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marzo, 1998:

Manuscritos hechos en Guadalajara

 

«La memoria de los omnes» -dice el Canciller Pero López de Ayala, en el Prólogo General a sus Crónicas- «es muy flaca: e non se puede acordar de todas las cosas que en el tiempo passado acaescieron: por lo qual los sabios antiguos fallaron ciertas letras, e arte de escribir por que las sciencias e grandes fechos que acaescieron en el mundo fuessen escritos, e guardados para los omnes los saber…» Palabras son estas, a su vez, que definen la esencia de la escritura: la transmisión del saber. Y el buen decir de las cosas.

Libros escritos en Guadalajara

Desde muy viejos tiempos, los hombres de nuestras tierras diéronse a escribir. Quizás sea de los más antiguos manuscritos esa joya que es hoy, para el idioma castellano, el «Cantar de Mío Cid» que ahora posee la Biblioteca Nacional de Madrid. En los altos páramos de Sierra Ministra, entre Guadalajara y Soria, quizás desde la atalaya de Medinaceli, fue escrito ese largo rimero de las andanzas y desventuras de Rodrigo Díaz de Vivar.

Hace un par de años, en 1995, la Biblioteca Nacional madrileña hizo exposición de los mejores manuscritos literarios que alberga en sus anaqueles. Y salieron a la luz algunos escritos, sin duda, por nuestra provincia y alcarrias. Así, los legajos que contienen las obras del infante Juan Manuel, quien en su castillo de Cifuentes redactó algunas de sus más famosas obras, entre ellas el Conde Lucanor y sus cuentos sazonados de gracia. O el «Libro de Buen Amor» del Arcipreste de Hita, ese Juan Ruiz burlón e irreverente que desde la altura empinada de Hita desgranó fábulas, recitó endechas a María y sugirió los males de la sociedad de su tiempo, el siglo XIV revuelto, sangriento, frescachón y en su sitio. Más tarde llegaría a Pastrana el aire puro y la prosa elegante de Santa Teresa, quien junto a San Juan de la Cruz escribió alguna de sus mejores páginas en el convento (entonces cubículo de cañas y piedras bastas) de San Pedro sobre el Arlés, en la vega… el «Cántico espiritual» del carmelita abulense está en parte escrito sobre la falda árida de la Alcarria.

Son estos algunos, por citarlos y recordarlos juntos, de los grandes trazos de la Literatura hispánica que tuvieron nacimiento entre nosotros.

Los Scriptoria medievales: del escriba medieval al gabinete de letras

Los grandes escribanos, escritores, poetas y cronistas de los viejos tiempos pusieron la firmeza de su mano sobre el papel, a través del cálamo señero. No cuesta trabajo, cuando se miran imágenes grabadas al boj de antiguos incunables, evocar el mundo de los copistas medievales con sus comple­jos modos de producción y variedad de instrumentos. En los monasterios, los palacios, o simplemente en las mansiones de los sabios (y el palacio del Infantado, o el convento de la Salceda, entre Peñalver y Tendilla, fueron algunos de estos lugares), los rincones dedicados a escribir letras sobre pergaminos se nos hacen visibles en sugestivas recreaciones literarias, como ésta que en frase de Umberto Eco nos sirve para evocar el mundo de los scriptoria, empresas de producción antes de la imprenta: «Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los lubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes esta­ban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribía. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento. Y algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, sólo leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales».

Miniaturas, tablas, retablos: en ellos se nos ponen ante los ojos aquellos espacios colectivos en los que unos profesionales, con su variado mobiliario de pupitres, atriles y de instrumentos: plu­mas, compases, reglas, alisadores, tinteros… hacían vivir la imaginación y el saber en la blanca faz de los manuscritos: una empresa bien organizada que produjo toda una variedad de obras en los tres cen­tros básicos de producción: «conventuales, universitarios y regios». Había además escribas ambulantes, aunque la principal fuente productiva de textos manuscritos fue, durante largos siglos, el espacio monacal de esos mágicos «scriptoria» de los que Dahl nos da una imagen vívida: «Cuando el monje se disponía a escribir, corta­ba primero el pergamino con ayuda de un cuchillo y una regla (operación conocida por quadratio); después se satinaba la super­ficie y se rayaban las hojas, para lo cual previamente se indicaba en el borde la distancia entre las líneas haciendo pequeños agu­jeros con un compás. El rayado se hacía con un punzón o con tinta roja o más tarde, con frecuencia, con un lápiz de grafito. Cuan­do por fin comenzaba propiamente a escribir, el escriba, o calí­grafo, tomaba asiento ante un pupitre inclinado, en el que se encontraban dos tinteros de cuerno con tinta negra y roja, y equi­pado con su pluma y su raspador se disponía a la tarea. La tinta roja se utilizaba para trazar una raya vertical a lo largo de las ini­ciales, en lo que se conocía por rubricar».

