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junio, 2009:

Alcocer, visita a la catedral de la Alcarria

Aunque no muy grande, la iglesia parroquial de Alcocer es una de las más interesantes y perfectas que ofrece la provincia de Guadalajara. Con una estructura basada en tres naves, completada con crucero, girola y al exterior una torre espléndida, que a pesar de estar deteriorada, este templo nos sugiere la imagen de una pequeña catedral. Alcocer, la catedral de la Alcarria.

Vamos a pasar a visitar este templo, una vez hemos dejado el coche en la plaza delantera, y tras admirar el exterior, que es magnífico, enorme, cuajado de detalles artísticos. Sorprenderán al viajero sus puertas de acceso, una de estilo puro románico, y otras dos con arcos apuntados que sugieren el gótico. También la torre, fuerte y posiblemente fundada sobre viejo castillo, pero con remate airoso de vanos y canecillos góticos. Además el imponente aspecto volumétrico de naves, girola y capillas adosadas. Todo conlleva al deseo de entrar y ver, de mirar cada detalle y disfrutar con cada brillo.

Historia del templo alcocereño

El origen del templo, que es el cuerpo propiamente dicho de la edificación, se hizo en la segunda mitad del siglo XIII, a instancias de doña Mayor Guillén de Guzmán, señora de Alcocer y su tierra, fundadora en las proximidades de un convento de monjas clarisas, donde había un pequeño pueblo denominado San Miguel del Monte.

Consta de tres naves con su fachada de arcos apuntados a los pies. Aunque las puertas de acceso de los fieles se abrieron en los costados, el del norte, por ser más accesible desde el pueblo, y el del sur, también gotizante. La puerta del lado norte, por la que hoy se accede, es de medio punto, con numerosas arquivoltas y capiteles tallados con hojas de acanto y volutas geométricas, y la del lado sur tiene la arquería ligeramente apuntada. Sus arquivoltas descansan sobre capiteles de tipo geometrizante, y el trasdós de los arcos está decorado por una línea de puntas de diamante. Hay quien ha visto una notable similitud en la talla de estas puertas con la de los arcos, capiteles y portadas de la sala capitular del monasterio de Córcoles, muy cercano. Y es posible que sus autores, al menos materiales, fueran los mismos.

La nave principal

El templo tiene tres naves paralelas, separadas por arcos apuntados doblados sobre pilares octogonales rematados por capiteles desornamentados, muy en el estilo cisterciense que en esa zona del Tajo se desarrolló en aquella época. Las tres naves son de similar altura, y sus muros tallados en buena sillería se rematan por una cornisa apoyada en canecillos, siendo posiblemente la primitiva cubierta de madera, como era común en la época.

Durante el siglo XIV se iniciaron los trabajos para la continuación del templo, que se alzaría grandioso. Duró todo ese siglo, y consistió en el añadido de dos nuevos tramos, el crucero, que sobresalía un tanto de la alineación de las naves, y la cabecera de planta poligonal. Además de otra puerta en el muro norte, de mayor belleza y detalle de ornamentación gótica, que casi siempre estuvo cerrada, y que añade la belleza de un rosetón en el que aparece tallada la Virgen con el Niño.

Las cubiertas de las naves se hicieron de piedra, tal como nos ha llegado hasta hoy, formadas por arcos cruzados reforzados por un nervio de ligazón. Son impresionantes las columnas adosadas y los racimos de pilares que culminan allá en lo alto con capiteles pulcramente tallados, con hojarasca, algunos detalles naturalistas, animales, pájaros, hombres…

La cabecera es poligonal, formada de vanos altos y estrechos, con un aspecto casi de saeteras; En los fustes de las columnas que los acompañan, vemos anillos a media altura, como hacían los ábsides del siglo XIII, a cuya tradición pertenecen. Adosada al primer cuerpo de esta ampliación se encuentra la capilla del Tremedal, que ofrece de curioso una puerta pequeña decorada en su trasdós con puntas de diamante; la capilla es de planta pentagonal, con cubierta de crucería Y paralela a esta capilla, en el muro norte, se levanta la torre de la “catedral” que es visible desde largos kilómetros a la redonda, como faro de la Fe por la comarca del Infantado. Esta torre es de planta equilátera y se estructura a base de una escalera interior que gira alrededor de un machón central. Maciza en su base, con apenas estrechas saeteras, se remata en dos cuerpos superpuestos con dobles ventanas, cuya tracería y decoración datan ya del siglo XV.

Esta segunda fase de construcción del templo de Alcocer, sin duda el definitivo, le coloca en la mejor tradición del estilo gótico. De tal modo, que reconocer este estilo medieval, en la Alcarria, donde no abunda demasiado, es llegar a Alcocer y ver su templo completo.

