Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

junio, 2000:

Hita cabeza de festival

Como una hidra parda cubierta de multicolores cabellos. Así parece estar Hita en el preparativo de su Festival Medieval. Mañana sábado 1 de julio tendrá lugar, un año más, este Festival al que merece la pena. Hará calor, será blanco el horizon­te, de tanta luz, pero habrá color en las cuestas, sonido en los rincones, aromas de carne guisada por los muros y al atardecer desfiles… Llegar al Festival Medieval de Hita en tarde veraniega es regresar a un «mundo antiguo», a un espacio en el que se afanan conjuntamente la geografía y la literatura, el teatro y la música, ofreciendo en un solo cuerpo tanta variedad de alientos vitales. Durante casi 40 años, sin interrupción, ha sido así: el espíritu del Arcipreste de Hita, que está hecho de jirones de barro, de notas de pífano, de luchas de caballeros en la cuesta violenta, se ha instalado, al menos una tarde, en el cerro. Este año, además, volverá a ser el Teatro el protago­nista esencial La obra «Lucha de Don Camal y doña Endrina» que don Manuel Criado de Val escribiera para la primera andanza, esta vez se repetirá, como se repetirán los aplausos que se le tributen, en un nuevo homenaje, repetido y siempre merecido, a su querida y descomunal figura de trabajador de la cultura alcarreña.

El programa del Festival

Ha sido anunciado un nuevo y apetitoso Festival Medieval dé Hita. A la tarde, cuando aún arrecie el calor, empezarán las luchas de caballeros en el palenque. Después de visitar bodegas y bodegos, que tienen distinta profundidad, y de mirar el alarde de los caballeros en la Plaza del Arcipreste, a las 7 empezarán los Torneos. Con caballos los valientes justadores harán juegos de bohordos, de estafermos, sortijas y cañas, Finalizará la lucha con un Combate, clásico y eterno en el corazón de los cristianos, entre «Don Carnal» y «Doña Cuaresma».

A las ocho y media de la tarde, y por el grupo de calles céntricas de la villa, discurrirán las botargas serranas: los multicolores trajes de Beleña, de Montarrón, de Retiendas, de Peñalver… músicos de tradición castellana, (flautas y tamboriles repicando por la cuesta) y malabaristas en equilibrio. Se va a instalar este año un mercadillo en la plaza de doña Endrina, y se venderán meriendas en las minas de San Pedro.

El plato fuerte este año es el teatro. Como casi siempre, pero este año tiene la cierta supremacía porque se pondrá en escena, en esa escena prodigiosa que es la Plaza Mayor de Hita durante la noche, una obra clásica que escribió también un clásico (en vida) y que es la “Doña Endrina” de Manuel Criado de Val, una versión escénica del «Libro de Buen Amor» del arcipreste. La música novedosa siempre de Gregorio Paniagua, que la mayor parte de las veces improvisa sobre el escenario, y la dirección escénica de José Luís Matienzo, hará que este año sea el teatro lo más llamativo del Festival.

Más tarde, ya entrando en la madrugada, una “Fiesta del fuego” hará de prólogo al nuevo discurrir de los dulzaineros por las cuestas de la villa, y empezando la cena en las ruinas de San Pedro, a la que todos los asistentes habrán de ir vestidos a la medieval usanza. Un concierto, mientras tanto, es ese mismo lugar amenizará la cena y pondrá el broche sonoro y dorado a esta jornada, que sin duda servirá para acreditar el Premio al Turismo Regional que este año ha ganado la villa de Hita, y que la pone en primera línea de una carrera, ya emprendida, por recuperar vitalidad nuestros pueblos en el camino del turismo: un poso de realismo en sus paisajes y patrimonio, y un mucho de imaginación y ganas es lo que, bien aderezado con perseverancia e inteligencia pondrá a cada cual en su sitio. Hita, desde luego, está en ese camino sin discusión alguna.

Constantes culturales en la Alcarria

Esta ocasión del Festival Medieval de Hita me da pie para reflexionar, aunque sea brevemente, sobre lo que podría denominarse «constantes culturales» de la Alcarria, o, en atinada definición de Chueca Goitia al respecto de la arquitectura española, los «invariantes castizos» de la misma. La Alcarria tiene una raíz que hunde su avidez en tierras muy diversas: tierras moras y cristianas especialmente, como lugares que ya se manifiestan con un ropaje cultural amplio. Porque lo anterior celtibérico, romano, visigodo, es meramente nominal, pero aquello que ha dejado huello, no puede por menos de aflorar en algún momento.

