Chequilla en el Alto Tajo

viernes, 19 febrero 1999 0 Por Herrera Casado

 

Guadalajara va siendo, ¡por fin! conocida y considerada. Va siendo tenida en cuenta como un importante bastión del turismo. Por fin, repito, después de decenios en que unos cuantos lo hemos venido tratando de demostrar, muchos se están dando cuenta, muchos incluso de nuestros propios convecinos, que Guadalajara tiene una poderosa voz, un largo párrafo que decir, en este concierto de un turismo que, afortunadamente, está dejando de ser asociado exclusivamente con el mar, el sol y la playa, y empieza a demostrar que también el interior -a veces pardo, rocoso y seco- de la Península tiene atractivos y da para mucho viaje y mucha sorpresa.

Ese viaje de domingo por la tarde se fue ampliando al día entero, luego al fin de semana, y ahora hay quien hasta pasa sus minivacaciones de Semana Santa, o incluso las de verano enteras, entre nosotros. Un lugar en el que estas posibilidades se amplían al infinito es el Alto Tajo, ese espacio para el que, con dificultades propias de intereses encontrados, se va viendo más cerca el tan ansiado desde hace años nombramiento de Parque Natural, espacio en el que la Naturaleza brillará con toda su fuerza, y los amantes del mundo limpio y sorprendente de las aguas claras y los cielos azules se encontrarán a gusto.

Chequilla, un privilegio

Nos gusta tanto el entorno del Alto Tajo, que vamos a pasar tres semanas rondándole ahora. De entrada, nos vamos hasta Chequilla. Un pueblo mínimo que se encuentra en la orilla derecha del alto río. Mejor aún: sobre el valle poco profundo, porque aún es joven, del río Cabrillas. A Chequilla se llega por la carretera regional CM-2111, pasado Pinilla de Molina, y poco antes de arribar a Checa, siguiendo una desviación de poco más de un kilómetro. Es un pueblo pequeño, prácticamente despoblado, sin más historia propia que la pueda contar el entorno de la sexma de la Sierra en que asienta. En el centro de su caserío, una pequeña iglesia parroquial, con espadaña picuda, y en su interior un retablo barroco. Pero con un conjunto de casas hechas de recia roca arenisca, en su mayor parte pintadas de blanco, enjabelgadas del brillo de la cal, aunque ahora ya un tanto perdida su lozanía, por el abandono.

Lo más interesante de ver para quien se llega hasta Chequilla, es la naturaleza que rodea del pueblo. De una parte, los infinitos bloques de rocas areniscas que surgen como pináculos encendidos desde los suaves pastizales de la altura. Les llaman allí «las Quebradas» y son un conjunto fabuloso de formaciones rocosas, de caprichosas siluetas, de altura variada pero con las proporciones de edificios de varias plantas, que tienen sembrado su espacio intermedio de múltiples arboledas, de pinares y olmos, de quejigares y rebollos. Además encontrará el viajero otra curiosidad a medias natural y humana: la «Plaza de Toros» de Chequilla, cercana al caserío, es un grupo de roquedales que forman en su conjunto un espacio aproximadamente redondo en su centro, con una sola y estrecha entrada, y que previamente tallados en algunas partes permitieron desde hace siglos celebrar atracciones taurinas en su interior. Bien es verdad que siempre con pequeños animales, con novillos y vaquillas que daban aire de peligro a lo que era sólo divertimento.

Sueños entre las rocas

Mi amigo Luís Solano, que se ha pateado el Alto Tajo hasta conocérselo palmo a palmo, me ha dejado las fotografías que acompañan este trabajo, para que al ver los roquedales fantasmagóricos que pueblan las Quebradas deje vagar mi imaginación, e incluso sueñe delante de sus formas caprichosas.

No es difícil imaginar personajes, figuras y batallares rompiendo el azul intenso del cielo invernal, al contemplar las rocas que se deslizan desde Chequilla valle abajo del Cabrillas, rumbo al Tajo. Paseando por «el Avellanar» llegamos a la umbría de «la Roca Alta» y desde allí avistamos «el Cuervo». Son todos ellos grandes hitos rocosos, aislados en el jugoso praderío de la Sierra molinesa.

Sería infantil dedicarse a imaginar leyendas, sueños u peripecias representadas en los bordes de las rocas. Como lo es encontrar escenas firmes en el cambiante vaivén de las nubes. Según la situación de quien mira, o según la hora del día en que se contemplan, los roquedales de las Quebradas de Chequilla nos ofrecen salvajes, piratas, monstruos, animales, y castillos. Todo es fabuloso en ellos, y todo es hermoso. Porque el color vibrante de la roca descarnada, el contraste abrupto entre ella y la verde yerba del suelo que la entrona, la luz que cuelga del cielo y le pone escenario, es un conjunto único de vivacidad y sorpresa.

Los paisajes de Chequilla son para caminarlos. No vale que aquí ahora los describa, ni me invente nombre o repita los que en el pueblo dan a los roquedos. Aquí lo que se hace preciso es ir hasta el lugar, dejar el coche en la mínima placilla, y andar entre el bosque, siguiendo los senderos y cruzando los galliznos, para darle la vuelta al «cerro del Santo» (total nada: 1.423 metros de altura) y bajar de nuevo hasta el Cabrillas, cruzándole junto al «molino de Enmedio» y seguir entre pinares y bosques de quejigos subiendo hasta el collado, parando un buen rato (o medio día, si hace falta) en el entorno paradisíaco de «la Fuente de la Vaqueriza» , tras haber admirado la rotundidad visual de la «Piedra Caldera», otro de los majestuosos hitos rocosos de Chequilla.

Mirad estas fotos, amigos lectores, e imaginad en color, en olor y en rumor el entorno en que se encuentran. El Alto Tajo se hace sólido y real, nos llena de admiración cada vez que hasta él subimos, y nos deja en la retina ese gusto por lo perfecto, por lo natural a tope, por lo vehemente en el silencio. Seguro que muy pronto vamos a denominarle (por delante de su clásico apelativo de Alto Tajo) el Parque Natural. Guadalajara va a contar con uno de ellos, lógico reconocimiento a su vasta maravilla, y ello redundará en un mayor atractivo de tipo turístico para Guadalajara, que tiene en esta «industria» un claro porvenir, entrevisto ya, y cuajando.