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abril, 1998:

El río de la Lamia

 

Pocas veces ha alcanzado la tierra de Guadalajara una imagen y un latido de magia y belleza legendaria como en las páginas de «El río de la lamia». Andamos todos, más o menos, buscando por sotos y alturas el instante fugaz de la belleza. Y lo buscamos, además de en el paisaje, en el recuerdo de los personajes que lo habitaron, en la lectura de las páginas que lo describieron, en el arcano de los documentos que dieron fe de su existencia. Pues muy pocas veces, y nunca tan unitariamente, se había conseguido acertar en la esencia (lo soñado, lo inventado, lo leído y lo elaborado) de la tierra que es corazón y pálpito de Guadalajara: en esos valles, y esas oscuras sierras, que bajan al Henares por un costado derecho desde las alturas del Ocejón y Tejera Negra, como en avenida de sangre reluciente por el Bornoba, el Sorbe y el Cañamares, desde el cordial santuario de los neveros de Campisábalos y el Cervunal, desde la Laguna de Somolinos y las chorreras de Despeñalagua.

El río de la lamia

Entre todos ellos, entre las referencias múltiples de una geografía que tiene más de humana por lo que se cuenta de ella, se destaca un río, el Bornoba; un paisaje, los cañones de Gascueña, de Hiendelaencina, la laguna de Somolinos; y unos seres, primitivos, árabes, Mendozas y curanderas, que dan vida a una leyenda ahora unificada y rehecha, la leyenda de la lamia del Bornoba, algo que puede ser verdad y no haber nunca sucedido.

Porque de Guadalajara tenemos, quizás ya en exceso, decenas y decenas de libros y relatos sobre lo que aquí, entre nosotros, ocurrió y se recuerda. Pero ese campo de la leyenda pura y luminosa, ese abierto pradal en el que se alza la ensoñación, se desata y lo invade todo como un viento sin fronteras, no había sido nunca tocado.

La lamia del Bornoba, o el río de la lamia, o la fuerza imparable del soñar sobre el saber, del contar sobre el referir. ¡Ya era hora! Esto es lo que nos ha traído la pluma de Antonio Pérez Henares, y nos lo ha puesto en las manos con la apariencia de un libro, de una novela que acaba de editar Algaida, y que bajo su título (repito, «El río de la lamia») solo hay una frase que quiere dar paso a la sugerencia vital: «Conocía todas las pieles que rozaron la superficie de su agua».

Una historia que engancha

Antonio Pérez Henares, a quien todos conocemos por el apelativo cordial de «Chani», es alguien que se ha ido labrando, paso a paso, un edificio existencial que pudiera calificarse de complejo y claro. Desde su puesto actual de director de «Tribuna», y a través de mil caminos de luchas, de protestas y de trabajo serio, ha conseguido ser tenido en cuenta, y su palabra escuchada, su opinión atendida y su crítica asimilada. Batallador en el periodismo, ha protagonizado en nuestra provincia una ejemplar dialéctica entre el poder de la opinión y el poder de la política, con resultado de momento incierto, a la espera de finales decisiones judiciales.

La incursión de Pérez Henares en el campo de la literatura pura no es nueva. No hace mucho leí una serie de cuentos suyos sobre Bujalaro, publicados en los «Cuadernos de Etnología de Guadalajara». Allí estaba viva su garra narradora. Y en otras novelas, como «Las bestias», y «La piel de la tierra», esta última aparecida bajo el sello, ya antañón, del Grupo Enjambre. Chani ofrecía su dominio del idioma, sus recursos constructivos y su clarísimo, su diáfano amor hacia el territorio que le vio nacer. Ese amor a la tierra es lo que ha hecho de fuerza primigenia para que el volcán de la lamia reviente en su actual novela. Esa fundamental y apasionada atracción que la Sierra, la Alcarria, la Campiña de Guadalajara ejercen sobre Pérez Henares, es el elemento crucial, el «sine qua non» de este libro. Están vividos los paisajes, deglutidos los altos montes t bebidas las fuentes sonoras. Están recreados, soplados de amor, los personajes. Y de todo ese ejercicio de primigenia pasión en bruto, el trabajo y la inteligencia (y el oficio, no lo olvidemos) ha conseguido tallar esta joya de libro «El río de la lamia».