Y esto es lo que en Hita especialmente se recoge: en la panorámica de su cerro, en el detalle de sus calles y monumentos, en la historia de la villa, (que tan maravillosamente escribió Criado de Val) y en la expresión de su gente. Latiente está siempre, al fondo, el brillante verso de Juan Ruiz, el Arcipreste, que une en su momento, ‑el siglo XIV‑ la tradición mora, la pujanza judía, el poderío cristiano: es un espacio físico‑temporal plenamente mozárabe pero innegablemente mudéjar. Si en algún sitio se funden las tres religiones, quizás con tanta o más fuerza que en Toledo, es aquí en Hita.

Esa expresión de tolerancia y enriquecimiento mutuo se pone de manifiesto en muchos otros lugares de Guadalajara y de Castilla: algunos elementos de la catedral de Sigüenza así lo demuestra; la perdida arquitectura mudéjar de la ciudad de Guadalajara. Tradiciones gastronómicas (corderos, breves y dulces), cantares de mayos pífanos y flautas… de ahí es de donde tiene que brotar la oferta y el vitalismo, en esta tierra que quiere recobrar su camino, enderezarlo hacia el norte, revitalizar sus movimientos y maneras…

En fin: nos dejaremos de disquisiciones, que ya se me están antojando muy teóricas, e, iremos al grano. A anunciar que mañana sábado en Hita se celebra de nuevo el Festival Medieval, y que si cualquier día de fiesta es bueno para ir hasta esa villa emblemática y espectacular tan cerca de nosotros, mañana será casi obligado acercarse y participar en su fiesta, en su música, en su color desorbitado.

Torija desvelada

El pasado sábado 17 de junio, la villa de Torija se hizo un poco más mayor, un poco más alta, un poco más sabia. Creció, en definitiva, y lo hizo gracias a la aparición y puesta en escena de un libro que revela entera su historia, su biografía, su figura y su gracia. Un libro que se titula simplemente «Historia de Torija», y que ha sido escrito por don Andrés Pérez Arribas, que no es, ni mucho menos, un recién llegado en esto de la historia y los análisis de los viejos tiempos, de las raíces alcarreñas, sino un consumado escritor, analista e investigador de los viejos legajos, que ha tomado con entusiasmo la tarea de investigar y escribir la historia de esta villa torijana, hoy «de moda» por múltiples razones, y no es la menor la que supone lo atractivo de su patrimonio monumental, y la alegre y dispuesta asamblea de sus gentes.

Un libro atractivo

La «Historia de Torija» de Pérez Arribas es un libro que, al primer golpe de vista, tiene las características de lo atractivo. Porque está lleno de golpes visuales, de fotografías impresas a todo color, o en el tono ajado de las viejas cartulinas que reflejan la infancia de los abuelos, tan vivas y latientes como si hubieran sido tomadas ayer mismo.

Además de esa vistosidad, y a nada que el lector se enfrente a él, lo acaricie y le abra las páginas para ir mirando y sabiendo de su interior, se dará cuenta que no le falta de nada. Porque está su historia, su patrimonio al detalle, sus personajes relevantes, los documentos de que se nutre, las últimas noticias y un toque de vida rural que le da el tamaño definitivo de su valor.

En el capítulo inicial de la historia, don Andrés nos habla del significado de su nombre, de la inicial importancia de su estratégica posición sobre el valle y el camino real, y nos trae a la vista las impresiones que reflejaron tras su paso por Torija algunos viajeros de importancia, como Enrique Cock, Cosme de Médicis y el propio Camilo José Cela, que en sus «andanzas alcarreñas» tuvo siempre a Torija como refugio seguro y querido.

Largo y detallado, erudito incluso, es el capítulo dedicado al Señorío de Torija. Una villa que se mantuvo, tras su dominio por los templarios y los reyes de Castilla, en poder de unas cuantas familias españolas, especialmente las de los Orozco y los Mendoza, esencia estos últimos de la alcarreñía militante. De algunos de ellos, y muy especialmente de don Iñigo López, el primer marqués de Santillana, nos da el autor cumplidísima noticia. A mí, de todos ellos, el que más admiración me despierta es precisamente este, el autor de las «Serranillas» y conductor de la primera política maquiavélica de Castilla. Pero la que más compasión me suscita es doña María Fernández Coronel, que fue señora al menos nominal de Torija, en el siglo XIV, y a la que la crueldad de Pedro I privó del consuelo de su marido, don Juan de la Cerda, y llenó de dolor su vida, hasta culminar, poco antes de hacerse monja y fundar el convento de Santa Clara de Guadalajara, lacerándose el cuerpo y quemándose la cara, para no permitir que la incansable lascivia del Rey Cruel la mancillase.

