De cuestas por Alarilla
Recostado en las faldas del cerro de la Muela, a medio bocado entre este y el del Colmillo, aparece Alarilla, uno de esos pueblos que están siempre esperando la visita del viajero. Y son muchos los que pasan por allí, pues desde hace años se puso de moda usar la altura de su cerro protector para deslizarse por el aire a bordo de «alas delta» y como hombres-pájaro contemplar desde el aire la placidez de la Campiña del Henares. Los 120 habitantes que pueblan esta villa se encuentran a poco más de 25 kilómetros desde la capital de la provincia, estando su plaza mayor situada a 844 metros sobre el nivel del mar, altura esta que permite tener un clima oreado, fresco y agradable, siempre barrido de los vientos y limpia su atmósfera de berridos contaminantes.
A la entrada de Alarilla está la ermita de la Soledad. La han hecho completamente nueva, y en su interior se ven las tallas de Santa María y de San Isidro Labrador. Cuando el viajero llega al pueblo, se encuentra con el ajetreo de la plaza mayor, que está también abierta a todos los vientos, y tiene de todo: un Ayuntamiento moderno, unas casas de vivienda remozadas, y en el centro un pilón circular del que emerge como Venus un rollo o picota, al que han tallado en su fuste el escudo heráldico municipal. Cuando se remodeló la plaza, este rollo que estaba sobre gradas en un ángulo de la misma, lo pusieron a remojo en este pilón, y así se ha quedado. Lo que pierde de pureza ancestral, lo gana en imagen, porque su piedra caliza bien tallada y limpia se refleja en las aguas de la fuente.
Los viajeros suben, con cierto trabajo y no menor fatiga, las callejas empinadas de Alarilla hasta la iglesia parroquial. Decía Serrano Belinchón, mi compañero de página, en una inolvidable que hace unos años escribió sobre Alarilla que El atrio de la iglesia de Alarilla es un bonito lugar para ver el campo, y los cuatro o seis pueblos que se divisan al pie desde aquella altura: Torre del Burgo, Cañizar, Hita… En el solitario jardinillo de la iglesia hay acacias, plantas ornamentales; y el tronco cubierto de yedra, calado y hueco, del viejo olmo que durante un siglo, o tal vez dos, fue de algún modo parte de la historia del pueblo.
La verdad es que el templo de Alarilla es muy bonito, tanto por su posición en el alto del pueblo, que parece imita a los cerros que escoltan al lugar, como por su forma y contenido. En la guerra civil quedó reducido a escombros, y Regiones Devastadas lo rehizo, poniéndole en la puerta algunos recuperados y ya muy deteriorados capiteles, de estilo entre gótico y románico, y otros varios que fueron tallados de nuevas, quedando sumamente aparente el conjunto portalero. Efectivamente, desde el jardinillo que hay ante la puerta se observan hermoso panoramas: toda la vega del Henares, campo ondulados de la primera Alcarria, la brava silueta de Hita, y hasta las sierras guadarrameñas… un lujo de paisaje del que aquí pongo algún que otro ejemplo.
Puestos a rememorar historias, poco puede decirse de la de Alarilla, pero sí merece recordar sus cuatro datos fundamentales, más que nada por centrar la visión del pueblo en su aspecto cronológico. Aunque sabemos que en sus alrededores, y especialmente en lo alto del cerro de la Muela, existió población ibera, posteriormente la fama en el contorno la llevó la fortificada población de Peñahora, en la orilla derecha del Henares, frente a este pueblo. Alarilla perteneció a la Tierra y Común de Hita, y en ella siempre corizó con paciencia los impuestos debidos a sus señores, que en un principio fueron destacados personajes de la familia Fernández de Hita, luego reyes e infantes castellanos, y finalmente, y ya para largos siglos, los Mendoza en su saga de los duques del Infantado.
Antes de abandonar Alarilla, y tras haber estado un buen rato subiendo y bajando las cuestudas callejas, nos decidimos por subir a través de un bien cuidado camino, a lo alto de la Muela. Aparecieron allí hace algunos años los restos evidentes de un fuerte castro ibérico, cuyos elementos arqueológicos fueron llevados al Museo Provincial de Guadalajara. Hoy se ven las excavaciones a medio cubrir por la tierra que el viento trae y lleva en su corona. Y al mismo tiempo puede curiosearse desde el borde de la meseta cómo los aficionados al «ala delta» se tiran desde allí aprovechando las corrientes que suben y bajan por la falda de la montaña. Un espectáculo multicolor y también aleccionador y emocionante. Un paseo, en suma, que llenará la tarde y nos permitirá conocer, un poco mejor, nuestra interminable provincia.