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septiembre, 2003:

Cosas que acompañan a la Guadalajara en fiestas

 

Parece que estamos todos ya en puertas: las de la Fiesta grande de la ciudad. Puertas que se abrirán con cohetes y carrozas dentro de tres días, pero que se han abierto ya con procesión y novenas hace otros tres o cuatro.

A Guadalajara se le abran las puertas, es toda puertas. Al compás de estas líneas quiero invitar a mis habituales lectores a que se muevan en estos días por la ciudad de Guadalajara, y a que intenten entrar en todas las puertas. La fiesta está en la calle, en el paseo de las Cruces, en el Ferial de siempre, en el Auditorio, en Santo Domingo. Pero el aliento de la ciudad procede de más antiguas y fuertes cimentaciones. La historia tiene almacenes y estanterías cuajadas de razones que fundamentan esta fiesta de hoy, de ahora. Y la ciudad se expresa a través de esas cosas antiguas, que día a día permanecen calladas, pero que dan la esencia de la Guadalajara que pervive.

La iglesia de San Sebastián se alza blanca y azul, en el centro viejo de la ciudad. Poca fiesta la rodea. Pero ella expresa, con su silente dedo que marca el cielo, la profundidad de una tradición. El arte en Guadalajara, por ejemplo. En la cercana Diputación, dos artistas inmensos nos ofrecen su obra. Son Luis Javier Gayá Soler, ganador del Premio Provincia de Guadalajara de Dibujo en 2002, con el saber/sabor del arte italiano en sus pinceles, y Rafael González Piorno, que a pesar de sus confesiones un tanto nihilistas tiene razones firmes en sus manos para ser catalogado como un inmenso artista. “El mágico cimbreo del pincel sobre el lienzo…” (cimbreo, eh? no “zimbreo”) merecen pasarse un rato ante sus obras.

Muy cerca está la vieja puerta del templo sansebastianino. Como olvidada, en alto, tapiada hace decenios, en el tímpano aparece tallada una escena sorprendente de academicismo y afrancesado simbolismo. La talló Ángel García Díaz hace un siglo, para recordar con la fuerza de la escultura el martirio de San Sebastián, asaeteado por los soldados romanos. En un libro que acaba de escribir y publicar Andrés Pérez Arribas, y que cuenta con detalle de orfebre todo lo que de interés existe en el ámbito de ese palacio decimonónico que es “El Palacio de la Condesa de la Vega del Pozo”, hoy Colegio de Maristas, se describe con detalle esta escena, que a mí me sirve aquí para simbolizar en ella la fuerza de esa historia y ese arte que tiene Guadalajara como hurtado a las miradas, y que sin embargo explota en los ojos cuando se la mira con atención y perseverancia.Andando por Guadalajara en fiestas uno se encuentra con el portento de la arquitectura contemporánea, con ese “Teatro Auditorio Buero Vallejo” que ha sido la esmerada obra de tres arquitectos de hoy, Luis Rojo, Begoña Fernández-Shaw y Ángel Verdasco. En su espacio interior está el lujo y la explosiva riqueza del arte de las estancias: nuestra ciudad recobra así la tradición de la gran arquitectura que se iniciara, hace muchos siglos, con el gran puente de los árabes sobre el Henares, siguiera luego con el palacio de los duques del Infantado que Juan Guas trazara, y rematara en el panteón de la duquesa de Sevillano al arbitrio de los planos de Ricardo Velázquez Bosco. La riqueza de la arquitectura está en muchos rincones. Igual que hemos visto con la sorpresa de la escultura: solo espera la mirada atenta de quien vaya de descubridor por la vida.

El ámbito urbano es también rico en lugares. No habrá muchas ciudades que tengan ese Paseo de las Cruces que tenemos hoy. Cuajado de altos y densos castaños, cimentado en las oscuras losas que vinieron de la negra serranía, y con la sonrisa de los alcarreños/las alcarreñas por sus costados. Hace poco alguien tuvo la feliz idea de ponerle también las imágenes de gentes del pasado que dieran su memoria al viandante. Lo estamos recordando en estas mismas páginas. Con el cincel limpio y vigoroso de Luis Sanguino han revivido moros y cristianos, guerreros y judíos, poetas y lingüistas, la historia de la ciudad. Un Luis Sanguino que ya es todo un lujo, tenerle de escultor paseante por Las Cruces. Especialmente después de haber visto las puertas de la Catedral de la Almudena de Madrid, donde ha dejado su huella de artista irrepetible.

El aire de ciudad viva y naciente cada día se muestra en la parte más alta, por Las Lomas y aún más allá, donde surgen grúas, camiones van y vienen, nacen calles y plazas y muta el mundo cada mes, como fluyendo de una fuente. Esa fuerza del crecimiento lo veremos también, muy pronto, en el propio Paseo de Las Cruces, cuando sobre el solar de las ex­‑casas municipales surjan los locales comerciales y los pisos prometidos, que darán una nueva razón, aplaudida por todos, para que la carrera de los precios de la vivienda siga atrevida y chulapona.

