Blanca de Molina

viernes, 20 octubre 2000 0 Por Herrera Casado

En la sucesión de señores de Molina, titulares de la behetría que el fuero manriqueño creó a mediados del siglo XII, la quinta de la serie es doña Blanca Alfonso de Molina, la más querida y brillante en la memoria colectiva de estos nombres antañones y medievales. Para el viajero y nostálgico de la historia pretérita, en Molina surgen aquí y allá los recuerdos de esta señora, de la condesa doña Blanca, a cuya memoria vamos a dedicar las siguientes líneas, en breve repaso de su biografía y en escueta memoria de su obra.

Era hija doña Blanca de los cuartos señores de Molina: don Alfonso [de Molina] infante de Castilla (hijo a su vez de Alfonso IX y de Dª Berenguela), y doña Mafalda Manrique, hija del tercer señor don Gonzalo Pérez de Lara, matrimonio con el que se dio cima a la Concordia de Zafra. Casó Blanca con don Alfonso Fernández el Niño, hijo del rey Alfonso X y de una tal doña Aldonza o Landada. Al morir el padre de Blanca, en 1262, acceden al señorío el joven matrimonio. Pero de hecho, quien gobernó siempre la tierra molinesa, durante 30 años consecutivos, fue doña Blanca, pues su esposo se dedicó por entero a la milicia, con su padre el Rey, y anduvo aquí y allá siempre metido en batallas y estrategias, especialmente dirigidas contra las fronteras de Al-Andalus. Murió en 1281, después de una campaña contra Granada, y los molineses apenas le echaron de menos, porque casi nunca le vieron.

Doña Blanca siguió, con más interés si cabe, al quedar viuda, procurando su atención al señorío que gobernaba. Entre sus obras destacan los historiadores la apertura del comercio molinés hacia Aragón y Castilla; la construcción de la iglesia románica de Santa María de Pero Gómez (hoy del convento de Santa Clara), y la fundación en 1284 del monasterio e iglesia de San Francisco. Creó además la Orden Militar de los Ballesteros de San Julián, y amplió a un centenar el número de los miembros del Cabildo de Caballeros, que desde entonces pasó a denominarse de Caballeros de doña Blanca.

Quizás su prueba más difícil fue la guerra que infectó el territorio hacia el año 1283. El alzamiento y rebeldía de don Juan Núñez de Lara, señor de Albarracín, y algo pariente de doña Blanca, contra el reino de Aragón, supuso una guerra que se extendió a Molina porque el tal Núñez se refugió en el alcázar de doña Blanca. El poderoso ejército aragonés entró en el independiente señorío, sembrando la destrucción y la desolación en las aldeas. Doña Blanca reorganizó su ejército, hizo apellido con sus caballeros, ballesteros y gentes obligadas a batallar, y también penetraron en Aragón, causando daños. El conflicto vino a resolverse en una final batalla, que quedó en la memoria colectiva con el nombre de batalla de las Matanzas, y que aún se localiza el lugar donde se produjo entre los términos de Tordellego y Tordesilos. El choque producido entre los caballeros de doña Blanca, los ballesteros de San Julián y el ejército del Concejo de Molina, contra las huestes aragonesas de los concejos de Teruel, Daroca y los de Albarracín contrarios a su señor, acabó con la victoria del ejército molinés. Después de esta batalla, se firmaron las paces.

Y arreglado el conflicto, a Isabel, la hija de doña Blanca, la solicitaron en matrimonio un par de infantes de Aragón. La idea del rey aragonés Pedro III era la de anexionarse de este modo el Señorío. Sancho IV de Castillo, atento a la jugada, no se quedó quieto. Casado ya con doña María, hermana de doña Blanca, y estando con su corte en León, hizo viajar hasta allí a doña Blanca engañándola con la noticia de que su hermana se hallaba muy enferma. Al llegar nuestra dama a León, fue encarcelada, y allí forzada de la manera que podemos imaginarnos según procedía en todos sus actos Sancho IV apodado el Bravo. Ella se resistió, sufrió en el silencio de la lejanía porque sus súbditos y caballeros no estaban al corriente de lo que ocurría en Castilla, y finalmente tuvo que firmar con Sancho un pacto, en los salones del alcázar de Segovia, por el que doña Blanca desheredaba a su hija Isabel y nombraba su heredera en el señorío a su hermana María. A la hija impusieron boda precisamente con don Juan Núñez de Lara, señor de Albarracín, y así se casaron con gran pompa y circunstancia, aunque a los pocos meses, sin haber llegado a tener descendencia, murió la joven Isabel siendo enterrada en el panteón familiar del claustro del Monasterio de Santa María de Huerta.

