Elogio y Nostalgia de Sigüenza
Justo en esta primavera del 2008 se cumplen los 50 años de la primera edición de un libro singular y que marcó una época en la Ciudad del Doncel. Me refiero al “Elogio y Nostalgia de Sigüenza” que escribiera, un par de años antes, el prestigioso doctor y escritor Alfredo Juderías.
Aunque nacido en Molina, Juderías encontró en Sigüenza su albergue del alma. Allí vivió y veraneó largos años, y allí trabó amistad con sus gentes. En Sigüenza paseó calles y cuestas, conventos y catedral, palacios y jardines. Y de sus andanzas, de su buen gusto, de su saber escribir, de su donaire surgieron páginas que se han hecho eternas.
Después de aquel libro surgido de un editor amigo del autor, vinieron otras ediciones a cargo de la Institución Marqués de Santillana y de la editorial Rayuela. Siempre buscado porque es libro que se lee fácil, y se relee seguro, viene ahora a recordarnos que el paso del tiempo hace a los libros, sobre todo a los buenos, más sabrosos y brillantes.
Memoria de Alfredo Juderías
Alfredo Juderías nació en Molina de Aragón y estudió en Madrid junto a las primeras figuras de la clínica y la cirugía española en los años de la República. Intimó con Gregorio Marañón, de quien fue discípulo, amigo y compañero, hasta el punto de que cuando el profesor de Medicina Interna murió, Alfredo Juderías se encargó de ser el editor de sus “Obras Completas”, entre las que se cuenta un gran tomo conteniendo todos los prólogos que escribiera en su vida el médico madrileño.
Juderías siguió la especialidad de la Otorrinolaringología, que practicó en el Hospital “La Paz” de Madrid y en diversas clínicas particulares. Además de algunos temas profesionales, Juderías escribió muchos libros de dietética, y algunos de gastronomía, entre ellos el “Cocina para pobres” que le ilustró Antonio Mingote, y que sigue hoy reeditándose, además de un cuaderno de recetas culinarias de origen judío.
El título que le dio a su libro máximo, por el que ha sido más conocido, vino heredado del que su amigo Marañón dedicó a Toledo, lugar en el que convoacaba a toda aquella intelectualidad de la República a revitalizar la auténtica cultura hispánica. El “Elogio y Nostalgia de Toledo” de Gregorio Marañón fue padre adoptivo de este recorrido literario por Sigüenza que escribió Juderías y dejó como texto básico, entrañable y delicioso sobre la Ciudad del Doncel.
Sigüenza en tres tiempos
En tres paseos podemos andarnos Sigüenza, recorrerla de la mano de Alfredo Juderías. El otorrino molinés nos propone como tres trayectos para hacer andando la ciudad, mejor en compañía de amigos, en grupo interesado, en ánimos dispuestos a sacarle el mejor jugo de su brillante rodezno. El primero se mueve por la parte baja, la más cómoda de andar: la Alameda, los conventos de clarisas y ursulinas, el barrio de San Roque, la plazuela de las Cruces, el río mismo… El segundo es un itinerario interior, deambulante de naves oscuras y claustro catedralicio, supervisor de tapices, de vidrieras, de imágenes santas, de maderámenes tallados. El tercero, al final, es paseo trotón por la cuesta del burgo: subiendo desde la plaza mayor hacia el castillo se entretiene viendo las iglesias románicas, la plazuela de la Cárcel, la casa del Doncel, la posada del Sol, las travesañas…
De esos tres trayectos que propone Juderías para conocer Sigüenza de su mano, -lo que hoy llamaríamos tres “rutas” turísticas con objetivos monumentales y evocadores- , va por jardines el primero, por el interior de la catedral el segundo, y por cuestas y recovecos de la vieja ciudad el tercero. Los tres con un sonido detrás como de campana, de buscón clásico, de espadachín que se niega a guardarse. A muchos les parecerá libro con tufillo eclesiástico, porque solo habla de altares, conventos y procesiones. A otros, posiblemente a los eclesiásticos de la ciudad más que a nadie, les parecerá libro irreverente y de tufazo liberal, porque se hace cuestión de la verdad de todo lo que ve, y a nada considera eterno. Pero las palabras de Juderías están ahí, para ser leídas e interpretadas. Por mi parte están, sobre todo, para disfrutarlas, porque el castellano que utiliza, a caballo entre los siglos XVI al XVIII, se mastica, sabe a dulce.