No es este el lugar de contar esta historia, ni de desvelar transcursos o acatamientos. Solo decir que, por una parte, la forma compositiva está perfectamente diseñada, y la resolución de cada capítulo, bien hecha. Todo ello, finalmente, consigue que lo que parecían capítulos desligados tengan una conjunción íntima, y todas las figuras del paisaje, todos los latidos y todos los ladridos confluyan hacia el mismo sitio. Incluso yo quiero ver una voz simbológica al final. La voz del agua vivificadora en una tierra de sequía.

Pero no nos vayamos tan lejos. Yo invito a que los lectores futuros de este libro de Pérez Henares, que van a ser muchos, y muy variados (lo van a leer, estoy seguro, tirios y troyanos) gocen intensamente en la recreación de sus capítulos, de los momentos históricos, o soñados, en que se basan sus diversas partes. Que están protagonizados por individuos quiméricos (un agricultor del neolítico, un almorávide de las sierra, el cuarto duque del Infantado, la curiela de Gascueña, un maestro de izquierdas, los cabreros de la sierra, los mineros de Hiendelaencina… un bloque vivo y certero de personajes a los que se da vida en estas páginas hermosas, y repetibles, por este libro se lee y se relee, este libro tendrá muchas invocaciones en el futuro.

Ah! se me olvidaba. Por lo menos dar una pista. Decir que es eso de la lamia, porqué un río (que es el Bornoba, discurriendo en exclusiva por Guadalajara) tiene la propiedad de esa cosa: «La mitología griega afirma que las lamias -son palabras de su autor, en el proemio- son peligrosos seres que odian a los niños y acaban con la energía, la virilidad y la vida de los jóvenes. Otras tradiciones hablan, con más verdad,  de un ser que no es necesariamente malvado, pero sí de singular hermosura y larga cabellera, y que gusta de aparecerse cerca de las aguas…» A Pérez Henares le pareció verosímil que el Bornoba tuviera su lamia propia, y que en torno a ella se tejiesen historias y leyendas que él, con su sabio mirar y su extraordinario dominio del idioma, ha puesto en forma de libro pata que nosotros las sepamos. No he querido, con estas líneas, otras cosa que decirlo aquí, en Guadalajara, en este territorio mínimo del mundo donde ha tenido la paciencia, y el gusto, de pararse a escribirlas para contarlas a todos.

Libros y viajes para el tiempo libre en Pastrana

 

En estos días de la Semana Santa, nuestra provincia abre las puertas a una nueva manifestación que quiere ofrecer (y aquí hacemos votos por que se consolide en los próximos años) la mejor cara de su turismo rural, de su oferta en tiempo libre, y de su enorme potencialidad en la captura y feliz apresamiento de miles de turistas que pasen entre nosotros sus mejores ratos de ocio y la pongan, como un altar merecido, en sus corazones.

Resumiendo, que ayer jueves se abrieron las puertas (también el antiguo recinto, hoy ya Ferial, del convento de San Francisco de Pastrana) de TUROJAR, la Feria del Turismo Rural, el Ocio y la Jardinería, de la Alcarria. Un espacio abierto para todas las ideas y una galería enorme donde albergar las más amplias miradas.

