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enero, 2005:

Viaje a las ollas de Zarzuela

 

Empezaremos por decir que es Zarzuela de Jadraque (su nombre oficial) un pueblecito de la serranía guadalajareña, alzado en un recuesto que por sus lados se acompaña de sendos profundos barrancos, que darán a la larga en el río Bornova, el que trae las gélidas aguas de los altos picos del Alto Rey. Pero que de siempre, desde hace siglos, a Zarzuela le conocen con otro apellido, con el “de las Ollas” que obtuvo por ser lugar de enorme producción alfarera, algo así como un polígono industrial escondido entre los repliegues de los montuosos espacios serranos.

Hoy es actualidad Zarzuela de las Ollas porque acaba de aparecer un libro que trata de esos elementos que allí se produjeron durante siglos. Y que ese libro, que han escrito dos personas del pueblo, lo van a presentar el sociedad el martes próximo, el 1 de febrero por la tarde, en la Biblioteca de Investigadores de Guadalajara. Habrá que ir a ver qué nos cuentan María Ángeles Perucha y Miguel Angel Rodríguez, sus autores.

Historia de una artesanía

La fabricación de ollas en Zarzuela ha sido, (hoy ya no existe) más un actividad industrial que artesana. Se tiende a llamar artesanía a todo aquello que hace siglos, o decenios, servía para la vida diaria, y hoy ha quedado obsoleto con los avances de la electrónica. Los cacharros de Zarzuela, que hoy buscan los coleccionistas de la artesanía alfarera como verdaderas joyas, fueron durante siglos elementos fundamentales para la vida. Sus múltiples formas se destinaban al almacenamiento del agua, de los alimentos, a su preparación y guarda, a proteger casas, animales y personas, etc. Y aquello que era más que elementos artesanales, se producían en forma masiva (dentro de lo que cabe, para un pueblo de medio centenar de vecinos) y se distribuía por toda la sierra, y aún más allá de los lejanos y anchos valles del Jarama, el Henares y el Tajo.

Se sabe que la alfarería de Zarzuela era industria en el siglo XVI. Lo más probable es que lo fuera de mucho antes. Pero la fecha cierta que lo ancla a la historia es la de 1581, cuando los ancianos del lugar escriben las Relaciones Topográficas que mandan a Felipe II, y en la que dicen que todos ellos viven de la agricultura, “e de hacer algunas ollas”.

En el siglo XVIII, cuando se escribe el Catastro del Marqués de la Ensenada, se sigue viendo la pujanza del invento, y cómo en 1752 la cuarta parte de sus habitantes actuaban de alfareros. En sus propias casas hacían los cacharros, y en tres hornos repartidos por el municipio los cocían y daban fin. Esos hornos, a mediados del siglo XVIII, eran propiedad de Francisco Llorente, Juan Moreno y Juan Atienza.

Se siguió haciendo alfarería en Zarzuela hasta los años 70 del siglo pasado. Personalmente llegué a verlos trabajar, a sus vecinos, en directo, y a admirar los cántaros y cántaras (son distintos géneros aunque similar especie…) que se hacían y usaban. En 1982 se hizo la última sesión de producción. En jornadas promovidas por el Museo de Etnografía de Guadalajara (ese que existe, cerrado desde hace años, desde el siglo pasado exactamente, en los bajos del palacio del Infantado) se llegó a realizar piezas con los tornos que aún existían, hornadas y secadas, hasta conseguir una colección estupenda de cacharros que, documentados en todo su proceso, cuajaron las salas de dicho Museo, y sus fondos gráficos y documentales. Muchas de esas fotografías y datos se usan ahora en este libro que aparece, y que rescata aquella actividad que quedó sumida en el silencio, por no decir que en el olvido.

Los alfareros de Zarzuela tenían toda su industria en su propia casa. En el portal estaba la sobadera, un poyo de piedra con una losa encima, en la que amasaban la arcilla húmeda que habían traído desde los filones en que se extraía: los había en los Terreros, en la Casa de San Roque y sobre todo en la Majillano.

En la cocina ponían el torno. Su estructura, lo más primitivo que se conoce. En Asturias (Faro) se conservan otros similares. Era absolutamente manual, queriendo expresar con ello que todo se hacía a mano, incluso el darle vueltas a la rueda. En esa, de forma redonda y gruesa madera de encina, se colocaba la masa arcillosa y húmeda, a la que con un par de golpes se le iniciaba la forma del cacharro, y luego, haciendo que la rueda se moviera rápido, el alfarero, por etapas, le daba la forma deseada. Esta rueda apoyaba en una corredera, y esta a su vez sobre la estaba, que constituía el torno entero.

Las piezas terminadas (algunas requerían hacerse en varios fragmentos que luego se unían) se dejaban a secar, y luego se llevaban a los hornos, en los que se hacía cocción comunitaria, pues cada familia realizaba pocas piezas. Estas cocciones se hacían cada 15 días más o menos, y en cada una de ellas cabían unas 200 piezas o poco más. Lo cual nos indica que al año Zarzuela vendría a producir unas 4.500 piezas de su famosa alfarería, no más. Y que la mayoría se llevaban luego a vender.

Los hornos eran tres, desde el siglo XVI, y los mismos existieron hasta mediados del siglo pasado. El principal estaba en el casco urbano, y hoy restaurado se puede contemplar como un verdadero monumento, el más importante de la villa, una expresión de arqueotecnología. Los otros dos estaban en El Realejo y en El estrecho.