Itinerario primero, por la Alameda
Y ahora algunas frases del propio Alfredo Juderías, que nos anima a ver Sigüenza, una vez más, pero con sus ojos. Dice así de la ermita de San Roque: “Su portada, ya ves, también barroca, tiene la pobre muy poco que admirar; pero dentro, tiempos hubo, y no vayamos a creer que lejanos, que de sus paredes aún no encaladas, junto a gorrillos de quinto, trenzas de pelo, tablillas y velas rizadas, con florecillas azules, rojas y blancas, colgaban ex votos ‑¡ay, si Pepe Esteban los pillara para su libro!‑ y cuadros, de marco casero y letra para ser vista…”. Y en esa visión de la ermita como espacio costumbrista y popular le dejamos para seguir por la Alameda paseando y recordando con él viejos tiempos: “Lejos, el banco verde de los Figueroa ‑barca varada en la orilla del mejor recuerdo y llena aún de un aire de vieja cortesía española ‑. A uno le aletea el corazón al pensar que fué allí donde, hacia los años de mil novecientos dieciséis, sobre meses menos o más, se celebraron algunos consejillos de ministros. Al timón estaba nuestro Conde de Romanones. Y con Gobernador, Alcalde y guardia charolada al aviso, por la veredilla de enfrente, por lo que viniese a ocurrir”.
Itinerario segundo, por la Catedral adentro
Se mete Juderías por todos los rincones. Todo lo observa y apunta. Todo lo comenta. En el “altarejo de San Juan” le llama la atención un arca vieja: “Cerca, el devoto arcón de misericordia ‑con llave, como aquella del Lazarillo, atada con agujeta de palitoque‑, donde se recogían ropas y memoriales para la atención y buen cuidado de los laceriosos”.
Y luego se va a la capilla de San Juan y Santa Catalina, ¡cómo no!, y allí parlotea con el aguerrido joven que dejó la vida en la vega de Granada, a mano de moros: así nos dice el autor de su encuentro con el guerrero mendocino: “Y dejé para contera, de nuevo en la Capilla, la estatua del caballero Martín Vázquez de Arce. Es, ya sabes, una de las más bellas de España, y de autor desconocido. Por un destino muy significativo ‑ha dicho Ortega ‑, en España todo lo grande es anónimo”.
Itinerario tercero, por las alturas
Por las alturas, sí, callejea Juderías y en la Travesaña alta se para una vez y otra a mirar las casas, viejas y judaicas unas, palaciegas y orgullosas otras. “Calle de torcida cuesta, fragosa y hasta empedrada a su buen aire, tiene ‑en el número 39, «La casa de la parra», de nuestro querido y admirado Profesor Archilla‑ portadas medievales, con hermosos escudos en sus fachadas, que no podemos dejar de trasver. Y otro tanto nos pasa con sus rejas y balcones, orgullo, bien ganado, de la buena tenacería seguntina del XVI”.
Sazonado de refranes, dichos y gentilezas, el libro de Juderías acaba como empezó, ofreciendo pasos y entregando ideas para que el viajero que llegue a Sigüenza se divierta (al buen uso de los viajeros) y la recoja suya: “… y en anocheciendo Dios, que el campanil del Asilo de Monjitas ‑¡ay, manos de sor Soledad! está tocando a vísperas, no me queda otra que dejarte. Ya sé que mucho es lo que por decir queda, y también mucho lo que tus ojos aún no han visto. Cosas hay ‑el Señor lo sabe ‑, y mi ciudad una de ellas, que no una, sino hasta varias veces, como al buen rezo, hay que hincarle el diente, ya que son menos las que van al clavo que a la herradura”.
Un libro de capricho
La edición que acaba de aparecer (es de AACHE, y hace el nº 2 de su Proyecto Lucena), es además de una fidedigna reedición del clásico de Juderías, una singular obra de arte. Este Elogio y Nostalgia de Sigüenza stá encuadernado en tela estampada, y ofrece el texto íntegro del escritor molinés, más una gran colección de fotografías de Sigüenza, todas en monocolor, con una visión nueva y siempre sorprendente de los rincones y los detalles (que los tiene a miles) de la ciudad del alto Henares. 128 páginas son capaces de ofrecer esta guía singular y poética, con una letra cómoda de leer, y un prólogo del marqués de Santo Floro, amigo personal del autor.