Sigüenza, un rito medieval
En estos días del fin de semana que ya corre, Sigüenza se viste, aún más si cabe, de ciudad medieval a lo grande. Calles y plazuelas oirán los cánticos, los cuentos y las músicas de aquella lejana Edad en la que fue centro de una enorme región, de una diócesis y un territorio en el que su Obispo era señor de cruz y de espada, dueño de haciendas, de impuestos y de perdones.
La evocación de la Edad Media se queda siempre a niveles muy superficiales, con un caudal de gentes que suben las cuestas ataviadas de haldas y capirotes, con chapines y collares multicolores. Que venden capachos de anea o faltriqueras de cuero. Pero aquella razón vital del dominio de los Obispos, del poder omnímodo sobre gentes y tierras, de severa marcialidad en el pensamiento y en las actitudes, se deja de lado, porque sin duda sería tomada por sus directos herederos como mofa o irreverente comedia. No está de más recordarlo, justo ahora.
La ciudad medieval
Sigüenza tiene el aire medieval marcando sus límites. Su imagen en la distancia es la de una ciudad del pasado, netamente antigua. Con su castillo en lo más alto, su catedral a media ladera, los paseos umbrosos abajo, junto al río. Y en la caída de la colina, todo el caserío con sus tonos intensamente rojos, entre los que sobresalen las líneas pardas de algunas torres, las moles poderosas de conventos, la Universidad, el Seminario. Es una ciudad episcopal en su esencia, desde su fundación allá por el siglo XII.
Bueno, mejor desde su reconquista. Por la ciudad existía, en calidad de aldea del alfoz de Medinaceli, desde mucho antes. Pero su estratégica situación en el valle del Henares, nudo clave en las comunicaciones entre ambas mesetas y Aragón, a hicieron enseguida punto disputado. Y así el rey de Castilla le entregó en señorío la ciudad, tras su toma a los musulmanes de Al-Andalus, para que la repoblaran, la engrandecieran, y pusieran como punto fuerte de la frontera.
Es esta razón que le hace a Sigüenza ser medieval netamente. En su origen, en su evolución histórica, y en sus monumentos todos. Los Obispos ejercen durante siete siglos un señorío total: espiritual y material. Son señores en el sentido total de la palabra. Administran justicia, ponen a las autoridades locales, cobran los impuestos, deciden lo que se hace y lo que no se hace. Menos mal que además, tienen en general el buen gusto de hacer crecer los edificios, de adornarlos con el mejor arte del momento. Demuestran así que son grandes (el Cardenal Mendoza pedía que cuando llegara a una legua de la ciudad, todas las campanas de sus iglesias le recibieran volteándose) y que son inteligentes.
Ya en la Edad Media, Sigüenza tuvo Universidad. Creación del cardenal Mendoza y de su “familiar” López de Medina. Ya entonces tenían sus sacristías colecciones preciosas de libros y de esculturas. Poco después, en la Travesaña alta, se levanta la casa de los Arce, la “casa del Doncel”, que sería cruce de culturas. Y en la catedral, poco más tarde, crece la estatua de alabastro más bella del mundo, la que soporta la memoria de un caballero que sale del Medievo y pisa con sigilo la primera piedra del Renacimiento: Martín Vázquez de Arce es también ese Doncel que nos trae en su vestimenta la imagen de la Edad Media, y en su libro y su sonrisa el soplo grácil del Humanismo.
Todo es arte y memoria
El visitante que estos días acuda a Sigüenza estará sumido en un ambiente plenamente medieval. Lo consiguen, a base de tesón, ganas, mucho trabajo y mucho dinero, los miembros de la Asociación Medieval Seguntina, para los que envío desde aquí un fuerte aplauso. Entre hoy viernes y el próximo domingo, se vestirán de galas sarracenas y cristianas, de mantos judíos y jubones labrantíos. Pondrán sus puestos, cantarán sus zejeles, pondrán,-en suma- contrapunto humano a una ciudad que es, siempre, eternamente, medieval.
Pero además de ser parte de esa latiente melodía, el visitante querrá entrar en los espacios plenamente medievales de Sigüenza. Lo puede conseguir sin gran esfuerzo. Entrar en la catedral, a través de los vanos protegidos de semicirculares arcos baquetonados de la fachada de poniente. Superficies pétreas que tienen coros de hojas y entrelazos de picos. Dentro, todo es original y grandioso. Resuenan los pasos y los cuchicheos se alzan. Los pilares se arraciman y se vuelcan en ingrávidos arcos. Se pisa sobre el duro roquedal semirrosado. Y se admira a ambos lados los altares, los enterramientos, las pinturas, las velas, todo tamizado del dorado blasón múltiple que se alza y recita apellidos y orondos nombres de caballeros y obispos.
En la catedral es interminable la serie de cosas a ver: el Doncel, por supuesto. Y la Sacristía de las Cabeza, que tallara personalmente Alonso de Covarrubias. Y la virgen de la Leche. Y el coro de galanura mudéjar. Y el púlpito de la Epístola tallado por el germano Rodrigo Alemán. Y el enterramiento de “Carrillo el feo” que era tan hermoso, aunque muerto, con su alto sombrero de cortesano sin futuro. Y esto y lo otro. Y lo de más allá. Todo en la catedral nos habla de la Edad Media.
Y en la calle…. para qué contar. Se sube la calle mayor, y todo son palacios, a un lado y a otro. A medias de la cuesta, una iglesia románica, que por dentro se supone hermosa, aunque por fuera nos deslumbra con sus arcos. A poco, a la derecha, la Travesaña Alta, donde surgen casas como la de los Arces, templos como el de San Vicente, Arcos como el de la Virgen… y arriba del todo, en la limpia altura, el castillo, con sus salones donde impartían justicia los obispos, donde se arrebuñaba doña Blanca, donde se defendían los ciudadanos de ataques franceses.
Nada más. Ni cabe aquí el detalle de la ciudad entera, medieval por completo, ni estoy para contarlo. Lo que quiero es irme allí, andar sus calles, y oir sus irreverentes sonidos. Si alguna ciudad, o villa, de nuestra provincia, puede celebrar con rigor y autenticidad una Fiesta Medieval (siempre aparte Hita, que esa es sagrada, es la mejor) ha de ser Sigüenza. Ojalá salga todo lo han planeado las gentes de la Asociación Medieval Seguntina.
Un libro sobre Doña Blanca
La triste peripecia vital de Doña Blanca, que es recordada estos días en el festival de evocaciones medievales de Sigüenza, está plasmada en un libro muy interesante que hace poco escribió el Cronista seguntino, doctor Martínez Gómez-Gordo. En esa obra, titulada “La reina doña Blanca, prisionera del castillo de Sigüenza”, se narra con pormenor la biografía de esta joven princesa francesa, que llegó a ser reina de Castilla y enseguida repudiada por su esposo el Rey Pedro I el Cruel, quien la dejó encerrada en esa fortaleza, en la que ahora, con la evidencia lúdica del recuerdo, se repite coloristamente el episodio.
El libro tiene 80 páginas y muchas imágenes a color. El autor narra con detalle y secuencia bien organizada el discurso vital de la reina. Se añade de bibliografía, y aporta datos sobre el propio rey y todos sus cortesanos: batallas, tratados, traiciones y vida cotidiana de la Castilla medieval. Justo lo que se reproduce ahora en estas jornadas. El libro está editado por AACHE, y hace el número 18 de su colección “Tierra de Guadalajara”.