El actual horno que podemos ver, estaba aislado en un extremo del pueblo, y es de forma semicircular, con un interior profundo, separado en dos niveles por un suelo de adobes agujereado (a esos agujeros que permitían el paso del fuego se le llamaba cabos). Por una hendidura baja se metía la leña que se prendía, y por arriba, o desde otra abertura a nivel del cuerpo humano, se iban introduciendo los cacharros ordenadamente, para recibir la cocción que los endurecería definitivamente.

Al objeto de que en estas cocciones comunales, cada alfarero identificara sus piezas, se adoptó desde la Edad Media la costumbre de la “firma”, que era una especie de código cifrado, realizado con puntos grabados en las asas de los cántaros o en los bordes, que expresaba la propiedad de la pieza.

Una tarea, desde que se recogía la tierra en el campo, hasta que se levantaba sobre la cabeza el cántaro reluciente y fresco, terminado, que suponía largas horas de dedicación, de un trabajo lento, meticuloso  y laborioso. Siempre igual, desde hace muchos siglos, siempre perfecto.

Las piezas

Muchos tipos de piezas salieron de los talleres alfareros de Zarzuela “de las Ollas”. Solo con enumerar sus nombres, ya puede el lector hacerse idea de la variedad de elementos que de allí salieron. Botijos y botijas, cántaros y cántaras, ollas y tinajas, vasos, copas, cuencos y encellas, pucheros, tubos y tejas. Todos de barro, limpios y rojos al nacer, oscuros y renegridos de los humos y los caldeamientos al pasar de los siglos. Pero duros y firmes, tenaces y resueltos. Así han llegado las piezas de la alfarería de Zarzuela de Jadraque hasta nuestros días, y así nos las han ofrecido María Ángeles Perucha y Miguel Ángel Rodríguez, en su estudio completo y ambicioso, un estudio que, como dice José Ramón López de los Mozos, prologuista del libro, nada más nacer ya se ha convertido en un clásico de este tipo de estudios, sobre lo que hoy se considera artesanía y no fue, durante siglos, más que una industria vital y hondamente humana. 

Bibliografía

El libro que se presentará el próximo martes día 1 de febrero, en el salón de presentaciones del Centro Cultural San José, en la Biblioteca de Investigadores de Guadalajara, lleva por título “La Alfarería de Zarzuela de Jadraque” y son sus autores María Ángeles Perucha Atienza y Miguel Ángel Rodríguez Pascua. Editado por AACHE de Guadalajara, tiene 200 páginas y cientos de fotografías, pues aparte del estudio del proceso creativo de la alfarería serrana, ofrece un catálogo tan completo de piezas, que los autores piensan están reflejadas gráficamente todas las que se han encontrado o existen actualmente. El libro se acompaña de un CD-Rom con la presentación multimedia del catálogo de piezas. Una obra que puede calificarse de definitiva para conocer y estudiar el fenómeno de la alfarería, hoy perdido, irremediablemente.

La plaza de los cuentos, Marrakech

 

Guadalajara se ha ganado, a pulso, y por el entusiasmo de muchas de sus gentes, el calificativo de la “ciudad de los cuentos”. Lo que empezó como una fiesta de bienvenida al verano, para en la calle leer los cuentos de siempre, o inventar sobre un entarimado las fábulas más sorprendentes, ha terminado siendo un auténtico Festival de la Narración, reconocido internacionalmente.

Este reconocido título sería un motivo muy sólido para justificar un hermanamiento con otra “ciudad de los cuentos”, con una ciudad que es patria de la historia marroquí, país con el que se quiere también hacer hermanamiento en este año que ahora comienza. Con Marrakech.

La vieja ciudad del Atlas, la que entre palmeras y arenales se deslumbra mirando el blanco altísimo de sus cercanas nieves, que la tutelan, tiene en su haber un título ganado a pulso. Su plaza de la Jemáa el Fna es “patrimonio oral de la Humanidad”. Y todo el ámbito de la medina, el zoco y las mezquitas de altos alminares, es también a su vez “Patrimonio Mundial”. Guadalajara tiene en esa razón común un motivo de amistad y posible hermanamiento.

El sobresalto de los sentidos

El sobresalto de los sentidos. Esto es lo que Marrakech proporciona al viajero que hasta ella acude. Yo lo hice recientemente, con motivo del Congreso Mundial de Periodistas de Turismo, y no me puedo resistir al impulso de contar cuanto he visto. No solo por agradecer a sus autoridades tantas facilidades a la visita y el estudio de su realidad turística, y al propio monarca alauita, patrocinador del evento, su amable invitación a una cena inaugural en La Mamounia, a la que asistió su hermano el Príncipe Heredero, Mouley Rachid.

El asalto de los sentidos que Marrakech produce en el visitante es motivo más que suficiente para ir, para volver, para admirarse siempre de tamaña ciudad, remota y próxima a la vez. En realidad, desde Madrid y por avión se tarda en llegar mucho menos que a Tenerife.

La ciudad del desierto y la nieve

Sobre la inmensa llanura de Haouz, al pie mismo del inmenso Atlas, se extiende la ciudad imperial de los alauitas, una ciudad con un millón de habitantes y más de nueve siglos a sus espaldas. Con tanto tiempo en su haber, Marrakech ha desarrollado una personalidad que pervive desde hace siglos: fue fundada en 1070 por los almorávides, y a principios del siglo XII su dirigente Alí Ben Yusuf trajo aguas y las almacenó, pavimentó las calles, alzó las murallas y construyó su primera mezquita.