Nos vamos a lugares más íntimos, más recoletos. En estos días de Fiesta conviene pasarse por el miniplazal del Carmen. Ponerse a la espalda de la estatua de José Antonio Ochaita (aquel poeta que murió recitando y extendiendo las manos al cielo) y mirar los tres ingresos arqueados del templo de los Santos Reyes Magos. Así se llamaba, en un principio, el convento de carmelitas que hoy llamamos “El Carmen” y que diseñó otro arquitecto genial del barroco castellano, el fraile Alberto de la Madre de Dios. Piedra caliza y ladrillo humilde. Formas limpias, volúmenes en alza. Oraciones y conversación. Poemas alguna vez, siempre la evocación de una plaza serena y quizás nevada, hace muchos años.

Y la pintura. ¿Dónde mirar la pintura en esta ciudad? Aparte de ese santuario que es la Sala de Arte de la Diputación Provincial (por estos días), en la capilla de Luis de Lucena, el médico de los Papas que tuvo que salir huyendo porque los inquisidores le perseguían y hubieran acabado con su estampa serrana en la cárcel de la plazuela de la Cruz Verde. Allí hay que mirar los techos arqueados, las cúpulas que semejan una Capilla Sixtina en miniatura. Allí están las valientes figuras femeninas de la Prudencia, la Justicia, la Templaza, y la Fortaleza, en coloristas imágenes que pintó a finales del siglo XVI el florentino Rómulo Cincinato.

O cerca, en el palacio de la Cotilla, el Salón chino de la primera planta, restaurado hace un par de años con toda perfección y mimo: un mundo ajeno y abigarrado, que invita a soñar con otros horizontes lejanos, casi de película. O en el Museo Provincial, donde se pueden ver los grandes lienzos firmados por Alonso Cano, Carreño de Miranda, Bartolomé Román o Antonio Rodelas. O   en el templo de la Carmelitas de San José, donde surge ese portento de gran pintura firmada por el conquense Andrés de Vargas que representa la sutileza barroca de la Transverberación de Santa Teresa.

Y acaba, viajero curioso, entre charanga y corrida, mirando los ladrillos de la torre de Santa María, oyendo las liturgias de los huesos roídos de los Mendoza en la cripta marmórea de San Francisco, o atinando con el significado de los portentos escultóricos de otro alcarreño mundano, Paco Sobrino, puestos aquí y allá en bienvenida de ciudad abierta, despierta y eterna. Una Guadalajara que ahora vuelve a gritar, que siempre habló con su voz propia.

Los Mendoza en Alcalá

 

Pasados los calores del verano, bueno es que empecemos a mirar  de nuevo, son mirada aguda y apasionada, las viejas piedras y los símbolos que nos rodean. Algo nos están queriendo decir. Y hay que saber leer todos los idiomas. Ese, el de las piedras, es interminable, rico en vocabulario, emocionante en aventuras.

Uno de los modos de entender el lenguaje de las piedras y los edificios, el de los aires que abrazan las cúpulas y las fachadas, es saber más de cuando y quienes los hicieron. Leer y preguntar, viajar, mirar, fotografiar y recordar. Y aún sin salir de nuestro entorno natural, de nuestra comarca más íntima y diaria como es el Valle del Henares, propongo hoy un viaje a Alcalá de Henares, tan ahí mismo que alzando los pies la vemos al final del valle, donde el sol apunta su ocaso cada tarde. Porque en Alcalá está buena parte de la razón de ser de Guadalajara, de su historia y sus gentes. Sin ir más lejos, en Alcalá está latiente una gran parte de la historia de los Mendoza. Se ha recordado recientemente, que don Miguel de Cervantes, el Príncipe de los Ingenios, tuvo ascendientes en Guadalajara, y un tío suyo fue empleado y letrado de los Mendoza del Infantado. Cierto es, como también lo es que muchos Mendoza se establecieron en Alcalá, y allí dieron vida a fundaciones, colegios, edificios públicos, iglesias y palacios, que dejaron sembrada la ciudad complutense de escudos conocidos por nosotros.

Un libro que habla de Mendozas

Acaba de aparecer, la primavera pasada, un libro extraordinario que ha editado la Universidad de Alcalá. Es el nº 47 de su Colección “Ensayos y Documentos” y lo firma la investigadora Juana Hidalgo Ogáyar. Su título, bien explicativo, es “Los Mendoza y Alcalá de Henares” y a lo largo de sus 148 páginas explica con detalle las vida y las generosidades de muchos y muchas mendozas que levantaron Alcalá un poco más, que la dieron su dimensión barroca y esencia de las Españas.

Entre la abultada nómina de figuras y personajes, muchos de los cuales prueban su vida caminante por las orillas del Henares, pues en la Alcarria y en la Campiña dejaron su presencia y su memoria, quiero hoy destacar dos figuras femeninas, que fueron claves en el desarrollo de la Compañía de Jesús en nuestra tierra. Son concretamente doña María de Mendoza y su sobrina doña Catalina de Mendoza.