Al mismo tiempo que, como en años anteriores, miles de personas viajarán a Pastrana para vivir de cerca su tradicional Semana Santa, podrán en esta ocasión darse una vuelta por el Monasterio de San Francisco, en la plaza del Deán, y admirar de una parte su restaurada iglesia renacentista, que solo en las ocasiones feriales abre sus puertas al público, admirando en ella sus galanuras de escultura y arquitectura, los escudos policromados de la Princesa de Éboli, fundadora y patrocinadora del monasterio, así como ese gran claustro de ladrillo, en el que parecen aún resonar los murmullos suaves de los hábitos pardos. La mezcla que Pastrana ofrece de lujo y religiosidad, solo en este lugar se encuentra en perfecta simbiosis, añadida ahora de esta oferta múltiple en cosas y sorpresas.

Los organizadores de TUROJAR han conjugado en esta oferta diversas líneas por las que sin duda pasa el futuro de Guadalajara entera: de una parte el turismo, especialmente en su vertiente rural, la de alquiler de casas en pueblos, paseos en bici por las vegas de los ríos, meriendas bajo las emparradas y guitarreo al anochecer. De otra, la vertiente de viaje y admiración de sus múltiples bellezas paisajísticas y monumentales, la degustación de su gastronomía variada, la admiración de su folclore único. Resumir en estas líneas lo que nuestra tierra tiene de hermosura natural, de grandiosidad en sus templos y palacios, de dulzura en sus postres, y de color en sus fiestas, sería imposible: ¡llevo años haciéndolo, semana tras semana, y aún no he acabado…!

Libros, Viajes y Turismo Rural por Guadalajara

En la Feria TUROJAR que ayer se inauguró en Pastrana, y que hasta el próximo domingo podrá ser visitada gratuitamente por cuantos se acerquen hasta la villa en estos días, habrá stands donde se muestre al completo la oferta de Turismo Rural que hoy por hoy tiene Guadalajara: esas casonas que en Molina, en Checa y en Peralejos están diciendo de horas en torno a una chimenea y de paseos húmedos por los pinares de la orilla del Alto Tajo; esos molinos que en Alcuneza o en Pozancos dan horas/días de relajo a quienes en ellos se abrigan; esas completas hostelerías como en Brihuega o en Pastrana en las que el conjunto monasterial o palaciego derrama embrujo sobre quienes además viven unos días de retiro, silencio y recarga de pilas…

Pero habrá también oferta gastronómica (otra vez la miel, el vino, los embutidos…) de jardinería (para tantos y tantos que ahora en primavera quieren poner al día y bien plantado su jardín de segunda vivienda) de recursos energéticos (la energía solar como auténtica alternativa económica y ecológica para las casas de pueblo) de ordenadores (ayuda o entretenimiento en nuestros días?) acabando con la presencia de la Editorial de libros de Guadalajara que en esta ocasión ofrecerá toda su producción de recursos para encontrar cualquier dato, por remoto que parezca, en torno a Guadalajara, a través de sus guías turísticas de pueblos, de sus monografías sobre monumentos, de sus diccionarios enciclopédicos, de sus relatos de viajes…

La Semana Santa de Pastrana

Esta Feria del Tiempo Libre, Ocio y Jardinería que se está celebrando en Pastrana por vez primera, la TUROJAR 98, se enmarca en un lugar y una fecha que no están escogidas al azar y sin estudio meditado: estos días es Pastrana un hervidero auténtico de gentes. La magia estructural de la villa, sus callejuelas estrechas y empinadas, el color de sus muros palaciegos, la presencia sutil de personajes renacentistas, los riquísimos tapices que dan fama a su Colegiata y cien etcéteras más, se complementan con la belleza de su Semana Santa, que es hermosa porque es auténtica, sin ritos extraños o inventados, sin teatrales secuencias espeluznante. Simplemente las procesiones, las velas, las imágenes tambaleantes que parecen encogerse para pasar entre los muros y las farolas, los cánticos de los devotos y devotas, el escalofrío de un pueblo castellano sacando por las calles la memoria de Cristo, del Salvador del Mundo…