El posterior dominio de los almohades supuso su engrandecimiento, transformándose en la capital del occidente musulmán, el punto central del comercio transsahariano, desde Agadir y Mogador al Magreb y Tombuctú. Fue, también, ciudad de intelectuales y santos. La “Madinat al Bahya”, la ciudad que alegra el corazón. Hoy sigue siendo la misma.

 Marrakech es una ciudad de colores. Cuatro son los que se meten por los ojos y se aferran al corazón: el rojo tenue de sus edificios, hecho a base de materiales salidos de la tierra, adobes, rosáceas; el verde de los palmerales, y aun de los olivos y naranjales, que cubren las distancias; el azul purísimo del cielo, que a veces se amortiza por la calima brumosa de la arena que asciende, y el blanco de las nevadas cumbres, que sobresalen en cualquier vista sobre los rojos y verdes de casas y palmeras.

Pero Marrakech es también una ciudad que se adueña de todos los sentidos. Huele a jazmines, huele a ámbar, las especias y los aceites salen en oleadas olorosas desde los zocos. Se aposentan en las comidas, se extienden sobre los paseos, ascienden a los minaretes. Hasta en la noche, siempre calma, con las estrellas tan cercanas a nuestros dedos como solo ocurre en los meridianos del desierto, tiene aroma y color. Es esta una ciudad que sin hablar se expresa en colores y olores.

 Pero también lo hace en los sonidos. Es difícil olvidar la magnífica sonata del almuecín de la Koutubiya al mediodía del viernes. Fortaleza de voz y sonares gitanos. Un espectáculo auditivo que se mezcla al de la gran plaza de la Jemáa el Fna, que ha sido declarada “patrimonio oral de la humanidad”, como antes he escrito, para consagrar con el nombramiento lo que desde hace siglos viene ofreciendo: la plural sonoridad de la sorprendente actividad africana. Aquí, en esta plaza abierta y limitada de leves edificios, de contenidos minaretes, se pueden contemplar los más sorprendentes espectáculos, en este plazal “de las cabezas cortadas” tiene su asiento la maravilla t la sorpresa.

Desde primeras horas, al salir el sol, hasta que las estrellas se posan sobre los espectadores, no paramos de asombrarnos ante los vendedores de dentaduras, los encantadores de cobras, los amaestradores de gallinas, los perfumistas, los limpiabotas, los tatuadores, las quirománticas, los domadores de monos, los puestos donde venden pinchos “morunos”, salchichas y caracoles, donde los curanderos gritan sus saberes, los músicos hacen sonar trompetas y crótalos, los acróbatas se lanzan al aire, y los contadores de cuentos, los charlistas, los encantadores de multitudes con sus palabras transforman este lugar en un espacio único, un espacio del mundo que merece, una vez al menos en la vida, visitar y disfrutar. Sin horarios.

 Marrakech está preñada de curiosos edificios, de huellas arquitectónicas de los pasados siglos, que solo se descubren paseando por el dédalo impredecible de sus calles.

Al ser muy llana, desde todas partes se divisa el alto minarete de la Koutubiya, la mezquita del siglo XII construida con ladrillo y decorada en su altura con cerámica de blancos y verdes, entre los arcos. Fue restaurada hace pocos años con ayuda de la UNESCO, y hoy es una preciosa filigrana arquitectónica, hermana casi gemela de la Giralda sevillana.

Se penetra por cien puertas al interior de la Medina, la ciudad antigua. Está rodeada por murallas que alcazan los nueve kilómetros de longitud. Unas murallas no muy altas, de adobe rojizo, con huecos en los muros para que la dilatación de la tierra caliente no las reviente. A trechos se abren las grandes puertas. La mejor es sin duda la Bab Agnaou, mandada levantar en el siglo XII por Yacub Almansur, para servir de puerta prinicpal a la alcazaba almohade. Su aspecto es más decorativo que defensivo. Entre sus filigranas, y en caracteres arábigos, aparece un saludo de bienvenida recorriendo su arco: “Entrad con la bendición, sosegados…”

Dentro de la ciudad, hay muchas cosas que ver. El palacio Bahía es una construcción del siglo XIX. Lo mandó levantar el visir de la ciudad, Ahmed Ibn Moussa, a quien llamaban Ba Ahmad. Se constituye por una sucesión abigarrada de “riads”, salones de recepción, patios, jardines… un laberinto de lujosas decoraciones. También ha de verse la mezquita de Ben Yusuf y su madrasa adjunta, la escuela coránica… y, en fin, Marrakech tiene por límites a esta densa barahunda de su medina, un dilatado panorama en el que se salpican las fuentes en el interior (del centenar que tiene, merecen verse la de Mouassine, Bab Dúchala y el Chrob ou Chouf) con los jardines del esterior y su palmeral.

Las superficies de El Agdal y la Menara, antiguas fincas imperiales, tienen hoy una perspectiva magnífica de adecuación urbanística para el crecimiento turístico. El estanque de la altura, la Menara, fue el núcleo inicial de la ciudad, con agua recogida de las nieves del Atlas y distribuida luego por canales. En ese barrio asienta, entre olivares y naranjos, los fastuosos hoteles que alojan al turismo internacional. Uno de ellos, La Mamounia, aunque resguardado por la sencillez de la muralla almohade, pasa por ser uno de los hoteles más lujosos del mundo.

