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noviembre, 2005:

El secreto de la Cueva de los Casares

 

Uno de los más señalados monumentos de nuestra provincia, está siempre en la oscuridad, no hay forma de ponerle bombillas: se trata de la Cueva de los Casares, un auténtico santuario del arte rupestre paleolítico. Más conocido en el extranjero que entre los españoles y castellano-manchegos, este verano se hizo famosa por una circunstancia desgraciada: desde ella partió la llama que quemó 13.000 hectáreas de pinar en el Ducado. Mejor dicho: desde una barbacoa que la Junta de Comunidades puso antes, para disfrute de los asadores campestres, bajo el cerro donde asienta la Cueva.

La Cueva de los Casares está siempre llena de misterios. Entre las cien figuras talladas en la roca de su oscuro vientre, hay animales y hombres, hay vida retratada desde hace miles y miles de años. Y aparte de ser crónica de su tiempo, y templo propiciatorio, es también, muy posiblemente, el lugar donde aparece dibujado el mito más antiguo generado por la mente humana: el de la entrada en el caos de la muerte.

La cueva, en resumen

Aunque ya hace ya casi 80 años que se conoce la Cueva de los Casares (1928) y más de 70 que fue declarada Monumento Nacional (1934) este elemento patrimonial localizado en Riba de Saelices, en las serranías del Ducado de nuestra provincia, aún es desconocida para la mayor parte de los habitantes de Guadalajara.

La Cueva de los Casares, en las orillas del río Linares, a 1.162 metros de altitud sobre el nivel del mar, en lo alto de un fuerte recuesto rocoso, es una de las joyas patrimoniales de nuestra tierra, no sólo de Guadalajara provincia, sino de Castilla-La Mancha, y aún de España entera. El guía oficial de la cueva, ese hombre callado y sabio que es Emilio Moreno Foved, me cuenta que siguen siendo más los extranjeros que acuden a visitarla, que españoles.

La Cueva de los Casares fue habitada por los hombres del Paleolítico Medio desde hace, al menos, 30.000 años. Los estudios de Antonio García Seror, a la espera de nuevas excavaciones y análisis más científicos con métodos que aún no se han puesto en marcha en este caso, hablan de “modernizarla” un tanto. Y podría acercarse esa fecha hasta los 10.000 años antes de Cristo. En esa época se calcula que hicieron sus grabados, en el discurso de ritos propiciatorios de victoria y fecundidad. A lo largo de los 264 metros de longitud/profundidad que tiene la Cueva de los Casares, se encuentran 168 grabados bien identificados y explicados, lo cual pone a Casares en la primera línea de las cuevas con contenido de arte paleolítico de todo el mundo. Aunque las de Peche y Atapuerca ofrecen también buen número de grabados, y otras muchas han ido apareciendo en los últimos decenios por la Península, ninguna iguala en cantidad, calidad y diversidad de temas a la de Riba de Saelices. Se encuentran en ella 9 escenas completas, 72 figuras aisladas, y 40 signos o trazos sueltos. Son 96 figuras claras de animales y 20 antropomorfos indiscutibles los que allí están tallados. De ellos son seguros 25 caballos, 17 ciervos, 1 reno, 6 uros o grandes toros, 8 cabras, 1 bisonte, 2 felinos, 1 rinoceronte lanudo, 1 mamut y un disfraz de mamut, 1 glotón, 1 comadreja, 1 nutria, 2 liebres, 1 ave, 1 serpiente y 21 peces. Entre los antropomorfos, surgen humanos en muy diversas actitudes: desde grupos tirándose al agua, hasta parejas en cópula, danzas rituales, enmascarados y una Venus o mujer de anchas caderas y enorme vientre, que entronca con el canon habitual paleolítico del matriarcado voluminoso. Además, múltiples signos entre los que abundan las mandorlas rayadas de vulvas, como símbolos de la reproducción y la sexualidad.

Fueron don Juan Cabré Aguiló y su hija Encarnación quienes, tras el descubrimiento de la Cueva por el maestro de la Riba, Rufo Martínez, y por el cronista provincial, Francisco Layna, se pusieron de inmediato a realizar el estudio de los grabados, mediante calcos, publicando en revistas de arte y arqueología sus hallazgos, que fueron progresivamente aplaudidos por el mundo científico. Beltrán y Barandiarán, de la Universidad de Zaragoza, años más tarde completaron el estudio con análisis estratigráficos, puramente arqueológicos de superficie. Y otros especialistas han ido a buscar, a medir, a interpretar. Recientemente, un núcleo de 25 personas que conforman la Agrupación de Amigos de la Cueva de los Casares ha mantenido durante los últimos 10 años una línea de investigación continuada, que ha dado su fruto en un libro fascinante. Y aún más recientemente, es cosa de estos días, el libro Ensayos sobre el Hombre de Antonio García Seror, ha puesto sobre el tapete la actualidad permanente de esta Cueva en el ámbito de la ciencia antroológica, al plantearse nuevas fechas de su realización, y, sobre todo, nuevos significados de sus grabados. Lo vemos a continuación.

