Melilla, puerto de paz

viernes, 2 febrero 2007 0 Por Herrera Casado

El castillo medieval de Melilla vigila la entrada al puerto.

 

La llegada a Melilla, en avión desde Madrid, supone apenas una hora y media de vuelo, que se pasa entre la lectura de los titulares de la prensa del día, el desayuno que te ofrece Iberia, y el espectáculo, siempre sorprendente, de ver España desde el aire. Tras ello, dando vistas al sereno mar de Alborán, se toma tierra en esta ciudad española que es, sin duda, la que más cerca está del desierto.

Melilla se abre como un puerto de cara al mar Mediterráneo, con todas las ventajas de estar junto al mar apacible y cultural, y como un puerto de cara al continente africano, en el que asienta, ofreciendo así a golpe de automóvil, todo el misterio del continente negro.

En el mundo de las comunicaciones fáciles, en que nada está demasiado lejos de nuestro cuarto de estar, Melilla se descubre como un punto de partida a nuevas sensaciones y experimentos. Bien por aire (hora y media desde Madrid) bien por agua (a tres horas ya solamente desde Málaga, gracias a la rapidez y comodidad del gigantesco catamarán Milenium 2 de Acciona) podemos llegar a la ciudad que desde hace más de quinientos años es española, y desde hace muy pocos lustros ha dejado de ser un enclave exclusivamente militar para convertirse en un centro turístico y de comercio envidiable.

 El turismo de monumentos

 En Melilla puede el degustador de arte, el soñador de historia, el cazador de fotos, pasarse varios días disfrutando de la oferta visual que la ciudad derrocha.

Por una parte, está el testimonio de su larga historia de siglos: la Ciudad vieja, un peñón agreste puesto sobre el mar, que sirvió de sede incluso a los fenicios para tener su hábitat, su puerto, y luego irlo pasando a posteriores culturas que siempre lo aprovecharon. Fue romano, vándalo y musulmán. Fue finalmente español, y allí se puso un castillo que con el transcurso de los años fue creciendo, hasta hacerse múltiple de murallas, recintos, edificios, puertas, pasadizos y almacenajes. En la Ciudad vieja de Melilla, que hasta hace cien años era el único espacio vital del conjunto, se ve sobre la roca un abigarrado conjunto de edificaciones que se suceden unas sobre otras desde el siglo XVI a nuestros días.

Aparte de viviendas, pocas, de algunos templos, del convento de los capuchinos, de varios museos actuales, como el impresionante de la Ciudad, el peñón se ocupa de tres recintos castilleros. A quienes guste la arquitectura medieval militar, encontrará en el castillo de Melilla un perfecto ejemplar de fortaleza antigua. Difícil de describir en detalle, solo cabe decir de ella que tiene todos los elementos que la hacen uno de los mejores conjuntos de este tipo en el Mediterráneo. Tan solo lugares como Peñíscola, Duvrocnic, Malta y pocos más se le pueden igualar. El interior, restaurado, ofrece pasadizos, salas, arcos góticos, un aljibe de imponente altura, caballerizas y almacenes, hoy convertidos en Museo, y leyendas talladas, escudos enormes, marcas de cantería, miradores, almenas, puentes levadizos… solo por visitar este castillo merece la pena darse un garbeo por Melilla.