Aparte….:

Las gentes de Marrakech

Esta ciudad del sur de Marruecos  aún suma otro valor, que la hace única, apetecible, inolvidable. Y ello no lo consigue solamente con sus monumentos, su plaza mágica, sus olores, su contraste desierto-ardiente / montaña-nevada, su Chez Alí donde se condensa todo el folclore y el sonar africano: son sus gentes, las que deambulan por el zoco a todas horas, las que van y vienen con prisa, con alegría y asombro, con dolor a veces: ese es el gran valor de Marruecos, y en especial de Marrakech, el contrapunto humano.

Colores y olores, sonidos y filigranas… y la gente, que mira, y es mirada. Todo un retablo de las maravillas.

El Quijote y Guadalajara

 

En plenas celebraciones del cuarto centenario del Quijote, voy ahora a rememorar el paso de este personaje por nuestra provincia. No es esta fábula ni enfebrecida quimera. Solo es el fruto de la lectura reposada del libro de Cervantes, a la que me estoy dedicando, una vez más, estos días. En su segunda parte, el caminar de Alonso y Sancho les lleva desde las tierras de La Mancha hacia el valle del Ebro, como es de todos sabido, si es que leyeren derecho. Y en ese caminar, hay tierras que son de Cuenca, del Alto Tajo, de la celtibérica orilla derecha del ibero río. Desde luego, nada hay de Sigüenza o Atienza, lugares de nuestra provincia, sí, por donde nunca pasaron Quijote y Sancho, por más que ahora figuren, esas localidades, en la Ruta oficial que ha creado nuestro gobierno regional para hacer conmemoración de la edición del libro.

La ruta de don Quijote por Guadalajara

Y en esa su tercera salida que conforma la segunda parte de la gran novela cervantina, es en la que sucede, entre otras cosas, la aventura larga y prolija de la Insula Barataria, más el viaje a las nubes de clavileño, el retablo de Maese Pedro y la batalla con el Caballero de la Blanca Luna en la playa de Barcelona.

Como una aportación más al Centenario de la edición del Quijote, vaya aquí mi intento de establecer la ruta exacta del paso de don Quijote por la actual provincia de Guadalajara. Cosa, por otra parte, punto menos que imposible. Sabemos, con certeza lógica, que por ella debió pasar, pues accede a Zaragoza desde la Serranía de Cuenca, y camina en derechura a través de espesos bosques y oscuras sierras, cruzando sin duda el Alto Tajo y las parameras de Molina. Pero en ningún caso el relato de la tercera y definitiva salida del Quijote concreta ningún lugar que permita identificar pueblos, villas o ciudades de la provincia de Guadalajara. Es por ello que el intento de trazar una ruta para don Alonso por el territorio serrano y molinés de Guadalajara sea una aventura parecida, -por quijotesca, ingenua y romántica- a las que el propio hidalgo manchego protagonizara.

Tras la sonada aventura de la cueva de Montesinos, localizada en plena serranía de Cuenca, en el capítulo 25 de la segunda parte, se suceden algunas nuevas andanzas de don Quijote, entre ellas la del titiritero, que pudiera localizarse en la venta del Puente Vadillos, a la entrada de la portentosa hoz de Beteta, en la confluencia de los ríos Guadiela y Cuervo. Todo se hace ya *de pasada+, cuando don Alonso camina de fijo en dirección al Ebro, el gran río que desea ver y aventurar en él. Ello no obsta para que quieran entretenerse un algo por aquellos contornos. Vemos así que en los capítulos 25 al 27 esos contornos por los que don Quijote y Sancho se entretienen están ocupados por grandes y profundos valles, atravesando una sierra negra de magníficas proporciones. Cervantes conocía bien aquellos lugares de la serranía de Cuenca y el Alto Tajo, pues en alguna ocasión pasó por ellos para visitar a su hija, cuyo marido tenía una fundición inmediata a Carrascosa de la Sierra, en Cuenca.

En el acontecer de los atambores del capítulo 27, la aventurera pareja sigue atravesando paisajes de gran bravura, muy accidentadas sendas y lento caminar. Cuando Sancho rebuznó, lo hizo tan reciamente que todos los cercanos valles retumbaron, lo que viene a darnos idea de la grandiosidad del término. No están ya en la Mancha (aunque Cervantes nos dice que el titiritero es de la zona donde andan, de la Mancha de Aragón), sino en territorios fragosos. Tampoco en el propio Aragón, sino en plena serranía ibérica. )Provincia de Cuenca, de Guadalajara, de Teruel? Imposible decidirlo.

Lo cierto es que por los Montes Ibéricos atraviesan, y uno de los elementos más claros de ello es la presencia de hayas en su camino. Cervantes, que conocía y amaba los árboles, siempre que los identifica en su novela es con conocimiento de causa. El sabe bien que el haya es una especie rara, propia de lugares fríos y húmedos. Y que en la Mancha no existe, en absoluto. Tampoco en el sur de Aragón. Aunque hoy ya no aparece esta especie en Castilla (los hayedos más meridionales, y bien esquilmados por cierto, están en la sierra de Ayllón y Somosierra, en Montejo (Madrid) y Cantalojas (Guadalajara)) entonces debía haber algunos ejemplares, escasos y llamativos, en la zona del Alto Tajo. Y es por eso que aprovecha Cervantes a describirlos y nombrarlos en su obra, porque él sabe que existen allí.

