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enero, 2008:

Memorias de un Hospital

A lo largo de hoy viernes, 25 de enero, se van a suceder en el Hospital General de Guadalajara diversos actos con los que se culminará todo un año de conmemoraciones. Con un motivo único, el memorar que hace 25 años (realmente, ahora, se cumplen ya 26 exactos) se abrió y puso en marcha esta gran casa de la salud, en la que Guadalajara se ha mirado y ha encontrado que estaba siempre abierta a todos sus habitantes.

¿Quién no ha pasado, en este cuarto de siglo, por alguna de sus consultas, de sus salas de rayos, de sus laboratorios, o quizás –mala suerte- por alguno de sus quirófanos?

En la conmemoración de hoy, que trata de poner en primera fila a cuantos han participado en su creación y su imparable mejora diaria, saldrán a relucir palabras de recuerdo, asombro por tantas cosas hechas, indredulidad ante tantos cientos, miles, de profesionales que han dado vida a Guadalajara durante este tiempo, y que de una forma concreta reposarán cumplidamente en las páginas de un libro que hoy se presenta y que pone con detalle todo cuanto se ha hecho allí en este periodo.

El punto definitivo de una larga evolución

Aunque parezca imposible, el Hospital de Guadalajara, al cumplir sus 25 años de existencia, está más nuevo, más joven y más pujante, que cuando nació. Ello es lógico, porque los años, sobre todo los primeros de una vida, dan fuerza, dinamismo y experiencia. Y con el tiempo se gana, se crece en luz, se redimensiona y amplía en perspectivas. Eso es lo que ha conseguido, a día de hoy, y es 25 de enero de 2008, el Hospital Universitario de Guadalajara: estar en el mejor momento de su vida.

Este Hospital es el mayor logro de la asistencia sanitaria pública que ha tenido Guadalajara en toda su historia. Es el coda actual de una secuencia muy larga de entregas y soluciones para intentar paliar el segundo mal que aqueja al hombre. Si el primero es la muerte, de la que nadie se libra, el segundo es la enfermedad, a la que se va consiguiendo atajar y controlar con sabiduría y medios técnicos, paulatinamente, en una evolución que ocupa muchos siglos.

En Guadalajara existieron hospitales públicos desde la Edad Media. En las viejas crónicas se mencionan hasta siete albergues u hospitalillos que, en una ciudad mucho más reducida que la que hoy vivimos, existían en el siglo XVII. En realidad eran simples habita­ciones, pajares vacíos y con goteras, a excepción de uno de ellos, el de la Misericordia, que siempre man­tuvo un nivel aceptable de atención a los pobres y enfermos. En la relación que la ciudad de Guadalajara envió a Felipe II el año de 1579 se dice escuetamente: Ay en esta ciudad algunos hospitales para curar pobres, y miserables, y el uno de ellos es el Hospital de la Caridad y Misericordia para cuidarlos de las enfermedades que se les ofrece, a los quales acuden los vecinos, y los asisten con mucha piedad y cuidado. El Hospital de peregrinos foraste­ros estuvo situado en la cuesta de San Miguel, y el Hospital de la Puerta Quemada fue instituido en 1374 por doña Elvi­ra Martínez, en unas casas que esta señora tenía junto al postigo que le dio nombre.

El más importante centro sanita­rio que durante muchos siglos tuvo Guadalajara fue el Hospital de la Misericordia, fundado en 1375 por doña María López, quien dejó todos sus bienes para el man­tenimiento del hospital, que ha sido, es y será refugio de los pobres en­termos, así de esta ciudad como de toda su comarca. Por lo viejo que estaba, en 1632 se levantó un nuevo edificio, con un patio clasicis­ta, sobrio y elegante, y una iglesia, donde se veneraba a la Virgen de la Misericordia, y donde se representaban comedias en el buen tiempo. Lo regentaron durante dos siglos los religiosos de San Juan de Dios, y estaba en la calle que hoy lleva su nombre. Hubo otros hospitales, como el de Santa Ana, el de San Ildefonso, y el de la Torre, que estaba sencillamente ocupando el espacio interior del que hoy llamamos Torreón del Alamín, una vieja torre albarrana de la muralla medieval.

Llegada la revolución liberal, tras la Guerra de la Independencia, y con la desamortización de los bienes eclesiásticos, en nuestra ciudad se dio vida al Hospital Civil que tuvo asiento en el antiguo monasterio de monjas jerónimas de los Remedios. Finalmente, en tiempos de la II República, a partir de 1931, se inició la construcción del Hospital Provincial, con los fondos públicos que reservó para ello la Diputación Provincial. Sobre el solar del derruido comnvento de la Merced, cercano al río, se alzó esta institución modélica que vió pasar médicos de prestigio y sirvió para dar el primer gran empujón moderno a la asistencia sanitaria pública entre nosotros. Hoy, remodelado y ampliado, es el Centro Sanitario “La Merced” que a punto está de abrir sus puertas,

La creación de la Seguridad Social y del Seguro Obligatorio de Enfermedad, durante el periodo de gobierno del General Franco, supuso un nuevo aliento a la prestación sanitaria, que se acercaba, así, a todos los trabajadores. En Guadalajara se construyó e inauguró en 1954 la primera Residencia Sanitaria de la Seguridad Social, que fue el antecedente de nuestro actual Hospital, y el germen de una cantera de profesionales (médicos, enfermeras, auxiliares, celadores…) que conformaron lo que hoy es una realidad espléndida.

Pequeña y ya ahogada por el desarrollo urbano de la ciudad, la Residencia fue sustituida por este Hospital que, tras años de proyectos, y prefacios, vió cumplida su terminación e inauguración el 25 de enero de 1982. De entonces acá, un cuarto de siglo de continuo desarrollo, de llegada de nuevos profesionales (también de despedidas de otros, siempre recordados) de implantación de nuevas técnicas, abarcando una población creciente, con una asistencia sanitaria de cariz universal, y con unos proyectos que no cesan, porque la realidad lo demanda, de ampliación y mejora en todos los órdenes.

Gentes y hazañas

En el libro que recoge la memoria de nuestro Hospital Universitario, se suman las salutaciones de sus rectores actuales o iniciales, a las referencias amplias de sus jefes de servicio, sección y unidades, desgranando lo que en este tiempo se ha hecho, y a cargo de quienes ha estado tanta atención diaria y tanto trabajo meticuloso. Porque cada uno de los servicios, secciones y unidades, como cada uno de los hombres y mujeres que en sus distintas categorías y profesiones los han conformado este tiempo, tienen una larga historia que contar.