En ese momento, doña Blanca, viuda desde diez años antes, sin hijas pues Mafalda murió niña e Isabel acababa de fallecer, quedó muy deprimida y como paralizada. Enfermó, y solo dos años después, viendo que la gravedad era suma y (según declara al inicio del postrero escrito) como quiera que sea doliente en los miembros del cuerpo, el mismo día de su muerte (el 10 de mayo de 1293) firma el Testamento que quizás estaba redactado desde bastante antes, y que es una pieza importante y curiosísima de la historia molinesa que a continuación glosaré. La esencia del testamento es que deja el señorío de Molina al rey Sancho IV de Castilla, como la había obligado este a firmar algún tiempo antes, con amenaza y en prisión. Menos mal que el rey tuvo al final un detalle, y también ese mismo día, extendió otro solemne documento sobre bello pergamino miniado, en el que hacía donación por juro de heredat, en toda su vida del señorío de Molina a su esposa doña María, hermana de doña Blanca, de tal manera que el Señorío continuó teniendo señora de la familia de los Lara, y manteniendo su convivencia foral y sus instituciones vivas. Así siguió hasta 1321 en que murió doña María de Molina, siendo entonces su nieto, Alfonso XI, ya como rey de Castilla, quien lo heredó añadiendo a la corona el título de Señor de Molina que ha seguido siendo, hasta hoy mismo, uno de los títulos del Rey de España.

El Testamento de doña Blanca es un documento por demás curioso, de cuya redacción detallada haré gracia a mis lectores, pero no quiero dejar pasar la ocasión de comentar algunas curiosas que de él se coligen. Lo redactó doña Blanca ante el notario público de Molina, Lope García, y en él pedía, después de las clásicas invocaciones de piedad y fe hacia Dios, la Santísima Trinidad y la Virgen María, que su cuerpo fuera enterrado en la iglesia de su monasterio de San Francisco de Molina, ante el altar de Santa Isabel, trasladando desde allí a la nave principal el de su hija fallecida años antes. Nombra en ese momento a todos sus capellanes, propios, los que están al servicio personal de la señora, y que son Garci López, Miguel Gómez, Pedro Sanz, Miguel López, Pedro Díaz. y Juan Pérez. Y dispone que el monasterio franciscano, ya creado y ampliamente dotado por ella años antes, sea siempre ocupado por frailes de clausura, y si así no fuera, que pasase al Cabildo de clérigos de la villa.

Vienen luego en este testamento las famosas donaciones que hace doña Blanca de algunas de las aldeas de su territorio, a personas de su corte y confianza. Por mencionar algunas, (aunque la lista sea fatigosa pero siempre reveladora de un dato que al final expresaré), dejó Ocentejo y Valtablado a doña Marquesa; Gageluesa y Valdexope (?) a Mari González; Megina a Teresa González; Prados Redondos a Gonzalo Martínez; Embid a Sancho López; Alustante a Fernán López; Setiles, el Pobo y las Ferrerías de Sierra Menera a Fernán Sánchez; Orea a Fernán Sáez; Checa a Ucenda Pesxer; Alcoroches a Lope García; la Casa del Seto en Palacios a su escribano Pascual López; los molinos viejos bajo la puente morisca a su capellán Martín López; Cillas a Pedro Hernández; Terzaga a Juan Fernández y Castellar a Lorenzo Sáez. Y luego añade, en una larga lista, diversas cantidades en maravedises, -cantidades importantes siempre- a muchas personas, tanto varones como hembras, de apellidos castellanos limpios, repetidos, lo cual no deja de sorprender, y nos permite colegir que esas diversas personas que en total son mencionadas y heredadas en el Testamento de doña Blanca de Molina, pertenecían como servidores a su casa, pues en unos se dice su profesión, -escribano, capellán, mayordomo- pero en otros no se dice nada: eran posiblemente las cocineras, los criados y criadas, algunos caballeros… ninguno de ellos de linaje, sino gente del pueblo, molineses de base, raíz pura.

No es de extrañar que ese gesto fuera una evidencia más de la dedicación a su pueblo que doña Blanca tuvo, del cariño que ese pueblo le demostró siempre, y de que la tradición, guardada por más de siete siglos entre las gentes de Molina, siga diciendo que a doña Blanca se le alzan todas las miradas y todas las admiraciones de quien sabe, o quiere saber, de la historia rotunda de esta tierra de Molina.