Pastrana tiene valor siempre, pero en estos días se redobla, se triplica aún, en torno a sus procesiones y actos religiosos. El jueves habrá servido para iniciar, con su Hora Santa y visitas al Monumento, la tradicional fuerza de la fe alcarreña. Hoy viernes, a las 4:30 de la madrugada, tendrá lugar el Sermón de la Pasión y un Vía Crucis, mientras que a las 6 de la tarde se celebrarán en el incomparable marco de la Colegiata los Santos Oficios, y a las 9 de la noche recorrerá sus calles la procesión del Santo Entierro y del Calvario. Mañana sábado, también por la noche, a las 9:30, habrá Vigilia Pascual y Santa Misa. Y ya el Domingo de Resurrección, a media mañana, saldrá por las calles, esperemos que con el sol nuevo de la Pascua brillando en los rojos tejados, la procesión del Encuentro, tan tradicional de la comarca alcarreña.

Será una cita agradable en la que todos, alcarreños y foráneos, encontrarán una vez más la auténtica raíz de esta tierra. En TUROJAR 98 nos veremos. Será en Pastrana, de aquí al domingo. Y será entre el color y la magia que las ofertas del Turismo Rural, los Libros de Viajes, y el Ocio dirigido al descanso en nuestros pueblos que nos veremos.

Las casonas de Milmarcos

 

Lejos de la capital cae Milmarcos. Pero nunca está lo demasiado lejos como para no poder acercarse, cualquier fin de semana, hasta su entorno magnífico, y admirar con detalle, con parsimonia y gusto, ese conjunto de casas, de plazuelas, de palacios, templos y pairones que le dan un sentido de grandiosidad, aún más misteriosos por su lejanía. Milmarcos, en el límite norte del Señorío molinés, ya en la raya de Aragón, bien merece una visita detenida.

Una breve historia de Milmarcos

Antes de entrar en pormenores, conviene saber algo, aunque somero, de la historia de Milmarcos. Que perteneció, desde los primeros años del siglo XII, como aldea al Común de Villa y Tierra de Calatayud. Junto a Guisema, fue el rey de Aragón don Alfonso I el Batallador quien lo puso en esa tierra comunera. Poco después, cuando en 1129 don Manrique de Lara creó el Señorío de Molina, incluyó a Milmarcos en su seno, como atestiguan los límites señalados en su Fuero, y en él continúa. El insigne historiador molinés don Diego Sánchez de Portocarrero dice así, hablando de este pueblo, en su manuscrita historia que redactara en el siglo XVII: «Algunos pensaron que en él huvo algún antiguo Monesterio por ver en un Privilegio del Infante Don Alonso Quarto señor de Molina, por testigo a don Marzelo Abad de Milmarcos, que acaso sería Cura porque yo no hallo luz dello. Su fundación no se averigua. Su nombre claro castellano y es en él tradición que le tomó por averse vendido en una ocasión por Mil marcos de oro, suma a mi parezer muy desigual. En él hay un barrio y sitio eminente que llaman la Muela (nombre que en lo antiguo daban a lo más alto y fuerte de los Pueblos) en él se ven ruinas de fortaleza y se conserva una Hermita, alrededor de la qual es tradición del Pueblo que vivían doze familias de los más antiguos apellidos del lugar, de los quales algunas se preservan.» De esos antiguos nombres -las doce familias– vendremos a saber en las siguientes líneas.