No cabe hacer ahora (sí habrá que hacerla, en su momento, cuando la perspectiva sea todavía mayor, y la altura a la que suba se consolide, por ejemplo, cuando se abra –y va quedando menos- la ampliación prevista y tan necesaria) una historia del centro, sino un breve recuerdo de lo que en estos 25 años se ha sucedido (cada año, cada mes incluso, ha habido alguna novedad) entre mejoras y sobresaltos: aumento continuo de plantilla, hasta llegar a estar formada actualmente por más de 2.000 personas y ser, sin duda, la empresa con mayor número de empleados de toda la provincia; obligado cambio de cara cuando hubo que renovar entera la fachada, con sus largas obras; ampliaciones permanentes, tratando de llegar, en todo momento, a la ubicación perfecta de servicios, secciones y unidades, y a la ampliación de espacios para mejorar la asistencia. Llegada de nuevos servicios, de nuevas ideas… una de las esencias, sin duda, de nuestro Hospital, aunque ya había llegado a la vieja “Residencia” en sus últimos años de utilización, ha sido la implantación de las enseñanzas universitarias de Medicina y Enfermería, lo que ha supuesto, entre otras cosas, la adquisición del actual calificativo oficial, el de ser Hospital Universitario, perteneciente (fue el primero de los tres con que ahora cuenta) a la Universidad de Alcalá de Henares.

La permanente presencia de alumnos de la licenciatura (hoy muchas más alumnas que alumnos) y de médicos residentes que hacen sus especialidades en permanente trabajo hospitalario, alegra y dinamiza el cotidiano quehacer profesional.

Durante estos veinticinco años han desfilado por sus plantas notables médicos y cirujanos, la asistencia técnica a cargo de enfermeras y diplomadas en enfermería ha sido de primera línea, y el resto de los profesionales, desde auxiliares de clínica, a celadores, técnicos de mantenimiento, administradores, secretarias e informáticos, ha puesto en un notable primer puesto al hospital alcarreño.

Para celebrar este 25 aniversario de la apertura del Hospital Universitario de Guadalajara, y durante un periodo completo de un año, han tenido lugar numerosas actividades que han puesto de manifiesto, siempre, la actitud de servicio del centro, la alegría y dinamismo que emanan todos sus trabajadores, y sus múltiples capacidades para hacer otras cosas, que humanamente les hacen crecer y ser mejores: concursos de narración, de poesía, de dibujo, de fotografía; exposiciones de pintura y artesanía; carreras pedestres y campeonatos de golf, además de una serie variada de actos que han conseguido unir los ánimos, dar cohesión a este pluriforme cuerpo de gentes que forman el latido humano del Hospital.

Una comisión que se formó, siendo directora gerente de este Hospital la doctora María Antonia Pérez León, y que ha continuado con el apoyo decidido del actual doctor Carlos Armendáriz Estrella, y del director médico de Docencia e Investigación, el doctor Pedro Carlevaris, bajo la presidencia de quien fuera primer director del hospital, y durante muchos años (recientemente jubilado) jefe de su Servicio de Medicina Interna, el doctor Julio de la Morena, ha trabajado casi a diario para dar voz y movimiento a esta iniciativa tan atractiva, que culmina ahora con una serie de actos, y un gran libro, que es, como todos los libros, el testigo más cierto, más duradero, más fiel, de todo cuanto ha pasado durante estos 25 años (de 1982 a 2007) en el Hospital Universitario de Guadalajara.

Un viaje [otra vez] a los rayanos

No somos aragoneses,
ni tampoco castellanos,
que nacimos en [Molina]                                                                                                                                                                                                                                                                                                       
y nos llaman los rayanos.

Con una copla semejante se identifican en nuestra provincia, y en otras de España, las gentes que han nacido y viven en algún lugar que es frontero, que tiene imágenes y sonidos de dos regiones bien definidas. En Guadalajara ocurre sobre todo con los de Molina, que, como acabamos de leer, se ven en Castilla [La Mancha] pero hablan y piensan como en Aragón. Está mucho más cerca Zaragoza que Toledo, y en las fiestas cantan jotas y no seguidillas.

Para ser un “buen rayano” hay que estar muy identificado con ambas regiones por las que se pisa y entre las que se vive. Esto es lo que ocurre a los que nacieron, y aún viven, en las rayas de Milmarcos, de Embid y de Alustante. Pero también a los que pisan cada día Madrid (comunidad, se entiende) para ir de un pedazo a otro de su municipio, como ocurre a las gentes de Mondéjar, a las de Villanueva de la Torre o a las de Uceda.

Un libro de viajes por los rayanos

Hace años, quizás demasiados, escribí un libro de viajes que llamé así: “Viaje a los rayanos”. El tema gustó, al menos a los miembros del jurado del Premio Camilo José Cela, entre los que se encontraba el escritor, todavía no Premio Nóbel, puesto que tal cosa ocurrió en 1976. Yo había hecho diez viajes por otras tantas marcas y rayas tres años antes. Y lo que conté parece que entonces impactó. Hoy, sin duda, tiene un regusto a pasado y naftalina, entre otras cosas porque la mitad de los personajes que aparecen en el libro están muertos, y la otra mitad se han hecho mayores, muy mayores. Pero los pueblos siguen en pie, mejorados todos, y con los mismos problemas (y las mismas ventajas).

Quizás uno de los lugares que con más fuerza ha vivido el fenómeno de ser “rayano” es Villanueva de la Torre. También han recibido esta varita mágica, en lo positivo, lugares como Quer, Valdeaveruelo y Azuqueca. Aquí ha ocurrido que de ser pequeños espacios agrícolas de la Campiña, en 30 años han desarrollado un potencial industrial y de comunicaciones que les ha cambiado la faz por completo. Algunos, como Villanueva, han crecido en los últimos cinco años más que cualquier otro pueblo de España, multiplicando su población inicial por 20.

Unas mujeres, en la puerta de la iglesia, se me lamentaban hace 35 años de que todos se habían ido a Azuqueca, a trabajar en la fábrica, y “este pueblo se nos queda vacío como alguien no lo remedie”. Las vueltas que da la vida, y lo que supone estar situado en un eje de crecimiento europeo, como les ocurre a los pueblos del Corredor del Henares: aviones por lo alto, y trenes, autopistas y mensajes…. Todo pasa por ellos, camino de Barcelona, de Francia, de Europa entera. Ser rayanos de Madrid les supuso también ese desarrollo, que ha sido bueno, para todos, eso no lo duda nadie.

