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octubre, 2009:

Un asturiano en Villaescusa de Palositos

En los últimos años se ha dado notoriedad a un pequeño despoblado de nuestra provincia (uno más del medio millar existente) por las repercusiones mediáticas que ha tenido el corte arbitrario de sus caminos de acceso por parte del nuevo propietario de ese antiguo pueblo convertido en finca particular. Me estoy refiriendo a Villaescusa de Palositos, hoy en término de Peralveche, pero antaño con vida y contingencia propia. Tanta, que ahora cada año en el mes de abril, y en una marcha que sus protagonistas han llamado “de las flores”, se adelantan por los vedados camino y arriban al alto de sus derruidas casas y postrer cementerio, a recordar tiempos pasados. Algo que siempre fue bastante inofensivo, pero que ahora ha supuesto tener que vérselas con la Guardia Civil. Cosas de estos tiempos tan metidos en leyes

Debo a la gentileza de Ramón Fernández Fernández, un asturiano de Azuqueca que me los dio hace más de diez años, un fajo de documentos y algunos dibujos que, por considerarlos de absoluto interés para mis lectores hoy voy a comentar. Ramón Fernández, en sus escritos y datos, me decía entonces que añoraba el mar y los ecos del palacete de Labra, en Cangas de Onís, donde naciera un remoto antepasado suyo, don Sebastián de Soto y Cortés Posada. Curioso personaje que era, a su vez, descendiente directo de Jovellanos, por parte de la hermana de este, doña Juana Jacinta Jovellanos, que casó en 1766 con don Sebastián de Posada y Soto. Este don Sebastián era hermano de don Ramón de Posada y Soto, alto funcionario real en la corte borbónica del siglo XVIII: nacido en 1746, pocos días antes que Goya, fue amigo de Jovellanos y del pintor sordo. Goya le retrató incluso, existiendo hoy todavía ese retrato (que no ha figurado en ninguna exposición antológica del aragonés) de 1,97 x 0,96 m., ovalado, en el Young Museum del Golden Gate de San Francisco. Fue oidor de las audiencias de Lima, de Guatemala, y finalmente estuvo en México como Fiscal de la Real Hacienda.

Pero vamos a nuestro personaje. De Sebastián de Soto y Cortés Posada habla la «Gran Enciclopedia Asturiana» y dice que fue «bibliófilo y anticuario. Nació en Labra (Cangas de Onís) en 1835. Se graduó de Bachiller en Filosofía, en la Universidad de Oviedo, en julio de 1849. En esta misma Univer­sidad cursó los estudios de Filosofía y Leyes a la vez. Se graduó en Leyes en Valladolid. Vuelto a su tierra asturiana, se puso al frente de sus propiedades de Labra y Posada. Incrementó la notable biblioteca heredada de su padre. Cultivó los estudios históricos y la Arqueología. Hizo explo­raciones para adquirir objetos prehistóri­cos que coleccionaba. Fue diputado pro­vincial y miembro de la Academia de la Historia. Colaboró con la Comisión Pro­vincial de Monumentos. Falleció en Labra en el mes de mayo de 1915». Como bibliografía nos remiten a la obra de Constantino Suárez, «Escritores y artistas as­turianos», Oviedo 1959. Yo he conseguido algunos datos más en el trabajo de Ramón Rodríguez Alvarez y José Luis Pérez de Castro publicado por el Real Instituto de Estudios Asturianos en 2002, y en la necrológica que escribió don Fermín Canella y Secades en el periódico “El Orden” de Cangas de Onís cuando nuestro personaje murió el 17 de mayo de 1915.

Siguiendo una evidente tradición familiar, don Sebastián Soto viajó algunos veranos hasta Trillo, en la orilla del Tajo, a «tomar las aguas», cuando todavía aquel romántico paisaje servía para pasar el verano y curar artrosis. Y aquí radica la interesante noticia que del personaje asturiano viene a cuento en esta página. Don Sebastián fue hombre meticuloso, y un gran pintor. Describía cuanto hacía en un ancho cuaderno al que tituló «Diario…» y hoy una parte del mismo lo custodia doña María Teresa Pendás. Otra parte se quedó en la casona de Labra, y a saber donde andará. Pero de lo que doña María Teresa guarda, su primo Ramón Fernández nos dejó algunas páginas que no tienen desperdicio. Es la primera de ellas una anécdota que le ocurrió a Don Sebastián, y que le califica como un auténtico hidalgo español de los que hoy no es que escaseen. Es que, sencillamente, no existen.

Para entretener la tarde, decidió darse desde Trillo un paseo hasta Villaescusa de Palositos. Alguna vez relaté en estas páginas mi aventura para llegar hasta allí. En los años finales del siglo XIX no es que fuera más fácil el viaje, pero al fin y al cabo se iba en mula, y los caminos para estas estaban reconocibles. En Villaescusa, además, quedaban gentes. Tan buenas como las que protagonizan este relato. Copio directamente, y a la letra, del «Diario de don Sebastián Soto: «En una casa de este pueblo donde vivía la familia de un labrador vi uno de los más hermosos platos antiguos españoles de reflejos metálicos que en mi vida encontré: pequeño, perfectamente conservado, con bellísimos ramajes entrelazados, formados de ramos de oro sobre fondo azul. No recuerdo haber encontrado en museos ni colecciones particulares cosa aparecida. Desgraciadamente, la ausencia del dueño impidió el contrato que yo, con grandísima insistencia, propuse, y la mujer del ausente y el hijo, con una dignidad y un aplomo que parecían de algún Grande de España se negaron a la venta por ausencia de su marido y padre respectivo, pero me querían entregar el plato en préstamo, para que sacase los dibujos que quisiere y sin garantía, depósito ni nada, solo bajo mi palabra de devolución (no me habían visto en su vida, no sabían mi nombre ni nada) bastaba mi palabra de devolución, y sostuvieron su oferta después de enterarles que mi patria y residencia estaba a muchísimas leguas de distancia y que no pensaba volver en vida a Villa-escusa de Palos-Hitos. Por supuesto no acepté tan gallardo rasgo de honradez y generosidad por las consecuencias y disgusto grandísimo que me exponía a tener si el dichoso plato se rompía…»

Toda una anécdota que retrata al milímetro la gallardía de don Sebastián (un veraneante asturiano en la Alcarria) y la grandeza de ánimo de unos alcarreños generosos. Emocionante de verdad.

