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febrero, 2000:

El Castillo de Jadraque

He andado estos días subiendo cerros por nuestra tierra, para ver una vez más, y aprender de su estable quietud algún nuevo secreto, los castillos de Guadalajara. De una forma obligada, pero feliz, he vuelto ante Jadraque, y y allí he recordado la frase que el pensador José Ortega y Gasset le dedicó en uno de sus viajes, que venía a decir que se trata del cerro más perfecto del mundo. Sea o no cierta esa afirmación, el caso es que el castillo jadraqueño, en el borde de la Alcarria y en el inicio de la Campiña del río Henares, ofrece un aspecto soberbio culminando con silueta humana la sencillez de un fragmento de hermoso paisaje.

La historia en el aire

Le llaman a este el castillo del Cid, porque en la tradición popular queda la idea de haber sido conquistado a los árabes, en lejano día del siglo xi, por Rodrigo Díaz de Vivar, el casi mitológico héroe castellano. La erudición oficial había descartado esta posibilidad por el hecho de que en El Cantar de Mío Cid aparece don Rodrigo y su mesnada, tras pasar temerosos junto a las torres de Atienza, conquistando Castejón sobre el Henares, y ostentando durante una breve temporada el poder sobre la villa y su fuerte castillo. Se había adjudicado este episodio al pueblecito de Castejón de Henares, de la provincia de Guadalajara, que, curiosamente, está junto al río Dulce, apartado del Henares, y sin restos evidentes de haber tenido castillo.

El poeta de la gesta cidiana se refería a una fortaleza de importancia, vigilante del valle del Henares, a la que llaman Castejón los castellanos, en honor de su aspecto, pero que para las crónicas árabes puede tener otro nombre. Era éste Xaradraq. Y fue concretamente el Jadraque actual el que conquistó el Cid en sus correrías por esta zona de la baja Castilla en los años finales del siglo xi. Teoría ésta que todavía se confirma con el hecho de haber sido denominado durante largos siglos, en documentos de diversos fines, Castejón de Abajo a Jadraque, que hoy tiene una ermita dedicada a la Virgen de Castejón, de la que es fama estuvo mucho tiempo venerada en lo alto del castillo.

Todo esto viene a cuento de confirmar para este castillo del Cid de Jadraque su origen cierto en la conquista del héroe burgalés. Antes, sin embargo, ya tenía historia. Por el valle del Henares ascendía la Vía Augusta que desde Mérida a Zaragoza conducía a los romanos. En la vega se han encontrado abundantes restos, en forma de cerámicas y monedas, de esta época romana.

En tiempos de la dominación árabe, Jadraque fue asiento de habitación importante, recibiendo de esta cultura su nombre, y poniendo en lo alto del estratégico cerro, vigilante de caminos y del paso por el valle, un fuerte castillo. Uno más de los que el califato primero, y luego el reino taifa de Toledo, puso para vigilar desde la orilla izquierda del Henares su marca media o frontera con el reino de Castilla. Jadraque, durante esta época de los siglos x y xi, formó como uno más en el conjunto de estratégicos puestos vigilantes o castillos defensivos que los árabes pusieron en la orilla izquierda del fronterizo río: Alcalá de Henares, Guadalajara, Hita, el mismo Castejón o Jadraque, Sigüenza, etc, formaron el Wad-al-Hayara o valle de las fortalezas que daría nombre a la actual ciudad de Guadalajara.

La reconquista definitiva de este castillo fue hecha por Alfonso vi, en el año 1085. Quedó en principio, en calidad de aldea, en la jurisdicción del común de Villa y Tierra de Atienza, usando su Fuero y sus pastos comunales. Tras largos pleitos de los vecinos, a comienzos del siglo xv consiguieron independizarse de los atencinos, y constituirse en Común independiente, con una demarcación de Tierra propia y un abultado número de aldeas sufragáneas.

