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agosto, 1997:

En el Extremo de la Alcarria, Solanillos en fiestas

 

Estos días de agosto, en los que la provincia entera tiene su cifra de fiesta puesta en las plazas de todos sus pueblos, nos hemos acercado a Solanillos, donde nos han pedido que rindiéra­mos, en breve retazo, la memoria de lo que fue este lugar a lo largo de los siglos.

Y hemos ido hasta allá, a enterarnos de algo que pueda significar identidad y recuerdo. Nos hemos encontrado, años después de la última visita, con un pueblo animado a tope, llenas de gente sus calles, a rebosar su plaza, alegres, festivos todos. Es el verano. Los 80 habitantes que habitualmente tiene en invierno, suben a 400 este mes. Los mayores ven, enrojecidos los ojos, cómo llegan las nuevas generaciones: buenos coches, arreglos de casas, ya hasta una nueva plaza de toros… el no va más.

Algo de geografía

Se acuesta Solanillos en terreno agreste, movido, todavía en las primeras revueltas que van haciendo el arroyo de su nombre, dirigiéndose hacia el Tajo. Pertenece su término a la Alcarria, y como en toda ella aparecen aquí las suaves lomas por las que crece el olivar, y breves valles en los que un regato alumbra el agua que nutre pequeños huertos, toda su geografía de arcillas y bosquecillos volcada hacia el valle del Tajo, que no lejos de aquí pasa todavía agreste y retenido por el embalse de Entrepe­ñas.

Algo de historia

Escasos son los datos concretos que nos han quedado de su devenir pretérito. Es uno de esos múltiples lugares que surgieron nuevos en la etapa de la repoblación, cuando en el siglo XI, hacia el año 1085, la comarca entera fue conquistada de forma definitiva a los árabes por parte de las tropas del reino cristiano de Castilla. Pertene­ció al Común de Villa y Tierra de Atienza, pues dentro de los límites geográficos del mismo es mencionado cuando se definen las fronteras de ese Común en el texto del Fuero de Atienza. Formó parte del extremo meridio­nal de dicho territo­rio, por lo que adquirió el nombre, de estirpe claramente castellana, y alusiva a su lugar de emplaza­miento, en un breve llano entre cerros, y a su situación extrema dentro del conjunto del territorio histórico atencino debe su apellido. Eso de llamarse Solanillos «del Extremo» le viene de haber quedado en la parte más alejada, o extrema, del gran territorio comunal de Atienza.

Toda la Edad Media permaneció en el Común atencino, y todos los privilegios que los reyes habían donado a los hombres de Atienza, por aquello del apoyo prestado a los monarcas en guerras y calamidades, también tocaban a los de Solanillos, por lo que así vivieron, felices y sin mayores problemas, durante largos siglos. La historia (al menos la que se cuenta en los libros), cambió radicalmente en el último cuarto del siglo XV. En 1478 Solanillos pasó a pertenecer al señorío condal de los Silva, condes de Cifuentes, pasando siglos después, por lazos familia­res, a las casas de los duques de Pastrana, y luego de los del Infantado.

Don Juan de Silva, hombre de guerras y de letras, en el reinado de Juan II, en la primera mitad del siglo XV, fue el iniciador de esta familia de condes cifontinos. De la sucesión de nombres y personajes que conforman el mayorazgo del condado de Cifuentes, podrían sacarse pintorescas historias. Todos sus titulares fueron gente destacada en las armas, las letras y las cortes españolas de los siglos modernos. A comienzos del siglo XVIII, era conde don Fernando de Silva Meneses, quien durante la Guerra de Sucesión se puso al lado del archiduque de Austria, en contra de los Borbones. Al terminar la contienda, estos le desposeyeron de títulos y bienes, destruyendo por completo su palacio cifontino, que ocupaba parte de la plaza mayor de Cifuentes, frente al edificio concejil, sembrando de sal su solar.