Pero la ciudad ofrece otras espectaculares muestras del arte. Por ejemplo, la arquitectura modernista. Melilla es hoy, junto con Barcelona y Bruselas, la ciudad europea con mayor cantidad de edificios de estética modernista y de art decó de toda Europa. En proceso de restauración muchos de ellos, otros ya recuperados, y otros en “lista de espera” para adecuarse a la visita, son más de 500 edificios melillenses los que ofrecen esta estética. Surge este conjunto en la primera mitad del siglo XX, cuando la fuerza militar del Ejército español se implanta con determinación en esta plaza africana. El Protectorado, surgido de las guerras del Rif, con sus altibajos de victorias y sonadas derrotas, supone la necesidad de crear una ciudad muy centrada en lo militar, pero con edificios amables que sirvan para vivir a los soldados, oficiales y familias en un ambiente decoroso. Varios arquitectos peninsulares llegan a Melilla, contratados por el Estado, y allí se ponen manos a la obra. Desde la escuela barcelonesa de Gaudí llega Enrique Nieto, acompañado de otras figuras como el ingeniero Eusebio Redondo, que es quien se encarga de trazar el ensanche, al estilo barcelonés, en la parte llana de la ciudad, junto al río, creando un “triángulo de oro” o “Ensanche de Reina Victoria”, en el que se trazan calles rectas, se levantan edificios de hasta cinco plantas, y se les adorna con el mayor juego de formas, adornos y recursos imaginables. El clasicismo se implanta de la mano de Carmelo Castañón, Eusebio Redondo y Joaquín Barco; el eclecticismo y el historicismo es propuesto en sus edificios por otros arquitectos, y finalmente el modernismo más exuberante entra de la mano de Enrique Nieto, Emilio Alzugaray y Manuel Rivera.

En resumen, y a los efectos del goce estético del viajero de hoy, en ninguna ciudad del mundo podrá encontrarse tal densidad, tal variedad y riqueza de formas en fachadas y cubiertas, en portales y balconadas, como en esta Melilla de las sorpresas, balcón del arte sobre el Mediterráneo.

 El turismo de Naturaleza

 Desde Melilla puede el recién llegado planificarse interesantes escapadas. Por mar unas, en mini-cruceros que se ofrecen de día entero, de medio día, de semana completa incluso, en el puerto deportivo. A nosotros nos hizo pasar un día apasionante, de marejada del Este y paella con música en las verdes aguas de la cala Tramontana el marinero invencible que es Tomás al mando de su velero Tobarca.

Se puede salir, con los trámites que todavía enlentecen un tanto las autoridades marroquíes, a la vecina ciudad de Nador, la más grande de Marruecos antes de llegar por el este hasta Argelia. Nada queda en ella de los recuerdos del protectorado, y sí sorprende la autenticidad de su zoco, en el más puro estilo árabe, sus limpios horizontes junto a la “Mar Chica” que es un delicioso enclave –un mar menor protegido de una amplia barra urbanizada- y la posibilidad de vivir en densidad el Magreb vibrante de una ciudad destartalada y simpática de más de 250.000 habitantes.

Desde Melilla, pasada la frontera (que es una de las que España tiene, totalmente terrestre, con un país islámico) el viajero puede lanzarse a la más absoluta aventura africana. Dejando atrás la valla famosa, custodiada muy escuetamente por tropas de ambas nacionalidades, se asciende por una carretera de montaña, entre bosques de pinos y eucaliptos, al Monte Gurugú, donde a trechos nos paramos a dar de comer y fotografiar a los monos que bajan de los árboles y se plantan en medio de la carretera. Luego, puede seguirse la cómoda carretera de la costa, y llegar a ver las Islas Chafarinas, hacia el Este, o el  Peñón de Alhucemas, hacia el Oeste. Pero lo mejor es adentrarse en el país rifeño, y pasar el día en Xauen, o montarse una larga excursión hasta Tetuán, a Fez incluso. Hay agencias de viaje, radicadas en Melilla (Delfi Aventura es una de ellas, perfectamente preparada con vehículos todoterreno de última generación, como pudimos comprobar) que pueden llevar a los viajeros hasta el desierto más profundo: en poco más de seis horas de andadura motorizada, se llega a los oasis de Tafilat  y Figuig, pasando antes por el seco mar de arena de Merzouga, desde donde se entra en el más inhóspito y deslumbrante Desierto del Sahara.

Melilla se constituye, así, en la puerta perfecta del África recóndita, sin dejar de estar, en todo momento, en la más cosmopolita y moderna Europa. Un lujo y una sorpresa que debería contar a la hora de hacer planes para vacaciones, puentes, semanas santas y viajes promocionales de empresas. Melilla es un puerto, frente al mar y frente al desierto, que solo lleva cartas de paz en su mano.