Ungría verde y rumoroso

viernes, 19 julio 2002 0 Por Herrera Casado

El valle del Ungría se caracteriza por ser abierto y cómodo, riente, verde en toda época del año. En el valle del Ungría nació un famoso jurisconsulto, que se hizo fraile y se fue a América, dando clases como catedrático en la Universidad de México. Y en el valle del Ungría vivió por algún tiempo un conocido poeta y ensayista, Francisco García Marquina, quien ya marchó pero dejó su memoria, y su pasión por el valle en forma de libro, el “Nacimiento y mocedad del río Ungría” que es modelo de viajes domésticos por valles que no tienen más cosa que carrascales salvajes, olivos en desbandada y fuentes por los costados. Cuando el viajero tiene sed, no se lo piensa dos veces: bebe del agua que sale de las fuentes a media ladera, de las fuentes de plazas, de los arroyos que vierten entre las zarzas. Porque es un agua buena y fresca, aunque cargada de cal. Los niveles freáticos por donde escurren estos manantiales son de caliza pura, y llevan disuelto ese mineral en gran densidad, de modo que quien a lo largo de toda una vida está bebiendo esas aguas, acaba seguro con litiasis renal (o piedras en el riñón) como un premio a la fidelidad.

Fuentes de la Alcarria

Estas ideas se le vienen a la mente al viajero que inicia, de mañana, su recorrido por el valle del Ungría. Primero visita Fuentes de la Alcarria, lugar magnífico y sorprendente donde los haya. Fue propiedad, en remotos siglos, de los arzobispos de Toledo, que alzaron villa amurallada, protegida de castillo, y aumentada de iglesia enorme. Un verdadero castro convertido durante la Edad Media en plaza fuerte, que estuvo rodeada de muralla al completo. Lástima que incurias e ignorancias las dejaran caer, y a la puerta de entrada al enriscado burgo le pusieran, no hace mucho, pegada una casa de ladrillo visto, que le afea un tanto. El interior de Fuentes es una calle cuaresmática, o sea, larga y estrecha, como las Cuaresmas de antes. Se entra por el arco de piedra, y se sigue dejando a los lados casas humildes y palacetes con escudos. Al final, la iglesia, donde veneran a la Virgen de la Alcarria, y donde algunos aún recuerdan el montón de estatuas orantes talladas en madera que representaban a los Barrionuevos, abuelos, padres e hijos, vivos en el siglo XVI, inmortalizados en el XVII y caídos en combate en el XX, en una guerra que ni les iba ni les venía.

Para compensar estas pérdidas, Fuentes ha conservado su picota, símbolo de villazgo, a la entrada del pueblo. Y se ha visto aumentada con una preciosa escultura que es estatua y admiración de quien la ve: “Homenaje a la Mujer Alcarreña” reza al pie, donde pone también la fecha en que fue tallada e inaugurada, junio de 1996. Una mujer bella y atractiva, tallada en pálida piedra, y apoyada su mano derecha en un balaustre que su autoridad mantiene en pie.

Desde lo que allí llaman “El mirador del Ungría” el viajero se queda un buen rato mirando, ya iluminado por el primer sol de la mañana, el hermoso valle que corre al pie del cerro. Es aún estrecho, pero sus orillas empinadas cubiertas de carrasco dejan suponer lo que viene después.

Valdesaz

Por la carretera abajo, y ya en el fondo del valle, se llega a Valdesaz, un poético enclave en el que destaca en lo alto del caserío una iglesia antigua que se quemó hace algunos años y la han reconstruido totalmente. Allí veneran como patrón del pueblo y de todo tipo de enfermedades a San Macario, un anacoreta que se dedicó largos años, en el lejano Medievo, a orar y meditar en unas grutas del término. La iglesia, al paso del viajero, está cerrada, pero a San Macario puede admirarle en un complejo de baldosines cerámicos que representándole figura en el frontal de una casa. Hay jardincillos allí donde quedaron huecos de casas, y bancos en las alamedas junto al río. Unos ancianos pasan sus primeras horas del día oyendo el rumor del agua, y le indican al viajero que siga por el camino de la derecha, pasado el puente, que le va a gustar lo que a continuación se proyecta.

