Páez de Castro, un sabio en el Henares (I)
Yo no sé si en Quer quedará mucha memoria de su paisano Páez de Castro. En su tiempo llenó el pueblo con su presencia y su fama. Después, cuatro siglos son catorce generaciones, solo una sombra huidiza. Hoy salta Quer a estas páginas por gracia de que lo hace su inmortal hijo. La verdad es que de Páez de Castro no queda en los libros de su pueblo ni la más mínima alusión. Ni se sabe cuando nació ni cuando murió. Pero el que no existan datos de ninguna clase, no quiere decir que su paso por el pueblo fuera efímero. En primer lugar, allí vivió su juventud, y, estando cerca de Alcalá, miembro como era de familia pudiente, se trasladó a la Universidad Complutense a cursar en ella sus estudios. No se dejó atraer en concreto por ninguna de las disciplinas, y, pues era el siglo XVI, ¡qué buen momento para hacerse un auténtico sabio a la antigua! estudió leyes, matemáticas, lenguas, historia, ciencias naturales… todas, en fin, las enseñanzas que por aquél entonces se daban. De lenguas aprendió el griego y el latín; luego el hebreo y el caldeo; más tarde el árabe. Cultivó la poesía, brevemente.
Pero no recae su atención sobre ninguna de estas materias en concreto. Las estudia y asimila, pero su gran pasión serán los libros. De ahí parte toda su peripecia humana; de ahí arranca toda su posterior fama. Páez de Castro y los libros forman un todo único e inseparable. Pero a Páez no se le puede tomar solo por este lado: es un triple espejo, cuyas otras dos caras son los amigos y las cartas. Libros, amigos y cartas hacen de él un pozo de sabiduría y humanidad que le elevan al rango de gran renacentista.
Su vida universitaria, su estancia en Trento y sus viajes por España y el extranjero, así como su nombramiento de cronista real y el hecho de estar al servicio de hombres de tantas relaciones como el Cardenal de Burgos y el embajador don Diego Hurtado de Mendoza, marcan la vida de Páez de Castro con la exquisitez y la luz del Cinquecento, y su inmortalidad, con el sosiego de saber que no ha perdido el tiempo. Hombres como él elevaron de categoría a la raza humana y dieron la patada a la dilatada ignorancia y brutalidad de la Edad Media.
A Trento viajó en 1545. Pasó por Zaragoza y Barcelona, tardando más de un mes en atravesar Francia y los Alpes. Iba, por supuesto, al Concilio en que España brilló en hombres como en ideas. De los asuntos tratados en el Concilio, Páez de Castro se interesaba por la parte humana de la cuestión Teológica (la doctrina de la predestinación, etc.). Acompañaba entonces al embajador de España, don Diego Hurtado de Mendoza y al obispo don Francisco de Mendoza, siendo todo su afán el rebuscar en librerías y bibliotecas: comprando libros, copiando parte de ellos… así pasaba su tiempo. Algunos cardenales estudiaron con él la posibilidad de que escribiera la Historia del Concilio, pero, aunque él mostró muy buena voluntad, no llegó a hacerse nada.
En octubre de 1547 llegó a Roma. Estrechó allí la mano de muchos amigos españoles, entre ellos nuestro paisano Luís de Lucena, el doctor Aguilera, etc. En aquellos días recibió las Órdenes mayores, como había deseado desde hacía tiempo. Después, continuó viajando por toda Italia. No hace falta decir de nuevo lo que Italia significa en el siglo XVI, no solo para los españoles que hasta ella llegaban, sino para el mundo todo: el de entonces, el de después, el de antes incluso. La Italia renacentista es un terremoto de grado infinito, que ha transformado el mundo. Nosotros aún vivimos de sus ideas.
Los deseos de Páez por conocer nuevas tierras, nuevas gentes… y nuevos libros, le llevaron a los Países Bajos, donde le vemos en 1554, en Bruselas. Al año siguiente, en Flandes, consigue recibir del rey de España una capellanía de honor y el cargo de Cronista Real. Pero su atención principal continuada polarizada hacia los libros, hacia los viejos papeles, hacia el estudio.
Por fin consigue su deseo de volver a la patria, y en Quer le vemos en 1560, sin querer ir, a pesar de los ruegos de sus amigos, a la Corte, que a partir de ese año, y definitivamente, se asentó en Madrid. En Quer era feliz, con sus hermanos y sobrinos, cuidando de su casa y de su fantástica biblioteca, que casi le había llevado a la ruina. En su casa recibía a antiguos amigos, a ilustres sabios que desde Alcalá se acercaban a charlar con él, o que desviaban su ruta cuando, desde Madrid o Alcalá, subían hacia Guadalajara.
No vamos a dejar aquí el relato vital de este guadalajareño, de este campiñero ilustre de antiguos siglos. Simplemente reposamos y tomamos fuerzas para seguir contando sus peripecias la próxima semana.