Pero don Sebastián no se fue con las manos vacías de Villaescusa de Palositos. Visitó la iglesia, una preciosa pieza de la arquitectura románica, casi totalmente desconocida hasta hace poco, y en ella encontró, grabadas sobre la puerta de entrada, unas antiguas letras, que para el anticuario fueron ininteligibles, pero que hoy, tras leer sus recuerdos trillanos, nos han servido para alcanzar la evidencia de que es esta, la de Villaescusa, posiblemente la primera iglesia románica de la provincia de Guadalajara que está firmada. Junto a estas líneas aparece el apunte de don Sebastián, para el que encontramos, al menos, una lectura posible: «Gilem: fe/cit: hic-e/c: si cs» que podría interpretarse como «Guillermo hizo esta iglesia». En una fotografía de la piedra que también hizo nuestro amigo Ramón Fernández se ve hoy todavía con total claridad este escrito. Y, por supuesto, en los centenares de fotografías digitales que a partir de las “marchas de las flores” se han hecho, ya se ve con claridad la frase tallada y yo mismo me he hecho eco de ella en estas páginas.

Don Sebastián encontró empotrada en la pared interior del templo otra piedra tallada, esta sin duda una lauda sepulcral de época romana, que podría ser resto de un enterramiento de los primeros siglos de la era cristiana, en el que un hijo dedica a su padre este recuerdo.

El resto del cuaderno de memorias y diarios de su estancia en Trillo está repleto de dibujos relativos a Trillo, a sus personajes de finales del siglo XIX, a tipos curiosos, a dibujos de árboles, de plazas, de la iglesia, de calles… un tesoro gráfico que pensamos publicar más adelante en revista científica donde estas evidencias de un tiempo ido sean valoradas como merecen.

En cualquier caso, un maravilloso encuentro este que hoy hemos tenido con un viajero romántico que aún se desplazaba de su brumosa Asturias a esta luminosa y seca Alcarria, en la que al verano, entre el frescor de la arboleda junto al Tajo, y las arideces cerealistas de la meseta de Villaescusa, un paraíso debe parecer, y nosotros sin saberlo…

Apunte

Memoria gráfica de Villaescusa de Palositos

Un libro que apareció editado hace más o menos un año, nos ha venido a devolver la imagen gráfica de Villaescusa. Realizado con el entusiasmo que la Asociación de Amigos de Villaescusa de Palositos le pone a todo lo que hace, este libro de 128 páginas está completamente lleno de mensajes gráficos de lo que fue aquel lugar que hoy no es nada, solamente un barrio abandonado de Peralveche, una finca particular en la que no está permitida la entrada. Está dividido en varios capítulos, que agrupan las imágenes de los diversos temas: así vemos la primera parte dedicada al “lugar” con fotografías antiguas, algunas de ellas aéreas, en las que aún se reconocen todas las casas y estructuras de la antigua villa. La segunda parte va dedicada a la “iglesia” con imágenes antiguas y modernas, expresivas del deterioro imparable de ese templo románico al que debería de manifestarse devoción por parte de quienes han de cuidar de ese patrimonio. Y siguen los capítulos dedicados a la Escuela, las Gentes, la Mili y el Día a Día. Un ejercicio de saludable evocación, que complementa hoy a través de esta Asociación aquellos entusiasmos de don Sebastián de la Sota. Una evidencia de que Villaescusa tuvo siempre un interés hondo porque en su interior latía la vida auténtica.

Una ruta del mudéjar en Guadalajara

Pido a mis lectores que, como en otras ocasiones han hecho, le concedan una oportunidad a la imaginación, y la pongan a saltar sobre el abismo del tiempo, dejándola a la búsqueda, por tierras, sierras y caminos de nuestra provincia, de los elementos de una de nuestras más propias y olvidadas raíces, las mudéjares, las que explican en callada retahíla algunas páginas de la historia común.

Ahora que tan dado se es a crear Rutas para que los viajeros, sin lecturas previas, lleven una guía mental por donde discurrir en sus domingueros afanes, la capacidad de nuestra tierra en ofrecer maravillas específicas puede concretarse en una “Ruta del Mudéjar” con edificios, portaladas, capiteles y pinturas de este estilo medieval. Vamos a ello.

Por no ser demasiado pesado en letras, creo que lo mejor es dar claridad a la propuesta con esa que es razón fundamental de nuestro tiempo: con la imagen, con las siluetas que en este caso son de complicadas tracerías y asombrosos dibujos en volutas.

Más de trescientos años permanecieron los musulmanes controlando políticamente el territorio de nuestra actual provincia, al menos el más poblado, el de los entornos del río Henares: desde su nacimiento por Horna y Sigüenza, hasta su salida al Jarama más allá de Torrejón, los árabes, beréberes y gentes varias del Norte de África y el Oriente próximo tuvieron el control de los caminos, de los alcázares y los portazgos. Desde los comienzos del siglo VIII hasta el fin del XI, la cultura islámica fue marcando (Marca la llamaron, por ser frontera con el cristiano Norte castellano) esta tierra, y dejando hondas huellas que aún pueden rastrearse.

Arte mudéjar en Guadalajara

El arte es el que mejor ha dejado su evidencia. El color pálido del yeso, de la piedra serrana tallada, o la pintura roja de los muros, todavía se asoman a nuestro camino. Lo mudéjar es la herencia, en tierra ya cristiana, de esa previa dominación o cultura islámica. Muchos moros quedaron a vivir pacíficamente entre el sustrato hispano-romano y visigodo previo, sin dramas especiales con los nuevos gobernantes. Y esos moros tuvieron el saber de muchas cosas. De la construcción sobre todo, de la decoración de edificios, de portadas, de ventanales y cornisas.

Por ello no se hace difícil encontrar sus huellas en los corazones y los horizontes de la provincia de Guadalajara. Tanto en lugares estrictamente civiles, como los más puramente religiosos. Siete espacios nos pueden servir de parada, en una ruta idealizada que empezaría en Guadalajara y acabaría en Campisábalos, en los extremos septentrionales de nuestra tierra.