Pero enseguida se vio que esa liberación de la tutela de Atienza iba a costar la entrada en un señorío particular. Fue en 1434 cuando el rey Juan ii hizo donación de Jadraque, de su castillo y de un amplio territorio en torno, a su parienta doña María de Castilla (nieta del rey Pedro i el Cruel), en ocasión de su boda con el cortesano castellano don Gómez Carrillo. El estado señorial así creado fue heredado por don Alfonso Carrillo de Acuña, quien en 1469 se lo entregó, por cambio de pueblos y bienes, a don Pedro González de Mendoza, a la sazón obispo de Sigüenza, y luego Gran Canciller del Estado unificado de los Reyes Católicos.

Fue este magnate alcarreño, árbitro de los reinos castellano y aragonés, jefe de la casta mendocina, y hábil político al tiempo que notable intelectual, quien inició la construcción del castillo de Jadraque con la estructura que hoy vemos. En un estilo que sobrepasaba la clásica estructura medieval para acercarse al carácter palaciego de las residencias renacentistas, a lo largo del último tercio del siglo xv fue paulatinamente construyendo este edificio que finalmente, en el momento de su muerte, entregó a su hijo mayor y más querido, don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, marqués de Cenete y conde del Cid. Casó este bravo soldado, querido de corazón por los Reyes Católicos y admirado como uno de sus más valientes e inteligentes soldados, con Leonor de la Cerda, hija del duque de Medinaceli, en 1492.

A la muerte de su primera esposa, cinco años después de la boda, casó segunda vez con doña María de Fonseca, viviendo con ella desde 1506 en la altura del castillo, y naciéndole allí entre sus muros la que sería andando el tiempo condesa de Nassau, doña Mencía de Mendoza, quien siempre guardó un gran cariño hacia la fortaleza alcarreña, y a ella se retiró a vivir en 1533 cuando quedó viuda de su primer marido don Enrique de Nassau. El boato de las nobles cortes mendocinas, de aire inequívocamente renacentista, cuajó también en estos tiempos en los salones de este castillo, que fue morada del amor y el buen gusto.

Abandonado este castillo de sus dueños, el manirroto Mariano Girón, duque de Osuna y el Infantado, a finales del siglo xix decidió venderlo, y fue el propio pueblo, representado en su Ayuntamiento, quien acudió a comprarlo, en la simbólica cantidad de 300 pesetas. Era el año 1889. El cariño que siempre tuvieron los jadraqueños por su castillo, en el que acertadamente siempre han visto el aachemento de su historia local, les llevó hace cosa de 30 años a restaurarlo en un esfuerzo común, mediante aportaciones económicas y hacenderas personales, lo cual es un ejemplo singular que debería repetirse en tantos otros lugares donde las deshuesadas siluetas de los castillos parecen llorar su abandono.

El castillo allá en lo alto

El castillo de Jadraque está construido en la cima de un cerro de proporciones perfectas. Su alargada meseta, que corre de norte a sur estrecha y prominente, se cubre con las construcciones pétreas de este edificio que hoy nos muestra su aspecto decadente a pesar de las restauraciones progresivas en él efectuadas. La altura y el viento suponen una agresión continua a estas viejas paredes medievales.

El acceso lo tiene por el sur, al final del estrecho y empinado camino que entre olivos asciende desde la basamenta del cerro. Hoy pavimentado este camino, permite un acceso cómodo, aunque empinado, hasta la entrada del castillo. Esta se encuentra entre dos semicirculares y fuertes torreones, uno de los cuales, el izquierdo, se ha venido al suelo derrumbado no hace muchos inviernos.

La silueta o perímetro de este castillo es muy uniforme. Se constituye de altos muros, muy gruesos, reforzados a trechos por torreones semicirculares y algunos otros de planta rectangular, adosados al muro principal. No existe torre del homenaje ni estructura alguna que destaque sobre el resto. Los murallones de cierre tienen su adarve almenado, y las torres esquineras o de los comedios de los muros presentan terrazas también almenadas, con algunas saeteras.