En el Señorío de Molina

Los verdaderos rayanos son los molineses. Porque allí se ve la raya, se palpa el cambio sin discontinuidad. Esa contradicción se vive a diario: se viaja a Guadalajara al médico, y se va a Calatayud de compras. Los de Milmarcos vivieron enrayados muchos siglos. Llegó a ser ese remoto pueblo del Señorío nada menos que cabeza de partido judicial. Tenía barrios, y en cada uno había una parroquia. Tuvo, por tener, hasta un teatro, con plateas y gran telón en el que se pintaban los anuncios de los comercios elegantes de Castilla y de Aragón. Muchos de sus vecinos eran músicos, y otros trasquiladores, de tal modo que andaban por el mundo siempre. Y para entenderse entre ellos, y que los demás no les entendieran, inventaron un argot, que algunos llaman lenguaje, remoto y chispeante: la migaña, del que se han hecho ya gramáticas, y diccionarios. Y allí en el pueblo, y en el vecino Fuentelsaz en que también lo hablan, me consta que hay gente que piensa en “migaña”. Que escribía cartas, y versos, y llevaba las cuentas. Al mendoza le debo esto, al juanchis lo otro…. Y esos nombres eran sustantivos.

Un mundo que se reflejó en su paisaje, austero y alto, frío como pocos en la península. Y en su arte, porque los caserones en que vive la gente (las que llaman “casas grandes” de Molina) son diferentes a todo. Allí está el palazote de los García Herreros, la casa del Inquisidor, el palacete de los Badiola, el de los López Montenegro… y aquella ermita del Nazareno, que más parece un espacio valenciano que castellano místico.

Cerca está Fuentelsaz, donde enseñan el castillo que fue piedra del batallar de los carlistas y los liberales. Y donde también casas grandes se mezclan a la memoria de sus colegiales en Alcalá, y en Zaragoza. Y aún por Labros, que dio vida hace años (en la pluma de Berlanga) a Monchel, ese lugar mítico y arcano, que era a su vez rayano entre otros mundos: el rural y el urbanita. Podría ser este Labros, -que ahora ha sido tocado, por fin, de la varita mágica de los dineros y las atenciones- la quintaesencia del “rayanismo”: un lugar ancho, alto y frío, limpio y terso, en el que todo es pasado y cualquier cosa puede aún pasar, a mitad de camino entre Aragón y Castilla, entre la historia y el futuro, entre el nirvana y la vida.

Otro de los extremos rayanos de Molina es la sierra Menera, en la que Setiles alza su frondosa carátula de hierros. Unas minas que se pararon y el lugar dejó de oir el sonar de los metales. Y más allá, más lejos aún del lejano Tordesilos, está Alustante, que fue siempre el no va más de los rayanos, el fin del mundo para quien pensaba llegar allí a contemplar el caracol de su iglesia, los retablos soberbios de su templo, los restos de su viejo molino, o el arracimo de casonas solariegas y cubiertas de elegantes rejerías. Como dato curioso, este que allí me contaron: Alustante está a la misma distancia, por carretera, de Valencia y de Guadalajara. Es equidistante de ambas ciudades. Y claro, hace 30 años, todos cogieron la de Valencia, y en la capital del Turia hay calles enteras en las que viven, como un pueblo rehecho, los alustantinos. Ojalá el cambio de estos años pasados, con carretera que se endereza y Casa de Villa rehabilitada, empiece a renacer el espíritu rayano, pero allí mismo, en la plaza grande, o en el parque junto a la fuente del caracol.

Sierra de Somosierra

En la Somosierra, entre los robledales fríos de Almiruete, Valverde y Ayllón, están los que llaman rayanos serranos.  El haber hecho carreteras decentes que los comunican con Guadalajara, le ha procurado un mayor encuentro con su propia provincia, y ha posibilitado que las gentes de Madrid lleguen hasta ellos por su camino natural, que son los ríos subidos, el Sorbe, el Cañamares, el Bornoba y el Henares hacia arriba.

Pero hace treinta años están gentes tenían su mejor salida hacia Madrid y Segovia, y así los de Bocígano y Peñalba se dirigían a la capital del reino por Buitrago, mientras que los de Atienza hacia arriba (desde Albendiego, pasando por Galve y terminando en Villacadima) tenían mejor viaje por Ayllón a Segovia. De ahí sus cantos, sus jotas, sus fiestas y sus querencias. Rayanos de la Sierra, fronteros de la nieve y las sendas difíciles, pero que llegan.

A los de Valdepeñas y Alpedrete les pasaba igual, que no sabían muy bien donde andaban, cuando se echaban al monte con sus ganados: en esas suaves y altísimas colinas de la serranía jarameña, pasando por el Pontón de la Oliva, que es límite de provincias, unas veces estaban en Madrid y otras en Guadalajara, pastando y oreando a las cabras. El Jarama fue siempre un río muy fronterizo, porque si nace en Guadalajara, fluye luego por tramos entre una y otra provincia, y al fin, vista su huída desde el alto cerro de Uceda, se pierde por las llanuras de Madrid, se achica entre los árboles y se olvida de quien lo parió entre las cumbres de Sonsaz y el Lobo.

Y esto es todo lo que podemos decir, o recordar más bien, de los rayanos de Guadalajara. Que si hace treinta años, como hace dos siglos, eran gentes de personalidad propia, con historias y anécdotas que corrían de boca en boca, ahora están engullidos por la universalidad de los transportes y la inmediatez de las comunicaciones. Así y todo, Guadalajara puede presumir de sus rayanos, y ellos contar su devenir que, [al menos lo intenté], quedó reflejado en aquel libro que me dio por escribir hace 35 años y que fue justo hace un año solamente que alguien me hizo el favor de sacarlo publicado. Como un buen ayudante de viajes por sitios a los que hermana su sentido de frontera, de mixticismo (sí, con equis), de voy y vengo, y soy de todas partes. No se me olvidó Alcocer, no, ni Sacedón con Córcoles y Monsalud, que de puro alcarreños están entre Cuenca y Guadalajara mirando su historia en el archivo conquense, y llevando sus aguas por el Guadiela hasta la presa de Buendía. Unos y otros dándosela, en definitiva, a los de siempre: a los murcianos que ven llover todos los días por sus campos, con esa agua bendita que nace en las serranías rayanas de Beteta y Peñalén, de Peralejos y Cabeza de Hierro. En todo caso, una llamada al viaje, al querenciarse con los paisajes, con los bosques y los ríos de nuestra tierra.