Caminan don Quijote y Sancho hasta tres días por terreno áspero, durmiendo y reposando bajo estos densos bosques. Atraviesan sin duda el páramo de Molina, en uno de cuyos términos les sucede la aventura de los alcaldes que rebuznaron y se enfrentaron las gentes de dos pueblos entre sí, saliendo como siempre Sancho molido. Es imposible averiguar cual sean estos pueblos, si es que Cervantes pensó en alguno en concreto. Los estandartes que llevan, con un burro por mueble, no identifican a ninguno de la zona molinesa. En aquellos desiertos, encuentran una alameda para descansar, y al final de otros dos o tres días de marcha arriban a Zaragoza, al Ebro concretamente.

En el mapa o Carta Geográfica de los Viages de don Quixote y sitios de sus aventuras que según las teorías de Pellicer dibujó Manuel Antonio Rodríguez, se le hace avanzar desde Priego y Beteta a cruzar el Tajo por Peñalén ó mejor, creo yo, tras pasar por Cabeza del Hierro, hacerlo por Poveda de la Sierra, subiendo luego por Taravilla tras saltar el río Cabrillas y llegando a Molina de Aragón, población de gran importancia entonces y que, sin embargo, no es referenciada de ningún modo en la obra. Seguirían la paramera o meseta molinesa por la sesma del Campo, siguiendo la ruta de Rueda de la Sierra, Hinojosa, Milmarcos y bajando al Jalón por donde ya cómodamente llegarían hasta Zaragoza.

Llegados al Ebro, les sucede la aventura de las aceñas en medio del río, y tras ella viene la larga y trascendental secuencia del gobierno de la Insula por Sancho, mantenida durante diez días.

Es aquí donde cabe entreternos un poco, y aclarar la teoría expuesta por Serrano Vicens, quien suponía que tal aventura y universal parábola ocurrió en la ciudad de Molina de Aragón, y más concretamente en la corte provinciana de los Hurtado de Mendoza, que en Castilnuevo tenían una gran casa ó palacete donde recibieron a Sancho y le mantuvieron de engañado señor durante esos días.

Dice Serrano y otros que le han seguido que atendiendo a las palabras con que Cervantes comienza el capítulo 30 de la segunda parte, se apartaron del famoso río, bien pudiera ser que acudieran hasta Molina de Aragón a vivir en ella esta secuencia. El texto del Quijote dice que al otro día, al ponerse el sol y salir de una selva, vieron a la duquesa cazando. Esos datos han hecho suponer a algunos que la acción discurre en Molina. Ello es imposible. Por una razón muy sencilla. Si don Quijote y Sancho desde Zaragoza y el Ebro caminan hacia Barcelona, no van a retroceder tan enorme espacio de terreno y menos en un sólo día. Aparte de que el hecho de que *salieran de una selva+ no nos permite pensar en que fuera el territorio molinés, pues allí tampoco las hay. Otros autores han supuesto, creo que con mucha más objetividad, que la aventura de la Insula ocurre en Aragón, en algún lugar cercano a Zaragoza y a las orillas del Ebro. García Soriano y García Morales, en su edición explican, siguiendo a Pellicer, que el hecho ocurre en Buenvía, cerca de la villa de Pedrola, en el palacio de los duques de Villahermosa, don Carlos de Borja y doña María Luisa de Aragón, y la Insula propiamente dicha habría estado en Alcalá de Ebro. De allí a Barcelona, donde pierde ya todas sus esperanzas y es herido, –en el alma, que es el peor sitio– don Quijote, quien con Sancho vuelve, cabizbajo y como en un vuelo, a su aldea natal, donde muere pocos días después.

La evidencia de que la hipotética Ruta de Don Quijote atravesando España hasta Barcelona, recorre fragmentos de la tierra molinesa, es la que me sirve para poner este pequeño grano de arena en el fasto colosal del IV Centenario del Quijote. Y para exponer, una vez más, la idea que he apurado y resumido de que el caballero manchego fuera parte, también, de nuestra tierra.

Don Quijote cabalga de nuevo

 

Comienza el año del Centenario. Tras muchos preparativos, reuniones, ruedas de prensa, presentaciones, logos y discursos, pasamos como sin enterarnos al año 2005, que aquí en nuestra región, y a fuerza de tanto prolegómeno, es distinto, como mejor, como que los sonidos son más nítidos y la atmósfera más pura. Todo ello porque hace cuatrocientos años (y los hace ahora exactamente, en el mes de enero) empezó a venderse el libro-novela que durante varios años antes había escrito Miguel de Cervantes, y durante los 3 últimos meses de 1604 había estado imprimiéndose y encuadernándose en la casa de Juan de la Cuesta, en la de Atocha, de Madrid.

Es lógico rememorar el cuarto centenario de la primera edición de “Las aventuras del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, la gran novela satírica de Miguel de Cervantes Saavedra. Porque ese libro se ha venido manifestando, desde el mismo día que se puso a la venta, como una novela apasionante, divertida, profunda, maestra, bien escrita, llena de frases y cavilaciones, de tipos y actitudes, que han demostrado ser humanos en profundidad, universales, eternos.

Las figuras de sus dos principales protagonistas, Don Quijote de la Mancha, y Sancho Panza, han alcanzado la condición, tras cuatro siglos, de arquetipos. Cualquier ser humano con un mínimo de formación cultural, sabe identificar sus imágenes, decir sus nombres, el del autor de la novela, el guión somero de la obra literaria en la que viven.