Descripción de las Casonas

Tras esta breve toma de contacto con su historia, iniciamos el paseo por Milmarcos. Y aparte de saborear su disposición urbana, la grandiosidad de sus plazas, de sus calles nuevas (la del Nazareno, por ejemplo), la fabulosa arquitectura de su iglesia, la curiosidad inusual de su «Teatro Zorrilla», nos fijaremos en sus casonas, múltiples, diversas, encantadoras todas. Los pa­lacios, casonas, caserones nobiliarios y aun simples ruinas de esta villa, forman nómina de hazañas, de apellidos, de guerras y episcopados entre sus muros. En la misma plaza mayor está el palacio de los López Montenegro, que muestra en su portada un arco semicircular adovelado que remataba hermoso escudo de armas, hoy desplazado. En la esquina hay un balcón con magnífica balaustrada de hierro forjado, y en todo su costado norte, múltiples rejas de complicada tracería cubren ventanas y balcones. La ca­sona fue edificada entre 1630 y 1712–que son las fechas que acá y allá entrevemos talladas en puertas y llamadores–. El interior enseña un am­plio portal del que surge la escalera, apoyada en los hombros de monstruo diablesco en lucha con un angelillo. Más allá de la iglesia, cerca de la er­mita del Nazareno, se alza el mejor de los palacios molineses: el de los García Herreros, obra de una pieza en el siglo XVIII. La fachada es de tres cuerpos, con sillar del bueno, tallado con gusto y mesura. Su cuerpo bajo contiene la portada y dos ventanas laterales. El principal enseña bal­cón central, que forma cuerpo con la puerta, y remata en barroco escudo de armas de la familia constructora, añadiendo dos laterales. El cuerpo alto muestra dos pequeños vanos correspondientes al tinado. Unos cuerpos de otros se separan por frisos lisos, y el interior, muy bien conservado, pre­senta gran portal en el que quedan restos de empedrado, con escalera muy amplia y de alto hueco, que remata en lo más alto con una bóveda de interesantes adornos barrocos vegetales, mascarones representando un dia­blo y un ángel, etc. La distribución del piso es clásica, con salón central y salas laterales, y arriba del todo un amplio tinado, con la viguería y ripia a la vista, en alarde de arquitectura simple y duradera. Otros palacios y casonas se reparten aún por el pueblo. El de los Angulo, que llaman «la posada vieja», muestra su escudo pétreo sobre la puerta, y ha sido restaurado recientemente. El de los López‑Celada‑Badiola completa la plazuela de la Muela, es obra del siglo XVIII y aún luce un complicado escudo de armas sobre la puerta. La casona de los López Olivas sólo conserva la por­tada y el blasón primero. No podemos olvidar, en fin, y aunque esté un poco viejo y medio derruido, el palacio de la Inquisición, que nos deja ver su portón de molduras con bolas, y el bello escudo, limpio y parlante, que muestra la cruz, la palma y la espada (em­blemas en haz de una intransigencia) con las llaves parejas y la frase «Ve­ritas amica fides», que un remoto familiar del Santo Oficio pensó sería bueno para convencer a los milmarqueños de la utilidad del invento.

Historia de las familias

Muchos datos guardan los archivos de la parroquia de Milmarcos, y en ellos y en otros voluminosos rimeros de legajos antiguos he tomado datos para rememorar las vidas, los nombres y las semblanzas de algunos personajes nacidos en este pueblo, constructores en su día de los palacios y casonas antes mencionadas.

En el siglo XVII destacan dos figuras, unidas por lazos de sangre: Don Martín de Olivas y su sobrino don Juan López de Olivas. Nació el primero en Milmarcos hacia finales del siglo XVI. Alcanzó altos puestos en la milicia real española, distinguiéndose en las campañas americanas. Fue su carrera hasta los puestos de teniente general y gober­nador de la Nueva Vizcaya, en Indias. En 1621, y en acción guerrera, mu­rió. El segundo sirvió al rey junto a su tío, también en América, y al morir aquel volvió a España, quedando en su pueblo natal de Milmarcos, de donde era regidor en 1626. En la zona minera de la Vera Cruz de Tapía, en Nueva España, ejerció cargos de responsabilidad, y aquí en su villa natal levantó un palacio, hoy medio derruido, cobre cuyo portón luce un bello escudo de armas en el que se lee «sicut olivas fructi­fera», como estímulo para continuar realizando más grandes tareas. A su vez sobri­no de éste fue don Francisco López de Olivas, que ejerció en la carrera eclesiástica y alcanzó altos grados en la fúnebre parcela de inquisidor: llegó a comisario del Santo Oficio del Consejo Supremo de la Inquisición y fue también canónigo y arcediano de Sigüenza, y aun visitador de este obispado.

