrados estos espacios, para evitar que entraran los lobos a montar sus destrozos. Además se ven chozos de resguardo, destacando el que Barbas nos describe como “Rancho Redondo”, “hecho en su totalidad de piedra trabada en seco, posee estructura circular, y cerramiento superior de falsa cúpula por aproximación de hiladas, con una pequeña entrada sin puerta orientada al sur”.

Las Fuentes Viejas

Elemento imprescindible a admirar en La Fuensaviñán, por cualquier viajero que se llegue, son las Fuentes Viejas, que dieron origen al nombre actual. Son de origen romano, sin duda, en su ubicación e inicial aprovechamiento, aunque luego han seguido siendo mejoradas, reutilizadas, y finalmente adaptadas al ocio en medio de un encantador paraje de parque abierto y rural.

Barbas las presenta en su libro como un elemento muy curioso, en el que “se suceden varias construcciones de carácter hidráulico que se van uniendo por una pequeña canalización abierta, por la que trascurre el agua y van a parar a un lavadero del siglo XX”. Le recuerda el conjunto hídrico la presencia romana que hubo en el paraje del Olmo de la Cigüeña. La abundancia de agua en esa zona, “llevó a la creación de un sistema de canalización complejo y a la construcción en piedra de las fuentes, dedicado a la agricultura intensiva, sobre todo hortícola, y al abastecimiento de agua de la villa romana”. En ellas, al haberse utilizado durante largos siglos de forma continuada, se han añadido elementos cristianos (cruces) y algunos retoques, pero en esencia mantienen su forma primitiva, por lo que recomendamos vivamente su visita.

Apunte

El libro sobre La Fuensaviñán

Acaba de aparecer, editado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, una obra que lleva por título “La Fuensaviñán. Legados de la tierra” cuyo autor es el joven investigador Ricardo L. Barbas Nieto-Laina.

El motivo principal del libro es la publicación de fotografías recogidas de viejos baúles y de carpetas desteñidas, para con ellas conjurar el pasado y hacerlo vivo y tembloroso. Pero junto a ello, el autor ha aprovechado a hacer una recopilación de datos acerca del pueblo, pero con tanto entusiasmo, propio de la juventud preparada y animosa, que le ha salido una primera parte que es talmente una historia de La Fuensaviñán. Además de una historia de la fotografía en la provincia de Guadalajara, le siguen los capítulos dedicados a la Geografía, la Toponimia, la Historia, los Monumentos, la Tradición y una final y completa Bibliografía. Todo ello ilustrado con profusión, con elementos del patrimonio y de las fiestas.
Es un libro en el que además del acopio de fotografías revitalizadoras de tantos pasados recuerdos, constituye realmente una “Historia de La Fuensaviñán” de calidad y seriedad aseguradas.