Se han hecho desde entonces paladines del bien, de la justicia, del esfuerzo, del amor. El idioma castellano ha alcanzado en las páginas de su historia la más alta condición de herramienta humana: útil y hermosa.

Y por lo tanto es su país de origen, España, y su región (ahora con autonomía cultural) Castilla-La Mancha, la que se alboroza de este aniversario, y los proclama como sus ídolos, imágenes que aun siendo de ficción parecen nacidos y vivos entre nosotros, con la ventaja de ser, por intemporales, paisanos y coetáneos de todos. Su figura, su nombre, su carácter, sus costumbres, sus caminos andados, sus fetiches, todo lo que en la novela aparece, alcanza grado de realidad, de tanta fuerza como tienen.

Don Quijote y Sancho, dos seres que no existieron, pero que son amigos hondos, y fieles, de cada uno de nosotros.

El libro y su avatar

Dichas estas palabras, sentidas, y obligadas en su dimensión genérica, yo quisiera hoy decir algo sobre el libro que se conmemora. Por poner algo de claridad en el fasto, que de tan pluriforme ha llegado un momento en que la gente no sabe exactamente qué se conmemora. Se trata del centenario de la edición de un libro. Que como ha sido cosa en la que han opinado los políticos, los alcaldes, los futbolistas y los cocineros, por nombrar solo a los más relevantes entre los opinantes, pues conviene volver a recordarlo. Y decir, porque hay que decirlo, que uno de los grupos que no han opinado, hasta ahora, porque nadie les ha pedido opinión, ni participación alguna, ha sido el de los editores de libros de esta región, mancomunados en una Asociación a la que no se le ha dado vela en este fasto.

También es verdad que Miguel de Cervantes tuvo difícil sacar adelante y ver editado el libro que había ido escribiendo los años anteriores. Su permanente inestabilidad económica le forzaba a ponerse de vez en cuando a escribir, teniendo temporadas en que no podía hacerlo. Quizás inició su escritura en la Cueva de Argamasilla de Alba donde una temporada estuvo recluido. Siguiendo luego en Madrid, y acabándolo, con toda seguridad, en Valladolid, en 1604. Habló con unos y con otros, por ver si alguien le quería editar una novela en la que trataba de ridiculizar lo que por entonces “se llevaba”, como eran los libros de caballerías. Al final, y casi por hacerle un favor, encontró un editor en Valladolid, Francisco de Robles se llamaba, que le pagó 1.500 reales por el manuscrito. Era el verano de 1604, y el editor lo llevó enseguida a una imprenta, la de Juan de la Cuesta en Madrid, para que se pusiera en la tarea de imprimirlo y encuadernarlo. Encargó  hacer 500 ejemplares, y entre otros pagos, tuvo que hacer el del corrector de pruebas, de lo que se encargó Murcia de la Llana, pasando a continuación por los requisitos legales de supervisión del libro por parte de las autoridades municipales y estatales. Estas fueron el Privilegio de Impresión, firmado por el propio Rey Felipe II en Valladolid a 26 de septiembre de 1604, y en diciembre del mismo año la primera Tasa o precio que la autoridad autorizaba para la obra impresa.

Al final, quedó el libro formado de 664 páginas, constituyendo en cuatro “libros” la primera parte de las aventuras del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, en la que se narran las aventuras de sus dos salidas por el mundo.

El libro se puso a la venta en 290,5 maravedises. Y gustó tanto (se contó con la ventaja de no haber, por entonces, radio ni televisión, ni fiestas de barrios, con lo cual la gente se dedicaba con mayor gozo a la lectura) que a los 2 meses se había agotado esa “edición príncipe” por uno de cuyos ejemplares se ha pagado, hace unos días, 200 millones de pesetas. A los 3 meses, había conseguido vender tantos libros, que se había convertido en la novela más vendida de todos los tiempos. Fue editada en Lisboa, Valencia y Zaragoza. Llevada en grandes cajas al Nuevo Mundo sobre los galeones que partían de Sevilla. Y traducida al inglés de inmediato. Desde entonces, mantiene su récord. Y justo por ello, comenzaron a salir ediciones clandestinas y copias piratas.

La obra era, fundamentalmente, un libro de humor. No tanto se veía a un arquetipo del ser humano bondadoso, sino a un tipo cualquiera de un pueblo más de La Mancha, haciendo el ridículo por los caminos, confundiendo la realidad con sus sueños.

Aunque se supone que entre los vecinos de Miguel de Cervantes, allá en Valladolid donde vivía, se felicitaron el año, y al ver que en Enero a él le publicaban su novela más querida, debió pensar que iba a iniciar el mejor momento de su vida. Y no fue así, porque en junio de 1605, el asesinato de Gaspar de Ezpeleta a la puerta de su casa, le supuso el encarcelamiento por parte de un juez iracundo y cegato, que llevó a Cervantes y miembros de su familia al calabozo, donde los mantuvo 20 días.

Cervantes se vió desde entonces mal mirado entre la vecindad, aunque nada tuvo que ver con el asesinato, y decidió emigrar a Madrid, pasando antes por Salamanca y Esquivias, donde años antes había casado con Catalina de Salazar, su mujer con la que tuvo diferencias de por vida.