Algunas bibliotecas alcarreñas con manuscritos

Pocas bibliotecas conservan hoy manuscritos antiguos, literarios o históricos. En Guadalajara, con los dedos de una mano podrían ser contadas: la Catedral de Sigüenza, la Biblioteca Pública Provincial, el Archivo Municipal de Guadalajara, la Biblioteca de Investigadores de la Diputación… Pero en tiempos pasados hubo importantes elementos que servían de referencia a historiadores y bibliófilos.

Una de ellas, por supuesto, fue la gran biblioteca de los Mendoza en su palacio del Infantado. Iniciada por Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, fue aumentada por sus sucesores, y alcanzó hasta el año 1886 en que, con la rúbrica de «Biblioteca de la casa ducal de Osuna e Infantado» fue adquirida por la Biblioteca Nacional. Las gestiones para esa compra debieron de ser largas, pues sabemos que en 1877 se había ya nombrado una comisión com­puesta por Adelardo López de Ayala, Cayetano Rosell y otros, para llevar a cabo el examen y tasación de la biblioteca que el Gobierno se había propuesto adquirir. Con ella ingresaría la biblioteca del Marqués de Santillana y la biblioteca de los Con­des de Benavente, que posiblemente había quedado incorporada a la ducal de Osuna en 1771, coincidiendo con el matrimonio de Pedro de Alcántara Tellez Girón con María Josefa Pimentel, con­desa de Benavente.

De las dos principales bibliotecas confiscadas por Felipe V tras la Guerra de Sucesión, una fue la de Gaspar Ibáñez de Segovia y Peralta, marqués de Mondéjar, que secues­trada en 1708 se incorporaría en buena parte a la Biblioteca Real en 1712. Biblioteca típica de bibliófilo erudito, arrastraba consi­go manuscritos que habían pertenecido previamente a García de Loaisa y Girón, donados en 1650 al convento dominico de San Vicente de Plasencia. La ruta hasta los anaqueles de la de Mon­déjar nos lleva a recordar a Diego de Arce y Reinoso, obispo de Plasencia, al que sirvió de secretario Juan Tamayo de Salazar. Como obispo sacó fácilmente de la biblioteca conventual los códi­ces que su secretario necesitaba para sus estudios sobre hagio­grafía hispana. No retornaron a sus legítimos poseedores y, a la muerte del Inquisidor General Arce y Reinoso, quedaron en pose­sión de su sobrino y heredero, Fernando de Arce y Dávila. Cuan­do este fondo se pone a la venta, parte en 1665, parte en 1677, el marqués de Mondéjar estuvo atento, adquiriendo precisamente uno de los tesoros actuales de la Biblioteca Nacional, el Beato de Fernando I y Sancha.

En todo caso, una visión libresca, erudita y lejana de lo que fueron los espacios escriturarios, copistas y lectores de nuestra tierra alcarreña en siglos pasados, cuajada de sabios entendidos y curiosos bibliófilos. Igualito que hoy.

Dibujos y formas del mudéjar en Guadalajara

 

Pido a mis lectores que, como en otras ocasiones han hecho, dénle una oportunidad a la imaginación, y la pongan a saltar sobre el abismo del tiempo, poniéndola a la búsqueda, por tierras, sierras y caminos de nuestra provincia, de los elementos de una de nuestras más propias y olvidadas raíces, las mudéjares, las que explican en callada retahíla algunas páginas de la historia común.