Los complicados dibujos de líneas y plantas (por algo se llaman arabescos a estas múltiples encrucijadas) reciben su herencia capital de la exquisitez islámica, de Granada, en cuyo palacio nazarita de la Alhambra toda la maravilla de la imaginación geometrizante es posible.

 

Mudejar de Guadalajara, neomudejar, pervivencia del mudejar, trallero sanz, villaflores

En Guadalajara encontramos un ejemplo primordial: el palacio de los duques del Infantado, construido en los años finales del siglo XV, recibió de las manos de muchos alarifes de origen moro sus más delicados adornos. En la imagen adjunta vemos remarcado el mocárabe que a todo lo largo de la fachada de este caserón mendocino sustenta el nivel más alto de balconadas y garitones. El genial espíritu de la levedad pétrea, de la ingravidez de la madera, tiene aquí su asiento.

Un lugar preciso y magnífico para iniciar una ruta del mudéjar que a continuación se irá hacia la Alcarria, y llegará hasta Brihuega. Subirá hasta el podio de su castillo de los obispos, cruzará el patio de honor, hoy cuajado de enterramientos, y penetrará en la capilla del arzobispo Jiménez de Rada. Allí, en sus paredes, y con pintura de oscuro tono rojo, encontrará el viajero los enrevesados y armónicos dibujos que artistas mudéjares al servicio de los toledanos prelados le pusieron a comienzos del siglo XIII.

También en Brihuega existe un elemento mudéjar de interés, como es el ábside de la iglesia de San Simón. Descubierta no hace mucho para los admiradores del arte, al haber caído el edificio que ocultaba su ábside cuajado de ventanas y ladrillerías mudéjares, otra vez ha quedado oculto por la construcción de edificio que lo tapa. Pero allí está, para que lo busque quien quiera ver sorpresas nuevas.

Más allá, en las orillas casi del Guadiela, en el hondo y recoleto valle de Córcoles, la severidad cisterciense de su templo monasterial alberga en los costados de su presbiterio unas credencias que ven tallados rosetones de hermosa parafernalia mudéjar. Escoltadas de cortas columnas y pequeños capiteles románicos de acanto petrificado, los complicados dibujos de geometría soñada dan noticia cierta de alarifes moros por aquellos contornos. Era el siglo XII, Edad Media castellana repleta de gentes pegadas a su tierra secular y querida. En la obra que escribiera Andrés Pérez Arribas sobre el monasterio de Monsalud pueden verse con detalle todos estos elementos.

Se sube a Sigüenza luego, y se encuentran en plena ciudad episcopal detalles de la mudejaría andante: en la catedral, sin ir más lejos, en el gran coro de tallada madera que adorna el centro de su principal nave, surge brillante -cardinas y filigranas- la teoría más sublima del mudéjar, del geometrismo aniconográfico por excelencia: ausencia de seres, inexistencia de vida. Parece como si las líneas, al curvarse, solo buscaran producir música. Y en el Museo diocesano de Arte Antiguo, en un par de arcos que sirven de paso entre sus primeras salas, vemos los restos de sendas casas de las Travesañas, en las que constructores moros pusieron, para adornar los escudos de hidalgos severos, una complicada tracería sobre yeso de curvas, ángulos y mil sueños. No deben ser olvidados, aunque estén tan recónditos ahora. Como no deben ser olvidados otros arcos y detalles que aparecen en el interior de la Casa del Doncel, recuperada para el arte y las visitas. En su escalera principal, y en el primer piso donde existe un pequeño Museo de la Casa, se ven portadas con prolijos detalles mudéjares.

El románico de Pela

Más hacia el norte, el viajero llegará hasta Albendiego, y en la orilla serena del Bornoba, se acercará hasta la ermita de Santa Coloma, el ejemplo más excelso del románico rural en Guadalajara. En su ábside, tres ventanales centrales en los que la filigrana tallada del mudéjar pregona viejísimos laureles. Los rosetones múltiples que tienen como motivo central la cruz octopuntata de los sanjuanistas, muestran hasta qué punto el mudéjar adornó los templos medievales cristianos. Junto a estas líneas vemos también un ejemplo de tamaña floritura en la piedra.

Un último enclave, la final frontera que nos circuye: Campisábalos, en su capilla del caballero San Galindo tiene varios motivos mudéjares que mostrar: quizás sea la ventanilla (no más de treinta centímetros de diámetro) que da luz a su presbiterio, ofrece de nuevo la estrella de cruzados rayos que complica el espacio, parte la luz y se lleva la mirada a rebotar en todos los límites que forma.

Un viaje, éste del mudéjar por Guadalajara, que merece emprenderse cualquier día. Aunque ya lo hayas hecho otras veces, lector amigo, esta oferta no decae: es más, se levanta cada año porque el mudéjar guadalajareño está formado de pequeñas sorpresas, y en su esencia la búsqueda paciente puede aportar tantas ofertas que lo que hoy solamente es un artículo puede llegar a ser un día cortejo de sones y filigranas. Una oferta que solo busca darte el camino por donde ir, lejos y cerca a un mismo tiempo, para poder encontrarse en silencio con uno mismo, con su ancestral identidad.

Apunte

Guadalajara mudéjar

Por la ciudad encontraremos detalles, quizás en mayor densidad aún que por la provincia. Porque en la ciudad se alza el templo de Santa María la Mayor, ahora en obras, precisamente tratando de recuperar nuevos detalles mudéjares de su primitiva construcción en el siglo XIV. Sus grandes puertas de arcos de herradura, de tipología siria; su torre de ladrillo con filigranas en las ventanas, dinteles y apoyos; su artesonado de madera, visitable por encima del actual techo de factura barroca: en ese artesonado se ven tallados escudos y dibujos de tracería morisca.

Después hay que mirar el ábside de la que fuera iglesia de San Gil, en la plazuela del Concejo, con su falange de ventanales semicirculares enladrillados. Y en la cuesta de San Miguel esa maravilla arquitectónica, como de muestra, que es la capilla de Luis de Lucena, cuyos muros exteriores, y sobre todo sus garitones y sus aleros son un complicado universo de formas conseguidas a base de poner a los ladrillos en todas las posturas imaginables. Y no olvidar otro ábside, allí por donde los martes y sábados surge el mercadillo: en el santuario de la Virgen de la Antigua, un par de ventanas y unos arquillos ciegos, dan también señal del mudejarismo arriacense.