De la noble familia de los López Guerrero, de los que hemos visto su casona en la principal plaza, fue don Lucas López Novella, hijo de Francisco López de Cubillas y de Teresa Novella, que nació en Milmarcos el 27 de octubre de 1630. Su padre era, desde prin­cipios del siglo XVII, el poseedor de la casa y mayorazgo de los López Gue­rrero, nobles de sangre y ricamente heredados en la zona. El personaje que comentamos fue estudiante en el Colegio de Teólogos de San Martín de Sigüenza. Se graduó de bachiller en Artes y Teología por esta Universi­dad en 1664. Y al año siguiente se licenciaba en Teología, ascendiendo enseguida a los cargos de visitador general de los obispados de Sigüenza, Oviedo y Cuenca.

A esta familia perteneció el eclesiástico don Frutos López Malo, que nació el 3 de agosto de 1660, hijo de Frutos López Alcolea y de Ana Malo de la Torre, perteneciendo ésta a la hidalga familia de los Malo de Hino­josa, de los que en dicho pueblo queda aún el palacio señorial. Se graduó de bachiller de Artes, por la Universidad de Sigüenza, en 1686, y llegó a rector del Colegio de Santa Cruz, y aun de la Universidad de Valladolid, donde murió en 1711, siendo al tiempo gran Inquisidor de Sevilla.

Sobrino carnal suyo fue el capitán don Lucas Francisco López Guerrero y Malo, nacido en Milmarcos en 1672 y casado con doña Ana del Olmo y Manrique, natural de Almadrones, y perteneciente a la familia del doctor don Miguel del Olmo, obispo de Cuenca. El referido don Lucas fue capitán de las Milicias de Molina en la guerra de Sucesión, nombrado para este cargo en agosto de 1706 por el marqués de Villel, don Alonso Feliciano González de Andrade y Funes, que a la sazón era jefe de dichas milicias. Peleó con ellas, mandando una Compañía, contra los austriacos partidarios del Archiduque, demostrando su valor. Fue también más tarde regidor perpetuo de Cuenca. Su única hija, doña Ana María López del Olmo y Guerrero casó hacia 1733 con don Francisco José López Montenegro y Medrano, natural de Villoslada, quien heredó títulos, mayorazgo y hasta el nombramiento de regidor perpetuo de Cuenca. En esta estirpe de los López Montenegro, afincada en Milmarcos desde entonces, quedó el pala­cio de sus antecesores, que junto a la plaza mayor del pueblo luce su recia arquitectura, sus balconajes artísticos, su gran portón adovelado y su es­cudo de armas tallado, elegante y barroco, en piedra.

También dio Milmarcos, como otros muchos pueblos del Señorío, un obispo virtuoso y sabio a la patria. Se trata de don Pascual Herreros, que nació en este pueblo en el seno de una familia de linajudo abolengo y eje­cutorias de hidalguía. El más grande y artístico de los palacios que hemos visto en Milmarcos, en la calle del Nazareno, fue donde vio la luz primera. Estudió en la Universidad de Salaman­ca, alcanzó puestos de canónigo en León y Ávila, fue provisor y vicario general del arzobispado de Zaragoza, donde obtuvo el empleo de inquisi­dor de los tribunales eclesiásticos, así como también llegó a di­versos cargos en los tribunales de la Corte, en el Supremo General, y el de fiscal general de la Real Junta de Tabacos de Madrid. Fue finalmente promovido a obispo de León, puesto que ocupó varios años, hasta su muer­te en 1770. Dejó en Milmarcos construida la magnífica ermita de Jesús Nazareno, y en Hinojosa la de la Dolorosa, que ostenta en su fachada ba­rroca el escudo de este obispo molinés.