El misterio de la Cueva de los Hermanicos

viernes, 5 octubre 2001 0 Por Herrera Casado

 

Fueron buenos los días del verano para descubrir nuevos espacios, remotos espacios en la Alcarria. Hacía mucho tiempo que tenía pensado buscar y visitar la «Cueva de los Hermanicos» en término de Peñalver. Buenos amigos como Doroteo Mínguez me animaron siempre a ir, a descubrir aquel lugar, santuario de la elucubración y la fantasía más desatada. Y al final me animé, acompañado de otro buen conocedor de los lugares más profundos e inquietantes de la Alcarria, el profesor García de Paz, que desde Tendilla imparte su amistad y entusiasmo.

Si uno empieza diciendo que en medio del monte, en un lugar realmente recóndito y complicado de acceder, existe un monasterio antiguo excavado completamente en la roca, a la mayoría podrá parecer una elucubración y una fantasía desatada. Si se toma la propuesta en un sentido muy concreto, es evidentemente una exageración. Pero analizando lo que se ve, y sacando conclusiones de lo que se ha encontrado allí, y de la historia de los lugares del entorno, no se exagera un ápice. Es la realidad estricta.

Una cueva en medio del monte

Para llegar a la «Cueva de los Hermanicos» conviene partir de Peñalver, en cuyo término se encuentra, en el barranco que llaman de los Cubos. A media ladera del poco profundo valle, entre carrascas y pedregales calizos, en una zona muy pendiente a la que cuesta llegar trepando, se encuentra la boca de la cueva, tallada evidentemente por mano humana, pues tiene los bordes nítidamente escuadrados. Antes, en el fondo del valle, hemos visto el profundo arroyo, que en pleno agosto lleva agua abundante, y las ruinas de un antiguo edificio, que pudo ser molino, o quizás casa monasterial, con una cueva añadida de socavamiento del agua. Es seguro que aquel edificio hoy ruinoso estuvo relacionado con la cueva.

Arriba, sobre la ladera de la montaña, se encuentra un espacio arrellanado escoltado de un murete de sillarejo, y en él se abre la boca de la caverna, por la que puede accederse a pie sin mayor problema. Enseguida nos encontramos con el derrumbe de la techumbre de la primera estancia, lo que podríamos llamar «el portal» del monasterio. Y ahí empiezan ya todos los problemas. Porque se hace difícil penetrar en el resto del recinto, debido a ese derrumbe, que estrecha el paso hacia las estancias que se abren a derecha e izquierda.

Al fondo de ese portal, hay una primera sala, cubierta de una bóveda de media naranja, de la que se contemplan todavía molduras de yeso, pintadas. Esa sala está también colmatada de derrumbes. Por un pasillo a la derecha, y ya trepando sobre grandes piedras caídas, se accede a lo que debió ser la capilla o mini-templo del monasterio. En él se ve todavía el altar, en cuyo frente se adivina el símbolo de la Orden de San Francisco, y los techos cubiertos de «piedras crespas», similares a las que se ven decorando las cuevas artificiales y las fuentes de rocalla de los jardines manieristas.

Por un pasillo también con derrumbes se puede acceder a la zona izquierda del monasterio, en la que se abren grandes salas, rodeadas de otras pequeñas como celdas. En la parte más honda del covacho, se puede discurrir a pie, sin tener que agachar la cabeza ni arrastrarse sobre el suelo, como ocurre precisamente en la entrada. Ni qué decir tiene que toda esta visita ha de hacerse con luz artificial, con linternas o lámparas de espeleología, pues la oscuridad en la profundidad del recinto es total. Un lugar, en definitiva, que impresiona, si no por la belleza, sí por la amplitud y sobre todo por lo que sugiere de historia y misterio encerrado en él.