Esta  ampliación se hizo en función de la creciente importancia de la villa en su entorno, orillas del río Guadiela, pues en el siglo XIV llegó a tener más de 3,500 habitantes. Además se hizo para acoger una importante institución eclesiástica, que desde el Obispado de Cuenca se había creado y estimulado, el Cabildo de Salus Populi, y su conversión en colegiata. Parece ser que el patrocinio de las obras tuvo en su origen las personalidades de Sancho Fernández (j1384), contador del rey Enrique II, y su mujer Teresa Díaz, pues sus escudos aparecen en la basamenta de uno de los pilares. Estos personajes, muy ricos, fueron también dadivosos estimuladores del convento de clarisas de San Miguel del Monte.

El Renacimiento en Alcocer

Todavía en los siglos del Renacimiento la iglesia “catedralicia” de Alcocer siguió creciendo. Se levantó en el siglo XVI la sacristía, cuya imagen acompaña a estas líneas, y que consiste en un espacio sacro de planta rectangular y dos tramos, con una hermosa bóveda de crucería de terceletes, estando adosada al templo por su muro sur, entrando a ella a través de la estrecha puerta de la capilla del Tremedal.

La girola, que es propiamente lo que le da aspecto monumental y catedralicio al templo de Santa María de Alcocer, tiene doble cubierta de crucería, diciendo una fecha tallada en una piedra de su muro que sería en 1641 cuando se acabó de hacer. Un poco antes se había hecho lo mismo en la catedral de Sigüenza, ampliando el templo por su cabecera, eliminando dos de sus ábsides para abrir el camino de la girola.

En este “paseo” por detrás del altar mayor, que hoy está cerrado conforme a la estructura primitiva, aparecen cuatro interesantes capillas que sumaron dimensión a la iglesia por su cabecera: estas capillas son la de los Sendines, pegada en parte a la sacristía, fechada en 1581; la de los Briones, más al norte, Y la del Descendimiento, obra ya barroca, más amplia, situada en el mismo eje del altar. Allí es donde hoy encontrará el visitante el interés monumental de otros recientes hallazgos artísticos.

Como algo notable, podemos dar dos nombres de sendos párrocos que durante la segunda mitad del siglo XX se dedicaron a ir arreglando, restaurando, consolidando, devolviendo aspecto antiguo, y en definitiva salvando de la ruina a este templo maravilloso. Fueron estos don Andrés Pérez Arribas, y don Crescencio Sáiz, a los que desde aquí queremos rendir el obligado tributo de agradecimiento por su labor.

Si se escribiera algún día la historia y el desarrollo del estilo gótico en Guadalajara, del que hay pocos pero magníficos ejemplos (la catedral de Sigüenza, la iglesia de Santiago en Guadalajara, el ábside de San Francisco en Atienza…) aparecería en primera línea la iglesia de Santa María de Alcocer, por su estructura general, compacta y armónica, y por sus detalles ornamentales. Además, añadiendo la riqueza de presentar diversas etapas de ese estilo gótico en su desarrollo. Sin duda que estuvo influenciado por el vecino monasterio cisterciense de Monsalud, e incluso, quizás, por el desaparecido convento de las clarisas de San Miguel del Monte, pero en todo caso aportando una personalidad fuerte, que hoy debe atraer visitantes y estudiosos.

Apunte

Una escultura recuperada

En las tareas, largas y productivas, de restauración de la iglesia de Alcocer hechas durante años por quien fue su párroco, Crescencio Saiz, se encontraron dos esculturas de Cristo que habían estado largos años ocultas. Eran el “Cristo atado a la columna” que vemos junto a estas líneas, y el “Cristo con la Cruz a cuestas” perdido en su mayor parte.

Ambas esculturas, de gran calidad y estilo manierista, talladas sobre madera, y ahora nuevamente restauradas y pintadas, fueron realizadas por el escultor genovés Bartolomé de Matarana, en 1588, en su taller de la ciudad de Cuenca, por encargo expreso del Corregidor de la villa de Alcocer, y con destino a que sirvieran de tallas de culto y procesión de la cofradía o cabildo de la Vera Cruz, que por entonces tenía su sede en el convento franciscano de Alcocer. Al ser desamortizado este, pasaron a la iglesia, donde largos decenios se habían mantenido ocultas.

Ahora están recuperadas y a la vista de todos en la capilla del Descendimiento, la principal de la girola, con luz suficiente, y una serie de paneles explicativos acerca de su interés artístico.

