Salinas en la tierra de Guadalajara

viernes, 4 abril 2003 0 Por Herrera Casado

 

El motivo de la aparición de un libro, en segunda edición ya, sobre la salinas de la comarca de Atienza, me da pie para hacer aquí un recuerdo somero de unos espacios, de unas viejas industrias de nuestra provincia, que se han resistido a desaparecer, a pesar de que los tiempos no corren a su favor. Es un libro escrito por el profesor Trallero Sanz, director de la Escuela de Arquitectura Técnica de la Universidad de Alcalá, con sede en Guadalajara, y de dos de sus alumnos, Vanesa Martínez Señor y Joaquín Arroyo San José. Un libro lleno de información de fácil lectura y testimonio de unos espacios, como son fundamentalmente las salinas de Imón, que fueron eje de una tierra en tiempos antiguos, y hoy han quedado en meros fósiles industriales, aunque afortunadamente todavía vivos, gracias al interés de muchas personas por preservarlos e incluso reacondicionarlos.

Las Salinas de Imón

Lugar incluido en el Común de Villa y Tierra de Atienza, Imón siempre estuvo en el directo señorío del rey de Castilla. El aprovechamiento intensivo de sus afamadas salinas (de Emona se dice en los antiguos documentos) hizo que fuera especialmente cuidado y protegido por los reyes. Durante la Edad Media, y mas aún durante la época de la Monarquía absoluta, las salinas de Imón quedaron bajo el control real. Sin embargo, los monarcas solían conceder aprovechamiento en ellas, o donativos de cantidades obtenidas de su explotación, a nobles cortesanos, a monasterios o instituciones benéficas. Alfonso VIII, el rey castellano que se distinguió por su cariño y protección a la Villa de Atienza y a todo su Común de Tierras, insistió mucho en su testamento para que la propiedad de las salinas de Imón quedara siempre por el Rey. No obstante, él otorgó importantes cantidades de ella a los monasterios de Sacramenia, las Huelgas de Burgos y al hospital de Burgos, dejando la décima parte de los impuestos en ellas cobrados al obispado de Sigüenza. Todavía en el siglo XVIII las salinas de Imón eran fuente de gran riqueza para el país. Carlos III ordenó su modernización construyendo amplios almacenes, nueva red de artesas, canales y caminos y organizó su explotación para sacarles gran aprovechamiento.

Sobre esas salinas, los autores de este libro que acaba de aparecer nos hacen un relato minucioso, no solo de su historia, o de las características geológicas del terreno y mecanismo de producción, sino que nos describen con detalle los edificios que quedan, las funciones de sus cuadriculados depósitos, de sus enormes almacenes, de sus norias y caminos… los almacenes de San José y de San Pedro, como elementos definitorios del espacio, se rodean de cientos de pequeños estanques que en unas épocas del año están llenos de agua (el río Salado, por supuesto, es el que las llena) y otras blancos y brillantes, exhibiendo al sol la sal que cuajó tras la evaporación de las aguas del río. Todo ello en un paisaje de sobriedad absoluta, en el que parece que estas salinas le ponen un encaje de bolillos a la parda tierra.

Encaje que se repite por muchas otras aldeas del entorno de Sigüenza y Atienza. Así ocurre en Cirueches, término de Carabias; en La Olmeda de Jadraque, donde existen unas salinas de rancio abolengo también, en uso aún. En Santamera, donde las salinas del Gormellón tienen la fuerza de una tradición de siglos. En Rienda, que aún ofrece sus estanques medio llenos medio vacíos. En Riba de Santiuste, en Valdealmendras, en Alcuneza….. son recuerdos apenas, huellas leves de la sal y la riqueza de tiempos medievales, que en el entorno de Sigüenza y de Atienza el viajero encuentra casi como por milagro.

Otras salinas en Guadalajara

La provincia de Guadalajara guarda en múltiples lugares la huella densa de su pasado salinero. Una tierra tan alejada del mar, tuvo que apañárselas para proveerse de sal con autonomía y a precios razonables. Por ello, desde siglos muy remotos, se montaron los ingenios suficientes para obtener y utilizar la sal disuelta en muchos de los ríos y arroyos que nacen en sus escarpadas serranías. Cuando la sal era una riqueza indiscutible, una moneda de cambio, un trofeo, y los más poderosos se afanaban en controlar su producción y su comercio, estas tierras de Guadalajara tenían numerosos lugares donde brotaba el mineral blanco y sucinto. El más señalado de estos lugares, sin duda, era Imón y los espacios diversos donde la sal se obtenía por evaporación de las aguas del río Salado, desde Valdelcubo y Paredes hasta El Atance, pasando por Riendas, La Riba, Olmeda, el propio Imón y Santamera, en un rosario de espacios salineros que fueron conocidos, en su conjunto, como las salinas de Atienza, y que constituyen el motivo principal del libro que acaba de aparecer.