No cabe hacer demasiadas elucubraciones sobre lo que en esencia fue aquella «Cueva de los Hermanicos» de Peñalver: un lugar de recogimiento eremítico de los frailes franciscanos de La Salceda. Eso es seguro, porque ya en los documentos y libros que hablan de aquel gran monasterio, hoy también en ruina y abandono total, entre Tendilla y Peñalver, se habla de estas cuevas como de las originales en las que fray Pedro de Villacreces y sus compañeros reformadores iniciaron su vida de recogimiento y eremitismo en el siglo XIV. Tanto en el «barranco del Infierno» de Tendilla, como en este de los Hermanicos de Peñalver, que está relativamente cerca del otro, se recogieron en cuevas y cabañas los franciscanos reformistas del siglo XIV. Después, con los siglos, se construyó el gran convento de La Salceda o de Monte Celia, en el que vivieron gentes de fama tal que San Diego de Alcalá, el Cardenal Cisneros, el arzobispo Pedro González de Mendoza, etc. Hay leyendas, de las que corren de boca en boca de las gentes alcarreñas, que dicen que aquí vivían los frailes castigados, o que aquí guardaban sus tesoros, o que en una época del siglo XV quedó abandonado el inicial lugar de La Salceda y se refugiaron aquí los frailes, o que algunos de ellos, durante siglos, escogían venirse aquí como penitencia, en Cuaresma, imitando el retiro en el desierto de Cristo.

Cuando hace unos 30 años, el cura de Peñalver don Cecilio, animó a los jóvenes de entonces a dedicar los días de las vacaciones a limpiar y mantener esta cueva, se encontraron cosas curiosas, como por ejemplo el pavimento de la entrada, de la iglesia y de las salas anteriores: estaba formado por cantos rodados de colores, formando decoración geométrica. Se encontraron también piedras muy bien labradas, un pie de una estatua, un molde de escayola con la inscripción «Xto. de Ribas» y fragmentos de vidrio que compuestos ofrecían la forma de una botella muy fina y elegante. Se encontraron restos de telas, de cinturones, y la evidencia de que existió un horno (quizás para hacer pan). En pocos años, menos de treinta, todo ha vuelto a derrumbarse, y hoy, como digo, es prácticamente imposible visitar al completo el lugar. En nuestra visita de este verano, hemos desarrollado un plano que adjuntamos con estas líneas, y que creemos es el completo, más amplio del que hace un par de años publicó Muñoz Jiménez en los «Cuadernos de Etnología e Guadalajara» cuando habló de los eremitorios rurales de la Alcarria, considerando uno de ellos a esta «Cueva de los Hermanicos».

Un lugar de oración y fábula

A cualquiera que le guste descubrir las curiosidades de la Alcarria, le vendrá bien acercarse a esta «Cueva de los Hermanicos» de Peñalver. Va a descubrir cómo en medio del campo, en el lugar más recóndito aparece la huella de la vida intensa. Los hombres y mujeres de hoy somos urbanitas, no comprendemos nuestra actividad diaria fuera del asfalto y lejos de los automóviles. Aquí, la vida se adivina antigua y simple. Para llegar al lugar hay que trepar un monte, escurrirse unas cuantas veces sobre las piedras sueltas y agarrarse a las matas de tomillo o a los troncos de las carrascas. Esa era la forma de vivir, hace ahora muchos siglos, de gentes que sacralizaron el paisaje agrio y crearon el «desierto» bíblico en el monte de la Alcarria. Como decía Dervon J. Chitty, el eremitismo viene a ser la construcción de una nueva sociedad, de una ciudad de nuevo cuño, en medio de la nada, del desierto. En ese lugar remoto, extraño y silencioso, al que recomiendo ir con veneración y respeto, se palpan siglos densos de vida y ocupación. Una vida que, vista la que hoy discurre, parece interpretada por seres de otro planeta. Frailes franciscanos, eremitas que eran capaces de pasar su vida en el interior de oscuras y estrechas cuevas, orando, meditando, comiendo lo que la tierra producía al compás de las lluvias, leyendo lo que escribieron en lugares similares los patriarcas de la Sagrada Escritura, escribiendo ellos mismos sobre papeles que desaparecieron para siempre…