El mito de la zambullida en el caos

Muchos autores, desde remotos tiempos, han explicado la muerte del hombre como la entrada en un espacio caótico, húmedo, en el que los pájaros corren por debajo del agua, y los peces vuelan por el aire. Ese desorden, al que entra el hombre cuando muere, no es otro que el acabamiento de la vida. Los antiguos egipcios decían que la muerte era el cruce del gran río Nilo. En la orilla derecha vivían, en grandes palacios y ciudades, y en la orilla izquierda se enterrraban, bajo inmensas montañas de pálidas rocas. El tránsito se hacía sobre el agua, en una barca. Y otro mitos, al parecer más modernos, decían que la muerte era una zambullida en el agua: el hombre desnudo, se lanza desde una roca hacia la masa de agua, que le espera, cuajada de peces, aves y animales. Así lo vemos en unas pinturas murales griegas de Paestum, en la Magna Grecia itálica, y en otras de origen etrusco, de Tarquinia.

Pues bien, esa misma imagen, aparece tallada en la pared de la Cueva de los Casares,  en el seno A, y cuenta con una antigüedad mucho mayor: 10.000 años al menos, quizás más, quizás 30.000. Podría ser. Lo que es seguro, es que se trata de la representación más remota de ese mito. Y ello nos lleva al corazón mismo del secreto de la Cueva: ¿Quiénes grabaron aquellas señales, aquellos perfiles, aquellas escenas? Primitivos cromañones que solo cazaban, comían y se reproducían? ¿O seres que tenían ya creado un complejo código de imágenes, de símbolos, de metáforas, y de teorías acerca de su existencia?

Esta es la teoría que desgrana Antonio García Seror en su libro “Ensayos sobre el Hombre” que con el subtítulo de “Arqueología, Antropología y Religión” acaba de editar AACHE y en él ofrece, además de estudios curiosos sobre el Ejército Romano, la mujer en Mesopotamia, y visiones sobre el antisemitismo, San Pablo y San Agustín, una información muy amplia, y unas reflexiones muy novedosas, sobre la datación de la Cueva de los Casares, la composición de la sociedad que la habitaba, y el sentido último de sus grabados.

La Asociación de Amigos de la Cueva

Un amplio grupo de aficionados a la Prehistoria, la Arqueología y la Historia Antigua, con especial énfasis en el Arte Rupestre, ya sea Paleolítico, Levantino o Esquemático, constituyeron hace años la Asociación de Amigos de la Cueva de los Casares y del Arte Pelolítico. Entre ellos hay profesionales de diferentes campos: Historiadores, Matemáticos, Ingenieros, Médicos, Fotógrafos, Biólogos, etc… Con sede en el Ateneo de Madrid, y una página web muy bien hecha (http://usuarios.lycos.es/loscasares/) una de las metas que se propusieron fue la de hacer una nueva recopilación, estudio y catálogo fotográfico de los grabados de la Cueva, dando como resultado un libro impactante, que les editó AACHE, y que ha servido para animar a muchos visitantes a acercarse hasta la Riba a ver , con la luz clara que en la mano lleva Emilio Moreno, “el vigilante de la cueva”, los grabados remotos.

Apunte

Un zoológico paleolítico

En la larga galería de los Casares, sorprenden las imágenes grabadas de animales desaparecidos hace miles de años. Es cierto que allí se ven, clarísimos, los grandes mamuts del Paleolítico, que sin duda poblaban estas tierras frías del Ducado, y los uros gigantescos, sin olvidar el rinoceronte peludo (rinocherus tichorinus) que habitó por toda la Península Ibérica hasta finales del Solutrense, en los inicios de la última glaciación. Los más abundantes son los caballos, de los que se ven manadas, ejemplares sueltos, cabezas estilizadas y otras minuciosamente talladas, como retratos casi. Hay un glotón, animal perteneciente a la familia de los mustélidos, propio de los climas muy fríos. Su talla dataría de los finales momentos del Solutrense. El resto, como renos gigantes, una leona, liebres, cabras, un bisonte… eran animales a los que tenían que enfrentarse, en lucha y caza, los hombres que habitaban la Cueva de los Casares. En un clima realmente hostil, y con unas condiciones primitivas.

Don Fadrique, un obispo del Renacimineto

 

Cuando se entra en la catedral de Sigüenza, que al amanecer es toda oliveña y rosa, como decía Ortega y Gasset, no se distingue apenas nada. Parece una caverna, de altos techos, de holgadas proporciones. Primero son las luces que derraman los rosetones, las lejanas ventanas. Y luego las lucecitas de las capillas, algunas velas, una corona de virgen, un sagrario diminuto. La catedral de Sigüenza es un lugar al que uno tiene que acostumbrarse, sobre todo para ver. Para logar el  milagro de ver en la oscuridad. Y en ese oscuro silencio, el viajero va a buscar detalles, ángulos, escudos, algunos colores que sorprenden sobre lo que parece un gris modulado. Hoy vamos a buscar las huellas de un obispo del Renacimiento, nada menos que de don Fadrique de Portugal, que además de encender las velas de la misa, ponía la mecha en los cañones.yodo un personaje de historia antigua.