Camilo José Cela, al final del paseo

Hoy se cumplen seis años del entierro de Camilo José Cela. Después de mirar, uno por uno, los hitos biográficos que en el paseo de las Cruces de Guadalajara se colocaron en el mandato del alcalde José María Bris, tras haber conseguido que el escultor Luis Sanguino le diera perfil a nueve personajes que algo han tenido qué ver con nuestra ciudad, llegamos al final del paseo, y nos quedamos mirando a don Camilo. El escritor gallego que amó a Guadalajara. Sólo por eso ya merecía la estatua. Pero luego se la ganó por otras muchas cosas, especialmente por haber escrito un libro en el que retrataba esta tierra tal como era hace 60 años, y a través de sus páginas muchas gentes, de todo el mundo, se han acercado a mirarla. Además, Camilo José Cela, que fue Premio Nobel de Literatura, vivió varios años en nuestra ciudad: no en alguna de sus calles, sino en la periferia, primero en El Clavín, en un chalet muy estrecho y aireado, y luego en El Espinar, en la vega del río Henares, en un chalet muy ancho y muy tendido entre arboledas.

Quién fue Camilo José Cela

La biografía de Camilo José Cela no ha tenido páginas especialmente emocionantes. Su paso por la vida ha sido la de un escritor que, bromas aparte, ha dejado muy alto el pabellón de la lengua hispana. Sus libros, admirados la mayoría, repetidos en ediciones múltiples, traducidas a decenas de idiomas diversos, son los que hablan por él. En ocasiones, expresó bromas por los medios públicos, o tuvo en la intimidad de sus círculos salidas chistosas que fueron luego repetidas hasta la saciedad, formando un corpus de anécdotas que ha merecido ya varios libros recopilatorios. De todos esos libros sobre Cela es, sin duda, el mejor, por lo real y lo bien escrito, el último escrito por Francisco García Marquina titulado “Retrato de Camilo José Cela” que ha sido editado, hace pocos meses, por la Universidad de Colorado, en USA, a través de la “Society of Spanish and Spanish-American Studies”. Con ese libro en la mano, aparte de pasárselo muy bien quien sea su lector, se entera de la biografía entera de don Camilo.

El libro de García Marquina sobre Cela está escrito con el testimonio directo de quien ha vivido muchos años junto al personaje, y le conoce bien, en hondura. Sabiendo decir lo que sabe aún mejor. Divertido y analista, este libro es recomendable para volver a encontrar la memoria de Camilo en esos hilvanes de las anécdotas, y su forma de ser auténtica, su garra literaria, origen y manantial de su fama universal.

Si algo hay que decir de cifras y títulos, esta es la primera fecha de su vida, el 11 de mayo de 1916, cuando nace en Iria Flavia (hoy Padrón, A Coruña), en una familia acomodada y culta. Teniendo 9 años se trasladó con ella a Madrid, donde hizo sus estudios primarios en el colegio de los Escolapios de Porlier.
A los 15 años de edad cogió la tuberculosis. Tuvo que ser internado en el sanatorio del Guadarrama, pasando largas jornadas de quietud, soledad y lecturas. El dice que fue entonces cuando se leyó la obra completa de Ortega y Gasset y la colección de clásicos españoles de Rivadeneyra. Ejemplo palpable de que “no hay mal que por bien no venga”, y de cómo muchos escritores empezaron tal como otros muchos acabaron: por una infección pulmonar.

Ya curado, en 1934 empezó a estudiar Medicina en la Universidad Central de Madrid, pero enseguida la abandonó para poder asistir a las clases de Literatura Española Contemporánea de Pedro Salinas, a quien entregó sus primeros poemas. Allí se hizo amigo de Alonso Zamora Vicente, Miguel Hernández y María Zambrano, en cuya casa conoció en tertulia a Max Aub y a otros escritores e intelectuales españoles. Luego, al estallar la Guerra Civil, Camilo fue alistado en el ejército de Franco, aunque fue herido en el frente y pasó la mayor parte de la guerra en su casa. Después estudió algo de Derecho, más bien poco, y ya se dedicó de lleno, y en exclusiva, a la literatura.

Su primera novela, rematada en 1942, fue «La familia de Pascual Duarte», que por su fuerza y su tremendismo no resultaba fácil que nadie la editara. Contó con el apoyo de José María de Cossío, a quien Cela luego obsequiaría con el manuscrito. En ese año editó la obra Aldecoa en Burgos.

El 12 de marzo de 1944 Camilo José Cela se casó con María del Rosario Conde Picabea, con la que tuvo un hijo, su único hijo.

Y poco después dio su paso relevante entre nosotros. Por la amistad que le unía con Benjamín Arbeteta y José María Alonso Gamo, se animó a planificar un viaje literario por la Alcarria, comarca que él consideraba suficientemente cerca de Madrid para poder hacerla si demasiados riesgos, y suficientemente alejada (socialmente) de la capital de España, como para que resultara impactante lo que de seguro iba a encontrar. Así fue, y entre el 6 y el 15 de junio de 1946, Camilo José Cela viajó a la Alcarria, en compañía del fotógrafo Karl Wlasak y Conchita Stichaner. La obra apareció primeramente editada por fascículos en “El Español” y luego en libro en 1948.

Después escribió y publicó “La Colmena”, una de sus mejores novelas. La publicó en 1951 en Buenos Aires, pues en España fue prohibida de inicio. Tras ella llegarían otras muchas, cada vez más rompedoras en su forma y en su fondo. Los relatos viajeros (por el Miño, el Bidasoa, el Pirineo de Lérida) le consagraron popularidad, pues fueron publicados por fascículos en periódicos nacionales. Su obra, en general, se caracteriza por la experimentación de forma y contenido, que comienza a partir de los años sesenta con su novela “San Camilo, 1936” (1969), está escrita en un monólogo interior continuo. El “Oficio de tinieblas 5” (1973), es su obra más arriesgada y vanguardista, difícil, y que supuso (muchos lo han confesado) que perdiera a parte de su público. Otras obras sucesivas fueron “Cristo versus Arizona” (1988), donde abandona una vez más los moldes narrativos convencionales. Demostró siempre su gran saber filológico, que plasmó en su famosísimo “Diccionario secreto” (1968-1971). Posteriormente al Nobel escribió otras novelas, como “La Cruz de San Andrés”, que obtuvo un polémico Premio Planeta, y finalmente su “Madera de boj”, de largo embarazo.

En 1956 Cela trasladó su residencia a Palma de Mallorca, donde editó la revista «Papeles de Son Armadans», de la que fue director y animador muchos años.