Los Templarios en Torija

Aunque es tema que flota sobre las aguas inciertas de la leyenda, la cuestión de la presencia de los templarios en Torija le ha permitido a Pérez Arribas indagar a fondo en la historia y curiosidades de esta Orden religioso-militar de la Edad Media. Basado en ese documento vivo que es la tradición popular, pone en su libro el lugar del convento, el del templo, y los muros que aún se mantienen en pie de aquellas presencias antañonas. Además, y esto es lo más interesante del capítulo, se anota con meticulosidad la gloria y la decadencia de este grupo misterioso, el de los templarios, que cabalgaban de dos en cada caballo, por demostrar así su pobreza militante.

El «Paso Honroso» de Torija en tiempos de Carlos V (tiempos de torneos y celebraciones coloristas), los judíos en Torija, las verídicas expresiones del Catastro del Marqués de la Ensenada, y la crónica del famoso asedio del castillo y la villa, tomados por mosén Juan de Puelles al frente de las tropas navarras, y recuperados tras cruenta batalla por el arzobispo Carrillo y el marqués de Santillana, en 1446, completan los anales que esta «Historia de Torija» nos ofrece.

Castillo, templo, picota, ermita…

El patrimonio artístico de Torija es inacabable, y Pérez Arribas lo analiza en esta obra con detalle milimétrico. No es para menos. Porque siguiendo sus líneas, mirando sus imágenes, llevando este libro entre las manos, podemos darnos cuenta de la grandeza de sus casas y sus cosas: la «barbacana» famosa, la iglesia solemne, con sus escudos valientes entre las arcadas del crucero, el retablo colorista, más los enterramientos de los vizcondes… y a ello le sigue el castillo, con su larga historia de batallas y vencimientos, y aún el rollo símbolo del villazgo, y finalmente «la picotilla» o cipo conmemorativo puesto por la Corona de los Carlos tercero y cuarto en el Real Camino a Zaragoza, cuyo texto don Andrés se ha entretenido en leer, apareciendo entre otras cosas que fue el arquitecto Miguel Mateo Fando quien lo construyera en 1790: ese hacedor de famosas torres alcarreñas (Escamilla, Arbeteta, el giraldo de Molina…) puso también la mano en esta villa.

Alonso Gamo, Sancha y don Bernardino

No se olvida el autor de esta «Historia de Torija» de mencionar a sus más ilustres hijos. Desde los hermanos Coronel, el uno fraile franciscano, agustino el otro, con cargos de importancia en el aparato del Santo Oficio de la Inquisición, a don Bernardino de Mendoza, ese genio de la diplomacia que sirvió de jefe del espionaje filipino en la Europa del siglo XVI, y a don Antonio de Sancha, el mejor editor de la Corte en los años de la Ilustración literaria, acabando con la más reciente, conocida de todos, figura de José María Alonso Gamo, poeta, historiador de la literatura y sobre todo gran persona.

La vida rural

Hay un capítulo final, amplio y entretenido, que le da a este libro el valor de la variedad y suscita el aplauso final. Y este es el que denomina el autor «Vida Rural» y en él refiere múltiples anécdotas relativas a las formas antiguas y genéricas del vivir en los pueblos, que pasan desde el valor de la sal en los tiempos medievales, a la descripción de los aperos de labranza y análisis final de una almazara.

Con esta carga de información, a ver quién es el valiente que se aburre si coge el libro de Andrés Pérez Arribas entre sus manos. Será una «Historia de Torija» por el pormenor de los detalles. Pero visto en una perspectiva amplia, generosa, viene a  ser esta obra un gran retablo de la Alcarria entera, una vívida imagen, con latido y color, de nuestra tierra, que tiene en la imagen enhiesta y retadora de su castillo, el mejor cartel propagandístico y la más certera prestancia de una historia densa.