Por no ser demasiado pesado en letras, creo que lo mejor es dar claridad a la propuesta con esa que es razón fundamental de nuestro tiempo: con la imagen, con las siluetas que en este caso son de complicadas tracerías y asombrosos dibujos en volutas.

Más de trescientos años permanecieron los musulmanes controlando políticamente el territorio de nuestra actual provincia, al menos el más poblado, el de los entornos del río Henares: desde su nacimiento por Horna y Sigüenza, hasta su salida al Jarama más allá de Torrejón, los árabes, beréberes y gentes varias del Norte de África y el Oriente próximo tuvieron el control de los caminos, de los alcázares y los portazgos. Desde los comienzos del siglo VIII hasta el fin del XI, la cultura islámica fue marcando (Marca la llamaron, por ser frontera con el cristiano Norte castellano) esta tierra, y dejando hondas huellas que aún pueden rastrearse.

Arte mudéjar en Guadalajara

El arte es el que mejor ha dejado su evidencia. El color pálido del yeso, de la piedra serrana tallada, o la pintura roja de los muros, todavía se asoman a nuestro camino. Lo mudéjar es la herencia, en tierra ya cristiana, de esa previa dominación o cultura islámica. Muchos moros quedaron a vivir pacíficamente entre el sustrato hispano-romano y visigodo previo, sin dramas especiales con los nuevos gobernantes. Y esos moros tuvieron el saber de muchas cosas. De la construcción sobre todo, de la decoración de edificios, de portadas, de ventanales y cornisas.

Por ello no se hace difícil encontrar sus huellas en los corazones y los horizontes de la provincia de Guadalajara. Tanto en lugares estrictamente civiles, como los más puramente religiosos. Siete espacios nos pueden servir de parada, en una ruta idealizada que empezaría en Guadalajara y acabaría en Campisábalos, en los extremos septentrionales de nuestra tierra.

Los complicados dibujos de líneas y plantas (por algo se llaman arabescos a estas múltiples encrucijadas) reciben su herencia capital de la exquisitez islámica, de Granada, en cuyo palacio nazarita de la Alhambra toda la maravilla de la imaginación geometrizante es posible.

En Guadalajara encontramos un ejemplo primordial: el palacio de los duques del Infantado, construido en los años finales del siglo XV, recibió de las manos de muchos alarifes de origen moro sus más delicados adornos. En la imagen adjunta vemos remarcado el mocárabe que a todo lo largo de la fachada de este caserón mendocino sustenta el nivel más alto de balconadas y garitones. El genial espíritu de la levedad pétrea, de la ingravidez de la madera, tiene aquí su asiento.

Un lugar preciso y magnífico para iniciar una ruta del mudéjar que a continuación se irá hacia la Alcarria, y llegará hasta Brihuega. Subirá hasta el podio de su castillo de los obispos, cruzará el patio de honor, hoy cuajado de enterramientos, y penetrará en la capilla del arzobispo Jiménez de Rada (hoy por hoy cerrada a las visitas turísticas). Allí, en sus paredes, y con pintura de oscuro tono rojo, encontrará el viajero los enrevesados y armónicos dibujos que artistas mudéjares al servicio de los toledanos prelados le pusieron a comienzos del siglo XIII.

Más allá, en las orillas casi del Guadiela, en el hondo y recoleto valle de Córcoles, la severidad cisterciense de su templo monasterial alberga en los costados de su presbiterio unas credencias que ven tallados rosetones de hermosa parafernalia mudéjar. Escoltadas de cortas columnas y pequeños capiteles románicos de acanto petrificado, los complicados dibujos de geometría soñada dan noticia cierta de alarifes moros por aquellos contornos. Era el siglo XII, Edad Media castellana repleta de gentes pegadas a su tierra secular y querida. Pronto podrán verse, con mayor detalle, en un libro que sobre Monsalud prepara don Andrés Pérez Arribas.