De origen real

Don Fadrique (también podemos llamarle Federico, que es más español) tuvo por padre a don Alfonso el conde de Faro, y por madre a doña María, la condesa de Odemira. Linaje de altura por ambos lados, que se sumaba al aluvión de sangre real que por su venas corría, pues descendía también del rey de Castilla don Enrique II y del rey de Portugal, don Fernando I. Con ese bagaje de linajuda ascendencia, en el inicio del siglo XVI se podía llegar a cualquier parte. De hecho, estudió lo que pudo, se graduó en ambos Derechos, que era lo típico, y se hizo eclesiástico. Lo tomó por consejero el rey Fernando de Aragón, al enviudar de doña Isabel de Castilla, y luego siguió en el servicio del nuevo rey, o emperador, Carlos I, venido de Gante. Don Fadrique fue uno de los que junto a Cisneros, gran amigo suyo, más se empeñaron en que viniera a reinar en España el joven Carlos, pues su madre doña Juana era evidente que no estaba para muchas responsabilidades.

Su carrera eclesiástica se inició con cargos de canónigo en Segorbe y Albarracín, pasando enseguida a ser obispo de Calahorra, y en 1508 de Segovia. Desde allí, en 1512, pasó a ocupar la silla de Sigüenza, donde fue recibido con todos los honores de la tradicional parafernalia, incluida la entrada a la ciudad sobre mula blanca, y recepción de los cargos de señor del territorio y obispo de la diócesis. Fue el Papa Julio II, corazón del Renacimiento romano, quien el nombró.

Tras tomar posesión de sus títulos, pasados unos días se marchó rumbo al norte: le requerían para firmar unos pactos con los franceses en territorio guipuzcoano. Pasó de nuevo, lo dicen los documentos catedralicios, que todo lo apuntaban, ocho años después, en 1520, consagrando entonces las aras de algunos altares. Y visitando las obras de lo que él mismo había encargado, y que levantó un gran entusiasmo en la ciudad: el adorno solemne, y dispuesto según los nuevos esquemas artísticos, del brazo norte del crucero, donde mandó abrir la gran capilla que Santa Librada merecía. Como patrona de la diócesis, y como portuguesa que era, del mismo origen que el señor obispo. Aparte veremos lo que significó ese “brazo norte” de la catedral, pero en todo caso, el conjunto de altar, sacristía, puerta del Pórfido para pasar al claustro, y enterramiento personal de don Fadrique, fue recibido con expectación. Todos los días se pasaba la gente, a lo largo de los cuatro años que duró la obra, a ver cómo progresaba.

Cargos políticos, viajes por Europa

Don Fadrique de Portugal vio elevadas sus aspiraciones a uno de los importantes cargos de la monarquía: en 1525 el emperador Carlos le nombró Virrey de Cataluña y su Capitán General, mandando del mismo modo en la Cerdaña y el Rosellón, por entonces unidas como una sola estructura socio-geográfica. Es curioso que ahora, cuando algunos tratan de aplicar categoría de nación a lo que fue siempre parte, y aún mínima, de un viejo reino europeo, se olvidan de que Cataluña nació como condado de Aragón, y vivió siempre sus avatares históricos junto a la Cerdaña y el Rosellón, que hoy son sendos departamentos franceses a los que nadie, ni se ha atrevido, si le ha ocurrido siquiera, reclamar el mismo título de “nación” que para la parte española piden. 

El viso Rey don Fadrique se quedó a vivir en Barcelona. Desde allí, con emisarios, correos y canónigos de “va y vén”, gobernaba su diócesis, y no sin gracia. Quería mucho a esta diócesis, que además de prestigio le daba saneados ingresos. Tantos, que aún pudo con aires de generosidad regalar muchas otras cosas, como una colección de tapices de factura borgoñona, a las dependencias del Cabildo. Cuatro paños referían la historia de David, y otros cuatro la de Eneas. Además dio para el culto divino cálices numerosos, candeleros, misales, estolas, dalmáticas, etc. Y no sólo eso, sino hasta 4.500 ducados para que se adquirieran fincas con las que aumentar el patrimonio de la diócesis. Terminó siendo nombrado, dos años antes de su muerte, como Obispo de Zaragoza, en 1532.