El interior, completamente vacío, muestra algunas particularidades de interés. Al entrar a la fortaleza, tras el paso del portón escoltado como hemos dicho por sendos torreones fortísimos, se accede a un empinado patio de armas que siempre estuvo despejado, y que se encuentra en una cuestuda terraza de nivel inferior al resto del edificio. Por un portón lateral abierto en el grueso muro que define al castillo propiamente dicho, se accede a un primer ámbito, de forma rectangular, con aljibe pequeño central, que fue sede de la edificación castrense propia mente dicha. Más adelante, hoy circuido por los altos murallones almenados, se encuentra el ancho receptáculo de lo que fue castillo-palacio levantado por el Cardenal Mendoza.

En el suelo aparece un enorme foso cuadrado, hoy cubierto con maderamen para evitar caídas accidentales, y que bien pudo servir de sótanos y almacenamiento de provisiones y bastimentos. Más adelante, ya en el fondo del edificio, se ven los restos, en varios niveles, de lo que fuera el palacio propiamente dicho. A través de una escalera incrustada en el propio muro del norte, se asciende al adarve que puede recorrerse en toda su longitud. En el seno de la torre mayor, de planta rectangular, que ocupa el comedio del muro del mediodía, se ha puesto hoy una pequeña capilla en honor de Nuestra Señora de Castejón, patrona del pueblo.

El castillo poseyó un recinto exterior del que quedan algunos notables restos, como la basamenta de la torre esquinera del norte. Se trataba de una barbacana de escasa altura, probablemente almenada y provista de adarves con saeteras e incluso troneras para contrarrestar posibles ataques. Su planta reproducía con exactitud la del castillo interior, y venía a cerrarse en el extremo meridional del castillo sobre las torres que flanquean el acceso al primer patio de armas.

La amplitud del interior, la homogeneidad de su silueta, y una serie de detalles en la distribución de los ámbitos destinados a lo castrense y a lo residencial, nos muestran al castillo de Jadraque como una pieza netamente renacentista y ya moderna. Entre sus medio derruidos muros, sobre el vacío silencio de sus patios, resuenan aún los ecos de los personajes ilustres que allí habitaron, desde el Cid Campeador, que en calor de un verano subió a golpe de espada, hasta el marqués del Cenete, don Rodrigo, que allá en la altura tuvo su corte de amor y sueños.

El neurocirujano Andrés Alcázar

Cuando nuestros munícipes (repúblicos ilustres los llamaba Antonio de Moya al hablar del escudo de la ciudad) se ponen a pensar en nombres para darlos a las calles de ésta, la verdad es que lo tienen que pasar mal. Porque aquí ya no queda casi nada ni casi nadie por llevar a las placas cerámicas de la primera casa de cada calle. Por ello han tenido que recurrir a seres vivos para rotularlas, cuando la tradición más acuñada siempre pidió que se reservara el honor de las lápidas tan sólo a los que ya pasaron de la vida.

Hay un guadalajareño ilustre que nunca ha alcanzado ese honor. Y me lo ha recordado precisamente un profesor norteamericano, un neurocirujano ya jubilado, que anda ahora dedicado a recoger datos sobre lo que en la vieja Europa se hizo, en siglos pasados, de difícil y atrevido para ir poniendo losas a la avenida de la ciencia. Ese alcarreño de honor es Andrés Alcázar, que nació en nuestra ciudad, en los primeros años del siglo XVI, y murió en Salamanca en 1584.

Fue Andrés Alcázar médico antes que nada, y cirujano de forma añadida, inventor además de geniales instrumentos para realizar lo que sabemos que de vez en cuando hacía: operaciones quirúrgicas para tratar de curar enfermedades relacionadas con la cabeza, con el cráneo, especialmente las graves heridas recibidas por accidente en esta parte del cuerpo.

No quiso ocultar el lugar de su nacimiento Andrés Alcázar. Y por declararlo solemnemente, en la portada de su más famoso libro lo puso en letras grandes. Además, en el contexto del mismo explicó algún detalle más. Y así refiere que en su ciudad natal estudió la ciencia de curar con su maestro Antonio. Respecto a esto añade: siendo joven y estando pasando la práctica en Guadalajara, mi pueblo, con mi suegro y maestro Antonio…, siendo la opinión de algunos ilustres historiadores que este fuera Antonio Aguilera, un conocido y famoso, también escritor, farmacéutico y biólogo de conocida familia y alta fama en la ciudad, aunque natural de Yunquera de Henares.