Memoria de Goyeneche en Illana

Entre los personajes que podemos decir incidieron de forma positiva en la historia de Illana, se cuenta de forma notoria a don Juan de Goyeneche, quien a comienzos del siglo XVIII impulsó de tal modo la vida económica y social de esta villa, que debe sin falta estar en los anales de la misma, entre la nómina de sus personajes ilustres.

Quien fue Goyeneche

El linaje de Goyeneche procede del valle de Baztán, en la Navarra pirenaica, donde tuvieron varias casas en su origen. Juan de Goyeneche nació en 1656 en el barrio de Ordoqui, próximo a Arizcun, en el Baztán navarro. Era el menor de seis hermanos, por lo que como «segundón» (más bien como sexendón) sus padres le mandaron a Madrid, a que estudiara. En 1670 llegó a la capital de España, estudiando Humanidades en el Colegio Imperial de los Jesuitas.

Casó en 1689 a los 33 de su edad. Celebró la boda en su casa de la calle del Arenal. Su mujer era María Francisca de Balanza, hija de Martín de Balanza, noble navarro natural de Aoiz. De los varios hijos habidos solo sobrevivieron Francisco Javier, futuro marqués de Belzunce; Francisco Miguel, que heredó este mismo título tras la temprana muerte de su hermano, y Juana María. El segundo, Francisco Miguel, añadió el título de Conde de Saceda por otorgamiento por Felipe V en 1743.

Por su formación madrileña y herencia de familia, Goyeneche fue un hombre muy culto, un gran humanista y erudito. Le gustaba comprar, coleccionar y leer libros. Él mismo fue escritor. Su único gran libro, publicado en 1685, es la Executoria de la Nobleza, Antigüedad, y Blasones del Valle de Baztán, que es un «auto de fe de su navarrería baztanesa» más que un libro de erudición. Además escribió una breve biografía de don Antonio de Solís y Rivadeneyra, apoyando la edición y poniendo prólogo de las Varias poesías sagradas y profanas del mismo Solís. Y siendo editor, finalmente, en 1688, de la Mística ciudad de Dios de Sor María de Jesús de Ágreda. Todo ello da muestras evidentes de su preocupación intelectual y literaria, de la que el mismo padre Benito Feijóo afirma que «su casa… es noble Academia donde concursan los más escogidos Ingenieros…» añadiendo que «las Ciencias le reconocen como Protector, y las Artes como Promotor».

Además puede calificársele de devoto cristiano, y más aún, de entusiasta «pro-jesuita», cosa que luego, en el siglo XVIII, se pondría bastante menos de moda. Su formación en el Colegio Imperial, y su trato frecuente con ilustrados religiosos, le hizo crecer en su apoyo a los Jesuitas, a la par con su devoción por San Francisco Javier, lo cual se puede leer como clave de muchas de sus actuaciones: en su testamento pedía ser enterrado en la iglesia de San Francisco Javier del Nuevo Baztán, o en la iglesia del Colegio de la Compañía de Jesús de Almonacid de Zorita, por él fundado.

La actividad de Goyeneche durante su vida en Madrid (que fue donde pasó toda su vida) es realmente impresionante. Él sirve de aglutinante a un amplio foro de empresarios e ilustrados navarros que viven en la Corte. Se hacían denominar como «protectores de la restauración de la abundancia de España» y trataron por todos los medios de dotar al país de fuentes de riqueza propias, aumentando la producción nacional y disminuyendo las importaciones.

Entre los cargos meramente cortesanos, aunque a su vez administrativos y económicos, Goyeneche fue Tesorero General de las Milicias, hasta 1710. Además fue Tesorero de doña Mariana de Neoburgo, por nombramiento de Carlos II. A partir de la muerte de este, y la subsiguiente Guerra de sucesión, Goyeneche fue siempre partidario del partido francés, por lo que una vez Felipe V en el trono alcanzó los cargos de Tesorero de las reinas María Luisa e Isabel de Farnesio, ambas esposas del primer Borbón. Este cargo se lo pasó a su hijo Francisco Javier en 1724.

La actividad empresarial de don Juan de Goyeneche, en una época de crisis y depresión, causa hoy asombro. Empezó con poco: en 1697 adquirió el periódico «La Gazeta de Madrid», fabricando en sus molinos del Tajuña hasta el papel del rotativo. De ese inicial «poder de información» le vinieron enseguida otros. Suministrador de materiales para el Ejército y la Armada, cortaba grandes árboles en el Pirineo para hacer mástiles de barco, bajándolos en grandes almadías hasta el Mediterráneo. Creó fábricas de brea y alquitrán en los montes de Tortosa. Promocionó y pagó buena parte de la carretera de Madrid a Valencia, porque intuía que la base del crecimiento económico eran las buenas comunicaciones.

Industrias y tenerías

Después llegaron las industrias. Se inició todo con la creación, en un lugar inhóspito, sobre la meseta de la Alcarria Baja, cerca de Alcalá y del Tajuña, de un pueblo entero: el Nuevo Baztán. El conjunto estaba inspirado en las propuestas de Colbert. Un auténtico ejemplo de urbanismo racionalista. Se trataba del asentamiento de una nueva y numerosa población, agrupando en una serie de edificios «de cal y canto» con vocación industrial, con amplio y limpio trazado urbano, los servicios de una ciudad pequeña y modélica.

En Nuevo Baztán el elemento principal es el palacio del dueño. A su extremo izquierdo se levanta la iglesia, y en el conjunto urbano se construyen viviendas, talleres de todo tipo, almacenes, hornos, pósito, escuela, mesón, bodegas, un jardín, etc., con un planteamiento de cuadrículas y calles perpendiculares, con una visión muy armoniosa. Delante del palacio, una gran plaza y detrás otra, rodeada de casas de oficios, de talleres de artesanos, con función de plaza pública y de plaza de toros.

Este conjunto, que fue diseñado en su conjunto y en sus detalles por el arquitecto José de Churriguera, lo completó Goyeneche con un nuevo trazado de la carretera de Madrid a Nuevo Baztán, construyendo algunos puentes sobre el Tajuña, añadiendo una fábrica de papel en el batán de Vella-Escusa, una ermita cerca, un gran bosque de nueva planta con encinas y robles para la caza, etc.