Tuvo don Fadrique que viajar a Portugal, pero ya en plan vacacional, como acompañante en la boda de su hermana doña Guiomar, duquesa de Segorbe, con el rey de Portugal. Fue su vida, a pesar de los viajes continuos, regalada y sin sobresaltos. Los problemas que se encontró al llegar en 1530 nuevamente a Sigüenza, fueron mínimos. Eran simples reyertas entre canónigos, o entre estos y el Concejo, y consistían en diatribas por el reparto de los impuestos que cobraban a los campesinos. Los líos abultados que se vivieron en diversos lugares de la diócesis toledana, como por ejemplo los focos de erasmistas que surgieron, entre los años 1515 a 1530, en Guadalajara, Pastrana, Alcalá, etc, a la diócesis seguntina no llegaron. Y aquellas auténticas muestras de Renacimiento mental, no le afectaron a don Fadrique, que siguió viviendo como lo que era: un príncipe de la Iglesia chapado a la antigua,  pero que al menos le dio por apoyar las nuevas formas del arte. Y de ahí queda su recuerdo entre nosotros, de las proezas monumentales que patrocinó, y que a seguido recordamos. En todas ellas, junto al espíritu de inmanencia que las animaba, el sello inconfundible del jerarca, sus escudos de armas, que muestran repartidos en cuarteles las quinas de la casa real portuguesa, que él lleva por el condado de Faro, de su padre, y el cuartelado con las armas de Portugal (borduradas de Castilla) y Castilla (borduradas de Manuel), que él lleva por el condado de Odemira, de su madre, que precedía a su vez del infante don Felipe, hijo de Sancho IV.

Apunte

La capilla de Santa Librada.

Es espléndido, y sin duda una de las mejores piezas de esta oscura catedral seguntina, el altar de Santa Librada, construido de 1515 a 1518 por encargo del obispo don Fadrique de Portugal, con diseño probablemente debido a Alonso de Covarrubias, habiendo intervenido en su realización los artistas Francisco de Baeza, Sebastián de Almonacid, Juan de Talavera y Peti Juan. Muestra un estilo renacentista pleno y sosegado, estructurado en forma clara como un retablo. Consta de un zócalo con temas ornamen­tales, y sobre él se desarrollan tres cuerpos. La calle central, mas ancha, presenta de abajo a arriba un hueco que alberga el altar y retablillo pintado, obra magnífica en óleo sobre madera, debido al pincel de Juan de Soreda, también a comienzos del siglo XVI, y en el que se representan escenas diversas de la vida y martirio de Santa Librada y sus hermanas. Mas arriba, también en el centro, gran hornacina, cerrada por bonita reja hecha por Juan Francés y Martín García, en la que se guarda la urna que conserva las reliquias de Santa Librada; dicha urna es de piedra, y dentro de ella hay otra de madera chapeada con plata, obra del siglo XIV. Encima aparece el remate en forma de frontón, con bello grupo escultórico representando a la Asunción de la Virgen, titular de la catedral. Escoltando esta calle central, se ven ocho hornacinas en las que aparecen en talla otras tantas esculturas de santas, muy bellas y bien compuestas: son las ocho hermanas que la leyenda dice tuvo Santa Librada: Genivera, Victoria, Eumelia, Germana, Gémina, Marcia, Basilia y Quiteria. Las calles laterales se ocupan con diversos elementos ornamentales, carteles, ángeles tenantes del escudo episcopal de don Fadrique, y las escenas de la Anunciación y la Visitación. Todo ello escoltado por pilastras y balaustres, frisos y roleos cubiertos de una densa decoración de grutescos de estilo plateresco.

A la izquierda de este gran altar se encuentra la entrada a su correspondiente sacristía de la capilla de Santa Librada, hoy utilizada para vestuario de los canónigos y beneficiados. Es una obra de severo renacimiento, con dintel, friso, jambas y frontón, pero todo ello revestido de profusa decoración plateresca. Se preside de gran escudo del obispo Fadrique de Portugal. En su interior, destaca un cuadro cuyo tema es el Descendimiento de la Cruz y su autor, el aragonés Juan de Soreda.

Apunte

El mausoleo de don Fadrique

Formando ángulo con el gran altar dedicado a Santa Librada y a sus ocho hermanas, vemos el mausoleo de don Fadrique, realizado en la misma fecha y por los mismos artistas. Se levantó hacia 1530, y al morir en Barcelona este prelado, fue traído aquí su cuerpo. Está estructurado conforme a un retablo, y consta de zócalo, tres cuerpos y coronamiento. El zócalo está profusamente adornado con grutescos, cartelas y detalles vegetales. En su centro aparece gran cartela con la inscripción o epitafio del obispo. Encima, un gran escudo del mismo, escoltado por las imágenes de San Andrés y San Francis­co, en talla exenta y cobijadas por hornacinas aveneradas. Un magnífico friso del estilo lo separa del segundo cuerpo, que se centra por una composición en la que aparece don Fadrique, orante, de rodillas, revestido de gran ceremonia, acompañado de dos familiares que le sostienen la mitra y el cirio, todo ello incluido en hornacina escoltada de balaustres y coronada por venera. A los lados, San Pedro y San Pablo. El tercer cuerpo muestra un grupo de la Piedad acompañado de los escudos del magnate. Y como remate del espléndido conjunto, un Calvario en relieve, de extraordinaria factura.