La mejor fiesta en Valverde de los Arroyos

Enmarcado por uno de los paisajes más bellos de la pro­vincia, en el circo altísimo que forman los picachos de Oce­jón, Piquerinas y Cerro del Campo, que rondan e incluso sobrepasan los 2.000 metros de altitud, y escoltado por varios costados por los diversos arroyos que desde ellos bajan y le dan nombre, Valverde de los Arroyos es meta soñada por muchos viajeros que aprecian lo lejano, lo difícil, lo descono­cido.

El domingo próximo tendrá lugar la más colorista y antigua fiesta de la Sierra del Ocejón: las danzas de la Octava del Corpus. Una ocasión única para disfrutar de la magia del sonido del pito y el tamboril, con los multicolores trajes de los danzantes, y la Naturaleza espléndida de la sierra que crece.

El conjunto del caserío de Valverde es de un gran valor para el estudio de la arquitectura serrana, superviviente aquí a todos los embates del modernismo, pues sus vecinos han tenido el buen criterio de construir algunas casas nuevas con los mismos materiales, y siguiendo las mismas técnicas here­dades de sus antepasados. Las viviendas y corrales son de pie­dra desbastada, madera de roble y pizarra. Algunas poseen grandes galerías altas abiertas al sur, todas de madera.

Posee el pueblo un par de fuentes públicas, y en la plaza Mayor lucen algunas de las más bellas construcciones populares. Junto a la fuente, en el centro, está el juego de bolos, que se practica con asiduidad por los habitantes de Valverde. En el costado sur de la plaza se alza la iglesia parroquial, construc­ción del siglo XIX, sin más características que su peculiar estampa serrana, y un arco de ingreso hecho con ladrillo, que confiere un toque de exotismo a la construcción con este material antaño tan poco utilizado por esta región.

La ermita de la Virgen de Gracia, en las afueras del pue­blo, se utiliza todavía para enterramiento de los vecinos que fallecen. La estampa de un gran recinto con su pavimento cuajado de losas, de montones de tierra, de flores y frases, nos transporta a los lejanos siglos en que ésta era una práctica común en todas partes. Fue construida esta ermita en el siglo XIX con la ayuda de dos hijos del pueblo, misioneros en Filipinas.

La Fiesta grande de la Octava del Corpus

Lleva la fama Valverde de los Arroyos, además de por los paisajes y sus aspecto serrano peculiar, por las conocidas fies­tas de la Octava del Corpus. Se celebran éstas el domingo siguiente a la octava de la festividad del Señor, esto es, diez días justos después, siempre en domingo. Este año, por tanto, toca el domingo que viene, el 21 de junio.

Esta es la fiesta que centra todo el folclore, riquísimo y vario, muy peculiar, que posee este enclave de nuestra sierra. A esta fiesta le dan vida el grupo de danzantes con su botarga. Son ocho en total, y portan una vestimenta muy peculiar, consistente en camisa y pantalón blanco, cuyos bordes se adornan con puntillas y bor­dados; en el cuello se anudan un largo y coloreado pañuelo de seda; el pantalón se cubre con una falda que llega hasta las rodillas (sayolín) de color rojo con lunares blancos estampa­dos. En la cintura se coloca un gran pañuelo negro sobre el que aparecen bordados, con vivos colores, temas vegetales. El pecho y espalda se cruzan con una ancha banda de seda que se anuda a la altura de la cadera izquierda. Los brazos se anu­dan también con cintas rojas más estrechas, y en la espalda, pendientes de una cinta transversal, aparecen otras múltiples de pasamanería. Sobre los hombros hay flores. La cabeza se cubre con un enorme gorro, que se adorna con gran cantidad de flores de plástico, presentando en su parte frontal un espe­jillo redondo. Calzan sus pies con alpargatas anudadas con cinta negra. Les acompaña «el botarga» ataviado con un traje de pana en que alternan los colores marrón, amarillo, rojo y verde. Sobre su espalda, las iniciales A. M., del sastre que lo confeccionó a principios del siglo XX. En la cabeza una gorra compuesta de varios trozos de tela dispuestos radialmente, rematados en una borla roja. Finalmente, forma también parte del grupo el «gaitero». Ataviado con traje de fiesta, de chaqueta y pantalón oscuro, corbata discreta y camisa blanca, sin tocar, cruzando el pecho gruesa correa de la que pende el tambor, y sujetando en su mano derecha el palillo, y en la izquierda la flauta o «gaita», pieza metálica de agujeros hecha con el cañón de una antiquísima escopeta.