Se sube a Sigüenza luego, y se encuentran en plena ciudad episcopal detalles de la mudejaría andante: en la catedral, sin ir más lejos, en el gran coro de tallada madera que adorna el centro de su principal nave, surge brillante -cardinas y filigranas- la teoría más sublima del mudéjar, del geometrismo aniconográfico por excelencia: ausencia de seres, inexistencia de vida. Parece como si las líneas, al curvarse, solo buscaran producir música. Y en el Museo diocesano de Arte Antiguo, en un par de arcos que sirven de paso entre sus primeras salas, vemos los restos de sendas casas de las Travesañas, en las que constructores moros pusieron, para adornar los escudos de hidalgos severos, una complicada tracería sobre yeso de curvas, ángulos y mil sueños. No deben ser olvidados, aunque estén tan recónditos ahora.

El románico de Pela

Más hacia el norte, el viajero llegará hasta Albendiego, y en la orilla serena del Bornoba, se acercará hasta la ermita de Santa Coloma, el ejemplo más excelso del románico rural en Guadalajara. En su ábside, tres ventanales centrales en los que la filigrana tallada del mudéjar pregona viejísimos laureles. Los rosetones múltiples que tienen como motivo central la cruz octopuntata de los sanjuanistas, muestran hasta qué punto el mudéjar adornó los templos medievales cristianos. Junto a estas líneas vemos también un ejemplo de tamaña floritura en la piedra.

Un último enclave, la final frontera que nos circuye: Campisábalos, en su capilla del caballero San Galindo tiene varios motivos mudéjares que mostrar: quizás sea la ventanilla (no más de treinta centímetros de diámetro) que da luz a su presbiterio, ofrece de nuevo la estrella de cruzados rayos que complica el espacio, parte la luz y se lleva la mirada a rebotar en todos los límites que forma.

Un viaje, éste del mudéjar por Guadalajara, que merece emprenderse cualquier día. Aunque ya lo hayas hecho otras veces, lector amigo, esta oferta no decae: es más, se levanta cada año porque el mudéjar guadalajareño está formado de pequeñas sorpresas, y en su esencia la búsqueda paciente puede aportar tantas ofertas que lo que hoy solamente es un artículo puede llegar a ser un día cortejo de sones y filigranas. Una oferta que solo busca darte el camino por donde ir, lejos y cerca a un mismo tiempo, para poder encontrarse en silencio con uno mismo, con su ancestral identidad.

Ovila renace en Norteamérica

 

Todos conocéis Trillo, en la orilla ancha del Tajo. Asienta la villa de Trillo en uno de los lugares más pintorescos de la provincia de Guadalajara, allí donde las aguas del río Cifuentes caen en bravías cascadas y entre espesas arboledas, al cauce ancho y manso del Tajo. El emplazamiento lo tiene en estrecha repisa sobre el río, y al pie de altos murallones rocosos, que a lo largo de las orillas del Tajo se vienen sucediendo hasta varios kilómetros arriba. El contorno del pueblo, a base de alamedas, roquedales, huertas y bosquecillos de nogales, es encantador. Su término, por el que atraviesa el Tajo entre abruptos riscos y hoces, con la presencia altísima de las rocas denominadas «Tetas de Viana», todo ello cubierto de pinares y chaparrales, hacen que pueda colocarse entre los más hermosos de esta tierra, y se justifica con ello el que, ya desde hace muchos años, y aun siglos, Trillo sea escogido para pasar las vacaciones y el descanso veraniego por gran cantidad de personas.

El Monasterio de Ovila

Pero hoy queremos hablar algo de Ovila, ese espacio perteneciente al término de Trillo, y en el que, en medio de un encantador paisaje de alamedas, sotos y roquedales, aparecen las ruinas de la vieja abadía medieval que fuera de monjes cistercienses.

Situado sobre un amplio llano, a la margen derecha del Tajo, se llega a él por buen carril que sale desde el mismo pueblo, y pasando por bellos paisajes junto al río se llega a las ruinas de este cenobio, hoy propiedad particular, y muy escaso en restos artísticos, pues en 1931 fue vendido por sus dueños al periodista norteamericano William Randolph Hearst, el cual hizo desmontar la iglesia, el refectorio, la sala capitular y parte del claustro, para llevarlo a su país en barco, y allí reconstruirlo.