Andrés Alcázar estudió la carrera de médico en la Universidad de Salamanca trabajando luego, en Ávila y Segovia. Volvió a la ciudad salmantina para opositar a la cátedra de Cirugía, que se había creado en esos años, y sin mayores problemas la ganó, en 1567. Como catedrático de Cirugía de la Salmantina Universitatis permaneció el resto de su vida, muriendo en la ciudad del Tormes en 1584.

Aunque su fama realmente le viene de lo que hizo y escribió, sabemos que como profesor fue también excelente, y que según dicen sus contemporáneos leía en su cátedra el clásico texto de Guido e leía muy bien y a provecho y en latín, e continuadamente da su hora y avn mas si lo dexasen. Esta condición de profesor universitario queda patente en la sistematización y exposición de su obra.

Cuando Andrés Alcázar, ya anciano, con más de ochenta años a sus espaldas, a petición de sus discípulos preparó su famosa obra impresa, el Libri Sex, llamado así porque consta de seis libros de cirugía reunidos en un volumen. Esos seis libros ofrecen lo más señalado de lo que Alcázar estudió y mejoró en sus años de práctica y profesorado.

El primero de esos seis libros es el titulado De las heridas de la cabeza. El segundo está dedicado a los problemas quirúrgicos del sistema nervioso periférico. El tercero se refiere a las heridas torácicas, y el cuarto a las abdominales. El quinto libro trata de la sífilis como enfermedad entonces en propagación, temida y extraña (una plaga bíblica se pensaba que era) y el sexto estudia la clínica y prevención de la peste bubónica, otro de los temas que mayor preocupación provocan entre la población del mundo occidental, aunque no fuese un tema estrictamente quirúrgico. De los seis capítulos o «libros» escritos por alcázar, el que más repercusión tuvo fue el primero, llegando a ser reeditado aisladamente siete años después. Los otros, que también contienen novedosas aportaciones al arte quirúrgico y médico, no tuvieron tanta fortuna como el dedicado a la cirugía craneal, que era sin duda el más llamativo, y es por el que nuestro paisano ha alcanzado tan altas cotas de fama póstuma entre los historiadores de la ciencia, y entre las gentes cultas en general.

El libro de Andrés Alcázar sobre la «Cirugía Craneal» consta a su vez de 25 capítulos, que presentan desde la anatomía de la cabeza, a la clasificación de las heridas cefálicas según la etiología y localización, y desde el diagnóstico diferencial de las mismas hasta el pronóstico en general y en particular. Desde el capítulo doce hasta el final, Alcázar ofrece soluciones terapéuticas, tanto desde el punto de vista médico como quirúrgico, para cada uno de los tipos principales de heridas.

Propone muy acertadamente una visión semiológica de las heridas de la cabeza, tal como ya se había hecho en los tratados clásicos de cirugía, en especial de Guy de Chauliac, pero también añade muchas otras valoraciones, síntomas y signos recogidos de su propia experiencia personal, describiendo los síntomas neurológicos: los vértigos, las alteraciones de la voz y la visión, los vómitos, la fiebre, las alteraciones del equilibrio, del tono muscular, de la micción y de la defecación, etc., ya que la simple valoración de las heridas por su aspecto o localización resultaba insuficiente, y la ignorancia de sus conexiones en el interior del cuerpo podía llevar, como nos dice en su libro, a gravísimos errores.

Esta primera parte de las heridas del cráneo es sin duda la parte cumbre de su obra, la más completa exposición sobre el tema publicada en el siglo XVI, muy superior a las de los textos de Ambroise Paré y Andrea della Croce. De ahí el interés, creciente hoy en día, por analizar con detenimiento lo escrito y estudiado por el alcarreño Andrés Alcázar.

