Guadalajara, ciudad de estatuas

viernes, 12 septiembre 1997 0 Por Herrera Casado

 

Tiene Guadalajara alguna que otra estatua repartida por sus calles, por sus plazas, por algunos recónditos lugares en los que la vista de visitantes y residentes no suele detenerse más allá de unos segundos. Pocas, en realidad, y muy politizadas. Porque si uno se pone a echar la cuenta, a recolectar en la memoria las estatuas que Guadalajara tiene dispersas por su espacio urbano, se dará cuenta de que abundan con mucho las dedicadas a políticos. Para empezar, la más conocida, que está en la Mariblanca como arropada de los pinos, se dedicó a comienzos de este siglo a don Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, por haber sido un buen ministro de Instrucción Pública y haber puesto en nómina a los maestros. Pero don Álvaro, no lo olvidemos, fue también presidente del Consejo de Ministros, alcalde de Madrid, presidente del Partido Liberal,  y muchas otras cosas en la política de comienzos de este siglo.

Siguen luego las estatuas a Francisco Franco, el general que gobernó España durante cuarenta años, y al ideólogo y presidente del partido de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera. Se añade, todavía en la Concordia, la que en busto recuerda a don Francisco de Paula Barrera, que además de periodista fue alcalde de la ciudad. Y en el mismo entorno la dedicada al general Pedro Vives, creador en Guadalajara del Arma de la Aviación Militar Española.

Otras representaciones, en bronce y en piedra, recuerdan a personajes que algo, o mucho, tuvieron que ver con Guadalajara. Desde una perspectiva social y cultural, nos encontramos la que en el ángulo de la Residencia de Ancianos está elevada a la memoria de Santa María Teresa Jornet, catalana ella, fundadora de la comunidad de Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Las que en honor de un historiador (Francisco Layna Serrano, cronista provincial) y un poeta (José Antonio Ochaíta, jadraqueño ilustre) se reparten por las recoletas plazas de Moreno y el Carmen. Y aun la enternecedora pareja (él sentado, ella acompañándole de pie) de la Tercera Edad está puesta junto a San Ginés. Dedicada al escolar, una preciosa talla en bronce, original de Jesús Campoamor, se encuentra en el vestíbulo del Colegio Río Tajo. Y una magnífica talla en bronce con el busto de Saleri II, inaugurada en 1990 ante la Plaza de Toros, hubo de ser retirada a los almacenes municipales ante el evidente riesgo de ser destrozada por la impune  agresividad que hacia todo lo que está en la calle, y se está quieto, ejercen algunos de nuestros vecinos.

Hay otros elementos que, como elementos escultóricos, pero sin personalidad concreta, se exhiben por los jardines: la Mariblanca y el guerrero con la bola en la mano que desde los verdes parterres de la Concordia despiertan nuestra curiosidad; y el Neptuno que en el Jardinillo se alimenta con el clamor del agua.

El gran conjunto arquitectónico-escultural que al inicio de la avenida del Ejército en su entronque con la Autovía de Aragón nos habla de la pasión geometrista de Francisco Sobrino es, quizás, el más moderno y elocuente de los programas visuales que nuestra Guadalajara tiene hoy en día.

No hablo ya de monumentos a los Ejércitos (el del Aire, con una hélice; el de la Marina, con un ancla, y el de la Guardia Civil, con su emblema minúsculo) puestos a lo largo de la Avenida del Ejército. Ni de las placas conmemorativas de personajes, algunas con hermosas tallas como la dedicada a Tomás Camarillo en la cuesta de Luís de Lucena, o la de Creeft en la rinconada de la calle Museo frente al antiguo Instituto). De placas cerámicas, tan frágiles, unas se mantienen porque están altas o escondidas (la de Vives en los muros del Archivo Militar, o la de Luís de Lucena en el patio delantero de la iglesia de la Piedad) pero otras fueron brutalmente destrozadas, como la que con un verso de Ochaíta al mismo Lucena se puso junto a su capilla en la cuesta de San Miguel. ¿Porqué ese odio de algunas gentes a lo hermoso, a lo delicado, a lo que adorna la vida ciudadana? Recientemente, fíjense quien no lo haya hecho aún, el Ayuntamiento ha tenido que retirar la magnífica colección de cerámicas de tema taurino realizadas por Bosch que adornaban los huecos bajos de la Plaza de Toros. Estaban comidas a pintadas, a golpes y a desprecio de los bárbaros.