Caspueñas

El valle del Ungría sigue abriéndose de horizontes, y al mismo tiempo cerrándose de vegetación en sus orillas. Hay lugares donde solo la carretera queda libre, el resto está ocupado de arboledas, zarzales, plantas trepadoras que todo lo ahogan y envuelven. Todo verde, en pleno verano, todo húmedo y sonoro.

Cuando después de poco más de media legua se va llegando a Caspueñas, los bordes del camino y el centro del valle se ven ocupados de edificios que por aquí llaman ”chalet” y que son en realidad casas de descanso, de veraneo, de pasar las horas tranquilas (sin teléfono, eso es lo fundamental) sin los agobios del trabajo y las vecindades ociosas. Son lugares idílicos, que al viajero le gustaría ocupar en sus fines de semana, para poder leer y meditar, ejercicios estos de sana y acreditada fama a los que no puede acceder nunca.

A un lado, justo donde empieza ya el paseo asfaltado y adornado de farolas, ve lo que fue “molino de las truchas”, donde vivió largos años Francisco García Marquina; donde se celebraron aquellas reuniones de poetas y escritores que dieron lugar a la creación del Premio “río Ungría” que se inició con una dotación de mil reales, apoquinados entre todos los presentes, entre ellos el que firma esta crónica. En ese molino se fraguaron altas ideas literarias y estéticas, se vivieron pasiones, y hasta Camilo José Cela vivió muchas, muchísimas jornadas de felicidad y fértiles escrituras. Hoy lo ha comprado alguien (un particular) que lo ha dejado como para salir en un reportaje de decoración rural del Pais Semanal.

En el pueblo de Caspueñas destaca sobre todo la plaza, que la han dejado hecha un sol: la iglesia a un lado, restaurada y hermosa. En el muro de poniente, junto a la torre, una cerámica puesta por la Casa de Guadalajara en Madrid recuerda que allí nació fray Alonso de Veracruz, el fraile que dije al principio que llegó a catedrático en la Universidad de México. Muchos le reconocen como el padre del Derecho Internacional. Y una fuente. Una fuente de las de verdad, con su pilar central, sus cuatro chorros cayendo al pilón cuadrado y un agua de color azulverdoso que suena a leyendas de hadas y vírgenes.

Atanzón

Camino abajo, siempre junto al río, en un valle cada vez más abierto y despejado, se siguen viendo aquí y allá casitas de recreo, unas más historiadas que otras, pero todas diciendo en susurro que quienes las pueblan están contentos. Un país lleno de gentes que están contentas, a la fuerza tiene que ir bien. Al cabo de un buen rato, y tras dejar a un lado un molino que ha sido también recientemente restaurado y en el que vive un exministro del gobierno, y hoy presidente del Consejo de Administración de unos conocidos almacenes comerciales, el camino sube sin mayores problemas de nuevo hasta la altura. Esta vez a Atanzón, donde de nuevo admiramos su plaza abierta, su gran iglesia renacentista de portada serliana, en cuyas enjutas se ven los escudos de armas de los Gómez de Ciudad Real, que hicieron su fortuna administrando, en el siglo XV, la del rey Enrique IV de Castilla. Atanzón tiene también su escritor memorable y doméstico, Felipe Olivier, el autor de las “Historias y Leyendas de Guadalajara” y de una interesante historia del pueblo, en la que salen sus memorias de infancia confundidas con los fastos de la villa.

El sol se ha puesto a calentar en lo más alto del firmamento. Y el viajero, que no aguanta el calor, y visto lo visto (que ha sido verde, húmedo y rumoroso en esta valle del Ungría precioso y perfecto) se va a su casa. Todo esto se hace en poco más de tres horas, por lo que es esta una excursión que recomiendo a quien quiera tomar un primero, cómodo y efectivo contacto con la Alcarria más auténtica.