La fiesta comienza con una misa, a la que asisten los dan­zantes, sentados en el presbiterio, y tocados con sus gorros ante el Sacramento que porta el sacerdote, bajo palio, escol­tado de los danzantes, el botarga y el resto de los hermanos de la cofradía. En la plaza Mayor se expone el Sacramento sobre una mesa y casa ataviados con grandes colchas de colo­res, formando el «monumento». Luego suben hasta la era, un alto prado sobre el pueblo, rodeado de las altas montañas antes citadas, y allí danzan ante el Sacramento varias veces, formando el baile de «la Cruz», que se ejecuta al son del tambor, la flauta y las castañuelas que hacen sonar los propios danzantes. Luego se baja a la plaza, y allí se ejecutan otros bailes rituales: «el Verde», «el Cordón», «los Molinos» y «la Perucha», de paloteo y cintas, de gran belleza plástica, acompañadas del monótono y peculiar sonido del músico. Entre una y otra danza se realiza la «Almoneda» de las roscas, que van colocadas en una especie de árbol gigante.

En esta fiesta valverdeña de la Octava del Corpus, se integraban una serie de representaciones teatrales que corren a cargo de los vecinos del pueblo y cofrades del Santísimo. Se trataba de sencillos «autos sacramentales» o piezas costum­bristas en las que se mezclaba un fondo de teología con los afanes diarios del pueblo. Algunas de estas piezas, como el «Papel del Género Humano», «Sainete de Cucharón», «Auto Sacramental de San Miguel» y «La Infancia de Jesús», se han conservado entre los pobladores de Valverde, representándose algunas de ellas, con motivo de la fiesta.

Los paisajes de Valverde

Aunque la fiesta engancha y deja el poso del recuerdo, y miles de fotografías que se día se harán por los viajeros, a muchos lo que más les impacta es el paisaje, en entorno de montañas, hondos valles, arroyos por todas partes, flora tupida y aire fresco que rodea al viajero.

En este perfil paisajístico, Valverde de los Arroyos encie­rra abundante copia de lugares y entornos de gran belleza: de la altura rocosa del Ocejón se despeñan «las chorreras de Despeñalagua», con una caída sobre la pared de roca de 80 metros, apareciendo heladas en el invierno. Ahora en verano, y tras una primavera que no ha sido demasiado generosa en lluvias, suele estar más bien esquilmada, algo seca.

Son recomenda­bles las ascensiones al Ocejón y al cerro del Campo, y para los atrevidos es recomendable la marcha desde Valverde a Cantalojas, atravesando el sorprendente y remoto valle del Sonsaz.

Apunte

Información esencial

A Valverde se llega yendo primero a Humanes por la carretera de la Campiña, la CM-101, y desde allí subiendo por la carretera CM-1004 hasta Tamajón, donde a poco de cruzar el pueblo, hay que tomar el ramal de la derecha hacia Palancares y Valverde. Toda asfaltada, aunque estrecha, en 20 minutos más nos pone en Valverde. Hay que tener en cuenta que el domingo estará cortado el acceso al pueblo, y debe irse con la previsión de andar un par de kilómetros desde donde se aparque el coche hasta la plaza de la villa.

Perteneció este pueblo al Común de Atienza, y ya en el siglo XIII quedó incluido en el señorío de Galve, del que era dueño el infante don Juan Manuel, de quien pasó sucesiva­mente a la Corona; luego a Iñigo López de Orozco; de éste a los Estúnigas o Zúñigas, que en el siglo XVI lo vendieron a doña Ana de la Cerda, viuda de don Diego Hurtado de Men­doza, uno de los vástagos del cardenal Mendoza, en cuya casa de Mélito, unida luego a la ducal de Pastrana, quedó desde el siglo XVI al XVIII, en que definitivamente entró a formar parte de los estados de los duques de Alba.

La Santa de Cifuentes

Hoy precisamente se presenta en Cifuentes un libro que ha sido editado y promovido por Diputación Provincial de Guadalajara, y que viene a sacar de la oscuridad y silencio de los siglos a un personaje que tuvo, en tiempos, gran fama por Castilla, habiéndola fraguado en Cifuentes, en el convento de las monjas franciscanas. Se trata de la biografía en tono pío de sor Francisca Inés de la Concepción, religiosa de San Francisco, y famosa en el siglo XVI por sus “profecías, visiones, arrobos y milagros”. No fueron pequeñas sus luchas contra el Demonio, que la valieron el apodo de “La Santa” con el que fue conocida hasta en la Corte.

Una monja de armas tomar

Sor Francisca Inés de de la Concepción entró en la religión a través de la Orden Tercera de recoletas de San Francisco. Había nacido en Barcience, provincia de Toledo, en 1551. Era hija de Fernando de Molina y María de Olmedo, ambos criados al servicio del conde de Cifuentes, señor también de la villa toledana de Barcience, donde tenía otro castillo de mucha consideración, en el que (cualquiera lo puede ver, si se toma la molestia de escalar el cerro en el que se alza cerca de la población de Torrijos) mandaron tallar los Silva un escudo de su linaje tan grande que ocupa todo un muro de la torre del homenaje.