Una esperanza y un ruego

Creo sinceramente que a la población arriacense le gustan las estatuas. No todos sus gobernantes están a favor de ellas. Lo han dicho públicamente. Pero no hay duda que una ciudad con estatuas es una ciudad hermosa. Vayan, si no, a Viena, y miren cómo tienen la ciudad. Toda cuajada de monumentos escultóricos a personajes y a cosas relativas a su historia. Sin ir tan lejos, vayan a Burgos, y vean los recuerdos de su Cid Campeador; vayan a Barcelona, y asómbrense de los homenajes a Miró, a Picasso, a los grandes músicos, escritores y personajes populares (¿quién no ha creído ver moverse a la señorita de la sombrilla en el Parque de la Ciudadela?). Vayan sin más, a Madrid, y miren las formas de Botero ante el Banco de España, o la lista de los Reyes Godos, en mármol vibrante, ante el Palacio Real.

Guadalajara debe crecer en estatuas. Tiene suficientes elementos en su densa historia [hechos y personajes, figuras populares e ideas] como para ponerlos en dura materia adornando el horizonte limitado de una plaza o un jardín. Recordar nuestra esencia, admirar más allá de la muerte y del centenario a quienes hicieron algo positivo por su ciudad, que es la nuestra. Dar al aire la voz y la memoria de lo que tuvo vida entre nosotros. Y así, por recordar alguno de los individuos, mitad real mitad fantasma, que forman parte honda de nuestra historia, saco a relucir de nuevo (lo fue, y con polémica también, a principios de siglo) la idea de hacer una estatua a Alvarfáñez de Minaya, conquistador de la ciudad a los moros. Se podría, al año siguiente, hacer una estatua recordando la figura del general al-Faray, el árabe que a mediados del siglo IX fundó la ciudad en que hoy vivimos (llamada entonces Madinat-al-Faray y luego «Wad-al-Hayara» por ser capital del «valle de los castillos» que forma el Henares. Y aun luego podría pensarse en poner el busto, que tendría que ser inventado en sus trazos, pero firme en la admiración, del judío Moisés ben Sem Tob de León, autor del «Libro del Esplendor», que vivió en esta Guadalajara del siglo XIII largos años de su vida. ¿No nos daría, esa trilogía de personajes, una imagen de ciudad abierta a todos los aires, de generosa alberguería de culturas y religiones como realmente hemos sido?

Una estatua al Cardenal Mendoza

Dejemos la teoría y vayamos a la práctica. En estos momentos, y después de los actos que hace un par de años se realizaron en conmemoración del quinto centenario de la muerte del gran Cardenal Mendoza, se está trabajando en el proyecto de levantar una estatua que rememore a esta figura, señera y única, de la historia de la ciudad. En ella nacido y muerto, a ella entregado siempre en dádivas y cariños, don Pedro González de Mendoza, gran Canciller del Reino de los Reyes Católicos, promotor de las artes y la cultura, merece más que nadie esa estatua. El Ayuntamiento guadalajareño convocó un concurso de ideas y proyectos para alzarla. Con él en la mano, con la maqueta de la estatua preparada, sólo falta ya el dinero para levantarla. Y el mejor matiz que ha tenido la idea, el de que sea hecha con el dinero de todos los ciudadanos, en colecta pública y amplísima, ya está en marcha. Todas las ofertas son útiles. Desde el más pequeño de los billetes actualmente en uso, hasta la millonaria cantidad que alguien quiera marcarse: contribuir todos con una cantidad simbólica, supondrá hacer más hermosa la ciudad, y hacerla con la masa de nuestra propia entraña. Una sociedad no puede, no debe ser hecha solamente por los políticos. La ciudadanía ha de cobrar su protagonismo siempre. En esto de las estatuas, también. No sólo poniendo su óbolo, pequeño, mediano o grande, sino dando ideas para llenar todos los rincones de la ciudad con estatuas. Que Guadalajara sea «la ciudad de las estatuas», como ya lo es (y con nuestro aplauso) «la ciudad de los cuentos», es algo que depende de todos y cada uno de nosotros.