Las fábricas y el palacio de Illana

Después de tener en marcha Nuevo Baztán, Goyeneche se propuso elevar el nivel de vida de la comarca en su torno. Ahí entre en juego Illana. Porque por un Decreto de 23 de octubre de 1718 estableció en La Olmeda de la Cebolla y en Illana sendas «fábricas de paños, antes, gamuzas, sombreros y otros géneros…», productos todos ellos que antes se traían de fuera de España. Si en el Nuevo Baztán colocó fábrica de aguardientes, de gamuzas, de antes y sombreros, tenerías… para hacer «texidos de sedas, pañuelos, colonias y cintas…» llegó a instalar una fábrica de cristales finos, y de vasos, trayendo oficiales de Francia y los Países Bajos, en otros pueblos del entorno añadió otras pequeñas fábricas de lo mismo: concretamente en Almonacid de Zorita y en Chinchón, con molinos y tenerías en las riberas del Tajo y del Tajuña.

Además de esa labor verdaderamente ilustrada y benéfica, industrial y poblacional, Juan de Goyeneche levantó, desde el punto de vista personal y familiar, diversos palacios. Es en 1713 cuando encarga a Churriguera el Nuevo Baztán (el pueblo, el palacio, la iglesia…) e inicia la construcción de sus palacios en Illana, Saceda de Trasierra y Almonacid de Zorita, todos ellos actualmente conservados en mejor o peor estado. Concretamente el de Illana, con un diseño sobrio de fachada, cuyas líneas maestras daría sin duda José de Churriguera, está hoy muy maltratado. Solo queda de él (en tiempos estuvo dedicado a Cuartel de la Guardia Civil) la fachada y el hermoso escudo que la remata.

La mejor «casa grande y principal» la levantó en la calle de Alcalá, en Madrid, también con planos de José y Matías Churriguera, que la levantaron entre 1724 y 1729. Ya era mayor don Juan Goyeneche cuando se terminó este suntuoso palacio madrileño, por lo que no llegó a habitarlo, dejándolo en alquiler para el Estanco de Tabacos en 1732.

Juan de Goyeneche murió en 1735, en su palacio del Nuevo Baztán, tras hacer testamento en 1733. Su mujer había muerto antes, en 1728. Todos cuantos han estudiado la figura de este prócer navarro han coincidido en alabarle por sus virtudes, inteligencia y voluntad decidida. Como un ejemplo final, he aquí la frase que le dedica W. Callahan en su magnífico trabajo Don Juan de Goyeneche publicado en «The Business History Review», XLIII, nº 2 (1969) que nos dice que «no puede dudarse de que [Goyeneche] aceptó con sinceridad el punto de vista sostenido por muchos economistas españoles de su tiempo de que la nobleza estaba obligada, más que cualquier otra clase, a contribuir al progreso económico de la nación». Goyeneche fue precisamente uno de los que mejor entendió esta obligación moral, y la vino a poner en práctica precisamente en la Alcarria, y más concretamente, aunque de forma tangencial, en Illana. Es por ello que Illana debe reconocer en Goyeneche a uno de los más ilustres personajes de su historia.

Apunte

Una historia de Illana

Hace años que apareció y aún sigue vivo y brillante, un libro que narra completa la historia de Illana. Dentro de la colección “Tierra de Guadalajara” de ediciones AACHE, como número 21 de la misma, este libro tiene 112 páginas y una infinidad de fotografías, resaltando los grandes temas que todo libro de historia local debe tener: la geografía, la historia, el patrimonio, los personajes, las tradiciones, la gastronomía, las leyendas, y tantas otras cosas que le hacen, en su conjunto, una auténtica enciclopedia a nivel local: Goyeneche es uno de sus protagonistas, pero también lo son las cuevas excavadas, el retablo barroco de la iglesia, o los escudos heráldicos de sus antiguos hidalgos.

En las páginas 29 a 39 se describe con detalle todo lo relativo al patrimonio artístico de su iglesia parroquial, en la que destaca el retablo churrigueresco mayor. Y en las páginas 51 a 54 la descripción y nueva interpretación de las ruinas de Vállaga que además de haber sido encomienda calatrava, debió tener algún destino de almacenaje para las tareas empresariales del aristócrata navarro.

Ante el Castillo de Guijosa

A cuarto de hora desde la plaza mayor de Sigüenza, la localidad de Guijosa muestra una de las más espectaculares alcazabas medievales que pueblan nuestra provincia. Está ahora, además, en pleno proceso de restauración y consolidación, viéndose ya los frutos de una tarea concienzuda, muy costosa, y hecha desde los alientos de la iniciativa privada. Animo a mis lectores a llegarse cualquier fin de semana de este otoño, hasta Guijosa, y admirar in situ la fortaleza, su desarrollo, imaginando los beneficios que para la zona y el entorno del alto Henares puede significar esa restauración ahora en pleno proceso.

 

El otoño llama, con sus nudillos encallecidos, al portón perezoso de las memorias. Cualquiera puede tener una alegría, un amor, una angustia desazonante, un principio de delirio. Es más: por las tierras de Guadalajara, que ahora están ya otra vez desiertas, frías y amigables, ronda al pasearlas una agenda que trae en cada hoja un repente de esos que he mentado. No son sólo los quejigares, las alamedas amarillas, el petirrojo que salta de rama en rama o la escarcha del amanecer los que nos saludan. Son esos sentimientos (cada cual con los suyos, pero en tropel siempre) lo que tirita en los bolsillos.

Tras pasar Sigüenza por la carretera que se mete en la serranía que llaman Ministra, entre los eriales que llevan por Torralba hasta Medinaceli, aparece Guijosa en lo alto del valle del Henares. Seguro que habrá luz, o viento, o lluvia, pero la visita a su castillo, a su iglesia minúscula, a su portentoso castro celtibérico, tendrá en cualquier caso el valor de lo nuevo. Hay que llegar, viajero amigo, hasta Guijosa.