Además de ello, don Fadrique dejó su aliento renacentista en otras obras que mandó levantar. Así, el precioso altar dedicado a Nuestra Señora d ela Leche, en uno de los pilares de la nave sur, justo en la esquina con el crucero; o la balaustrada que protegía el órgano y se sumaba al coro, tallada en padera, cuajada de sus escudos y los del Cabildo. También mandó poner sus armas sobre la puerta románica de la iglesia seguntina de Santiago, que él desafectó de la de San Pedro para dársela a las monjas clarisas. Y finalmente en la parroquia de Peregrina, lugarejo del señorío episcopal, donde hizo arreglos y encargó a Vandoma el gran retablo de estilo plateresco que hoy vemos.

Peñalver, una especie de paraiso

Un detalle "peregrino" en la portada de la iglesia de Santa Eulalia de Peñalver.

 A Peñalver conviene ir en una mañana limpia de domingo. A la hora del Angelus llega la furgoneta del panadero de Berninches, abre los bajos del Ayuntamiento, y se forma enseguida una larga hilera de mujeres y hombres, sobre todo hombres, que van a comprar el pan. Los tiene a raya detrás de unas baldosas en que se lee “Espere su turno”, y el viajero aprovecha para ponerse a lo cola y llevarse, por un par de Euros, un enorme bolsón lleno de panes olorosos, de tortas secas y magdalenas enormes y cuadradas.

Es el respiro alimenticio de una mañana empleada en patear Peñalver, el pueblo hondamente alcarreño del que ha salido, y sigue saliendo, la tropa más entusiasta y animosa de gentes que han propagado el nombre de la Alcarria por todo el país: los mieleros.

La historia de Peñalver es magra y tiesa: una historia en la que aparecen los caballeros de San Juan, a cuya Orden religioso-militar perteneció este pueblo desde la Edad Media hasta el reinado de Carlos I. Luego el emperador lo sacó a subasta, y lo compró la familia de los Suárez de Carvajal. Quien lo compró era obispo de Lugo, pero se lo dejó en herencia a su hijo, y este a los suyos, y de ahí vino a las manos, cómo no, de los Mendoza, en su rama de los marqueses de Híjar. Hoy ese título (que no el señorío) lo lleva todavía doña Cayetana, la grande de España que empieza su listado de títulos por el ducado de Alba.

Y poco más pasó por aquí, en punto a historias. Las que más suenan son las íntimas, las vividas por cada uno de los hijos de Peñalver, que han sido en su mayoría mieleros, y han pateado España, y aún el mundo, vendiendo la miel de sus colmenas, y los quesos de sus ovejas, y los chorizos de sus cerdos. De los mieleros hizo hace unos años un precioso reportaje/historia nuestro director Pedro Aguilar, que se las sabe todas de la Alcarria. Y de ahí han ido viniendo los homenajes y los recuerdos hacia estos personajes, que ya han desaparecido, al menos con las características que antaño tuvieron: el camisón amplio y negro, la boina generosa, las alforjas de colores, cargadas de alimenticios productos, el tarro de la miel, y el vocerío: ¡¡¡Miel de la Alcarria….!!! ¡¡¡De la Alcarria miel…!!!

Recuerdo de los mieleros

A los mieleros de Peñalver se les ha rendido un merecido homenaje. En forma de estatua, por diversos sitios. Tienen una en Guadalajara, en el barrio de Aguas Vivas, al inicio de la avenida de El Atance. Y la Casa de Guadalajara ha considerado idóneo crear como su más preciada condecoración el mielero, ora de plata, ora de oro, ora de barro en estatuilla… Pero los mejores homenajes se los han dado en el propio pueblo. La habilidosa mano del profesor Parés, fraguó y puso en bronce una estatua de mielero en la plaza mayor de Peñalver, junto al mirador desde el que se divisan las ondulaciones de la tierra. Y poco después, se ha puesto otra en el círculo o rotonda que sirve de acceso al pueblo por la carretera N-320, protegido por el arte geométrico de Francisco Sobrino, que puso un pirulí retorcido tan alto como le dejaron, porque él quería más, pero a Obras Públicas se le acabó el dinero y se quedó a medias. El caso es que para quien quiera saber donde ha llegado, si acude a Peñalver, no tiene más que ver esas estatuas: a la tierra de la miel y de las gentes que la llevaron por todas partes. 