Se manifiesta Alcázar firme partidario de la trepanación craneal, pero afinando en sus indicaciones y mejorando la técnica que hasta entonces se tenía. Para ello ideó, propuso y finalmente construyó algunos trépanos con el fin de solventar los inconvenientes que presentaban los hasta entonces existentes. Como no podía ser menos, el humanista Luís de Lucena, médico y sabio que lucía en los salones de la Corte vaticana, los dio a conocer por Italia y Francia, hablando de ellos a los mejores cirujanos de estos países. Es curiosa, pero cierto, la anécdota de que Alcázar dijo que había fabricado sus trépanos treinta años antes de la aparición de la obra de Guido Guidi, a quien acusa de haber plagiado sus instrumentos diciendo que había tenido ocasión de conocerlos a través de Luís Lucena). También es autor de un instrumento destinado a aspirar el pus impidiendo al mismo tiempo la entrada de aire en el interior del tórax, sirviendo así mismo para la aplicación de medicamentos.

La primera edición del «Libri Sex…» de la cirugía craneal de Andrés Alcázar se hizo en la imprenta de Domingo de Portonaris, en Salamanca, el año 1575.

En cualquier caso, un candidato a ocupar, si no la lápida pálida o azul que dé nombre a una calle de nuestra ciudad, de la ciudad en que él nació, sí a tener un hueco en la memoria de quienes quieren tener la certeza de ser paisanos de tan ilustre científico.

Sigüenza, interior de catedral

Estos días pasados, Sigüenza ha sido todo exterior. Ha estado en Fitur ‘2000 y una vez más se ha puesto de relieve el gancho que tiene. La realidad se confirma cada sábado, cada domingo: Sigüenza se llena de visitantes que cumplen con lo que ya va siendo rito para muchos; pasear sus cuestudas calles, oír el silencio de sus rincones; palpar la quietud del aire frío en los barandales del castillo. Sigüenza no necesita para promocionarse más que decir su nombre, y, como mucho, añadir esas otras tres palabras que la definen perfectamente y que alguien talló con la rotundidez de lo efectivo: una ciudad medieval.

La catedral hirviente

Sigüenza se mantiene por el equilibrio que dos edificios confieren a la ciudad: el castillo en lo alto, y la catedral en la cuesta. El río le da el color de la arboleda, y los montes circundantes la pasión de la prehistoria coagulada. La palabra del burgo se expresa por sus piedras, por sus siluetas, por los nombres adheridos a sus pétreos blasones. Siento (no lo puedo remediar) un escalofrío de entusiasmo cada vez que me pongo ante ellos, y suscito el recuerdo de los días en que fueron crecidos, la memoria de los individuos/as que los lanzaron a lo alto, que les dieron forma y color. Hoy, cuando algunos/as están empeñados en borrar nombres, en olvidar todo lo que sea pasado, todo lo que huela a viejo, cualquier rastro de lo que suponga memoria de un pueblo y una nación hecha a sí misma, me crecen las ganas de ir a Sigüenza, y paseando sus cuestas rememorar gentes y obras.

La catedral de Sigüenza es el lugar ideal para ese ejercicio. No hace mucho, una tarde/noche del invierno más crudo, entré en la catedral. Allí parecía, aun con el frío hiriente de la pesada atmósfera gélida, que se amortiguaba la helada de la calle. La luz tamizada, la entrevista forma del retablo, la canción muda de las manos de una Virgen, el perdido altor de las bóvedas… éramos ojos que miraban, manos que se refugiaban en el gabán, asombros mudos que se deslizaban por serenas pupilas quietas de los canónigos de piedra.