La silueta de un castillo medieval

He conocido el castillo de Guijosa de muchas maneras. En una fotografía que le hizo Camarillo, hacia comienzos de los años treinta, aparecía ruinoso, gris, macilento, con un grupo de mujeres tristes y revestidas de paños negros delante. En los sesenta fui a verle, todavía enhiesto aunque con desperfectos, rodeado de carros, gallinas y bastante vida, porque en esa época aún quedaban vecinos activos en el pueblo. Tenía ya, como mantiene hoy, la casa que le pegaron a su muro sur y que no ha habido forma de deshacerse de ella. La construyeron en 1938 y allí sigue, rompiendo la línea valiente de la fortaleza. Fui luego en los ochenta, en una mañana fría de lluvias y nevizna, y más tarde cuando varios muros y parte de la torre se le cayeron.

Fue el momento clave. Si se abandona un poco más, se hunde por completo. Pero ha existido la suerte de que lo ha adquirido un particular que le ha visto, no solamente las posibilidades comerciales de convertirlo en algo interesante desde el punto de vista hotelero, sino que le ha insuflado, le está insuflando, el dinero necesario para rehacerle y, con muy buen criterio, restaurarlo en su silueta original y primitiva.

Esa silueta espléndida de castillo llano es la que vemos, violenta y dura, sobre los movidos alcores que van escoltando al río Henares desde que acaba de nacer, un poco más arriba, en Horna. Hasta él puede llegarse desde la capital de la comarca, desde la episcopal Sigüenza, por una carretera errabunda y solitaria que deja ver la distancia opaca del alto valle del Henares. En el pueblo, silencio total. El viajero encontrará la mayoría de las puertas cerradas, los edificios soñolientos y distraídos, sumidos en otra edad remota, y presidiéndolo todo con su sombría y parda coyuntura, el ruinoso castillo que  fue levantado, en el lejano siglo XIV, por don Iñigo López de Orozco, uno de los terratenientes más poderosos que ha tenido la tierra de Guadalajara a lo largo de las pasadas centurias.

Si al parecer fue dueña de Guijosa doña Beatriz, reina de Portugal e hija de doña Mayor de Guillén, la amada de Alfonso X el Sabio; o lo fue el infante don Juan Manuel, escritor y guerrero, español por los cuatro costados, hoy no queda constancia documental de éllo. La pertenencia a los Orozco queda probada por el escudo en piedra tallado sobre lo que fuera portalón de entrada al castillo. Muy desgastado por tantos inviernos cernidos sobre el cascote de arenisca, aún se ve el campo español centrado de una cruz floreteada escoltada de cuatro lobos colmados de asombro, con la bordura repleta de las cruces de San Andrés que prueban la participación de su propietario en la conquista de Baeza. Es la enseña heráldica de los Orozco, constructores de aquella monumental «casa«.

Fueron luego los marqueses y duques de Medinaceli, terratenientes de aquellos fríos páramos que cubren entrambas Castillas, quienes se instalaron señores de Guijosa, de su castillo que siempre tuvieron por «casa fuerte» y al que nunca dieron otro cometido que albergar servidores, alcaides cómodos y algún que otro caballo restableciéndose de alguna herida. Lejos de sus palacios de Sevilla o de Cogolludo, los Medinaceli no supieron de aquella posesión sino por los recados de sus propios, que les pedían dineros para arreglarlo. Sería en alguna de esas guerras terribles y reincidentes que, con diversos nombres, han enfrentado entre sí a los españoles, la que acabaría con su silueta valiente, y le dejara en la triste figura en que hoy, desde la distancia, se ofrece a los viajeros.

Para Francisco García Marquina, escritor de versos, de viajes y de epopeyas castilleras, sería este de Guijosa el castillo que escogiera para cultivarlo en una repisa de su biblioteca, como si fuera un «bonsai«. A mí me pareció un catafalco enorme, húmedo, lleno de grietas y de almenas valientes. Sin música pero con ecos múltiples. Ahogado, pero con voz propia. En perenne paradoja Guijosa se arrepiente de existir, y el alcázar que nunca fue (según los papeles) otra cosa que una «casa«, ofrece hoy a los viajeros que hasta él llegan la planta cuadrada, los torreones semicirculares adosados a las esquinas, las voladas cornisas y las almenas puntiagudas. Murallones herméticamente cerrados, y en el interior una torre también cuadrada, con entrada a la altura del primer piso. Tendría estancias, chimeneas y escaleras interiores, pero todo se hundió con el paso de los siglos, y ha quedado solo el cascarón exterior, que no es poco.

No tuvo Guijosa recinto exterior, y en torno a la fortaleza actual hubo un pequeño foso ya relleno. Dentro de él se dieron las escenas más simples de la vida rural. Nunca batalla, ni torneo, ni rapto vió el almenar de este elemento. Solamente la luz rabiosa del páramo, cuando cae justiciera, iluminando los muros, acentuando las sombras crudas de su silueta valiente. Es, sin embargo, un emblema más de esta tierra que tiene el pendón de Castilla por emblema, que sabe de cantos mozárabes, de romances merinos, de filigranas mudéjares, y que en definitiva tiene en los castillos como este de Guijosa su más viejo y cierto papel de identidad.

Guijosa en restauración

Como no todo lo que se ha hecho con los castillos de Guadalajara, y más en concreto con los que rodean a Sigüenza, ha sido de recibo, ni como para tirar cohetes (mientras Pelegrina sigue en peligro inminente de hundimiento, a Palazuelos le plantaron un chalet en lo alto de su torre del homenaje, y a Riba de Santiuste le han dejado nuevamente irse cayendo después de pegarle fuego, en tanto que a la torre de Torresaviñán cada vez le quedan menos posibilidades de erigirse en emblema de la castillería alcarreña, cosa que debiera haberse hecho ya, como le corresponde por su situación privilegiada frente a la autovía del Nordeste) esta actuación que está empezando a recibir Guijosa es para llenarnos de alegría.

Aunque no ha podido prescindirse de la casa adherida a su muro meridional, y por tanto la puerta principal de la fortaleza queda condenada a no ser entendida, el muro que cayó junto a ella, el del sur, se ha rehecho y se le ha abierto un gran vano arquitrabado que imaginamos durará lo que duren las obras, siendo luego cerrado y abriéndosele como mucho una puerta pequeña y discreta. Por ese vano están entrando y saliendo los camiones, las gruas y los operarios que están dándole vida al castillo por dentro.