Subir y bajar por Peñalver

En una mañana se ve Peñalver. Se recuerda su historia, el quehacer de sus gentes, y algunas maravillas que quedan por ahí, escondidas. Yo recomendaría tres: a) la iglesia de Santa Eulalia, con un retablo en su interior que es para quitarse el sombrero. B) el Museo de la Miel, que se lo montó, él solito, Teodoro Pérez Berninches, y ahora lo cuida Clemente Yélamos, el alguacil, para gusto y admiración de los turistas. Y c) el rollo o picota de villazgo, que está tan tieso a la salida del pueblo, en dirección a Tendilla, en el vallejo.

Además de ello, en Peñalver conviene patear sus cuestas, y mirar perspectivas casi imposibles de curvas, pasadizos y microcalles. Conviene alzar la vista hacia el cementerio, que está abrigado aún de los murallones recios de lo que fue castillo de los sanjuanistas. Y rememorar la iglesia románica de Nuestra Señora de la Zarza, que está como escondida entre edificios, pero que aún muestra el aire solemne de su ábside semicircular. Dice la tradición que albergó ceremonias de caballeros templarios.

Y así en la iglesia habrá que mirar la portada, de un estilo plateresco exuberante y perfecto. Como salido de las manos de Alonso de Covarrubias, cuajado de grutescos, símbolos romanos y peregrinos, apóstoles, vírgenes, todo ello tallado en la pálida piedra caliza de la zona. El interior es de tres naves, espléndido y amplio, cubierto de bóvedas nervadas, con una pila de origen románico, y un altar que… bueno, dejaremos su descripción para otro día. Porque ahora, ya restaurado completamente, es una de las joyas del Renacimiento más impresionantes con que cuenta la provincia de Guadalajara. Obra posible del Maestro de la Ventosilla, está todo él cuajado de pinturas representando escenas de la vida de la Virgen.

El Museo de la miel, único en España, tiene todo tipo de trebejos relacionados con la profesión de apicultor y de mielero, más carteles, fotografías, premios, tarros, colmenas y artilugios avícolas.

La picota, al final del pueblo, enfilando el camino escoltado de nogueras y rebollos que va a llevar hasta Tendilla entre cerros, sotos y zarzales, es otra interesante cosa de ver: representa la capacidad de Peñalver para administrarse justicia a sí misma: la autonomía jurisdiccional que daba el villazgo. Es una columa cilíndrica sobre tres niveles de escalones circulares, y en lo alto, dos escudos tallados, y ya casi borrados, con el escudo de la monarquía, más los restos de unas cabezas de leones, unos adornos grecos, y un florón, todo ello desgastado de la humedad y de los siglos.

Salir de Peñalver por el vallejo

La mañana de otoño está fresca, y el vallejo del Prá se viste de hojas secas por todas partes. Al bajar por el camino, me encuentro a un viejo conocido, que en traje de faena está sacando nueces de entre el maremagnum de hojarasca húmeda que se ha acumulado sobre el suelo. Es Teodoro Pérez Berninches, el hombre que nunca puede estarse quieto. Teodoro fue alcalde de Peñalver muchos años, y además fue diputado provincial, y hombre con mucho mando aquí y allá. Ahora se dedica a su empresa, que consiste en sacar miel de las colmenas, y comercializarla por todo el mundo. En un momento, y mientras me llena una bolsa de las mejores nueces que ha encontrado, lanza un rosario de opiniones sobre todo lo divino lo humano. Teodoro es un hombre cabal, un hombre trabajador y lleno de opiniones.

Tal como me ha dicho, el camino hasta Tendilla está mal. Ha llovido mucho en las últimas semanas, y a trechos la cinta de terreno se pierde en barrizales y charcos que parecen pantanos. Donde se junta el barranco del Vallejo con el del Prá, hay juncos secos, tierras encharcadas, las ruinas de un viejo tejar, y mucho sol por los altos. Es un día hermoso, silencioso, fresco, en el corazón mismo de la Alcarria.

Aparte

El retablo parroquial de Peñalver

Para los amantes del arte, la visita a Peñalver no puede obviar la admiración in situ del gran retablo renacentista que luce, ahora restaurado, en la iglesia dedicada a Santa Eulalia. Es admirable, y puede ser calificado como obra de la mejor “escuela castellana” de comienzos del siglo XVI. Lo han restaurado con esmero y paciencia, y en él se ven decenas de escenas sacras, relativas a la vida de la Virgen y la Infancia de Jesús, escoltadas de apóstoles y santos varios. En el centro, una talla gótica de la Virgen. Todo él se cubre de un guardapolvos en el que van pintados símbolos de la pasión, y entre las tablas pintadas se alzan delicadas columnillas, sobredoradas, con figuras y pináculos.

Su autor, aunque no documentado, pudo ser el llamado “Maestro de la Ventosilla”. Activo en el primer tercio del siglo XVI, con taller abierto en Burgo de Osma, fue el autor de un importante retablo conservado hoy en la iglesia de Nuestra Señora del Manto, de Riaza, y de un cuadro expuesto hoy en la iglesia de Fuentemolinos, más alguna otra obra en el Museo Provincial de Burgos.