En 1957 fue elegido para ocupar el sillón Q de la Real Academia Española, leyendo su discurso de entrada el 26 de mayo, sobre «La obra literaria del pintor Solana», siendo contestado por el académico D. Gregorio Marañón. De 1977 a 1979 fue Senador por designación real, participando activamente como lingüista en la redacción de la Constitución de 1978. En 1984 le concedieron el Premio Nacional de Literatura por «Mazurca para dos muertos», y en 1987 obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. En 1989 le concedieron el Premio Nobel y más tarde, en 1995 el Premio Cervantes. De su vida, que terminó gloriosa, no es pequeño hito el ennoblecimiento que le ajustó el monarca reinante, don Juan Carlos I, en 1996: le dio el título de Marqués de Iria Flavia.

Como Camilo José Cela fue vecino de Guadalajara, tuvo contactos con mucha gente de aquí. Hasta conmigo. Pero tranquilos todos, que no voy a contar ninguna anécdota personal, y tengo muchas. Me prologó un libro y me trató con el cariño y la generosidad que su gran corazón encerraba. En Cela todo fue a lo grande: los escritos, los amores, las broncas y los odios que otros le profesaron. El fue siempre hacia delante con esa frase suya, tan repetida, y tan cierta, de que “En España, quien resiste, vence”. Por todas estas cosas, y muchas más, tiene Camilo José Cela una hermosa estatua de bronce al final del paseo de las Cruces. Bien merecida y ¡que dure mucho!

Apunte

Francisco García Marquina, biógrafo de Cela

El Retrato de Camilo José Cela” es un estudio riguroso e integral de la persona, el personaje y el escritor, esas tres facetas que conjuntamente constituyen a Camilo José Cela.
A lo largo de 622 páginas de texto con 1.570 notas y 815 entradas onomásticas, es la más completa y actualizada biografía existente sobre el escritor español premio Nobel de Literatura y calificada como «inteligente y objetiva» por la crítica especializada norteamericana.
Francisco García Marquina, escritor y periodista, es un estudioso de la obra literaria de Cela, especialmente su narrativa viajera, sobre la que ha publicado los estudios Guía del viaje a la Alcarria (Aache, 1993) y La sabiduría de un libro sencillísimo: «Viaje a la Alcarria» (El Extramundi, 1999). Ha publicado diversos artículos sobre el tema y dictado numerosas conferencias. Fue profesor del Curso de Verano 1998 de la Fundación Camilo José Cela en Iria Flavia. Ha ejercido durante 10 años la subdirección de la revista El Extramundi, editada por la Fundación Camilo José Cela en Iria Flavia.
También ha intervenido en primera línea en los más importantes acontecimientos de Camilo José Cela en los últimos tiempos, siendo enviado especial de la revista Tribuna a Estocolmo en 1989 para cubrir la información sobre los actos del premio Nobel y por el Ministerio de Cultura a la Semana de la cultura española en la URSS en 1991, para presentar en Moscú la película «La colmena».
García Marquina fue además amigo del biografiado y testigo inmediato de su vida durante los últimos 17 años, habiendo publicado en 1990 la biografía Cela, masculino singular (Plaza & Janés 1991), antecedente de la actual.
A la muerte de Cela, Manuel Leguineche opinaba que «Paco García Marquina es el hombre que mejor conoce su vida y su obra» (ABC 19-1-02). El propio Camilo José Cela ha dejado escritas estas palabras sobre Francisco García Marquina, a quien consideraba como su cofrade y mentor: «Mi buen amigo y albacea testamentario sabe bien a qué y a quién se refiere todo cuanto digo» (ABC, 4-6-95)

Viaje a la Sierra de Caldereros

En el corazón del Señorío de Molina, se alza un espacio que hoy cuenta ya con la declaración de “Monumento Natural”, desde el año 2005. Se trata de la “Sierra de Caldereros” una superficie de 2.368 hectáreas comprendida entre los términos de Molina de Aragón, Castellar de la Muela, Hombrados y Campillo de Dueñas, en el extremo nororiental de la provincia de Guadalajara, limitando prácticamente con Teruel.

Ofrece un relieve accidentado y con roquedales ingentes con aspecto de viejas ruinas ciclópeas, formadas por cúmulos de areniscas y conglomerados, sobresaliendo en forma de tremendos castillos sobre la suavidad de unas praderas perennemente verdes. Se cubre a cortos trechos de pino resinero muy aislado, salteando el paisaje un sotobosque donde aparecen jarales densos y muy espaciados rebollaras y encinares.

La más solemne especie de su fauna es, en superficie, el jabalí, viéndose muy de tarde en tarde algunos corzos. Y en el aire, el águila real, el alimoche, y el alcón peregrino, como mancha móvil que pone siempre el contrapunto aéreo de cualquier vista de la sierra.

Las mejores imágenes las dejó grabadas con su cámara Jesús de los Reyes Martínez Herranz, sobre un libro que publicó la Diputación Provincial hace tres años, con este motivo de la declaración del espacio serrano como “Monumento Natural”.

El viaje a la Sierra de Caldereros podemos hacerlo, partiendo siempre de Molina de Aragón, por la carretera provincial que va hasta Daroca atravesando los Cubillejos (del Sitio, y de la Sierra), o bien por la carretera nacional N-211 que sigue hacia Levante desde Molina, llegando a Castellar de la Muela y a Hombrados, para pasar luego a Campillo de Dueñas desde la villa de El Pobo. En este viaje nos encontramos cuatro pueblos de los que quiero dar alguna seña, para que el viajero que se dirija a la Sierra, a admirar sus espléndidos panoramas de fuerza pétrea, pueda detenerse y contemplar otros elementos patrimoniales.

Castellar de la Muela

Enhiesta sobre una emergencia rocosa, esta población ofrece de curioso la iglesia parroquial en lo alto del pueblo, obra muy sencilla del siglo XVI, sin caracteres artísticos al exterior. Una vez dentro, el viajero queda sorprendido del barroquismo popular que encierra, pues no queda un solo espacio, por mínimo que sea, sin decorar de colores fuertes y enrevesadas formas. Así, la techumbre toda aparece cubierta de pinturas que representan escenas de la vida de la Virgen, de santos diversos (San Pascual Bailón, San Isidro, Santo Domingo de Guzmán, San Francisco) de evangelistas, etc. El templo es de una sola nave, con poco acentuado crucero. El presbiterio se  cubre de altar mayor barroco, en el que destaca una talla de la Virgen y otras dos de San Sebastián y San Gregorio (que allí llaman “los mártires”). En el crucero se añaden otros dos retablillos, también barrocos populares, uno de ellos con buena talla de San Isidro, patrón del pueblo. Además puede reseñarse una serie de edificios populares, (muy bien estudiados en el extraordinario libro de Teodoro Alonso y Diego Sanz sobre la arquitectura popular en Tierra Molina), como son la casa curato y otras casas con grandes dinteles tallados en piedra, luciendo cruces antiguas, así como la Casa Lugar, ya muy remodelada, y la Fragua comunal.