Hemos visto, en días recientes, el movimiento que hay en su interior, y cómo la torre donjonada, queda en el centro y aislada, como lo fue originalmente. Sin embargo, se le están añadiendo estructuras constructivas en el interior de los grandes muros, por el momento de los de levante, norte y poniente. Ahí se colocarán, suponemos, las dependencias del edificio renovado y con visos de utilidad pública. Es una labor larga, muy costosa, y que contará, es lógico, con el visto bueno de la Comisión Provincial de Monumentos. Desconozco los detalles por no pertenecer a ella. Pero la pinta que lleva es buena, respetuosa y ojalá que nos devuelva brillante y en uso, este castillo.

Por el momento, se ha reconstruido completa la torre central, y se han consolidado y rehecho las torres esquineras de planta circular, con sus airosos garitones apoyados en cornisas de modillones, así como se han coronado todas las almenas en punta, como manda la tradición y el buen gusto.

Apunte

En los alrededores

Desde Guiijosa, el viajero puede entretenerse en subir hasta el cercano “castro de Guijosa”, un espacio superinteresante, ya excavado, y protegido, en el que aparecen además de fuertes muros de los siglos V-II a. de C., un extraordinario nivel de “chevaux de frise” o defensas “anticaballo” que los guerreros aborígenes colocaban ante la parte más accesible de sus castros para impedir que entraran o lo atacaran grupos de caballería extraña, especialmente romanos o gentes de otras tribus.

Siguiendo la carretera hacia el norte, se llega a Cubillas, donde nos espera una singular muestra del arte románico más popular: la iglesia parroquial de ese pueblo tiene una espadaña del estilo, y una pequeña galería o atrio porticado, que parece como una miniatura de otras de la provincia. Una gozada mirarla y fotografiarla, tan quieta.

Y más allá aún, subiendo la cuesta hacia levante, llegamos a Bujarrabal, donde nos encontramos con los restos de lo que fue una gran torre, quizás restos de una fortaleza más amplia, de origen remotísimo, califal sin duda. Surge entre las casas que se le anexaron, pero sus grandes piedras dan fe de la grandiosidad de la primitiva alcazaba. Además, en la iglesia, si hay suerte y la encontramos abierta, se podrá admirar un gran retablo renacentista del siglo XVI, de los que salieron de los talleres de arte de la episcopal Sigüenza, lugar al que, luego de pasar por Estriégana, y por Barbatona, puede volverse y completar la ruta.

Memoria de Felipe Olivier

Una de las personas que más cariño ha ido generando entre quienes le conocieron, fue Felipe Olivier López Merlo, un alcarreño militante que desprendía generosidad y bondad en cuanto hacía y decía. Acaba de morir, en Madrid, lejos de su Guadalajara natal, ciudad (y provincia) a la que dedicó toda su producción literaria, sus charlas, alabanzas y querencias. Una figura que tuvo cientos de amigos y que ahora le recuerdan y proclaman sus gestos y palabras, en ese intento, vano siempre, de parar la muerte y regresar a quien el último latido dejó tumbado y sin fuerza.

La memoria de Olivier

Felipe María Olivier López-Merlo nació en Guadalajara en 1924. Una de sus características, que asombraba a cuantos le conocimos, era su prodigiosa memoria. Que él explicaba diciendo que la había entrenado mucho. Su padre, profesor de la Academia de Ingenieros Militares, como su abuelo, profesor del Instituto de Enseñanza Media de Guadalajara, habían insistido mucho en que se aprendiera de memoria las listas de los reyes godos, los partidos judiciales de España, todos los ríos y sus afluentes de la Península, etc. Y eso le dejó un cerebro funcionante y entrenado al máximo.

Vivió la proclamación de la segunda República Española el 14 de abril de 1931, en Madrid, y tenía, por tanto, siete años de edad.  Coincidió que ese día se celebraba la boda de un familiar y él iba de paje, sujetando la cola del vestido de la novia. Es asombroso leer, en los libros que escribió 50 años después, la exactitud con que refiere cuanto pasó en la Corte y lo que en Guadalajara aconteció, pues a su vuelta a Guadalajara dos días después se lo contaron otros familiares y los amigos. La memoria de Olivier, pues, en el inicio de su recuerdo, porque esa fue una de las capacidades que mi amigo tuvo y alcanzó con ella a asombrarme.

La detallada crónica de la infancia

Como dijo Rilke, la infancia es la patria del hombre. En ella vivió y en ella quedó sumido Olivier toda su vida. Siendo hombre, cabal, trabajador, y atento. Pero viviendo siempre en su patria, la infancia. Hasta tal punto que su tercer libro, publicado en 1988, y titulado “Crónicas de la Infancia”, narra a lo largo de  220 páginas de apretada lectura lo que vivió, aprendió y conoció en los 12 primeros años de su vida. Con una tipografía pequeña y comprimida, el caudal de datos que Olivier esgrime es apabullante: todo lo que ocurrió en la ciudad de Guadalajara, entre 1924 y 1936, lo refiere con minucia. Sobre todo sus recuerdos personales, amistades, estudios, juegos, excursiones. Vivió en una familia feliz y numerosa, de múltiples relaciones, en una “edad dorada” como no puede ser de otra manera la infancia.

En otro de sus libros, “Cuentos de antaño, mieles de hogaño”, Olivier refiere posteriores memorias, anécdotas de su juventud, asombros por lo que fueron sus viajes y vivencias, que esa época de posguerra no podían ir más lejos de Hiendelaencina o de Berlanga de Duero.

La Guerra Civil la vivió Olivier, siendo todavía un adolescente, en Atanzón, un pueblo de la Alcarria, donde su familia fue “evacuada” por las autoridades de la República. En esa infancia ilusionada el autor solo ve maravillas, en el campo, en la naturaleza, en los edificios, en la gente, en los animales. Escucha leyendas, se empapa de historias, y dibuja… de casta le venía lo de ser dibujante también, porque su abuelo, don José María López-Merlo, resultó un consumado artista: profesor del Instituto de Guadalajara en esa materia, en Guadalajara fue considerado el pintor oficial, de tal modo que a él se deben las pinturas murales del presbiterio del santuario de Nuestra Señora de la Antigua, y muchas miniaturas de documentos, actas concejiles y títulos de honor, como el que la ciudad entregó en 1888 a doña María Diega Desmaissières y Sevillano, condesa de la Vega del Pozo, y en el que este dibujante desarrolló un verdadero retablo de símbolos y personajes de la ciudad. Al pintar junto a la Virgen de la Antigua un buen número de angelitos, para uno de ellos usó el rostro de su hija Guillermina, que luego fue madre de nuestro actual biografiado. Este me lo recordaba siempre, y se enternecía ante aquel recuerdo: poca gente puede, como él podía, entrar a una iglesia y, mirando al altar, ver el rostro de su madre cuando era niña.

