Aquí al lado, Cabanillas del Campo
Al viajero que desde la capital sale en busca de presencias, paisajes y patrimonios por la provincia, se le hace Cabanillas como una mera prolongación de su propia ciudad. Y ni para. Él se lo pierde, porque además de ser un lugar residencial, cada día más grande y hermoso, Cabanillas del Campo es un lugar con historia propia, con patrimonio interesante, y con una abultada nómina de festividades curiosas, lo que constituye un conjunto que merece la pena visitar.
No voy a contar nada de su historia, al menos en detalle, porque ya lo hace un magnífico libro que escribió Angel Mejía Asensio en 1996, y en el que se narra por menor todo el detalle de su evolución histórica, de sus costumbres y de su arte. Pero para dar una pincelada que anime a mis lectores a hacer como yo la pasada semana, que fue darme un paseo por la villa, admirar el templo parroquial en su grandeza, mirar la plaza del Ayuntamiento, callejear por el casco viejo, y luego airear los pulmones en las urbanizaciones cercanas, pueden valer estas líneas.
Cabanillas fue aldea perteneciente a la Tierra y Común de Guadalajara, cuya jurisdicción reconocía. En 1628, el rey Felipe IV le concedió el título de Villa por sí, adquirido por medio de compra por parte de todos los vecinos, manteniéndose desde entonces como villa de realengo, independiente y sólo sometida al señorío del Rey y a las leyes generales de Castilla.
El pueblo de Cabanillas es muy amplio, con nuevas construcciones que han sabido respetar en muchos casos la tradición de la arquitectura rural campiñera. Se ven interesantes ejemplos de ella en la plaza mayor, y calles adyacentes, con algunos edificios de fábricas de ladrillo y piedra sillar. El monumento más singular es la iglesia parroquial, dedicada a la Cátedra de San Pedro. Como un pequeño Vaticano de la Campiña, este edificio construido en el siglo XVI, tiene algunos detalles al exterior de piedra bien tallada, aunque domina la fábrica de ladrillo aparejado con sillar y sillarejo de cantos rodados. La torre, en el ángulo noroeste del templo, es un bellísimo ejemplar de la arquitectura campiñera. La puerta de ingreso, en el muro de poniente, presenta sencillas molduras, arco semicircular y un par de medallones en las enjutas, con toscas representaciones talladas de San Pedro y San Pablo. El interior, de tres naves, es amplio y luminoso. Gracias a las investigaciones de Mejía Asensio se sabe que los arquitectos constructores y directores de tamaña fábrica fueron, ya en los últimos años del siglo XVI, Hernando del Pozo (vecino de Uceda a la sazón) y Pedro de los Ríos (de Toledo). Junto a estas líneas ponemos una vista actual de la iglesia parroquial de Cabanillas, en una perspectiva completa que, para los entendidos en imagen fotográfica, les resultará espectacular y comprenderán enseguida que solo ha sido posible realizarla así gracias a determinadas técnicas de control digital e informático de la imagen.
En las afueras del pueblo podemos acercarnos a admirar la ermita de la Virgen de la Soledad, bien conservada, a la que el pueblo entero cuida y hace objeto de muy especial devoción.
En el término de Cabanillas quedan los restos, mínimos, de otras entidades históricas que merecen ser, al menos aquí recordadas. Se trata, por una parte, del pequeño lugar de Benalaque, cercano al Henares, y a la orilla del antiquísimo camino real de Alcalá a Guadalajara. Hoy está al final del Polígono Industrial del pueblo. Perteneció dicho lugar a don Pedro Hurtado de Mendoza, hijo del primer marqués de Santillana, y Adelantado de Cazorla, quien fundó en él un convento de frailes dominicos en 1502, que más tarde, a mediado de siglo XVI, se trasladará a la ciudad de Guadalajara, dejando el lugar despoblado, progresivamente derruido. En la actualidad, sobre el asiento antiguo de Benalaque, la orden de Santo Domingo levantó una casa conventual y una imprenta, revitalizando vieja tradición, que finalmente se ha dedicado a Centro de Educación de inválidos y discapacitados.