Álvaro de Luna en Atienza

El contino del Rey ha alcanzado la cúspide de su poder. Ya es valido, ya es Condestable del Reino y Maestre de la Orden de Santiago. Apenas nada se opone a su incontestado poder. Ser contino de un Rey, en la Edad Media, era haberse educado junto al monarca, ambos todavía niños, y haber crecido juntos en la formación militar, en la formación de letras y humanidades, en los secretos de adolescencia… así de forma «continua» y regular, se alcanzaba la edad madura, plenos de confianza el uno en el otro. Un «alter ego» del Rey de Castilla Juan II fue don Álvaro de Luna, un personaje lleno de brillos y con más de una sombra, que acaba de historiar, en un fabuloso libro que refiere su biografía de forma novelada y siempre clara y cierta, José Serrano Belinchón. Lo titula «El Condestable (de la vida, prisión y muerte de don Álvaro de Luna)» y a través de sus más de 200 páginas, en breves capítulos que centran todos y cada uno de los episodios de su vida y final muerte, va ofreciendo la peripecia vital de este individuo que nació en Cañete (Cuenca) y murió degollado en Valladolid, pero que discurrió por caminos, castillos y cortesanas reuniones en mil y un sitios de Castilla. La presentación del libro se hizo, como corresponde a la esencia de la obra, en un castillo: la tarde del 1 de junio, en Zorita de los Canes, en lo alto de la fortaleza calatrava por la que, al parecer, nunca apareció don Álvaro de Luna, aunque este se deslizara sin descanso por muy otras diversas alcazabas guerreras del reino.

De Álvaro de Luna hablaron poetas y cronistas. Estudiosos y académicos, leyendas y cuentos, fábulas y mitologías populares… siempre ha sido, desde hace más de cinco siglos, una referencia obligada al mentar la Edad Media, esa época de encuentros violentos y heroísmos hoy incomprensibles. De don Álvaro de Luna decía así Juan de Mena en su «Laberinto de Fortuna»:

«Éste caualga sobre la Fortuna
y doma su cuello con ásperas riendas;
aunque d`el tenga tan muchas de prendas,
ella non le osa tocar ninguna;
míralo, míralo, en plática alguna,
¿cómo, indiscreto, y tú no conosçes
al condestable Álvaro de Luna?.

Pero quizás sean los breves y hondos versos de Jorge Manrique en las «Coplas a la muerte de su padre» donde se estremece el lector ante la realidad cruda de su vida y muerte:

«Pues aquel gran Condestable
maestre que conosçimos
tan privado
no cumple que dél se fable,
sino sólo que lo vimos
degollado;
sus infinitos tesoros
sus villas y sus lugares
su mandar
¿qué le fueron sino lloros?,
¿qué fueron sino pesares
al dexar?»

En Atienza

Una de las situaciones más heroicas que protagonizó el Condestable don Álvaro de Luna se centra en Atienza. Allí hubo de demostrar ser auténtico capitán, valiente y aguerrido, estratega y dirigente de un ejército y de una nación entera. Cosas que a mediados del siglo XV se demostraban revestido de armadura, con un escudo en la mano y una espada en la otra, subido a caballo y plantando cara a un enemigo parapetado tras altas torres castilleras. Eso es lo que hizo don Álvaro en uno de los asaltos a la fortaleza atencina, y allí sufrió un golpe muy fuerte, en la sien, que no fue mortal porque llevaba puesta la celada de su casco con cimera. Así y todo, tuvieron que descabalgarle y llevarle al campamento para suturar y limpiar la herida.

Esta se la habían producido los vecinos defensores de Atienza, en un momento, cuando el verano de 1446, en que las tropas del rey Juan II habían cercado la fortísima villa castellana, en poder de los agentes del reino de Navarra, concretamente de don Rodrigo de Robledo. Tras la batalla de Olmedo, en la que gracias a la dirección técnica de Álvaro de Luna como general en jefe de las tropas reales, Castilla había obtenido una gran victoria sobre sus enemigos seculares (los nobles levantiscos, personificados especialmente en los «infantes de Navarra») solo quedaron dos villas con sus respectivos castillos en poder de las huestes navarras: Torija y Atienza. Contra el primero se dirigió el grueso del ejército real, lo más granado de los caballeros y militares de Castilla, en el verano de 1446. Toda la estación calurosa, seca y tórrida duró el cerco, en el que los habitantes y defensores de la enriscada población sufrieron el hambre y la sed de un acoso permanente. Hubo algunas peleas concretas, se incendiaron barrios, y se luchó en algunos momentos casa por casa. Traiciones, soflamas, fiestas y luchas de ballesteros con «dreas a pedradas» incluidas: todo ello fue lo que constituyó el cerco de Atienza, tras el cual quedó la villa por don Juan II, gracias a la dirección de Álvaro de Luna, que mientras vio cómo el arzobispo Carrillo y el noble alcarreño Iñigo López de Mendoza conquistaba a su vez, para el Rey castellano, el castillo y amurallada villa de Torija.