En suma, una fiesta de color y formas que merece ser admirada.

Monasterios y conventos, un patrimonio vivo

Aspecto del interior de la iglesia de San Bartolomé, del antiguo Colegio de Jesuitas en Almagro

 Aunque no se ha presentado en ningún acto específico, dada la plétora rayana en el cansancio de tanta presentación de libros como padecemos últimamente, creemos que es interesante rememorar, aunque sea muy de pasada, el argumento que nos ofrece un libro que en estos días acaba de salir a la luz, sin duda fruto de una larga etapa de estudio, investigación y viajes: es el titulado “Monasterios y Conventos de Castilla-La Mancha”, y en el que con meridiana claridad, limpieza de conceptos y acopio de datos, se presentan en catálogo total los edificios y las instituciones que a lo largo de los últimos diez siglos, más o menos, han sido conocidos en nuestra tierra como lugares de oración, de trabajo, de preservación de la cultura y de cuidado al arte. Espacios de hondo significado patrimonial, que en gran número ya han desaparecido, -hundidos unos, arrasados otros por la mano del hombre- y que en otra respetable cantidad aún quedan en pie y ofreciendo su mensaje de belleza y trascendencia.

La Asunción de Albacete

Por decir algo, cuatro líneas de cada una de las cinco provincias que constituyen nuestra Región, empezaremos por mencionar uno de los elegantes entornos monasteriales de Albacete, concretamente el de la Asunción, que largos años abandonado, en el centro de la ciudad, ha recuperado recientemente su belleza patrimonial, consistente en un elegante claustro bajo, de líneas renacentistas, que hoy luce sus cuatro costados íntegros. Cada uno de ellos se compone de dos cuerpos, con cuatro arcos semicirculares, con capiteles de órdenes clásicos: las columnas jónicas están en la planta inferior, y las toscanas, de menor tamaño, en el superior. Se cubren de espejos pétreos las enjutas, mientras que el pretil del cuerpo superior se adorna de arquillos ciegos. La iglesia ha sido destinada para servir de Salón de Actos. Es un templo de nave única, de planta rectangular, con un acceso desde la calle y otro desde el propio claustro. Se cubre de un extraordinario artesonado ochavado de par y nudillo, con elementos de talla en madera que recuerda los dibujos clásicos de Sebastián Serlio. Es obra original de cuando se fundó el convento y se construyó su iglesia, hacia 1557. El origen del convento de la Asunción de Albacete, realmente se remonta a los años finales del siglo XV, cuando doña María Álvarez Marco y dos de sus hijas decidieron retirarse a hacer vida contemplativa, fundando un beaterio que pronto se vio aumentado con otras damas albacetenses. En el siglo XVI pasó a ser convento, adoptando sus pobladoras, como solía ocurrir en estos casos, la orden de San Francisco.

Los jesuitas de Almagro

La ciudad de Almagro tiene tal cantidad de patrimonio arquitectónico, que ya está impaciente por su declaración como ciudad Patrimonio de la Humanidad. Entre sus increíbles edificios, destaca el Colegio de la Compañía de Jesús, que fue construido en el siglo XVII finales, y comienzos del XVIII, quedando vacío de jesuitas cuando el rey Carlos III en 1767 decretó la expulsión de esta Orden de España y sus colonias. La iglesia fue destinada entonces a parroquia de San Bartolomé, cuyo nombre aún mantiene. Su gran edificio de muros enladrillados se complementa con el templo anejo, que es un espacio simplemente digno y hermoso, cortado por el mismo patrón que desde Roma se dictaba, y en el que la cúpula encamonada que cubre el crucero da la medida justa de lo que la luz y el arte consiguen en manos de un gran arquitecto.

El convento de Uclés

Los caballeros de la Orden de Santiago, poderosos y sin rival durante la Edad Media, hacen de Uclés uno de los enclaves más poderosos de Castilla, encaramados en su alta roca dominadora de horizontes. En ese lugar, sobre la llanura manchega, que fue inicialmente castillo de islámicos, y luego poderoso alcázar de guerreros cruzados, en el siglo XVI se levantó un monasterio que luego albergó ya solamente a los clérigos de la Orden.

Muchos le llaman, a Uclés, “el Escorial de la Mancha” y puedo asegurar que visitarlo por primera vez ensancha el alma, y deja un poso de admiración que dura ya para siempre, de por vida. No es exageración, pero ver Uclés, sin saber además muy bien lo que se va a encontrar, es una de las experiencias que a uno le aficionan al arte, a los viajes, y a las búsquedas.

Ya la fachada del edificio, tallada por Ribera, es una excepcional pieza de arte barroco. El claustro, impresionante y grandioso, supera cualquier tipo de medidas imaginables: con su pozo central, y sus variadas decoraciones, detalles, más el artesonado del refectorio, en madera oscura cuajada de figuras de caballeros y muertes. La iglesia es un calco de la del Escorial, soberbia de dimensiones y luz, con un añadido museo en sus capillas laterales.