Para los que gustan de encontrar ruinas remotas, el término de Castellar de la Muela es pródigo en despoblados, antiguos castros, ruinas de pueblos abandonados. Hay que buscar por los campos las ruinas y torreón de Alcalá, el despoblado de los Villares, los asentamientos de la Muela y Castilmayor. Y no olvidar la interesante y cercana ermita de Nuestra Señora de la Carrasca, a la que se llega en coche por buen camino rural. Esta es una construcción de estilo románico, del siglo XII, iglesia parroquial que fue de algún poblado surgido en su torno y ya desaparecido. El templo es interesantísimo y se encuentra bien conservado. Orientado correctamente, muestra a levante su ábside semicircular, con línea de modillones y canecillos bajo el alero, y ventanas aspilleradas en el centro. Al sur aparece un pequeño atrio tabicado, y en su interior está la gran portada de ingreso, de arco semicircular abocinado, con arquivoltas lisas, y capiteles de decoración vegetal. El interior muestra un buen artesonado, de la época medieval, y una gran pila bautismal románica de sencilla decoración geométrica. A los pies del templo, una sencilla espadaña‑campanario. En esta ermita se celebran romerías de todos los pueblos de los contornos.

Cubillejo de la Sierra

Las leyendas más imaginativas dicen que este lugar fue posesión de los Templarios, como lo sería también el castillo de Zafra., embutido en plena sierra, y alzado como una roca más sobre los promontorios de arenisca. El término es también abundoso de torres y restos mínimos de despoblados.

En el propio enclave de Cubillejo se alza, hoy muy bien restaurado, el Torreón de los Ponces de León o “Casa de los Leones”, que es una edificación medieval, de fuerte sillarejo en abultados muros, con entrada defendida y remate en terraza almenada. Sobre la entrada, figura un gran escudo nobiliario y una lápida en la que, con dificultad, se leen estos versos: “Salen a Leon los Ponces / sucessores de Roldan / la hermana del Rei le dan / por venir de emperadores / llamados de aquí Leones / en Sevilla asentaron / I dellos aquí pasaron / por bandos i disensiones”, que viene a explicar la llegada a Cubillejo de la Sierra de alguna rama de la familia extremeña y andaluza de los Ponces de León, habitadores de este Torreón o Casafuerte. Hay en el pueblo otra casona molinesa, más moderna, pues sobre el dintel de su portada toda labrada en pulcro sillar, aparece la Cruz de Calatrava y la fecha de 1654. La iglesia parroquial es sencilla y pequeña. Tiene una espadaña sobre el muro de poniente, y una puerta sencillísima bajo atrio, semicircular, con adornos elementales e hierros populares, obra del siglo XVI, como todo el templo, que es de planta cruciforme y una sola nave, con varios retablos barrocos en su interior.

Hombrados

A los pies de la sierra, surge este pueblo, en un hondón (de ahí su nombre) y a medias alzado sobre una lastra rojiza en cuya parte más alta se levanta la iglesia. Un línea homogénea de rojos tejados y pardas construcciones, rematadas por la torre maternal del templo, cuajan en la primera vista que el viajero tiene de este pueblo, siempre amable y acogedor porque así son sus gentes.

Muy de ver, y a ella se llega siempre, es la plaza mayor, bien estructurada, con un frontón, varias casas populares, y una casa‑palacio de los Chantos Ollauri, de aspecto típicamente molinés, con un escudo de armas de dicha familia sobre el portón de entrada. Distribuidas por el pueblo se ven otras varias casas (“del curato”, de la Inquisición, etc.) con arquitectura rural pero muy característica del territorio, así como escudos y dinteles tallados. La iglesia parroquial es elemento muy sencillo, sin detalles artísticos de relieve; en su interior se muestran algunos retablos barrocos. A la salida del pueblo aparece la ermita de la Soledad, una obra muy bella del último barroco, que muestra en su portada un escudo con una cruz y a los lados las siglas IHS‑MAR, señalando la fecha de 1698. Su planta es cruciforme, y en lo alto de los muros, al exterior, se ven cuatro carátulas de guerreros, quizás indios, y señalada otra fecha, la de 1790, indudablemente la de su terminación.

Campillo de Dueñas

Este pueblo, al que se llega mejor desde El Pobo, o desde La Yunta y Embid viniendo del norte, asienta en la ladera norte de la sierra de Caldereros, entre jarales y encinares de gran extensión.

Como edificio interesante hay que destacar la iglesia parroquial que es de enormes dimensiones. Puesta en alto, aislada del pueblo, a saliente, es obra hecha de una vez en el siglo XVII, en la segunda y definitiva repoblación. Muestra la portada, en alto, sobre el muro oeste, y se escolta de una bella torre de ornamentación barroca. El interior es de una sola nave y gran cantidad de altares barrocos, con profusión decorativa del mismo estilo por bóvedas, pilastras y frisos. Es un templo que impresiona de riqueza y grandiosidad. Entre las tallas barrocas a señalar, destacan las de San Pascual Bailón, San Roque y San Antón Abad. En el crucero, dos buenos altares con pinturas sobre tabla representando santos dominicos en el uno, y un Calvario en el otro. El altar mayor es de proporciones gigantescas, de un pesado barroquismo. Por los muros se reparten algunos cuadros oscuros, de la misma época todo. A la salida del pueblo aparece la ermita de Nuestra Señora de la Antigua, patrona de Campillo.

Y es en el término de Campillo, y en el corazón mismo de la sierra de Caldereros, donde aparece el elemento más extraordinario y sugerente de esta excursión: el antiquísimo castillo de Zafra, uno de los más representativos del Señorío molinés, y que bien merece un paseo hasta sus ruinas cargadas de belleza y melancolía. La mejor forma de llegar a él es desde Hombrados, por caminos que atraviesan siempre verdeantes praderas; pero también desde Campillo puede arribarse a la fortaleza, preguntando en el pueblo.

En una sinclinal de roja peña tobiza, emergiendo como agudo navío sobre una larga y suave serie de praderas, se levanta el castillo, con sus muros completamente a pico elevados y cortados sobre los bordes de la gran roca. Un amplio recinto interno, con aljibe y dos patios, se circuía de alta muralla almenada, reforzada en sus esquinas y comedio de muros por torres fuertes. En su extremo nordeste se yergue la torre del homenaje, de dos plantas y curiosos detalles, como puerta gótica de arco apuntado, escalera de caracol, terraza almenada, etc.