Una biografía apasionante

El libro que ha visto impreso recientemente nuestro compañero de página José Serrano Belinchón es un lúcido paseo por las crónicas antiguas, por los legajos de archivo, por las bibliografías más cuajadas. Lo hace con la sencillez de un periodista, con su claridad también, con su rotundidad. Nada queda oscuro, y más de una fecha es corregida, más de un acontecimiento bien dibujado, porque hasta ahora no se había acometido (salvo la ya antigua visión de César Silió) la tarea de biografiar por completo, y en exclusividad, a Álvaro de Luna.

Quienes gusten de los fastos, las luchas, los desfiles y las alianzas de la Edad Media castellana; aún más: quienes disfruten encontrando en la historia cierta la raíz de nuestra tierra en un castellanismo sin ambages, debe leer este libro de Serrano Belinchón, que le consagra como un escritor de raza. No sólo claro, contundente, seguro, sino entretenido y fácil. Un libro que no «se cae de las manos» sino que apasiona y mueve hasta llegar a su fin, la jornada del 2 de junio de 1453, en la que don Álvaro cae degollado en la plaza mayor de Valladolid, un fin terrible pero anunciado, en una época en la que se pasaba de la gloria a la muerte en cuestión de días. La Rueda de la Fortuna es en este caso evidente y móvil, y sus cuchillas dejaron el rastro de la sangre viva y siempre animosa de este caballero que es esencia del Medievo, espejo de sus hombres duros y avispados, escaparate de una época única y aún hoy atrayente.

Zorita, la alcazaba real y calatrava

El pasado jueves, 1 de junio, tuvo lugar en lo alto del castillo de Zorita, -que visto desde la orilla del Tajo, al que protege y controla- parece un barco desarbolado y poderoso, un acto curioso cuando menos, y que finalmente resultó entretenido y aleccionador. Porque un grupo (afortunadamente muy numeroso) de amigos y viajeros de la tierra alcarreña, nos reunimos bajo las bóvedas del templo románico de los caballeros calatravos a escuchar a los autores de sendos libros que allí quisieron ser presentados en sociedad.

Pocas veces, y más en los cómodos tiempos que corren, se animan varias docenas de personas a escalar las difíciles trochas pedregosas que acceden a la altura de una fortaleza castellana, en una tarde de amenazante tormenta, para escuchar las razones que un par de escritores quieren dar acerca de su intención y propósito al escribir sus libros. Eso hizo Serrano Belinchón, mi compañero de página, al hilo de la recentísima aparición de su obra sobre «El Condestable» don Álvaro de Luna, hombre de cortes y guerras, de castillares y revueltas. Y eso hice yo, con motivo de exponer, muy brevemente, las razones que me han llevado a escribir y publicar un libro titulado «Guía de Campo de los Castillos de Guadalajara» en el que ofrezco la posibilidad, a cuantos desean conocer de forma somera y cómoda, las historias y los perfiles del medio centenar de castillos medievales que aún quedan en pie por la provincia que nos acoge.

Zorita, el bastión calatravo

El sitio emociona, nada más llegar y plantar los pies ante la vieja puerta de acceso a la villa. Emociona aún desde lejos, al ver ese enorme castillo, con pintas de irse a caer de un momento a otro, sobre la orilla brillante del río Tajo. Y si alguien en esa postura, ante esa visión única, no se emociona, realmente ha perdido el don de la humanidad, la vena de la sensibilidad más sencilla, y no vale para andar viajando por la Alcarria. Debe retirarse a alguna ciudad llena de bares, cines y bancos.

Zorita fue un punto estratégico de primer orden en desde la época de los visigodos. Ellos pusieron su ciudad, amurallada y potente, un poco más abajo, en lo que hoy se conoce como Recópolis. Pero ya los árabes, tras arrasar esa ciudad, se situaron en la roca fuerte, en la tobiza roca que domina mayor espacio y brinda mejor seguridad. Árabes primero (rebeldes a la autoridad califal de Córdoba) y cristianos luego (el rey castellano Alfonso VII, su heredero el octavo Alfonso, los Castros y Laras, los maestres y caballeros de Calatrava, entre otros) dieron vida a esta fortaleza, que dominaba el río y, sobre todo, el puente que lo cruzaba, y que hacía de ambas orillas una sola ciudad, poderosa y conocida en toda Castilla como un lugar de prestigio, de fuerza militar, de riqueza económica, de tolerancia religiosa: el fuero de Zorita señalaba la posibilidad de existir los barrios de judíos, de mozárabes, de cristianos; imponía las cuotas a pagar en el pontazgo de su ancho puente, y daba razón de la altura de su fortaleza.