Ambas mujeres de la rama principal mendocina de los marqueses de Mondéjar y condes de Tendilla. Ambas católicas a lo siglo XVI, más papistas que el Papa, empeñadas en salvar a la cristiandad de las amenazas de Lutero, militantes y bizarras: poniendo dinero a mares sobre las “cuentas corrientes” de los jesuitas, levantando conventos e iglesias, y no olvidando señalarlo con sus escudos altaneros y limpios, los de la Casa de Tendilla, el sotuer cuartelado con la banda verde sobre el campo rojo, y bajo el campo la estrella y la frase en cartela de la “Bvena Gvia” que un antepasado suyo ideó para decir que los caminos de su vida fueron siempre guiados por una estrella de suerte y religión.

María de Mendoza

Doña María de Mendoza era de piel tan blanca que así la apodaron, “la Blanca”. Nació en la Alambra de Granada, en 1526, donde su padre era capitán general, además de marqués de Mondéjar. Su madre se llamaba Catalina. No se llegó a casar, pues desde pequeña asombró a todos por sus virtudes: era casta, obediente y pobre (¿?). A los 18 años tomó los votos de castidad y pidió hacerse jesuita, cosa que no alcanzó, pues, como es sabido, no han existido nunca monjas de esta Orden. Una mujer sí que alcanzó a ser jesuita: la hermana del rey Felipe II nada menos, doña Juana “la gobernadora” que fue regente del Estado entre 1554 y 1559. Se empeñó y lo consiguió. Los religiosos la conocían por el seudónimo de “padre Mateo” y fue una concesión a la realeza, por supuesto. Pero doña María Mendoza no consiguió ser jesuita.

Vivió en Granada sus primeros años, luego en Mondéjar una larga temporada, y a los 44 años se trasladó a vivir a Alcalá. Antes, cuando vivía en la Alcarria, fue instruida en los beneficios de esta Compañía de religiosos-guerreros, (así decía San Ignacio de Loyola que quería a sus hombres: guerreros de Cristo) y en ese fundamentalismo que todo lo barre los jesuitas llegaron a Mondéjar donde decidieron fundar Colegio de la Compañía. Los marqueses les dieron todo tipo de facilidades, la madre de María, doña Catalina, dejó su testamento entero para los seguidores de Ignacio, pero al final la intención no cuajó. Y doña María, prendada de la idea, se fue a Alcalá, donde junto con su sobrina también llamada Catalina procuró en todo y por todo entregarse al mayor engrandecimiento de la Compañía. Dedicó nada menos que los 3.500 ducados de su fortuna para que la orden pusiera con decencia su convento y se iniciaran las obras de la iglesia. Murió en 1580, con el anhelo de que, en su día, la pusieran enterramiento de bulto en el centro de su templo mayor.

Catalina de Mendoza

Otra vida paralela, mendocina y jesuítica. Sobrina de la anterior, había nacido también en Granada, en 1542, donde su padre el tercer marqués de Mondéjar heredaba del suyo el cargo de Capitán General. Cuantos conocieron a Catalina, su tía María, sus tíos Bernardino y Diego…. quisieron ponerla de aya de la regente doña Juana. Ella quería ser monja, y su padre finalmente la casó por poderes con el Conde de la Gomera. Enseguida se enteró que este se dedicaba a la vida más que alegre en los tugurios y paseos de Sevilla, y pidió al Papa la dispensa que finalmente consiguió. Sin hacerse monja de nada, en 1571 doña Catalina decidió ponerse ropas y tocas monjiles, y dedicar su vida a la oración y las limosnas. Pero no puedo hacerlo, porque, avatares de la vida, vino a resultar que ella era la única que podía dedicarse a la administración del inmenso patrimonio de su familia, los Mendoza de Mondéjar y Tendilla. Lo hizo muy bien, y vivió en Alcalá, donde siguió honrando con dádivas a los jesuitas. Tantas, que con su dinero se pagó entera la construcción del gran templo de la Compañía en la calle de Libreros, y el altar mayor del Templo. Se comenzó en 1607 y al morir ella en 1602 aún seguían construyéndolo. Ella y su tía doña María la Blanca fueron enterradas cerca de la cabecera del templo, que dirigió en portento arquitectónico Francisco de Mora. La Universidad y el Cabildo Magistral, por unanimidad, pidieron que se la declarara Santa. El pueblo complutense siempre la veneró como uno de sus más fabulosos personajes. De ella queda, en la fachada del gran templo jesuítico, hoy Parroquia de Santa María, esos grandes, espectaculares escudos de armas tallados en granito que junto a estas líneas vemos.

Un par de ejemplos de ese racimo de “Los Mendoza y Alcalá de Henares” que sabe a poco, aunque son muchos, porque cada uno de ellos lleva una historia sorprendente y aleccionadora. Una mirada a la piedra y al pasado, que es elocuente y entretenido como pocas cosas.