La Cocina de Sancho Panza

 

Una docena de años hace que la Junta de Comunidades editó el libro escrito por Lorenzo Díaz y titulado “La Cocina de Don Quijote” en que por menudo se apreciaban los elementos gastronómicos que salen a relucir en la más famosa novela de Cervantes. En ese libro se atendía a cualquier detalle relacionado con la comida, siendo numerosos, porque en más del 90% de los 126 capítulos de que consta la obra, surge algún detalle que tiene que ver con la comida o la bebida, y en todo el libro surgen más de 150 comidas o formas de preparar los alimentos. Con ello, no es extraño que el Quijote se haya convertido, de tiempo atrás, en una especie de literario “libro de recetas” que de una manera u otra sigue despertando el sentido culinario de escritores y cocineros.

La gastronomía a través de Sancho

Entre las mil formas en que se está celebrando el IV Centenario de la edición de la primera parte de “El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, ha habido una (una más) surgida desde la vertiente de la edición privada. Un libro por demás sugerente y entretenido, el titulado “La Cocina de Sancho Panza” que firman conjuntamente Alfredo Villaverde Gil, escritor alcarreño con una larguísima nómina de títulos y premios en su haber, y Adolfo Muñoz Martín, un cocinero y restaurador que luce, desde Toledo, entre los más destacados de los fogones castellano-manchegos de todos los tiempos.

El uno pone memorias del Quijote referidas a la gastronomía, análisis de hambres y hartazones, sazonados con poemas y sonetos. El otro anota sus recetas más logradas, las que se inspiraron en las páginas de la novela centenaria, y que ahora sirve en los restaurantes que llevan su nombre, tanto en España como en América y Japón sobre todo.

Porque si el protagonista del libro es el caballero desatinado que quiere ser andante y nobilísimo, es Sancho sin embargo quien se hace con el control “de las cosas de comer”. Es lógico, porque un escudero es, con palabras modernas, el encargado de la logística, y aunque la receta del bálsamo de Fierabrás la lleve don Quijote en la cabeza, los materiales con que se elabora, y aún las formas en que se guarda, son cosa del escudero: Sancho Panza es depositario de los cuartos (léanse maravedises y blancas) y abastecedor de las cocinas del grupo andante.

Dos modos, mejor tres, de cocina en el Quijote

Para Villaverde hay dos, o tres, modos de cocina en el Quijote. Una es la de la subsistencia, la de sortear el hambre, con ingenio y paciencia, casi con virtud eremítica. Otra es la de la opulencia,  la de alcanzar la felicidad a través de la comida, la de que sobren cosas por todas partes. Y añade una tercera, que en la novela se ve poco, pero que se sobrentiende en los ámbitos normales por entre los que circulan los protagonistas: la cocina del día a día, de la gente de a pie, de los que ni se quejan ni se hartan.

Esa primera cocina de la subsistencia es la que don Quijote está dispuesto a usar siempre, y Sancho, aterrorizado, contempla como imposible de casar con la mera supervivencia. Es la indiferencia más absoluta hacia el acto de alimentarse, el que pregona don Alonso cuando le dice a su escudero de qué manera, por esa parte, se define un caballero andante: “Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano”. Como es lógico, de este tipo de cocina apenas se habla en el libro de Villaverde, porque ¿cómo hablar de la nada, de la ausencia, de las sombras que se ciernen, noche tras noche, sobre el estómago? Sería para cerrar los ojos y empezar a morir.

La cocina de la opulencia es más literaria, más colorista y jugosa. El espacio destacado en que esta habita es, sin duda, el bloque de capítulos en que se describen “las bodas de Camacho”: del 19 al 21 de la segunda parte, aparecen los preparativos de la boda de la bella Quiteria con el acaudalado Camacho, y que al final terminan con el triunfo del amor más puro entre ella y su enamorado de siempre, el zagal Basilio. Contratiempo que le surge a Sancho para no pegarse el gustazo del siglo: el de disfrutar de aquel impresionante banquete que con deleite describe Cervantes, y que a cualquiera no avisado sorprende y maravilla, creyendo estar ante un sueño daliniano. Sueño que, como tal, al fin estalla, y al pobre Sancho solo le sirve para sorber un poco de caldo de gallina de aquel que a quintales se estaba preparando, y que al final no cunde porque el amor verdadero rompe el interés.

Hay otras opulencias en la novela, que se quedan también en espejismo. Son las cenas que le preparan a Sancho cuando es gobernador de la ínsula Barataria. El buen labriego manchego, que por definición de todos es gordinflón, mofletudo, amigo de hartazgos, de no dejar quieta la bota de vino, de cortar quesos contra la tripa, de comer a dos carrillos, etc, etc. piensa que lo mejor de su gobierno va a ser esa serie de instantes, que le gustaría se sucediesen unos a otros, en que se pondrá a la mesa a comer, y a pedir lo que quiesiere….. otra desilusión: porque en la primera de sus noches gobernadoras, junto a él está el doctor don Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera, provincia de Ciudad Real, graduado en medicina por la facultad de Osuna, que cuidando de la salud de su señor, nada más que este roza con sus dedos la fruta, o la perdiz, se lo quitan de un punterazo, diciendo que aquello no le ha de ir bien para la salud, que él cuidará que lo que coma el gobernador sea saludable, y lo que le han puesto, caliente y húmedo, no lo es, porque puede matar “el húmedo radical” en que consiste la vida.

Pero la cotidiana sobriedad a la que la pobreza impone  el sustento sanchopancesco, tiene de vez en cuando sus excepciones, y allá que se da una buena cena de carne de cabra y buen vino manchego cuando en el capítulo 11 se encuentran con los cabreros, o en casa del Caballero del Verde Gabán (en Villanueva de los Infantes, sí?) el señor Miranda los invita y regala durante varios días, creyendo ver la gloria sobre los manteles.

