Auñón, un sueño posible

viernes, 23 agosto 2002 1 Por Herrera Casado

A 48 kilómetros de la capital de la provincia, por la carretera de Cuenca, y en medio de los movidos paisajes de una Alcarria olivarera que se abre en barranquillos hacia el Tajo, se encuentra la villa de Auñón, a 762 metros de altitud sobre el nivel del mar, y cada día más bonita y mejor cuidada, manteniendo todo el sabor de los antiguos siglos en sus calles cuestudas y estrechas. En algunas cosas recuerda a Pastrana (la estrechez e irregularidad de sus callejas, los palacios y casonas de profundos portales, los templos silenciosos y empapados de espiritualidad… y en otras a Cuenca, por ejemplo su aspecto de “ciudad colgada” frente al barranco que la limita y defiende por poniente. Tiene así Auñón una vista atractiva cuando se llega desde Guadalajara, como encaramada en una roca, y al mismo tiempo nos entrega la sensación, tan difícil de encontrar hoy día, de un pueblo que resuma historia y tipismo por sus cuatro esquinas.

El origen de la localidad se encuentra en lo que hoy son unas ruinas mínimas junto al Tajo, el antiguo castillo del Cua­drón, o “torre de Santa Ana” como aquí la llaman, que se sabe perteneció al Común de Huete tras la Reconquis­ta. Por entonces, en el siglo XII, Auñón era solo una alquería del Cuadrón, y con el tiempo se fue poblando y crecien­do. Esta heredad de Auñón la compró en 1178 la Orden de Calatrava a la familia de los Ordóñez que la po­seían. Creció como villa  durante la Edad Media. Recibió numerosos privilegios y exenciones por parte de los reyes castellanos y de los maestres calatravos, por la valentía demostrada por sus hombres en diversas acciones de guerra. En el siglo XV ocurrió el famoso hecho de la sublevación de don Juan Ramírez de Guzmán, apodado «Carne de Cabra», que se autoeligió Maestre de la Orden, contra su legítimo mandatario. El rebelde asoló la tierra de Zorita, conquistando y dominando algún tiempo todos sus pueblos, excepto el de Auñón, que se mantuvo fiel al poder establecido y legal, resistiendo un profundo cerco de «Carne de Cabra». Luego siguió Auñón siendo cabeza de Encomienda de la Orden de Calatra­va, residiendo en la villa el comendador de la misma. A partir del siglo XVI, este fue un título meramente honorífico, pues el mando de las Ordenes militares lo tenía el Rey y su aparato administra­tivo. La Encomienda de Auñón estuvo unida a la de Berninches y el Collado desde esa época, existiendo Comendado­res de este título hasta el siglo XVIII. El señorío a efectos de justicia y cobro de impuestos, lo ejerció desde 1572 don Melchor de Herrera, “ministro de Hacienda” de Felipe II, de quien recibió poco después el título de “marqués de Auñón”. Uno de sus herederos, ya en el siglo XIX, fue don Ángel de Saavedra y Herrera, duque de Rivas, poeta del romanticismo español.

Tiene Auñón un encanto especial para recorrerlo andando, con pausa, mirando a lo alto de sus edificios buscando esa especie de danza que hacen sus aleros, que tratan de besarse con el borde de sus tejas, ofreciendo así la benefactora sombra del verano a sus calles cuestudas. El pueblo se erige realmente sobre un espinazo rocoso, que a un lado encuentra el corte brusco de un cantil, al que asoma una larga serie de edifica­ciones o «casas colgan­tes», y el otro lado va cayendo suavemente hacia otro barranco que le limita por levante. Su aspecto es pintoresco como pocos, y el paseo por sus calles, insisto, una experiencia inolvidable.