Algo debemos decir de su historia. Este monasterio fue fundado en 1181 por Alfonso VIII, en el lugar de Murel, junto al Tajo, en término de Morillejo, más arriba de su actual emplazamiento. El convento y sus dependencias se construyeron en la primera mitad del siglo XIII, siendo muy ayudado por los reyes castellanos, y teniendo en su torno un amplio territorio de ricos terrenos y heredamientos productivos, además del señorío, pasajero, de dos o tres aldeas de los contornos (Carrascosa, Morillejo, Huetos…). Fueron dueños estos monjes del santuario de Nuestra Señora de la Hoz, en Molina, y del de Nuestra Señora de Mirabueno, junto a Mandayona. Pero a partir del siglo XV comenzó su decadencia. Muchas tierras pasaron a poder de los condes de Cifuentes, otras las vendieron o perdieron, y, en fin, un grave incendio en el siglo XVIII desmanteló casi por completo este monasterio, que en 1835 estuvo sujeto a la Desamortización de Mendizábal. Sus riquezas artísticas y sus legajos documentales se han perdido por completo. Sólo quedan mudas y escuetas las piedras y ruinas que hoy se ven junto al Tajo.

La compra de Hearst

En 1931, William Randolph Hearst compró la Abadía de Santa María de Ovila, incluyendo completa la Sala Capitular, por unos 100.000 dólares. Unos 100 hombres se dedicaron a desmantelar las ruinas compradas, numerándolas en el mismo lugar, y conduciéndolas a lomos de mulas y en camiones, hasta Valencia, de una parte, y hasta Madrid de otra. Luego fueron cargadas en 12 barcos rumbo a América…

Los problemas financieros que comenzaron a afligir a Hearst durante la depresión económica, supusieron un cambio en sus planes de reunir estas viejas piedras en sus posesiones de Wyntoon, en el McCloud River, cerca de Mount Shasta. En esa situación, decidió regalarlas al Ayuntamiento de la ciudad de San Francisco y trasladarlas desde un almacén en que las tenía, al Golden Gate Park de San Francisco.

La Segunda Guerra Mundial y otros acontecimientos impidieron su reconstrucción. En el Golden Gate fue víctima de incendios, agresiones y vandalismo. Algunas piedras fueron usadas para otras necesidades del Parque en el Arboretum y en el Lago Stow. Progresivamente fue cada vez más difícil conseguir juntar las piedras para conseguir el mismo tipo de estructura.

Hacia 1980, la doctora Margaret Burke, experta en arquitectura medieval, supervisó e hizo un estudio de los restos que quedaban. Milagrosamente, la sala capitular sobrevivió al fuego y al vandalismo y se vio que era posible ser salvada. Se decidió intentar su reconstrucción.

Para el viajero que hoy va a Ovila, es de interés contemplar los restos de la iglesia (muros, arranque de bóvedas, algunos ventanales ojivos), de la bodega (ejemplar completo de recia sillería y bóveda de cañón, del siglo XIII), del claustro (del que quedan dos costados compuestos de doble arquería en severo estilo clasicista, construido a partir de 1617) y de la gran espadaña de la iglesia (de tres vanos para las campanas, obras también del siglo XVII).

La Sala capitular llega a la Abadía trapense de New Clairvaux

El abad Thomas X. Davis ya vio las viejas piedras de Ovila dispersas por el Golden Gate en septiembre de 1955, y solicitó desde entonces varias veces que la Sala Capitular fuera entregada a la Abadía de New Clairvaux como parte de su propia arquitectura y cisterciense herencia. El 8 de octubre de 1992, el Patronato del Museo de Bellas Artes de San Francisco, con la aprobación del Ayuntamiento de la ciudad, concedió a la Abadía de New Clairvaux la posibilidad de reconstruir la gran Sala Capitular de Ovila. A partir de ese momento, y en once grandes camiones, se trasladaron las piedras a New Clairvaux. Es esta una moderna abadía trapense (cisterciense) situada en la costa oeste, en California, en los Estados Unidos de América.

Para ellos es una auténtica gloria contar con los restos de Ovila. Solamente otras dos Salas Capitulares medievales existen en los Estados Unidos: La Sala Capitular de la Abadía de Pontaut (Francia), que fue reconstruida en el Museo de «The Cloisters» de Nueva York por John D. Rockefeller. Y la otra, la de Sacramenia, procedente de Segovia, fue reconstruida en el Monasterio de Sacramenia, en North Miami (Florida). La Sala Capitular de Ovila en New Clairvaux será, pues, la más antigua construida en la Costa Oeste.