Lupiana en Guadalajara

Los monasterios y conventos de Guadalajara son los que peor suerte han tenido de los que forman el patrimonio regional. Porque a estos no les ha hecho caso nadie, y están todos, o casi todos, por los suelos. A excepción de los dos viejos monasterios medievales de monjas, Valfermoso y Buenafuente, afortunadamente vivos y en marcha, el resto de abadías medievales están hoy por lo suelos. Y si no, ir por Ovila (la actual propiedad no deja llegar ni de lejos); Monsalud, a la que se le han puesto los suelos y alguna pared, para que no se hundiera definitivamente;  Bonaval, dejado a su suerte, Sopetrán, del que nadie se hace cargo, San Blas de Villaviciosa, San Francisco de Atienza, San Antonio de Mondéjar, el mismo cenobio franciscano de Guadalajara capital, al que no se le ha hecho ningún arreglo desde que es propiedad del Ayuntamiento, etc, por no citar a Lupiana, propiedad particular también, solo visitable tres horas los lunes por la mañana, y cuando se casa algún amigo y te invita.

Este fue, San Bartolomé de Lupiana, el lugar donde nació la Orden de San Jerónimo en España. Con un claustro dirigido por Alonso de Covarrubias hacia 1532, al que todos los libros de arte le ponen como modelo de la arquitectura renacentista española. Y a tan solo 10 minutos desde Cuatro Caminos.

San Juan de los Reyes en Toledo

Quizás el que con mejor suerte ha navegado los escollos de la historia. Fundado por los Reyes Católicos, construido por Juan Guas y Enrique Egas, sufrió en la Guerra de la Independencia tal incendio y masacre, que casi no quedó nada de él. Menos mal que los gobiernos de la Restauración, a finales del siglo XIX y principios del XX, le inyectaron dinero y ganas, porque si no solo podríamos hablar hoy de él en tiempo de pretérito.

San Juan de los Reyes es el mejor monasterio de Toledo, y de toda la región de Castilla-La Mancha. El más hermoso y sorprendente. Su iglesia es única, en el mundo, por sus formas y decoración. Y su claustro, una joya del arte gótico, que nadie de nuestro entorno debería irse de este mundo sin admirarlo y pasear por sus silenciosas pandas.

De todos ellos, de estos cinco monasterios (uno por provincia) y de hasta casi otros doscientos más, que con mejor o peor silueta aún quedan en nuestra región, se habla en el recién aparecido libro que trae la memoria de estos edificios, la alabanza de sus bellezas, y un poco la acusación de sus abandonos. Porque, al menos en Guadalajara, hablar de monasterios y conventos es hablar casi exclusivamente de ruinas.

Apunte

La vergüenza de Mondéjar

En Mondéjar existe un monasterio (totalmente en ruinas, cada vez en peores condiciones) que fue ya declarado Monumento Nacional en 1923. A  comienzos del siglo XX, sus piedras fueron utilizadas para construir con ellas la plaza de toros. Y el resto, lo que queda, que es una de las joyas del primer Renacimiento español, diseñadas por Lorenzo Vázquez, a su vuelta de Italia, por encargo y comisión del conde de Tendilla don Iñigo López de Mendoza, está circuido por una verja metálica, rodeado de hierbas, basuras y desmontes. En un abandono total. Es cierto que estas cosas, hoy en día, apenas interesan a nadie. Pero no por ello deja de ser, -su mantenimiento, limpieza y restauración-, responsabilidad de quienes tienen a su cargo la pervivencia de nuestro patrimonio. Aldabonazo, pues, para el Ayuntamiento de Mondéjar, para la Diputación Provincial, y para la Consejería de Cultura de la Junta: el monasterio franciscano de Mondéjar, aunque solo sea porque hace casi un siglo alguien con discernimiento ya lo declaró Monumento de categoría Nacional, debe ser atentamente cuidado, limpio, y mantenido con una dignidad de la que ahora carece.

Un libro definitivo

En estos días ha aparecido un libro, voluminoso, cuajado de imágenes y de historias, que lleva por título “Monasterios y Conventos de Castilla-La Mancha”, en el que se ofrece un amplio catálogo de las instituciones y edificios que las albergaron, desde la remota Edad Media (especialmente incluidos en ella los monasterios cirstercienses y benedictinos de nuestra provincia) hasta casi nuestros días, pasando por los cenobios carmelitanos de la Reforma teresiana, los sublimes edificios jesuíticos, la siembra monasterial de los jerónimos, la fuerza caballeresca de los santiaguistas, etc.

El autor es lo de menos. Lo ha editado AACHE, en su Colección “Tierra de Castilla-La Mancha”, como número 5 de la misma, y ocupa 272 páginas, sumadas de multitud de imágenes, planos, y anécdotas. Una forma cumplida de conocer aún mejor nuestro patrimonio.