Subir hoy a Zorita

Es muy cómoda la subida y consiguiente visita a la alcazaba de Zorita de los Canes. Llegando desde Pastrana, Zorita muestra su plazal con restaurante incluido apoyado en el machón enorme del inconcluso puente sobre el Tajo, el que pensó hacerse en tiempos de Felipe II tras haber derrumbado el anterior una fuerte avenida del río. Con el coche se llega fácilmente, carretera adelante y junto al Tajo, hasta una curva empinada que permite aparcar en la base de los muros orientales. Desde ahí, por empinada pero cómoda senda, se arriba al castillo, al que se entra por dos puertas sucesivas, la llamada puerta del hierro, que ofrece primero un apuntado arco de origen cristiano, y después el aquillado de tipo árabe, con el hueco del terrible rastrillo férreo entre ambas.

Dentro ya, lo primero que se admira es el templo románico de los caballeros-monjes. En esa iglesia, de altas bóvedas de cañón, capiteles floreados, ábside semicircular cubierto de cúpula de cuarto de esfera, y cripta en el centro, mágica por su pequeñez y silencio, donde se veneró durante siglos a la Virgen del Soterraño, el viajero percibe mudo el sonar del Medievo. Detrás de ella, el patio de los caballeros, con sepulcros de maestres calatravos en los muros, el acceso por escaleras a la gran «sala del moro», el pasadizo quebrado y oscuro por el que se llega a la gran terraza donde la princesa de Éboli también miró el lento discurrir de las aguas hacia Toledo ¿las mismas que hoy bajan, preñadas de silencios, paridas por el dorado roquedal del Alto Tajo?

Luego se admira la sala preciosa y sorprendente, recién excavada, donde pudieron hacerse las armas y utensilios de metal que usaban los habitantes del castillo: una fragua excavada en la roca tobiza, es muestra fehaciente de lo que todavía queda por excavar y descubrir en este castillo de Zorita de los Canes, que está aún por descubrir en su esencia, por dejar boquiabiertos a los miles de viajeros que irán llegando ante su estampa.

Sorpresa y admiración

Para muchos que la pasada tarde del 1 de junio llegaron a Zorita por primera vez, y pudieron pasearse por la altura de su meseta habitable, la fortaleza del Tajo causó sensación de poder, de grandeza, de indómita pujanza. Eso me dio también a mí el primer día que la visité, hace ya, -para mi desgracia- muchos años. Pero la sorpresa que Zorita despierta en quien por vez primera la visita se convierte luego en admiración de por vida, en entusiasmo y propósito de volver una y mil veces más. A contemplar desde la altura los paisajes que la rodean. O a descubrir poco a poco, sin prisas, los mil y un detalles que encierra.

Por ejemplo, desde la iglesia que hace unos días sirvió de improvisado y aireado salón donde se presentaron nuestros libros de medievales ecos, se puede subir por estrecha escalera de caracol a lo alto de la torre que el templo tiene adosada, y que permite aún mejor perspectiva, sobre el Tajo, la Alcarria y el propio castillo.

En la escarpadura del valle del Bodujo se alza, orgullosa e imbatible, la torre albarrana, en la que aún se lee con nitidez la frase que recuerda al maestre calatravo Pero Díaz, y en pasmo unánime se ven los sistemas defensivos de la torre, por donde se podían lanzar flechas, aceites, perros, todo lo imaginable para defenderse de cualquier ataque inesperado.

Y en fin sus ángulos. Se mira por donde se mire, el castillo de Zorita corta y en sus perfiles domina el viento, las luces de amaneceres y ocasos, los olvidos. Alzado eternamente, joven y poderoso siempre, ahora se encuentra con que en el pueblo todos, desde su alcalde Dionisio Muñoz, concejales, niños y paseantes, le quieren y le protegen, y piden a quien se acerque hasta allí que diga a otros que Zorita existe, que esa maravilla de arquitectura e historia se alza en la Alcarria y merece ser visitada, recordada, dibujada en la memoria de quien tenga un mínimo de sensibilidad.