El castillo de Zafra tiene, seguro, más de nueve siglos de historia. Es muy posible que estuviera levantado cuando el dominio árabe de la zona. Figuró en los términos (como límite más meridional) que dio Alfonso I de Aragón al Común de Daroca. Pero desde la creación del Señorío y Comunidad de Molina, perteneció a este territorio, siendo considerado, hasta el siglo XIII, el lugar más fuerte y seguro del mismo. Ello lo confirma el hecho de que cuando en 1222 el rey de León‑Castilla Fernando III atacó Molina y amenazó a su tercer conde don Gonzalo Pérez de Lara, este se refugió con su corte en el castillo de Zafra, a la sazón inexpugnable, aguantando allí el asedio del godo. El conflicto terminó unos meses después cuando, con intercesión de doña Berenguela, madre del rey, se firmó el convenio, pacto o *concordia de Zafra+ por la que forzaba al conde molinés a que nombrara heredera a su hija doña Mafalda, a la que no correspondía el derecho, y a que ésta se casara con el infante don Alfonso, hermano del monarca. De este modo, León-Castilla se inmiscuía ya muy señaladamente en la dirección del territorio molinés.

En todo caso, un viaje que merece la pena hacerse, porque desde cada uno de los cuatro pueblos señalados y visitados, se puede hacer un corto paseo por el corazón mismo de la sierra de Caldereros, desde hace 3 años protegida, como “Monumento Natural” del acoso de los molinos de viento que están invadiendo, en aras de un desarrollo muy poco sostenible, el Señorío de Molina entero.

Viajeros de ayer y de hoy por la Alcarria

Hoy vamos a seguir los pasos de algunos viajeros que han sido. Y que han dejado escritas sus impresiones, sus hallazgos, sus emociones ante el paisaje de la Alcarria. Es un ejercicio al que invito al lector: a caminar, a viajar, a mirar, sin ideas preconcebidas. A asombrarse, -si tiene aún esa capacidad, que es siempre síntoma de juventud y buena salud mental- y a disfrutar con los colores, los cielos, los sonidos, las vicisitudes del camino, los solemnes aparatajes del patrimonio. Cuatro viajeros antes nos han ido poniendo detalles de la Alcarria como en esta bandeja de letras e imágenes.

Hacer una Antología de textos sobre la Alcarria es una buena tentación para un escritor provincianista. Analizar lo que otros han dicho, seleccionar lo mejor, lo más gráfico, lo más contundente, lo más poético, lo más explicativo… pero sería una tarea larga, y en definitiva estéril, porque lo mejor siempre es lo que el propio viajero rumia cuando ve las cosas, los pueblos y los paisajes en directo. Siempre que le quede, eso sí, capacidad para pensar por sí mismo. De hecho, uno de los peligros que nos amenzan, en este tiempo de mensajes continuos por los medios, es el de que nos lo dén todo pensado, masticado, clasificado. Sin posibilidad de pensar por nuestra cuenta. Ejercitemos ese deporte, pero siempre con algunos apoyos. Estos de quienes fueron antes por caminos estrechos, solitarios y asombrosos de la Alcarria.

Tendilla

Llegó Serrano Belinchón un buen día por Tendilla, la villa que siempre asombra por la pulcra disposición del urbanismo de su calle mayor. Y nos dijo estas palabras, que vienen a ser la mejor referencia de aquella belleza simple y rural, tan alcarreña: Tendilla a vista de pájaro es un poco de todo, es un pequeño burgo, es huerta, es chopera, es arroyo y verdor de campo, es vida al fin; todo lo contrario del desolado espectáculo de piedra desprendida y ruina que tengo tras de mí, y que en otros tiempos llegó a ser, por cuanto al arte y a la magnificencia de lo que tuvo, «lo primero y lo mejor del protorrenacimiento mendocino”… Serrano escribe desde los altos donde asientan las ruinas del monasterio jerónimo de Santa Ana. Y sigue: “Abajo, las modernas instalaciones deportivas, los últimos edificios construidos que forman verdaderos barrios, las industrias allí instaladas, nos hablan de que el corazón de Tendilla como pueblo es joven y late a buen ritmo; pues, minutos más tarde, y volviendo a desandar lo andado, de nuevo en la calle Mayor, uno se da cuenta de que la vida del municipio palpita con aires nuevos entre soportales viejos. En la calle Mayor están los bares, la entrada con fuente y jardín de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, los establecimientos de servicio tras la hilera de columnas desiguales donde, en tiempos ya lejanos, extendieron su mercadería los cambistas y los buhoneros cuando sus renombradas ferias de San Matías. En el menor espacio uno puede ver, sin moverse de la esquina de la plaza, una carnicería, una panadería, una tienda de antigüedades, una farmacia, y dos placas conmemorativas pegadas a la pared, en las que se da cuenta de que por allí anduvo C J.Cela cuando su primer viaje a la Alcarria”…

Yebra

Quienes viajan por Yebra, y después del viaje escriben un libro que titulan “Una larga historia” son María Antonia Velasco y Francisco García Marquina. Ellos se fijan fundamentalmente en la gente, en los viejos que cuentan historias, en el alcalde sabio y presuroso que tuvo que vivir aquella dramática riada de un agosto de hace 10 años, en las peñas que hacen las fiestas, en los vendedores ambulantes, en la memoria del tren y las carnestolendas… pero también aportan su genial apreciación del paisaje, que es alcarreño, y con tintes de verismo poco usados: “El paisaje está jalonado por torres y cables de electricidad que es el tributo que se paga por el progreso, dada la proximidad a la central nuclear de Zorita y a la tradicional de Bolarque. Hay líneas de torres gigantes y plateadas y otras antiguas de poste de hierro negro y de aisladores de porcelana marrón. Parece que el pueblo sufre otra presencia debida también al progreso porque está en la línea de aproximación de los aviones para aterrizar en Barajas. Se los ve con frecuencia, pero aún vuelan altos y no molestan a nadie”.