La niña era guapa, simpática y atrevida. Como expresión alternativa a la biografía que aparece en el libro que comento y hoy se presenta, podemos decir que le sobraban pretendientes, ya en la adolescencia. Uno de ellos, el honrado hidalgo toledano Juan de Ribadeneyra, que se enamoró de ella, y probablemente ella de él, pero… la duquesa de Cifuentes, que la cuidaba, por haber marchado su padre a Italia acompañando al duque en su embajada filipina, se empeñó en meterla monja. Dice su biógrafo que “nadie la veía que no la quedase honestamente aficionado”. O sea, que era bastante mona, al parecer.

Como además era de fuerte carácter, caprichosa, apasionada, de alta voz, pues no querían admitirla tampoco las monjas. Se entró de pupila en el Colegio de Doncellas que había creado uno de los condes de Cifuentes junto al convento de Belén, que en 1525 fundara don Fernando de Silva, junto a la ermita de Nuestra Señora de la Fuente, en la villa alcarreña. La duquesa consorte insistió a las monjas que la pusieran el hábito, pero ellas se negaban: decían que la niña Francisca estaba enferma del corazón y endemoniada.

Formas distintas de ver la realidad, puesto que en Toledo, poco antes, la habían dado por milagrosa: ocurrió que con 17 años, y según nos cuenta fray Lope Páez, su entusiasta biógrafo, llegó a morirse y resucitar enseguida. Trámite este, como todos saben, que es el mejor pedigrí para opositar a la santidad final. Parece ser que la niña tuvo una temporada de fuertes dolores articulares, y que según decía en medio de súbitos paroxismos, notaba como que se le desencajaban los huesos de las articulaciones, aflojándosela los dientes, y saliéndose los ojos fuera de las órbitas (desarreglos propios del tiroides inmaduro, pobre criatura). “Tanto le apretaban estos dolores –dice su biógrafo- que la dieron por muerta, y la dejaron igualada, y cubierto el rostro, tratando de su sepultura y entierro”. Pero en estas, y al cabo de un rato, la niña se levantó, diciendo que quería hacerse monja en el convento de Nª Srª de la Peña de Francia, en Toledo. El revuelo que se armó no es para contarlo: todos lo tuvieron por milagro, y acudieron a verla miles de personas, todas diciendo “milagro, milagro…” iniciando así la forja de su fama. No es raro, pues, que la Inquisición tomara cartas en el asunto. Estando la niña, ya monja profesa, en su convento de Belén de Cifuentes, la visitó el inquisidor Arganda, hombre de rigor y fama tétrica en el obispado de Cuenca, no hallando en ella señales de desviación de la ortodoxia. No dice de qué halló señales, pero se fue sin tocarla porque contra la Fe y el orden teológico nada dijo. Sor Francisca Inés siguió, sin embargo, montando unas que fraguó su fama de “santa” y así quedó para siempre.

A tortas con el diablo

Entre las valientes escenas que protagonizó destacan sus peleas contra el Demonio. Aquí pienso yo que cuajó la idea generalizada de ser santa, durante los años que vivió. Porque ¿quien sin serlo es capaz de tener con Satanás palabras mayores, y quedarse tan fresco? Una vez el Diablo (que a lo que se ve también pasó por Cifuentes) le dio un bofetón tan grande que le dejó marcados los dedos en la cara durante días (¿Quién sería ese diablo?) y en otra ocasión la monja venció al demonio y le hizo “moler perejil, mover cantos y estiércol”. Era tal la confianza que tenía con el “ángel caído” que sor Francisca le llamaba con motes cariñosos: le llamaba “el Patillas”, el “Tiñoso” y “Simón Mago”. Algo debieron tener que ver con estas visiones diabólicas sus antiguos novietes. Y si no, remito al lector a que se lea el texto que, como apéndice” coloco a este trabajo, y que saco íntegro del libro biográfico que escribió fray Lope Páez en el siglo XVII y que constituye la esencia de la publicación con que nos obsequia la Diputación Provincial a partir de hoy.