La reconstrucción se ha encargado a John Bero, un destacado arquitecto restaurador, de Rochester, NY, quien ya ha realizado el proyecto. La empresa Sunseri Associates de Chico, California, está preparando los preparativos técnicos. Una vez se haya concluido la restauración y reconstrucción de la Sala Capitular, esta será usada por los monjes de la Abadía de New Clairvaux y será abierta a la contemplación del público, gratuitamente, todos los días. Las personas que deseen acogerse a la Abadía unos días, en retiro, tendrán la oportunidad de introducirse en la vida cisterciense y en su arquitectura, compendio de integridad y simplicidad. Cualquier otra información acerca de este tema, la Abadía de New Clairvaux en California y el proceso de reconstrucción de la Sala Capitular de Ovila, puede informarse en Internet en la siguiente dirección, donde obtendrá información actualizada al día: http://www.maxinet.com/trappist/chapter.html.

Visión del Tajuña

 

La tarde de invierno parece alargarse. En dos horas se pasa del pleno sol a la oscuridad total. Pero esas tres horas se deslizan lentas, parsimoniosas, plenas de emoción. Da tiempo en ellas para hacer un viaje por la Alcarria, subir al páramo, mirar viejas ruinas, bajar al valle del Tajuña, entrever ante el ocaso la silueta de Horche, volver a la ciudad, iluminada como una fiesta.

Lupiana, aquí mismo

No hay que hacer demasiados preparativos para salir al campo, para disponerse a rondar los históricos nombres. Nos hemos decidido por hacer un viaje microscópico, que ahora brindo a mis lectores para que lo repitan. Lleva un par de horas, y tiene el sabor completo de la magia y el silencio. Ese silencio que hoy es tan preciado, en este momento que todos usan para hablar, para sacarse de la manga viejas rencillas, rencores torcidos, huecas memorias de ofensas. En la tarde que cae, la Alcarria tiene, sobre todo, silencio ofrecido.

Subimos sin prisa la cuesta del Sotillo, por la carretera de Cuenca, en la que con suerte no nos ha tocado ningún camión delante. Quizás por ser sábado. A mí sí me gustan las descripciones largas, tendidas, minuciosas. Decir que en la orilla se apiñan los yesos y arriba, en la línea de la cima, perfiles de rebollar están como dormidos. Que por el valle del Henares, detrás de nosotros, la luz de un sol tamizado se entrevera de grises y naranjas. Que huele a humedad, a raíz, a urraca que revolotea en la rama, porque ha visto un halcón muy lejos, muy alto.

Torciendo a media recta de Horche, a la izquierda, se llega enseguida a Lupiana. Pero arriba primero, en el alto: la silueta fuerte y ungida del viejo monasterio jerónimo. Siempre me pareció un lugar único, donde la historia (tan larga, tan densa) de España se concentra como en implosión de voces. El monasterio de San Bartolomé, que fue creado para albergar la naciente Orden Jerónima en 1373, por devotos alcarreños (Pedro Fernández, y otros) conoció sus días de gloria cuando Felipe II venía a este hogar y pasaba unos días lavando sus angustias con los priores jerónimos. No hemos podido pasar (solo se puede entrar a visitarlo los lunes, por la mañana) pero desde la verja se ve la húmeda vereda de entrada, escoltada de altas ramas de chopos ahora secos, y al fondo la indecisa fachada de piedra caliza, con un San Bartolo sin cabeza.

Los viajeros están un rato mirando la gris macicez del monasterio, y sienten que su vida vale más así, frente a lo muerto. Tú también, lector amigo, puedes y debes olvidar un momento la ventolera de la actualidad (ni cines, ni ceses, ni orgías, ni querellas) y auparte frente a la verja carcomida de San Bartolomé, y mirar al final del camino, que oscurece por momentos. Allí se escucha un cantar opaco, la piedra tallada y la oración no dicha. Un latir sin fin nos confunde y llena.