Para el viajero, la villa de Auñón guarda numerosos elementos que despertarán su interés, cuando no su entusiasmo. En la parte baja se encuentran la iglesia parroquial, dedicada a San Juan Bautista, obra del siglo XVI en su primera mitad. Asomada con gallardía al barranco, se ve desde todas partes, y es como un fato de piedra sobre los olivares y caseríos. Su torre campanrio fue construida hacia 1526, dando la traza y dirigiéndola el maestro Juan Sánchez del Pozo. La portada meridional, guardada tras el atrio descubierto y rodeado este de una barbacana de cal y canto, es obra sencilla renacentista. La portada de acceso al templo, hoy habitualmente utilizada, está orientada al norte, y es un ejemplar de gótico tardío, tal como se usaba ornamentar a principios del siglo XVI. De arco semicir­cular escoltado de finas pilastras góticas, y un tejaroz bajo el que se ve escudo de la Orden de Calatrava, dueña del lugar en la época de construcción, y patrocinadora del edificio.

El interior es de tres naves, separadas por gruesos pilares de sillar a los que se adosan numerosas columni­llas que, tras descansar en collarines amplios, se transforman en nervadas bóvedas de gran efecto decorativo. Rematando la pared del fondo del presbiterio, se ve el gran retablo mayor, de estilo plateres­co, reparado tras las agresiones que sufrió en 1936. Fueron sus autores, en 1583, el escultor toledano Nicolás de Vergara el Joven, aunque con él colaboraron los entalladores Sebastián Fernández y Benito de Sacedón, siendo la pintura del también toledano Luis de Velasco, añadiendo dorados el pintor de Huete Tomás de Briones. El edificio es todo de sillar, y su ábside, de planta semicircular, se refuerza de contrafuertes.

Distribuidas por el pueblo se ven numerosas casonas nobiliarias, con grandes portalones adovelados, fachadas de sillería, y como remate en algunas aparecen bellos escudos heráldicos, que corresponden a los Ruiz de Velasco, a los Páez de Saavedra, y a un tal Merchante, correo que fue del rey. Buen número de construcciones populares, con arcos de piedra, enormes aleros de maderas talladas, rejas de buena forja, etc, se ven en un paseo reposado por el pueblo, en el que también resaltan algunas fuentes, pasadizos, el edificio del Ayuntamiento con un gran escudo de armas de algún linaje auñonense en su fachada, etc. No tiene desperdicio el paseo pausado y admirativo por el entramado urbano de Auñón, en el que todavía puede admirarse la llamada casa del Comendador, un edificio con fachada totalmente de sillar calizo, con portón adove­lado semicircular, ventanas y un alero de piedra tallada. En este edificio, que fue sede de los comendadores calatravos, puso el marqués de Auñón, a finales del siglo XVI, una peque­ña comunidad de monjas clarisas, que duró muy poco. También en una de las plazas altas de la villa destaca la casa y capilla que fundó y ordenó construir don Diego de la Calzada, obispo de Salona, en 1612. Natural de Mucientes (Valladolid), se encariñó con Auñón, y para él fundó una completa capellanía con sede en esta ermita, dedicada a Nuestra Señora de la Concepción y de Santa Ana. Hizo los planos o traza, en 1609, Pedro Gilón, maestro mayor de las obras del obispado de Cuenca. Fueron sus autores materiales los maestros canteros Pedro de Perelacia y Lucas de los Corrales.

Tuvo muralla Auñón, de la que nada queda hoy, y en su término son de admirar los restos del calatravo castillo del Cuadrón, en la vega junto al Tajo, del que ya en ocasión anterior me ocupé detenidamente, dando cuenta de su existencia e importancia histórica (Nueva Alcarria, 22 octubre 1999). Es también muy interesante visitar, en su término, y cerca ya de la presa de Entrepeñas, el puente de origen medieval que cruza el río Tajo: fue varias veces derribado y vuelto a cons­truir, pero aun mantiene su viejo encanto. En resumen, un viaje que se ofrece completo y novedoso para estos días del verano en que más de uno y de una tendrán el objetivo puesto en conocer los singulares espacios de la Alcarria.