La Alcarria de Villaviciosa

Un andarín inagotable, que tuvo en su pluma la pasión y el acero de quienes sienten la naturaleza y la defienden contra viento y marea, fue Jesús García Perdices. En un libro que hoy ya es un clásico [“Cita en el Ocejón”] y que, ¡parece mentira! se publicó hace 30 años, contaba sus andanzas por la provincia, siempre a pie, con zamarra, txirukas, bastón y gorro de piel, diciendo de los paisajes, de los cerros y los pueblos, de los miradores y puentes lo que sentía su corazón casi infantil y pulcro. Al salir de Brihuega, rumbo a Villaviciosa, ve y escribe lo que sigue: “Una vez pasado el monumento conmemorativo de la batalla de Villaviciosa y el empalme que lleva hasta ese pueblo, torcemos a la derecha y nos adentramos en pleno monte.  Nos detenemos en un calvero en el que se levantan espaciada­mente algunas gigantescas encinas centenarias. El terreno es muy pedregoso. Hay muchos majanos de piedra gris con vetas rojizas. Abundan las piedras agujereadas.

Estamos en el Cerro Lobero, muy cerca del Chaparral de Yela. Enfrente de nosotros el monte se quiebra en un profundo desnivel conocido con el nombre de Barranco del Pozón en el que crecen profusamente los robles. Al fondo, en el horizonte, se recortan las crestas de los Montecillos de Brihuega.

Mi curiosidad se ha despertado ante el nombre de Cerro Lobero y pregunto a unos leñadores que por allí andan si se debe a que en otros tiempos abundaron los lobos en el mismo. Me contestan que sí, y añaden que, en cierta ocasión, algunos hombres sorprendidos por una jauría tuvieron que defenderse encendiendo una hoguera y emprendiendo el camino de regreso hacia el pueblo llevando en las manos tizones ardiendo.

Aunque estos leñadores traen consigo hachas de diversos tamaños y podones sólo las utilizan para cortar las ramas más pequeñas. Para serrar los gruesos troncos emplean moto‑sierras cuyos motores runrunean atronadoramente dándonos la sensación de que estamos asistiendo a un moto‑cross. Pregunto cuál es la causa de esta tala cruel. Me dicen que el propietario del terreno ‑que es uno de los leñadores‑ dispone de un plazo de tiempo para cortar los árboles antes de que esta finca sea adjudicada a otro con motivo de la Concentración Parcelaria. No le queda más que este camino para recuperar lo que es suyo”…

Se nota el deje triste de García Perdices cuando describe el paisaje, gris y aparentemente sencillo de la Alcarria, pero cuajado de vibraciones y dolores ante la tala.

Trillo

A principios del siglo pasado, y llevado de la indignación por saber que un vetusto edificio alcarreño (nada menos que el monasterio cisterciense de Ovila) lo había comprado un magnate norteamericano para usar su iglesia como comedor de una mansión que se estaba construyendo en California, el entonces médico y cronista en ciernes Francisco Layna Serrano se dió a viajar por los alrededores del pueblo donde veraneaba (Ruguilla) y a estudiar la historia del monasterio, y a describir cuanto veía, sabiendo que un tiempo después, como resultó ser cierto, no quedaría casi nada de ello.

Entonces Layna describe el paisaje de los valles alcarreños de la orilla derecha del Tajo, la solana de Ovila, y el abrupto y montaraz costado izquierdo del gran río. Y así nos dice en su librote sobre el Monasterio: “La orilla izquierda del Tajo es pintoresca y brava por demás; sobre un recuesto y encima del montículo peñascoso que constituye una fortaleza con su foso natural, se yergue el vetusto poblado de Azañón, con el airón de su cuadrada torre parroquial de blancos sillares, sirviéndole de fondo los altos montes de Solana; siguen los del propio Azañón, siempre verdes, hasta cerrar el valle en la estrechez peñascosa que a Trillo conduce, rasgando el cielo y adornando el paisaje con su característica silueta, las famosas «Peñas de Alkalaten». Actualmente se las conoce con el nombre de las «Tetas de Viana» (muchos las ven y pocos las maman, dicen en el país) y no son sino dos «cerros testigos» de análoga altura a la de la altiplanicie alcarreña (1.069 metros sobre el nivel del mar); montañas gemelas de líneas impecables coronadas por una lastra de quince metros de espesor cortada a pico, que parecen mucho más altas de lo que son en realidad, por estar asomadas al profundo barranco fraguado por el Tajo en una labor de millares de siglos”. Hoy hubiera tenido que añadir el cronista la presencia de otras dos altas torres panopliadas de humo perenne, las de la Central Eléctrica de Trillo. Cosas que van y vienen, en menos de un siglo: se fue el monasterio de Ovila a U.S.A. y nos pusieron una central nuclear allí mismo.

El Infantado de Guadalajara

A finales del siglo XIX anduvo pateándose España entera el erudito don José María Quadrado, que recaló en Guadalajara y describió, con especial énfasis, el palacio ducal del Infantado. Allí dentro, aunque abandonado de sus dueños, todavía entero de maravillas, anotó lo que veía en sus salones cuajados de artesonados que también él consideró los más ricos de España. Y decía así, para nuestro asombro y envidia: “En las salas es de admirar principalmente la riqueza de la techumbre, que unas veces presenta una grata confusión de colgantes y estalactitas imitando la erizada bóveda de las grutas, otras veces una octógona cúpula con estrellas lindamente entrelazadas, y repartidas por el ancho friso figuras de velludos salvajes armados de rudas mazas. La del prolongado salón de cazadores o guardamuebles, sembrada de estrellas y florones suspendidos y arqueada notablemente, descansa sobre un friso corrido de ramajes con escudos de trecho en trecho: de sus desnudas paredes desaparecieron ya los antiguos trofeos de guerra y caza; pero llena todavía el fondo de la estancia una inmensa chimenea sostenida como al aire por sutiles columnitas; sus molduras imitan mimbres entretejidos, en sus cinco compartimientos figuran tres blasones y dos atletas luchando a brazo partido con un león, y sírvele de dosel una gruesa cornisa de arquitos góticos terminada en cinco torrejones. A todas, sin embargo, se aventaja en extensión y magnificencia la sala de linajes, bajo cuyo estalactítico artesonado hecho un ascua de oro, corre una gentil galería cuajada de calados arabescos, ocupando el vacío de sus arcos los numerosos escudos de la casa con sus acostumbrados grifos, águilas y leones, y avanzando a trechos repisas y doseletes para acoger los bustos de los insignes ascendientes distribuidos en sendas parejas, los varones con airosa gorra, las damas con toca revuelta en torno de la cabeza a guisa de turbante…” Una descripción viva, de un viajero que goza y se exalta, porque como quienes hoy queremos viajar, y ver, y asombrarnos, sabe que la emoción es una corriente que pasa de los ojos, del tacto, de los sentidos todos, al corazón de quien siente.