Otro lugar del término es Valbueno, la finca (que así la conocen muchos) del Sr. Borrás. Ya fallecido, sus herederos la mantienen perfectamente. Es este el asiento de un antiguo pueblo, que ya en las Relaciones Topográficas de Felipe II tuvo cabida (según se va a demostrar en las ampliaciones a las mismas que actualmente realiza el profesor don Antonio Ortiz García) y de cuya aparatosidad aún permanecen los restos, bien conservados, de la iglesia-hospital, y del gran palacio de los señores del lugar, los Iribarri o marqueses de Valbueno. Todavía en el siglo XIX estaba ocupado el lugar, y tenía funciones de villa, con Ayuntamiento propio, según dice Madoz en su diccionario. Tenía 33 casas, el edificio consistorial, una escuela de instrucción primaria, y una iglesia parroquial. El señorío correspondía desde siglos atrás a los Iribarri. Hoy está cerrado por una valla el acceso a este lugar, pues es finca particular, como he dicho.
Fiestas de Cabanillas
Posee Cabanillas del Campo un rico y variado folklore, perdido paulatinamente. En una temporada que viví en Cabanillas, me contaron al detalle las fiestas que allí se celebraban. Son estas, pues, noticias recogidas de primera mano, y aquí las pongo por lo que puedan servir de curiosidad y utilidad informativa. Así, por ejemplo, aún los viejos recuerdan la típica tradición de las botargas, que consistían en que, por las fiestas de principios de febrero, algunos jóvenes del pueblo se disfrazaban, con caretas y trajes de colores brillantes, llevando una sonora campanilla, que al oírla hacía a todo el pueblo cerrar sus casas y resguardar los embutidos, pues la misión de estos botargas era entrar por todas partes y recoger chorizos y jamones, así como proporcionar buenos sustos al vecindario.
Las fiestas mayores son el 4 y 5 de mayo, en honor del Cristo de la Expiración: actos religiosos, bailes, cohetes y fútbol. Las más tradicionales son las fiestas del patrón, a principios de febrero. El día 3 es San Blas; el 4, San Blasillo; y el 5 Santa Agueda, que era considerada la fiesta de los hombres casados, que ese día hacían cabezas y mandaban en el pueblo llevando grandes pañuelos en los que iban recogiendo cosas de comer para por la tarde darse una gran merienda. A partir de estos días de febrero, en especial desde el Carnaval, los quintos o jóvenes que ese año debían comenzar su servicio militar celebraban también sonadas fiestas, disfrazándose y organizando de continuo jolgorios y comilonas. También las fiestas de los Mayos se celebraban en Cabanillas con el animado ritual de otros lugares, participando en ellos todos los chicos y chicas. Se recitaban canciones versificadas alusivas, se hacía la ronda por el pueblo, y cada mozo plantaba un arbolillo delante de la casa de la moza que había elegido, la cual, si no le gustaba el mozo, salía al día siguiente con el delantal puesto al revés.
Muy animada era también la fiesta del Domingo de Ramos, en la que se iba en procesión hasta la Ermita de la Soledad, cantando una Salve, y allí el más viejo de la localidad, o el que llevaba la cruz parroquial, daba la esperada voz de «a por los pasteles», con lo que todos los chicos y jóvenes salían corriendo en dirección al pueblo, para comerse cada cual su pastel típico. En la Semana Santa siguiente, había procesiones por el pueblo, y cerca de la ermita dicha se mostraban tres grandes cruces forradas de algodón y empapadas de gasolina, significando el Gólgota.
Entre las más queridas tradiciones gastronómicas de Cabanillas, están el «Pastel del Domingo de Ramos», que era el que comían los chicos del pueblo desde la ermita de la Soledad: se trataba de un bollo normal, con harina y azúcar, pero rellenos con las sustancias más nutritivas y sabrosas: chorizo, jamón, tocino, salchichas y huevos. Luego se adornaba por fuera con trozos de huevo picado; «palomitas» de maíz y todavía se pintaba sobre el pastel la inicial del nombre del dueño o autor de la golosina. También en las fiestas de San Blas se fabricaba la rica rosca del santo, con masa a base de harina, huevo, leche, anís, dándole forma redonda con picotazos en el borde. La ronda de los casados, el día de Santa Agueda, iba por las casas recogiendo las «roscas» que luego se merendaban con chorizo y carnes.
Y este ha sido, en fin, el repaso actualizado y evocador de esa villa que ronda ya los 5.000 habitantes y está alcanzando el tercer puesto en población de todos los núcleos de la provincia de Guadalajara. Un lugar al que, aunque sea un par de horas, merece acercarse y pasearlo. Viendo y sabiendo lo que hay por sus calles, marcando sus horizontes, sonando en el corazón.