La cocina del día a día es, probablemente en su mejor definición, la que Cervantes da como alimentación habitual de don Quijote en los días y años anteriores a su extravagancia y salida aventurera: en la tercera línea de la novela se expresa contundente “una olla de algo más de vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos…” Hay más bella carta de restaurante que la acabamos de leer? La olla podrida, hecha a fuego lento en gran perol con trozos más de vaca que carnero, era el alimento más generalizado entre el pueblo; el salpicón era comida de gente pobre, que se hacía con trocitos de tocino, carne de vaca, sal, pimienta, vinagre y cebolla picada. Los “duelos y quebrantos” a los que hoy se define como elaborado guiso de sesos de oveja, eran por entonces unos sencillos (y sin duda sabrosísimos) huevos fritos con torreznos. Las humildes lentejas llenaban con su rural sabor los viernes de abstinencia que como buenos católicos debían guardar los españoles, todavía sin bula de Cruzada, y la gloria de la carne de ave, tenida por la más suave y sabrosa, se dejaba para el día del Señor, los palominos… De ahí la terrible burla que a Sancho le propina el médico personal que en la ínsula le asignan cuando, al ver sobre el blanco mantel el gran plato de  perdices “aquel plato de perdices que están allí asadas y, a mi parecer, bien sazonadas….” se las quita el galeno delante de sus narices, diciéndole que “esas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida”, ¿por qué? Porque nuestro señor Hipócrates… en un aforismo suyo, dice: Omnis saturatio mala, perdicis autem pésima, que como invención jocosa tiene que traducírsela al buen Sancho y explicarle que “toda hartazón es mala, pero la de las perdices malísima…” En fin, que al pobre escudero la vida le hizo siempre esa mala jugada de ponerle lo mejor delante de las narices, permitirle quizás que su olor le llegue a ellas, pero en el momento preciso quitárselo de delante, y dejarle con las ganas.

Las recetas de Adolfo

Para dar vida a esa “Cocina de Sancho Panza” que Villaverde rescata en su libro (realmente toda la cocina y asunto gastronómico que aparece en el Quijote, es cosa de Sancho Panza) el maestro Adolfo elabora una amplia serie de platos, suculentos y elaborados, que con solo leer sus títulos ya se nos hac ela boca agua: “Tórtola con fideuá de setas” y “Solomillo de Gamo marinado al vino tinto con salsa de ciruelas pasas y verduritas de temporada” dan la nota exacta de esa “nouvelle cuisine manchega” en la que se instala el cocinero toledano. Tiene ofertas clásicas y razonables con que abrir boca, como ese “Pisto manchego con berenjenas de Almagro” o el rural “Potaje de garbanzos” que dejará paso a las carnes antes enumeradas. En los postres, Adolfo se esmera desde los más simples, como las “rosquillas fritas en infusión de miel de la Alcarria” hasta los más alambicados, como ese “Melón de Tomelloso confitado con sopa de chocolate, helado de coco y frutos rojos”.

 Un apunte

Memorables consejos

Discursos como el de “la Edad Dorada”, o el de “las Armas y las Letras” que se contienen en la novela cervantina puestos en la boca de don Quijote, hacen que este libro pueda ser considerado como uno de los mejores de la literatura de todos los tiempos. Pero quizás el más denso saber, la más emocionante plática y el listado más sabio de cuantos el manchego hidalgo suelta en su deambular por las tierras de Castilla, sea ese rimero de consejos que entre los capítulos 42 y 43 de la segunda parte  regala a su escudero Sancho cuando va a ejercer de gobernador de la Ínsula Barataria, la prometida gloria con la que tanto soñó. Si don Quijote se la prometió primero, y finalmente la consiguió, no es extraño que quiera dar esa lección fructífera de consejos, unos morales y otros sociales, para que en todo sea un hombre digno y un buen gobernador.

De ese suculento desgranar de sentencias, he aquí las que se refieren a la comida:

  • Come poco y cena más poco; que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.
  • No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería.
  • Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra.
  • Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie.

Aunque Sancho no sabe qué sea eso de erutar, porque don Quijote lo utiliza como vocablo nuevo, latinismo erudito, que ha de explicar poniéndose al nivel de su interlocutor, y que solo entiende de regüeldos y otras salutíferas explosiones gaseosas. En todo caso, cuatro sentencias que son como dorados consejos para hacer de elegante y buen ciudadano.

 Y otro apunte…

Un libro nuevo, para un tema viejo

El libro que acaba de editar Llanura, firmado por Alfredo Villaverde y Adolfo Muñoz, es una recopilación de los párrafos gastronómicos del Quijote, un comentario erudito a sus alusiones culinarias, y un recetario exquisito de novedosas formas de ofrecer la tradicional cocina manchega, desde la perspectiva de un “restaurador” internacionalmente conocido, pues no en balde Adolfo tiene distribuidos por todo el mundo, y muy especialmente en Japón, una cadena de restaurantes en los que aplica sus invenciones y sus geniales modos de dar de comer al personal.

Está editado por Llanura (una joven editorial castellano-manchega, con una docena de títulos a cual más interesante) y consta de 208 páginas ilustradas con escenas del Quijote y muchas fotografías a color de los platos propuestos. Una sabia mezcolanza de literatura, erudición y recetario, que va a servir a muchos para aprender de comidas, saber hacerlas, y disfrutar comiéndolas.