Rollos y picotas, símbolos de nuestra tierra

sábado, 3 marzo 2001 0 Por Herrera Casado

 

Al salir de viaje, de turismo descubridor y sorpresivo, por los caminos de Guadalajara, busca uno la esencia de la historia, la belleza del paisaje, la sorpresa del patrimonio. En los pueblos de Guadalajara es muy fácil conseguir esto: porque si no es una iglesia románica, será un retablo renacentista, un palacio barroco, o… una picota medieval y centenaria, que en el centro de una plaza o en el borde de algún camino nos saludará con su gris y durísimo escorzo, y nos invitará a saber algo más de ella, a preguntarnos para qué sirvieron esos monolitos de piedra que llevan en lo alto de su empinguruchada voz un grupo de leones, de monstruos o de hierros punzantes.

Un libro esclarecedor

De rollos y picotas por Guadalajara existen ya algunas publicaciones superinteresantes, explicativas y catalogadoras. No me resisto a recordar el importante artículo que hace casi 20 años publicó en la Revista “Wad-al-hayara” José María Ferrer González, en el que hacía por primera vez catálogo de todas ellas. El pasado año fue Felipe Olivier y López-Merlo quien publicó su “Rollos y Picotas de Guadalajara”, un precioso librito en el que catalogaba y explicaba también todos los rollos que se alzan aún en plazas y cruces de nuestra provincia.

Pues bien, es ahora la Editorial Rayuela, de Sigüenza, la que nos sorprende con un volumen impresionante, magnífico, sobre este mismo tema. Visto desde otra dimensión, más histórica y literaria, pero no menos apasionante. El autor es un jurista que sobresale de su actividad especialmente por su buen decir y su preparación histórica: Mariano Martín Rosado escribe su obra que titula “Rollos y Tierras (aproximación a la dimensión histórica de los Rollos de justicia en España)” y la deja ahí puesta, como piedra angular en este tipo de estudios, de los que sobresalen antes que él los ya muy antiguos de Constancia Bernaldo de Quirós, con su “Figuras delincuentes: La Picota”, y el Conde de Cedillo con su “Catálogo monumental de la provincia de Toledo” en el que a principios de siglo analizaba las que había en esta zona de Castilla.

En este libro de Martín Rosado se ofrece un estudio amplio y pormenorizado de la esencia histórica de los rollos. Se trae con abundancia de citas la razón literaria de su existencia en el medievo y Renacimiento, y se describe con minuciosidad el proceso de su construcción, de su uso, de su presencia siempre vigilante de gentes y corazones. Después se dedican otro par de capítulos a relatar la peripecia histórica de su condena y arrumbamiento, por las leyes liberales de comienzos del siglo XIX, que consiguieron destruir muchos de estos monumentos, en aras del buen nombre del naciente Nuevo Régimen, pero que en muchos sitios, afortunadamente, no llegaron a tirarse y ahí están hoy, luciendo su palabra de mérito ancestral.

La declaración solemne de monumentos de interés histórico a todas las que quedan (no más de 200 en toda España) ha supuesto un respiro para este fragmento de nuestro patrimonio. El libro –y aquí acabo con su comentario- de Martín Rosado ofrece al lector un sinnúmero de imágenes fotográficas, a todo color, de los mejores rollos que hoy pueden visitarse en España. Un libro precioso, en suma, que recomiendo a los curiosos y amantes del patrimonio artístico leerse y disfrutar con él.

Rollos de Guadalajara

En nuestra provincia existen 40 rollos o picotas en pie. Si no alguna más que se me escapa de las cuentas que echo. Es el conjunto más importante de toda España, de toda la Hispanidad (porque a América llevaron este símbolo los españoles). Un patrimonio monumental de interés subido, al que desde hace años he dedicado voz y ánimo por defender, y que poco a poco va cuajando en la conciencia de las gentes que los tienen a la puerta de casa, y que muchas veces vieron en ellos un magnífico poste en el que clavar los casquillos de las bombillas que servían para iluminar la plaza del pueblo. Aún hay lugares donde ahora se les ha puesto no una bombilla, sino una palmera de brillantes puntos de luz de néon.

Aquella picota, (que para Martín Rosado figura entre las mejores de España), de Fuentenovilla y que siempre me pareció un brillante y expresivo monumento de escultura perfecta, de solemnidad sin límites, puede servir de inicio para que muchos “turistas provinciales” se lancen a coleccionar en la mente, o en esa máquina nueva de fotografías que trajeron los Reyes, las otras que se distribuyen por los pueblos de la Alcarria (en su mayor parte están las picotas en esta comarca, aunque también las hay por sierras, campiña y señorío).

No hace muchos días estuve por Palazuelos, y me sorprendió que la de este pueblo, la picota que durante siglos sirvió de imagen de la autoridad mendocina, y luego se tiró decenios rota en pedazos por el suelo de la plaza, ha sido restaurada y promovida a la posición erecta. Es ahora una piedra gesticulante y parlanchina, un rollo solemne que a pesar de su adustez habla. ¿Milagro? No, simplemente que cuatro piedras de tipo cilíndrico, puestas una sobre otra, con la pátina de los siglos encima de su piel lustrosa, son capaces de contar una historia (a quien quiera oírla, eso sí) y hasta entrar en detalles. Eso es lo que hace el tolmo sibilino de la plaza de Palazuelos. Que añade, y en la foto adjunta puede verse, el terrible cepo de hierro en el que se supone que algún cuello entró, y no precisamente a mirar el paisaje. De sus altos gallardetes de piedra seguro que algún infeliz se entretuvo en santiguar con los pies a la multitud expectante y agradecida de que la autoridad eclesiástica, tras el contundente sermoncillo de escalera, le aireara las axilas y esperara a ver cómo se desprende el alma del cuerpo en un ejercicio de teología práctica que solo en estos cursillos de justicia rigurosa puede verse.

Y así un montón. O sea: que en Lupiana, en su plaza mayor, puede verse otra picota magnífica. En El Pozo para qué hablar, si hasta la han puesto en su escudo heráldico. Lo mismo que han hecho en Algora, y con el mismo orgullo que en Moratilla de los Meleros enseñan su picota, puesta en el camino de Fuentelencina, y en la que muy borrosos aún se ven los cuatro vientos de la tierra de Alcarria tallados en su basamenta. Los de Peñalver señalan con el dedo el escudo del obispo gallego que mandó levantarla, y Galve presumen de tener no una, sino dos picotas.

Es este un motivo más para viajar por Guadalajara. Para conocerla a fondo. Pero como siempre recomiendo: con conocimiento de causa. No basta echarse al monte (o a la carretera en este caso) a ver qué cae. Lo mejor es ir previamente informado, saber de qué van estos rigurosos elementos que nos encontramos en cada pueblo, en cada recodo del camino. Las picotas de nuestra plazas, monumento multiplicado por cuarenta, están explicadas, ¡y con qué perfección y elegancia! En este libro que recomiendo.