Manuscritos hechos en Guadalajara
«La memoria de los omnes» -dice el Canciller Pero López de Ayala, en el Prólogo General a sus Crónicas- «es muy flaca: e non se puede acordar de todas las cosas que en el tiempo passado acaescieron: por lo qual los sabios antiguos fallaron ciertas letras, e arte de escribir por que las sciencias e grandes fechos que acaescieron en el mundo fuessen escritos, e guardados para los omnes los saber…» Palabras son estas, a su vez, que definen la esencia de la escritura: la transmisión del saber. Y el buen decir de las cosas.
Libros escritos en Guadalajara
Desde muy viejos tiempos, los hombres de nuestras tierras diéronse a escribir. Quizás sea de los más antiguos manuscritos esa joya que es hoy, para el idioma castellano, el «Cantar de Mío Cid» que ahora posee la Biblioteca Nacional de Madrid. En los altos páramos de Sierra Ministra, entre Guadalajara y Soria, quizás desde la atalaya de Medinaceli, fue escrito ese largo rimero de las andanzas y desventuras de Rodrigo Díaz de Vivar.
Hace un par de años, en 1995, la Biblioteca Nacional madrileña hizo exposición de los mejores manuscritos literarios que alberga en sus anaqueles. Y salieron a la luz algunos escritos, sin duda, por nuestra provincia y alcarrias. Así, los legajos que contienen las obras del infante Juan Manuel, quien en su castillo de Cifuentes redactó algunas de sus más famosas obras, entre ellas el Conde Lucanor y sus cuentos sazonados de gracia. O el «Libro de Buen Amor» del Arcipreste de Hita, ese Juan Ruiz burlón e irreverente que desde la altura empinada de Hita desgranó fábulas, recitó endechas a María y sugirió los males de la sociedad de su tiempo, el siglo XIV revuelto, sangriento, frescachón y en su sitio. Más tarde llegaría a Pastrana el aire puro y la prosa elegante de Santa Teresa, quien junto a San Juan de la Cruz escribió alguna de sus mejores páginas en el convento (entonces cubículo de cañas y piedras bastas) de San Pedro sobre el Arlés, en la vega… el «Cántico espiritual» del carmelita abulense está en parte escrito sobre la falda árida de la Alcarria.
Son estos algunos, por citarlos y recordarlos juntos, de los grandes trazos de la Literatura hispánica que tuvieron nacimiento entre nosotros.
Los Scriptoria medievales: del escriba medieval al gabinete de letras
Los grandes escribanos, escritores, poetas y cronistas de los viejos tiempos pusieron la firmeza de su mano sobre el papel, a través del cálamo señero. No cuesta trabajo, cuando se miran imágenes grabadas al boj de antiguos incunables, evocar el mundo de los copistas medievales con sus complejos modos de producción y variedad de instrumentos. En los monasterios, los palacios, o simplemente en las mansiones de los sabios (y el palacio del Infantado, o el convento de la Salceda, entre Peñalver y Tendilla, fueron algunos de estos lugares), los rincones dedicados a escribir letras sobre pergaminos se nos hacen visibles en sugestivas recreaciones literarias, como ésta que en frase de Umberto Eco nos sirve para evocar el mundo de los scriptoria, empresas de producción antes de la imprenta: «Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los lubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribía. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento. Y algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, sólo leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales».
Miniaturas, tablas, retablos: en ellos se nos ponen ante los ojos aquellos espacios colectivos en los que unos profesionales, con su variado mobiliario de pupitres, atriles y de instrumentos: plumas, compases, reglas, alisadores, tinteros… hacían vivir la imaginación y el saber en la blanca faz de los manuscritos: una empresa bien organizada que produjo toda una variedad de obras en los tres centros básicos de producción: «conventuales, universitarios y regios». Había además escribas ambulantes, aunque la principal fuente productiva de textos manuscritos fue, durante largos siglos, el espacio monacal de esos mágicos «scriptoria» de los que Dahl nos da una imagen vívida: «Cuando el monje se disponía a escribir, cortaba primero el pergamino con ayuda de un cuchillo y una regla (operación conocida por quadratio); después se satinaba la superficie y se rayaban las hojas, para lo cual previamente se indicaba en el borde la distancia entre las líneas haciendo pequeños agujeros con un compás. El rayado se hacía con un punzón o con tinta roja o más tarde, con frecuencia, con un lápiz de grafito. Cuando por fin comenzaba propiamente a escribir, el escriba, o calígrafo, tomaba asiento ante un pupitre inclinado, en el que se encontraban dos tinteros de cuerno con tinta negra y roja, y equipado con su pluma y su raspador se disponía a la tarea. La tinta roja se utilizaba para trazar una raya vertical a lo largo de las iniciales, en lo que se conocía por rubricar».
Algunas bibliotecas alcarreñas con manuscritos
Pocas bibliotecas conservan hoy manuscritos antiguos, literarios o históricos. En Guadalajara, con los dedos de una mano podrían ser contadas: la Catedral de Sigüenza, la Biblioteca Pública Provincial, el Archivo Municipal de Guadalajara, la Biblioteca de Investigadores de la Diputación… Pero en tiempos pasados hubo importantes elementos que servían de referencia a historiadores y bibliófilos.
Una de ellas, por supuesto, fue la gran biblioteca de los Mendoza en su palacio del Infantado. Iniciada por Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, fue aumentada por sus sucesores, y alcanzó hasta el año 1886 en que, con la rúbrica de «Biblioteca de la casa ducal de Osuna e Infantado» fue adquirida por la Biblioteca Nacional. Las gestiones para esa compra debieron de ser largas, pues sabemos que en 1877 se había ya nombrado una comisión compuesta por Adelardo López de Ayala, Cayetano Rosell y otros, para llevar a cabo el examen y tasación de la biblioteca que el Gobierno se había propuesto adquirir. Con ella ingresaría la biblioteca del Marqués de Santillana y la biblioteca de los Condes de Benavente, que posiblemente había quedado incorporada a la ducal de Osuna en 1771, coincidiendo con el matrimonio de Pedro de Alcántara Tellez Girón con María Josefa Pimentel, condesa de Benavente.
De las dos principales bibliotecas confiscadas por Felipe V tras la Guerra de Sucesión, una fue la de Gaspar Ibáñez de Segovia y Peralta, marqués de Mondéjar, que secuestrada en 1708 se incorporaría en buena parte a la Biblioteca Real en 1712. Biblioteca típica de bibliófilo erudito, arrastraba consigo manuscritos que habían pertenecido previamente a García de Loaisa y Girón, donados en 1650 al convento dominico de San Vicente de Plasencia. La ruta hasta los anaqueles de la de Mondéjar nos lleva a recordar a Diego de Arce y Reinoso, obispo de Plasencia, al que sirvió de secretario Juan Tamayo de Salazar. Como obispo sacó fácilmente de la biblioteca conventual los códices que su secretario necesitaba para sus estudios sobre hagiografía hispana. No retornaron a sus legítimos poseedores y, a la muerte del Inquisidor General Arce y Reinoso, quedaron en posesión de su sobrino y heredero, Fernando de Arce y Dávila. Cuando este fondo se pone a la venta, parte en 1665, parte en 1677, el marqués de Mondéjar estuvo atento, adquiriendo precisamente uno de los tesoros actuales de la Biblioteca Nacional, el Beato de Fernando I y Sancha.
En todo caso, una visión libresca, erudita y lejana de lo que fueron los espacios escriturarios, copistas y lectores de nuestra tierra alcarreña en siglos pasados, cuajada de sabios entendidos y curiosos bibliófilos. Igualito que hoy.