Los Mendoza en Alcalá

viernes, 5 septiembre 2003 0 Por Herrera Casado

 

Pasados los calores del verano, bueno es que empecemos a mirar  de nuevo, son mirada aguda y apasionada, las viejas piedras y los símbolos que nos rodean. Algo nos están queriendo decir. Y hay que saber leer todos los idiomas. Ese, el de las piedras, es interminable, rico en vocabulario, emocionante en aventuras.

Uno de los modos de entender el lenguaje de las piedras y los edificios, el de los aires que abrazan las cúpulas y las fachadas, es saber más de cuando y quienes los hicieron. Leer y preguntar, viajar, mirar, fotografiar y recordar. Y aún sin salir de nuestro entorno natural, de nuestra comarca más íntima y diaria como es el Valle del Henares, propongo hoy un viaje a Alcalá de Henares, tan ahí mismo que alzando los pies la vemos al final del valle, donde el sol apunta su ocaso cada tarde. Porque en Alcalá está buena parte de la razón de ser de Guadalajara, de su historia y sus gentes. Sin ir más lejos, en Alcalá está latiente una gran parte de la historia de los Mendoza. Se ha recordado recientemente, que don Miguel de Cervantes, el Príncipe de los Ingenios, tuvo ascendientes en Guadalajara, y un tío suyo fue empleado y letrado de los Mendoza del Infantado. Cierto es, como también lo es que muchos Mendoza se establecieron en Alcalá, y allí dieron vida a fundaciones, colegios, edificios públicos, iglesias y palacios, que dejaron sembrada la ciudad complutense de escudos conocidos por nosotros.

Un libro que habla de Mendozas

Acaba de aparecer, la primavera pasada, un libro extraordinario que ha editado la Universidad de Alcalá. Es el nº 47 de su Colección “Ensayos y Documentos” y lo firma la investigadora Juana Hidalgo Ogáyar. Su título, bien explicativo, es “Los Mendoza y Alcalá de Henares” y a lo largo de sus 148 páginas explica con detalle las vida y las generosidades de muchos y muchas mendozas que levantaron Alcalá un poco más, que la dieron su dimensión barroca y esencia de las Españas.

Entre la abultada nómina de figuras y personajes, muchos de los cuales prueban su vida caminante por las orillas del Henares, pues en la Alcarria y en la Campiña dejaron su presencia y su memoria, quiero hoy destacar dos figuras femeninas, que fueron claves en el desarrollo de la Compañía de Jesús en nuestra tierra. Son concretamente doña María de Mendoza y su sobrina doña Catalina de Mendoza.

Ambas mujeres de la rama principal mendocina de los marqueses de Mondéjar y condes de Tendilla. Ambas católicas a lo siglo XVI, más papistas que el Papa, empeñadas en salvar a la cristiandad de las amenazas de Lutero, militantes y bizarras: poniendo dinero a mares sobre las “cuentas corrientes” de los jesuitas, levantando conventos e iglesias, y no olvidando señalarlo con sus escudos altaneros y limpios, los de la Casa de Tendilla, el sotuer cuartelado con la banda verde sobre el campo rojo, y bajo el campo la estrella y la frase en cartela de la “Bvena Gvia” que un antepasado suyo ideó para decir que los caminos de su vida fueron siempre guiados por una estrella de suerte y religión.

María de Mendoza

Doña María de Mendoza era de piel tan blanca que así la apodaron, “la Blanca”. Nació en la Alambra de Granada, en 1526, donde su padre era capitán general, además de marqués de Mondéjar. Su madre se llamaba Catalina. No se llegó a casar, pues desde pequeña asombró a todos por sus virtudes: era casta, obediente y pobre (¿?). A los 18 años tomó los votos de castidad y pidió hacerse jesuita, cosa que no alcanzó, pues, como es sabido, no han existido nunca monjas de esta Orden. Una mujer sí que alcanzó a ser jesuita: la hermana del rey Felipe II nada menos, doña Juana “la gobernadora” que fue regente del Estado entre 1554 y 1559. Se empeñó y lo consiguió. Los religiosos la conocían por el seudónimo de “padre Mateo” y fue una concesión a la realeza, por supuesto. Pero doña María Mendoza no consiguió ser jesuita.

Vivió en Granada sus primeros años, luego en Mondéjar una larga temporada, y a los 44 años se trasladó a vivir a Alcalá. Antes, cuando vivía en la Alcarria, fue instruida en los beneficios de esta Compañía de religiosos-guerreros, (así decía San Ignacio de Loyola que quería a sus hombres: guerreros de Cristo) y en ese fundamentalismo que todo lo barre los jesuitas llegaron a Mondéjar donde decidieron fundar Colegio de la Compañía. Los marqueses les dieron todo tipo de facilidades, la madre de María, doña Catalina, dejó su testamento entero para los seguidores de Ignacio, pero al final la intención no cuajó. Y doña María, prendada de la idea, se fue a Alcalá, donde junto con su sobrina también llamada Catalina procuró en todo y por todo entregarse al mayor engrandecimiento de la Compañía. Dedicó nada menos que los 3.500 ducados de su fortuna para que la orden pusiera con decencia su convento y se iniciaran las obras de la iglesia. Murió en 1580, con el anhelo de que, en su día, la pusieran enterramiento de bulto en el centro de su templo mayor.

Catalina de Mendoza

Otra vida paralela, mendocina y jesuítica. Sobrina de la anterior, había nacido también en Granada, en 1542, donde su padre el tercer marqués de Mondéjar heredaba del suyo el cargo de Capitán General. Cuantos conocieron a Catalina, su tía María, sus tíos Bernardino y Diego…. quisieron ponerla de aya de la regente doña Juana. Ella quería ser monja, y su padre finalmente la casó por poderes con el Conde de la Gomera. Enseguida se enteró que este se dedicaba a la vida más que alegre en los tugurios y paseos de Sevilla, y pidió al Papa la dispensa que finalmente consiguió. Sin hacerse monja de nada, en 1571 doña Catalina decidió ponerse ropas y tocas monjiles, y dedicar su vida a la oración y las limosnas. Pero no puedo hacerlo, porque, avatares de la vida, vino a resultar que ella era la única que podía dedicarse a la administración del inmenso patrimonio de su familia, los Mendoza de Mondéjar y Tendilla. Lo hizo muy bien, y vivió en Alcalá, donde siguió honrando con dádivas a los jesuitas. Tantas, que con su dinero se pagó entera la construcción del gran templo de la Compañía en la calle de Libreros, y el altar mayor del Templo. Se comenzó en 1607 y al morir ella en 1602 aún seguían construyéndolo. Ella y su tía doña María la Blanca fueron enterradas cerca de la cabecera del templo, que dirigió en portento arquitectónico Francisco de Mora. La Universidad y el Cabildo Magistral, por unanimidad, pidieron que se la declarara Santa. El pueblo complutense siempre la veneró como uno de sus más fabulosos personajes. De ella queda, en la fachada del gran templo jesuítico, hoy Parroquia de Santa María, esos grandes, espectaculares escudos de armas tallados en granito que junto a estas líneas vemos.

Un par de ejemplos de ese racimo de “Los Mendoza y Alcalá de Henares” que sabe a poco, aunque son muchos, porque cada uno de ellos lleva una historia sorprendente y aleccionadora. Una mirada a la piedra y al pasado, que es elocuente y entretenido como pocas cosas.