Monja famosa por Castilla

Llegó sor Francisca, admirada por todos, a ser abadesa del Convento de Belén en Cifuentes. Allá entró monja a los 19 años, en 1570, y en 1591 fue nombrada su abadesa. Creció su fama, y fue elegida por el quinto conde de Oropesa para llevarla de abadesa fundadora al convento de Nuestra Señora de las Misericordias que este aristócrata había fundado en Oropesa. Ocurrió esto en 1618, y a la sazón el duque de Pastrana, y señor de Cifuentes, se opuso, como también se opuso la comunidad monjil cifontina, y hasta todo el pueblo de Cifuentes, que se amotinó para que no se la llevaran. Pero al final sus superiores la instaron a hacer el viaje (que el libro refiere con todo detalle, al modo de un tránsito por tierras de junto al Tajo muy divertido) y a Oropesa se fue, donde tuvo que asistir como consejera al mismísimo Felipe III que como se sabe era muy aficionado a monjas y a religiosas confidentes. Allí enfermó pronto, y murió dos años después, en 1620.

De todos modos, son tantas las anécdotas que en este libro se suceden, tantos los milagros, los portentosos sucedidos, los asombros de gentes y pueblos, que no deja el lector de mantener su rostro encendido y alegre, como si fuera un chiste continuo el que estuviera leyendo. En todo caso, y ahora en serio, es un retablo de la vida en España durante los siglos XVI y XVII, esos en los que a pesar de tanto dislate, se controlaba el mundo desde el alcázar de Madrid.

Apéndice 

Tentación horribleAquel esposo que su padre quiso darla, que se llamaba Juan de Ribadeneira, de quien tratamos en el capítulo tercero, no la fue de pequeña inquietud, sino grande instrumento al demonio para tentarla después de monja, pues cuando estaba más fervorosa de noche en su coro y oración, el demonio con varias ilusiones y deshonestas torpezas la representaba en traje lascivo al esposo que había de ser suyo, ya paseándola muy galán, ya puesto en una cama de campo desnudo y acariciándola con torpes galanteos y cariñosas y poco limpias acciones, con razones atractivas y falsas apariencias y promesas. Ella se defendía con la oración, cerrando los ojos y abriendo los del alma para con su Dios, hasta que despedía aquellos infernales huéspedes; y si cansada de tan importunas luchas dormía algún rato, la atormentaba con sueños deshonestos, de tal suerte que por no soñar no dormía y anduvo muchas veces alcanzada de sueño y de salud.

Los autores

Tres son los autores que considero tiene este libro, nominado “Espejo de Virtudes: La Santa de Cifuentes”. Con 454 páginas, en gran tamaño y pulcro tratamiento del facsímil del original, el primero es fray Lope Páez, un franciscano que vivió en el siglo XVII y que escribió y ordenó todo lo que sobre sor Francisca Inés de la Concepción le contaron sus sucesoras en el convento cifontino. Otro es José J. Labrador Herraiz, alcarreño originario de Cifuentes, que ha sido durante muchos años profesor e investigador de la Cleveland State University. El tercero es Taplh A. DiFranco, de la Universidad de Denver. La colaboración de los dos primeros ha dado inmensos frutos en la investigación y análisis de la poesía española menos conocida del Siglo de Oro, rescatando docenas de antiguos cancioneros, Tesoros y recopilaciones de autores castellanos que sin ser demasiado conocidos hicieron grande esa Edad dorada de las letras. La Diputación Provincial, finalmente, ha patrocinado con los fondos de sus presupuestos culturales la edición de esta obra magnífica, que va prologada con claridad y desenfado por la actual presidenta de la institución provincial, María Antonia Pérez León.

Patrimonio Monumental de Azuqueca

En el Bulevar de las Acacias, eje de la parte antigua y baja de Azuqueca, se está celebrando estos días la primera Feria del Libro de Azuqueca de Henares. Un momento, y un lugar, para descubrir esta población de la vega del Henares, la segunda en número de habitantes de toda la provincia, y tenida ahora, y desde hace bastante tiempo, como lugar exclusivamente dedicado a la industria y a lo residencial.

Sin embargo, Azuqueca tiene su propia historia, de poblachón agrícola durante siglos, de lugar asentamiento de culturas prehistóricas en la vega y en las orillas del río, y espacio caminero en el paso secular del camino eje de la Península, entre una Hispania y otra, entre los valles grandes y queridos del Guadalquivir y el Ebro.

Esta puede ser buena ocasión, al tiempo que visitar esa Feria, que tiene en su pequeñez el encanto de lo doméstico y entusiasta, para conocer mejor Azuqueca.

Azuqueca monumental

La villa es toda ella un conjunto moderno y de bien ordenado urbanismo. Lo que podríamos denominar “conjunto monumental” se reduce a unos cuantos edificios religiosos de respetable antigüedad, de varios siglos. De ellos destaca la iglesia parro­quial, dedicada a San Miguel, que es obra del siglo XVI, mostrando una fábrica de ladrillo y sillarejo con sillares esquineros de agradable aspecto y típica combinación en esta comarca de la Campiña del Henares. Una torre airosa toda de ladrillo, y un atrio porticado a mediodía, con cinco arcos, de buen arte renacentista, y capiteles jónicos en el remate de sus columnas, es todo lo que puede desta­carse en este edificio. En su interior, restaurado, aparece al fondo un moderno retablo, con el Arcángel en el centro, y a sus lados unas pinturas de Carmen Vives Camino.