El valle del Matayeguas

 Bajar la cuesta hacia Lupiana. Sorprende la cantidad de casas que se han levantado en la entrada al pueblo. Es un lugar, este de Lupiana, a diez minutos de la capital, y tiene ese valor que tanto nos gusta: la soledad y el silencio. El espacio justo para ver, como hoy vemos, el atardecer juntos. La silueta de su alta iglesia, que posiblemente Alonso de Covarrubias diseñara en su estudio toledano, y luego manos sabias y artistas (¿Hernando de Arenas quizás?) le dieran la forma que hoy todavía tiene. En su plaza, que basta mirar en un giro completo de trescientos sesenta grados, surge la picota renacentista, el Ayuntamiento barroco, la fuente, los bares, las casas ceremoniosas…

Seguir el valle del Matayeguas supone asombrarse, una vez más, ante la atalaya del Castillo de Lupiana (donde no pasó nada nunca, excepto que vivieron los hombres primitivos en su alto castro fortificado: lo aprendí en ese libro magnífico que hace poco nos regaló Jesús Valiente, la «Guía de la Arqueología de Guadalajara»).

Después, cruzado el puente sobre el Ungría, que oscuro se adivina en su cantar minucioso de animal hivernante, subimos la cuesta de las Majadillas, y a media ladera nos paramos a ver el caserío de Pinilla. Dice un cartel a su entrada que está prohibido el paso, que es «Propiedad particular». Será verdad, aunque yo siempre he dudado que alguna parte del planeta sea de propiedad particular. Yo me siento dueño de todo (compartido, eso sí, con los demás). Allí, en la ladera que baja brusca hacia el hondo valle del Ungría, están los restos de la que fuera iglesia parroquial de este pueblo, que se quedó vacío de gentes en el siglo XIV, cuando la peste negra, y luego se ha recuperado como «ermita del Cristo». Es románica, y de lo único que queda, el ábside, asoma su grandiosa fuerza pétrea y la forma semicircular coronada en el alero con canecillos.

Finalmente se culmina la cuesta, donde a un loco le dio un día por levantar gigantesca estatua dominante de la región, y que dejó en un chalet con forma de castillo que despista a los poco avisados. En el alto de las Majadillas se ve el Tajuña, horizontal y humano, grande y somnoliento. El color de la tarde es ahora gris opaco, morado triste, ocre ennegrecido, una mezcla de humo que no llega y agua en lo hondo. La carretera, como siempre, una línea blanca que baja desde Brihuega y va a Armuña.

Abajo de la cuesta, la ermita de Nuestra Señora de la Vega, junto a lo chopos asustados, muy cerca del agua que trae Tajuña abundante y limpia.

Hacia Horche, en la tarde final

Los viajeros siguen, por una carretera que está en obras desde hace meses, como poniendo a prueba la fe de los alcarreños en el progreso (que tarda siempre en llegar, pero al fin nos lo entregan). Y alcanzan la carretera de Cuenca. Se vuelven a Guadalajara. El Tajuña casi en oscuridad deja ver las luces de algún merendero, de alguna finca entre arboledas.

Arriba de la meseta, siempre orgulloso y desafiante, está Horche. Y pasamos a la plaza, animada y bullanguera siempre. Un espacio que tiene fuerza y alegría, pase lo que pase. La plaza de Horche, (también Ayuntamiento, zoco y bares) tiene escudos, casas viejísimas y otras elegantes, soportales y farolas, muchos coches y un ir y venir continuo de gentes. La plaza mayor de Horche es como la plaza mayor de la Alcarria. Uno la ve, y ya sabe que todas las demás son copia suya.

La vuelta a Guadalajara se hace despacio, en la noche. Apenas otros diez minutos de bajada, tras pasar la recta del Monte Alcarria y adivinar las sombras medio hundidas del poblado de Miraflores. La carretera, curvada y amable, nos deja por Cuatro Caminos en el Amparo. La Concordia y la Carrera. Todo luz, y ruido. ¿Se acabó para siempre la paz del viaje? No, lo puedes repetir cualquier día, cualquier atardecer, son dos horas, menos quizás. Y estarás seguro de que esta tierra nos acoge benéfica, mejor de lo que merecemos.