Trabajos y escritos

Podría haber utilizado la biografía que Olivier ponía en las solapas de sus libros, como breve y exacto resumen de su vida. Prefiero traerla aquí, en este momento de añoranza y evocación del amigo, desde una perspectiva personal y amistosa, salpicada en anécdotas, en fechas ciertas, en títulos de libros, en recuerdos de viajes pasados juntos: con él viajé varias veces por países de América, recordando ahora anécdotas sabrosas de trances que parecían apurados y terminaron bien. Era tan fácil de palabra, y tal el entusiasmo que hablando de su tierra desarrollaba, que en cierta ocasión, en un viaje transatlántico, en uno de aquellos DC9 inmensos que parecían una sala de cine, al sentarse empezó a contar anécdotas de su vida y su tierra a cuantos le rodeaban, y después de servir la cena, y apagarse las luces, con el pretendido objeto de que quienes son capaces de dormir en un avión lo hicieran, tuvo la azafata que dirigirse a él para pedirle que dejara su discurso para unas horas más adelante…

Se jubiló aún joven de su trabajo en la Standard Eléctrica, y se dedicó a su afición favorita: leer, viajar y escribir. En ella coincidimos, y en la pasión por la tierra en que ambos hemos nacido, Guadalajara.

De las mil anécdotas que le ocurrieron, y que él cuenta en sus libros, algunas pueden parecer casi milagrosas, como la de ir de turista a Roma, pasar allí unos cuantos días recorriendo a pie la ciudad, anotando cuanto ve para escribir una guía, y acabando en el gabinete personal del Papa por casualidad y sin habérselo pedido a nadie. O la llegada a La Habana, con un grupo de periodistas españoles de turismo, y al subir a su habitación encontrarse con una preciosa mulata que estaba duchándose sin mayores preocupaciones en su cuarto de baño. En su libro “Selvas y Rascacielos” cuenta y no acaba Olivier de sus visiones del mundo. Algunas, como en Colombia, o en Estados Unidos, las vivimos juntos, con nuestras respectivas esposas y muchos amigos. Y siempre produce admiración, al leer esos recuerdos que plasma en el papel, la minuciosidad de datos, la exactitud de ritmos, la jerarquía de apreciaciones que hace de cuanto ve. Era –aunque quizás ese mérito no se le ha reconocido todavía- un verdadero cronista del mundo, un expedicionario que sabía contar lo que veía y dar reflejos exactos a los lectores.

Picotas y leyendas

A la amistad que me unía con Olivier desde tiempo atrás, se añadió en la década final del pasado siglo la colaboración en la edición de algunos de sus últimos libros. De entre los que más éxito tuvieron, porque trataban de entrañables temas alcarreños, recuerdo el catálogo de “Rollos y Picotas de Guadalajara” que le edité en 1998, juntamente con el fotógrafo Juan José Bermejo. Aquel fue el resultado de los viajes de Olivier por toda la provincia, tarea que inició después de la Guerra, al pedirle a don Francisco Layna que le dejara acompañarle en sus salidas por los pueblos, para recoger información e imágenes para sus libros. Junto al eminente cronista, Olivier aprendió nuevas historias y se empapó del sentido alcarreñista del médico historiador.

Las “Historias y Leyendas de Guadalajara” fueron la culminación de sus más entrañables querencias, las de recoger y sobre todo desarrollar con su lenguaje detallista y prolífico, los viejos dichos de la tierra, las memorias de la Carrera, de la Fuente de la Niña, del barranco de los Mandambriles o  de la Huerta de la Limpia, por donde tantas veces, antes de que allí asentara, oh, el gran hermano Corte Inglés, que hasta con eso ha podido, él correteó con sus hermanos y amigos.

De Atanzón, donde pasó los años de la Guerra, ajeno a ella en su inocencia, recogió mil anécdotas y el pormenor detallista de su vida campesina. Como un retablo enorme plagado de pequeñas figuras, igual que si fuera un cuadro de los primitivos flamencos, Felipe Olivier deja en esa obra su magistral corte de narrador, de memorialista, de indagador en el pasado de los hombres a los que aprecia porque con ellos vive.

Son estas, o han querido ser, unas brevísimas pinceladas acerca de este escritor, viajero y gran amigo que acaba de dejarnos. Un mínimo homenaje que merece y que la ciudad de Guadalajara, y la provincia toda, debería ampliar con algún otro más consistente detalle: alguna calle, alguna placa o algún homenaje sereno en el que esta tierra a la que él tanto quiso, y tanto difundió, pueda expresar su obligado tributo hacia él.

Apunte

Los libros de Olivier

Una docena de libros nos dejó Olivier. Todos merecen ser leídos, y aún releídos. Entre los más populares, las “Historias y Leyendas de Guadalajara”. (AACHE 2001), y “Crónicas de la infancia” (Tierra de Fuego, 1988). Incluyen memorias personales y relatos encontrados y elaborados luego con su mágica palabra, los libros de “Cuentos de Antaño, mieles de hogaño” que apareció en 1992, y los “Viajes y andanzas de un alcarreño”, el primero de toda su obra, aparecido en 1985. Este contiene, en mi opinión y en la de muchos que lo han leído y releído, las páginas y anécdotas más desternillantes que puedan imaginarse.

Su gran clásico son las “Historias de Atanzón”, con memorias y relatos que se entremezclan con fotografías y dibujos personales. Lo sacó en 1985 y en el pueblo saben bien que sus páginas contienen verdades y anécdotas de calado. Culminó su obra con dos libros de viajes: “Por el camino de Santiago a la Guadalajara del futuro” en una mezcla simpática de viaje real y sueño hipnotizado, y finalmente su “Selvas y Rascacielos” en el que se consuma su faceta de escritor viajero y viceversa. Un bloque de libros que ahora, en la muerte del autor, se nos antojan hermosos y fundamentales para consolidar una biblioteca alcarreñista.