En una imagen que acompaña a estas líneas, vemos la iglesia de San Miguel de Azuqueca, con la perspectiva y el ojo artístico de César Gil Senovilla, siempre atento en la búsqueda de las esencias provinciales.

Un elemento artístico ha sido recientemente añadido al conjunto azudense. Se trata de la iglesia parroquial de Santa Teresa de Jesús, instalada a la entrada de la colonia residencial de ASFAIN, en la carretera hacia Meco. Esta edificación religiosa procede del desaparecido pueblo de Alcorlo, sumido bajo las aguas de un pantano, y trasladado el conjunto del templo, que es obra sencilla del siglo XVI con algunos elementos románicos, como su espadaña y la pila bautismal, piedra a piedra hasta Azuqueca. Se hizo este traslado entre 1984 y 1987, en que fue terminada e inaugurada. Aún recordamos la estampa de esta iglesia en su lugar primitivo, rocoso y serrano, en la población oscura y pizarrosa de Alcorlo. Apostada sobre una eminencia rocosa, en lo más alto del caserío, lucía con su piedra de tono gris-rojizo, mostrando al exterior su espadaña triangular de clara reminiscencia románica, y al sur la puerta de acceso, de arco semicircular entre dos contrafuertes. En el interior de una sola nave y de pequeñas dimensiones, hecha para las necesidades de una población reducida, asombraban sus arcos de piedra, majestuosos, y en el fondo del presbiterio un pequeño retablo de tradición renacentista. Sobre el espacio sagrado del altar, la cúpula mostraba un alfarje ochavado de madera con trazas de evocación mudéjar, muy al estilo de lo que se solía hacer en el siglo XVI.

A la salida del pueblo en dirección a Alovera, hoy enmarcada por unos jardines supercuidados, se en­cuentra la ermita de la Soledad, un edificio muy típico del siglo XVIII, con amplio pórtico, nave única, ancho crucero y cúpula con linterna, restaurada con acierto. Su fábrica es de paramento de ladrillo y piedra. El pórtico se construyó hacia 1955. De nave única, tiene un marcado crucero y un alto cuerpo central con bóveda sobre el crucero. En su interior se conserva la imagen de la Virgen de la Soledad, tallada en 1769 por el escul­tor Juan Pascual Medina.

Es interesante la Casa del Cura en la calle Soledad. Una casa sencilla de dos siglos largos de evolución, bien restaurada, en cuya fachada se ha recuperado una antigua losa que dice: “Se hizo año de 1774”. De estas características, quedan algunas, muy pocas, casonas azudenses: paramentos de ladrillo, ventanales casi hasta el suelo, tejados de tejas árabes, aleros pronunciados y grandes patios en la parte trasera. Así son, aunque más modernas, dos grandes edificaciones que aún lucen en la plaza mayor, con cerámicas decorando sus fachadas enladrilladas.

Como un triste recuerdo de lo que conformó hasta hace poco el patrimonio de Azuqueca, conviene recordar que en su término, y a la orilla derecha de la carretera general en dirección a Madrid, existió hasta hace pocos años el interesante edifi­cio del Parador de Cortina. El edificio consistía en un gran caserón del siglo XIX, con distribución típica de venta de camino real, con dos plantas con zócalo de sillería caliza y resto de muros de ladrillo revestido, con una composición de fachada de cinco cuerpos con huecos enrejados en la planta baja y balcones volados y enrasados en la superior. La planta se organizaba alrededor de un patio con fuente y pozo de sillería y un ala de soportales; tenía un magnífico zaguán con estructura de madera, apeando el muro interior y corral posterior con edificios auxi­liares. Hubiera resultado magnífico, y productivo, su adaptación como espacio de acogida, restaurante, museo, etc, pero no se llegó a ver, por parte de los responsables urbanísticos de la villa, esa salida honrosa y provechosa para un elemento de solera.