El Señorío de Molina tuvo sus salinas propias, que le dieron en la época medieval un punto más en su capacidad de independencia. Aunque utilizadas por los celtíberos y luego por los romanos (se han encontrado numerosos restos arqueológicos de esta época en sus inmediaciones), fueron los señores de Lara quienes comenzaron la explotación directa de la sal obtenida sobre diversos lugares del río Bullones. De un lado en Terzaga, Armallá y Tierzo. De otro, en Traid. Y escondido en un mínimo vallejo, Valsalobre. Estas salinas son nombradas en el Fuero de Molina, de mediados del siglo XII. Decía así este fuero: Do a vos en fuero que siempre todos los vecinos de Molina y su término, así caballeros, como clérigos, eclesiásticos y judíos, prendan sendos cafices de sal cada año e se den en precio de estos cafices, sendos mencales, et prendan estos cafices en Traid o Almallas. Estas salinas fueron usufructuadas en un principio por los condes de Molina, quienes paulatinamente fueron cediendo sus derechos a favor de nobles y monasterios. Sin embargo, a fines del siglo XIII, cuando el señorío molinés pasa a ser regentado por el rey Sancho IV, se dice que la sal de Molina y su Tierra pueda ser vendida libremente en toda Castilla. De 1481 es un privilegio de los Reyes Católicos sobre estas salinas, y en el siglo XVI alcanzan su auge y más intensa explotación, a raiz de pasar a ser administradas por los Mendoza de Molina, los condes de Priego. Finalmente, en el estado borbónico, pasaron a control directo de la Administración estatal, siendo rehechas tal como hoy las vemos.
Las Salinas de Armallá se encuentran en el municipio de Tierzo, y son atravesadas por la carretera que va de Molina a Checa. Su edificio central fue construido en la mitad del siglo XVIII. Su aspecto externo es realmente hermoso, y además muy funcional.  Es de planta casi cuadrangular, con unos cuarenta metros de lado, y su interior totalmente diáfano. Muestra el armazón de madera de la techumbre completamente al descubierto, sujeto por veinticuatro grandes columnas, cada una de una sola pieza de madera, escuadradas, de unos cuarenta centímetros de lado y una altura, en las más altas, de aproximadamente catorce metros. Todo un espectáculo interior. El tejado es a dos aguas, con durmientes muy largos. Los muros son de cal y canto, ofreciendo unos contrafuertes exteriores en forma de bóvedas de medio cañón para evitar las tensiones laterales. En la parte que da a los manantiales salinos –esto es, a mediodía del edificio‑ se abre un porche cubierto donde descargaban los carros de sal. La cumbrera tiene un leve chaflán en los dos extremos, lo que le da una gracia especial. Por último, toda la estructura de madera, debido, sin duda, al roce de la sal apilada, ha adquirido una peculiar textura, muy suave, auténticamente aterciopelada. Estas salinas fueron usufructuadas en un principio por los condes de Molina, quienes paulatinamente fueron cediendo sus derechos a favor de nobles y monasterios.

En Anquela [del Ducado] existen unas breves salinas, a flor de suelo, que desde muy antiguo fueron utilizadas. En el siglo XIII, la señora de Molina doña Sancha Gómez entregó parte de los beneficios de estas salinas a las monjas de Buenafuente del Sistal, que tenían también monasterio cerca, en Alcallech de Aragoncillo.

En Alcuneza, junto al Henares, aguas arriba de Sigüenza, se aprovechó siempre un pequeño manantial salino. Y también en Anguita, en un valle que acude hacia el Tajuña, con cierta densidad de sal, se explotaron mínimamente salinas en tiempos antiguos.

En un mínimo valle que se abre en la meseta alcarreña, y que baja al arroyo Lamadre y este al Linares, de siempre hubo aprovechamiento de la abundante sal que llevan sus aguas. El municipio donde asentó la más importante explotación es Saelices de la Sal, aunque también en Riba de Saelices y más abajo, sobre las aguas que todavía arrastran el mineral, en La Loma hubo pequeños aprovechamientos salineros. Aunque perdidos estos lugares en lo intrincado de la serranía del Ducado, estribaciones meridionales de las alturas ibéricas, desde lejos vinieron a aprovechar su mineral, que controlaba por entero la Corona. En Guadalajara todavía existe, para cruzar el arroyo del Alamín una vez pasado el Henares, un puentecillo al que llaman la puentecilla salinera, y que permitía seguir el Camino Salinero que pasaba por la parte baja de las Aguas Vivas, hoy zona en plena expansión urbanística. Era el inicio de un largo trayecto hasta estas salinas de Saelices, que también dieron nombre en Cifuentes, por donde había que pasar, a una de las puertas de su muralla medieval: la puerta salinera. En el siglo XVIII recibieron el impulso de la monarquía ilustrada, y se arreglaron completamente los caminos, los recocederos, las acequias, los edificios de almacenamiento, suponiendo un aporte económico a la zona muy importante. En Saelices de la Sal vemos hoy los edificios y trazas de esta explotación, sumidos en el abandono, pero con la traza palpable de su inicial importancia.

Finalmente, en la misma orilla derecha del río Tajo, del más bravío tramo en término de Ocentejo, se encuentran las Salinas de la Inesperada, que se abrían en una estrecha línea de terreno en alto junto al río, con breves recocederos y un almacén o caserón que hasta no hace muchos años se encontraba lleno del mineral blanco, solidificado y abandonado a su suerte, pues aunque las salinidad de las aguas del manantial que nutría estas salinas era extremadamente potente, lo caro de su explotación hizo que no hace muchos años se abandonara. Un trasbordador sobre el río permitía el paso de la sal hacia su orilla izquierda, y la posibilidad de ser llevadas más rápidamente hacia Cuenca y el Levante.