Un interior emocionante

Un recuerdo, breve y esquemático, del interior de la catedral seguntina. Del edificio cuajado de espacios y tallas en los muros. Para que alguien se anime a volver y mirarlos. En los elementos que conforman el interior de este templo hay una gran variedad de temas y estilos. De una parte están los sepulcros, que adornan con su severidad las naves y capillas catedralicias. Así, debemos recordar el del obispo Alonso Carrillo de Albornoz, cardenal de San Eustaquio, colocado en alto sobre el muro meridional del presbiterio, obra exquisita del estilo gótico borgoñón. Lo mismo que el de su pariente, el caballero Gómez Carrillo de Acuña, quien con su mujer reposan en el mismo muro, bajo elegantes sepulcros de perfecta talla gótica. Por las capillas surgen sorpresas como la de San Juan y Santa Catalina, propiedad de los Vázquez de Arce, donde pusieron su panteón familiar, y hoy encontramos enterramientos tan fabulosos como el del caballero santiaguista don Martín Vázquez de Arce, más conocido como «El Doncel», que es una de las mejores estatuas yacentes del mundo. Es obra de los últimos años del siglo XV, y representa al caballero, joven de 26 años, revestido de sus armas, y recostado sobre su codo derecho leyendo un libro o meditando sobre él. Un pajecillo llora junto a sus pies sobre la celada. En esa capilla, están aún los enterramientos de sus padres, también en estilo gótico, con gran detalle retratados rostros y trajes, y el de su hermano don Fernando de Arce, eclesiástico, tratado con toda la galanura del estilo plateresco. En la catedral destacan aún los enterramientos del obispo Fernando de Luxán, en la capilla de San Pedro; los de los hermanos canónigos Juan y Antón González de la Monjúa, el de Juan Ruiz de Pelegrina en la capilla de San Marcos, de neto estilo renaciente, el del primer obispo don Bernardo de Agen en el inicio de la girola, etc.

De otra parte están las capillas, que forman como palacios o mansiones particulares dentro de la catedral, y que muestran en sus fachadas toda la riqueza de quienes las patrocinaron. Así, destacan las de San Pedro, tallada por Francisco de Baeza con reja de Juan Francés; la de la Anunciación, con detalles mudéjares muy ricos, y reja del mismo artífice toledano; la de San Marcos, etc. También es magnífica la portada de la capilla de los Vázquez, tallada por Baeza y con reja puesta asimismo por Juan Francés, que en este templo dejó la mejor expresión de su arte sobre el hierro. En el crucero sorprenden los altares dedicados a Santa Librada y el del enterramiento del obispo don Fadrique de Portugal, obras exquisitas del plateresco primero, policromados y completados con múltiples estatuas y pinturas.

Múltiples altares guarda esta catedral. De ellos son especialmente reseñables el de la capilla mayor, construido con tallas en madera y en estilo netamente manierista por Giraldo de Merlo y su equipo hacia 1610. O el de estilo gótico que aparece en la sacristía de la capilla de los Vázquez de Arce, etc.

En la catedral de Sigüenza existen otras piezas de gran interés, como son los púlpitos que escoltan la entrada a la capilla mayor. El de la Epístola, tallado a finales del siglo XV por mandato del Cardenal González de Mendoza, y muy posiblemente realizado personalmente por el maestro Rodrigo Alemán, representa en sus paneles de alabastro blanco a la Virgen, a Santa Elena y a San Jorge más los escudos del comitente. El del Evangelio es obra de mediados del siglo XVI, ejecutado por Martín de Vandoma, y con una minuciosidad asombrosa ofrece escenas complejas de la Pasión de Cristo. Aún queda por admirar, en el centro de la nave principal, el gran coro canónico, grandiosa construcción totalmente tallada en madera, en la que destacan el sitial episcopal, con escudo del mismo Cardenal y pacencias decoradas con escenas de la vida diaria, más el resto de sitiales que se ven decorados con variadísimas soluciones geométricas de estilo gótico puro.

Y si aún quedan fuerzas, mirar a lo alto. A ver esas bóvedas que para los antiguos representaban el cielo, y que están lejos, ingrávidas, poderosas y amenazantes. Las bóvedas del crucero, que en la restauración de los años 40 el arquitecto Labrada elevó más de lo que en su origen habían sido, imaginando un cimborrio que la entrega luz y espacios nuevos, son un prodigio de belleza. Miradlas, alzar la cabeza, llevad la mirada hasta lo alto. Nadie podrá decir que es mal empleado el tiempo de pasear el interior de la Catedral de Sigüenza, de rememorar sus fastos, de evocar a sus personajes.