Aunque no pueden ser visitados, ni conviene, porque se podría alterar el entorno sin posibilidad de retorno, hay en Azuqueca algunos restos arqueológicos: en el lugar de La Acequilla, junto al Camino de la Barca, y a raiz de una riada ocurrida en el otoño de 1961, se pusieron al descubierto unos espacios que tras su estudio fueron calificados de “villa romana” del siglo II d. de C., que fue utilizada como necrópolis en los siglos V y VI d. de C., y que estaría relacionada con otra necrópolis hallada en término de Alovera, con importantes hallazgos de piezas visigodas, todas ellas recogidas en el Museo Arqueológico Nacional. Todo ello está en consonancia con el hecho de que por este valle pasó la calzada romana que iba de Mérida a Zaragoza. Y con toda seguridad que, cuando se planteen de forma científica, aparecerán más restos arqueológicos, porque la orilla derecha del Henares fue siempre, desde remotos siglos, lugar preferido por los humanos para asentar y vivir.

Como nota curiosa para quien quiera saber más de Azuqueca, de su patrimonio monumental un tanto oculto y por desvelar, debo recordar la existencia de La Acequilla, lugar estratégico junto al río desde, al menos, el siglo XV. Allí hubo una venta, propiedad de la Orden de Calatrava, incluida como bien de la encomienda de Auñón. Esa finca amplia, de riego, en el siglo XVI era del marqués de Auñón, don Melchor de Herrera, quien también adquirió la dehesa de Casasola, al otro lado del río Henares. La historia de La Acequilla se extiende también por numerosos y sucesivos señoríos: a inicios del siglo XVII pasa a manos de Pedro Franqueza, secretario de Estado, y en 1614 pasó a don Luis de Velasco, primer marqués de Salinas del Río Pisuerga (virrey que fuera de Nueva España y de Perú). Entonces adquirió el rango de villa (antes que Azuqueca). Hasta 1869 permaneció en poder de este linaje, procediéndose entonces a la venta de sus bienes: el titular del marquesado era en ese momento José María Cervantes Ozta, y residía en México. La compró la familia Madrazo, que ya entonces tenían el título de marqueses del Valle de la Colina. El comprador entonces fue don Valeriano Madrazo-Escalera. Además de los edificios centrales, que siempre tuvieron el aire de un pequeño castillete o palacio rural, es destacable en La Acequilla el puente colgante sobre el río Henares, decorado en estilo “art nouveau”, de uso particular y a pie. Hoy está muy remodelada, porque durante la Guerra Civil, en la que sirvió de albergue a los oficiales y aviadores de la URSS que en los llanos de junto al Henares tuvieron un pequeño aeródromo, quedó hecha un pura ruina.

Y ya un poco por no dejar nada en el tintero, quiero memorar en estas líneas algún otro lugar que se integra en el término, y que muy remotamente respira historia y hechos interesantes devenidos de siglos. En las cercanías de Azuqueca, yendo hacia el oeste, está el lugar despoblado (hoy Polígono Industrial) de Miralcampo. En 1430 aparece como señorío de Íñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. En 1580 tenía 37 vecinos, y era villa del marqués de Mondéjar. Tuvo por patrón a San Gregorio, que les salvó “del escarabajuelo que anda en las viñas”. Desapareció como población a principios del siglo XVIII, tras los desastres de la Guerra de Sucesión. En ese lugar, que perteneció al Conde de Romanones y sus descendientes, se levantó casa de labor, con capilla y elementos de culto que a finales del siglo XX pasaron a la parroquia de Azuqueca.

Libros sobre Azuqueca

El más importante elemento bibliográfico sobre Azuqueca es el que escribió, hace ahora diez años, el señor Valdivieso García, bajo el título de “Azuqueca de Henares. Ayer y hoy en su historia”. Difícil ahora de encontrar, porque se editó por el Ayuntamiento y sirvió como elemento de regalo hasta que se agotó por completo, ofrecía interesantes noticias de la villa, especialmente de sus señoríos de modernos siglos, con las evoluciones personales y familiares de los marqueses de Salinas del Río Pisuerga, que fueron los dueños desde que lo recibió del rey doña Mariana de Ibarra y Velasco, y en cuya descendencia prosiguió hasta la abolición de los señoríos en el siglo XIX. La primera iniciativa de venta del señorío se hizo a favor del potentado arriacense Pedro Suárez de Alarcón, caballero de Calatrava, alférez mayor y procurador en Cortes, aunque finalmente este prócer se quedó solamente con las tercias reales y las alcabalas. Los marqueses de Salinas vivieron, siendo señores de Azuqueca y su territorio, en la Acequilla.

Hoy otro libro, quizás más humilde, pero con el objetivo de actualizar el conocimiento sobre la historia y el patrimonio de Azuqueca, está en candelero, y puede verse en esta Feria del Libro que estos días llena las sombras del Bulevar de las Acacias. Es el titulado La Campiña del Henares y que escribí personalmente hace unos cuantos meses, con noticias e imágenes de todos los pueblos de la Campiña, desde Humanes a Azuqueca, pero poniendo especial énfasis en este último.