Algo de patrimonio

La monumentalidad de Solanillos se centra en su iglesia parro­quial, que está dedicada al Apóstol Santiago, teniendo al exterior un aspecto de fortaleza y sencillez, con torre de cuatro cuerpos divididos por ligeras impos­tas, siendo los muros del templo de sillar y sillarejo calizo. Preside con su mole arquitectónica el espacio de la Plaza Mayor, siendo su planta cru­ciforme, con una sola nave cubierta por bóveda con labores de yeserías, mostrando en algunos puntos dibujados cruces santia­guistas. La entrada se resguarda por un pórtico o tejaroz que sostienen tres columnas toscanas, y es un arco semicircular adovelado, con la fecha de 1802 tallada en la piedra central, y que especifica que es esa su última restauración, y que el templo tenía el carácter de asilo, esto es, que cualquier perseguido por la justicia encontraría en ella refugio y no podría ser tomado con violencia por la autoridad. Todo el templo es, sin embargo, del siglo XVI. En su interior destaca la antigua talla del Santo Cristo, el venerado patrón de Solanillos.

A las afueras del pueblo permanece en pie, y restaurada moderna­mente, la ermita de la Soledad, con un ábside de planta semicir­cular con botareles y cornisa al exterior. Su construcción data del siglo XV.

Fuera del pueblo, en un pequeño allanamiento de la ladera del Pozo, aparece la Fuente Vieja. Así la llaman porque nadie recuerda cuando empezó a ser usada: tendrá siglos, muchos siglos de existencia. Por allí cerca pasaría el camino real que desde Madrid subía hasta Trillo, y ante ella pararían de vez en cuando los carretones y las diligencias que llevaban viajeros, enfermos, señorones y mercancías desde la Corte al lugar preciado donde las aguas medicinales más famosas de España devolvían la salud a los enfermos (sobre todo a los del reuma invalidante y los dolores perennes). La Fuente Vieja se construyó a base de piedras de sillería y tiene un firme frontal sólido del que salen los chorros del agua permanente. No es difícil imaginar las escenas que Pérez Villamil pintaba de viajeros, bandidos y recueros descansando junto a las fuentes: el calor tórrido de la España interior, se veía combatido en estos lugares que, como la Fuente Vieja de Solanillos, aportaban sombra, frescor y agua a las gargantas y a los pescuezos. Y además de esos elementos antiguos, venerables o simplemente tradicionales, hoy Solanillos se adorna, como renacida, con edificios valientes y nuevos como el Ayunta­miento, que ofrece las esencias de la arquitectura alcarreña (hasta campanillo tiene) pero con una limpieza de perfiles que le entrega clamor y cariño de quien le mira. El frontón por otra parte, venero del deporte, y la nueva Plaza de Toros, que este año se estrena, y que viene con su estructura hemicircular a dar un nuevo viso de modernidad, una propuesta de utilidad completa sin herir con muros innecesa­rios el paisaje.

A la caída de la tarde

Nos ha recibido, con su proverbial bonhomía, su cariño a Solanillos y su desvivirse por los demás, un hombre que tiene mucho qué ver en esta buena marcha de la villa. Mariano del Amo es de Solanillos y se le nota. Porque cuando habla de su pueblo, de las horas que en él hubo, de lo que se acaba de hacer, y de lo que puede venir, se ilumina en rostro y alma. Nos ha llevado, a la caída de la tarde, a su bodega, que la tiene cuidada, limpia y apetecible en la caída del cerro hacia el arroyo. Sentados a su puerta se escucha, tras el silencio, el esquiloneo ahogado de un rebaño, la aguda voz del pastor dando voces al perro, y unos hombres que charlan tranquilos entre las plantas de tomate de un huerto más abajo. Algún niño chilla, y los vencejos cortan en aire con su cuchillo oscuro. Solanillos se apresta a pasar sus fiestas, pero después de estos días de alegre pasar, quedará siempre abierto para que tú, viajero, te des una vuelta y acojas en tu carne el escalofrío de ver, mejor si cae la tarde, un pueblo de la Alcarria que tiene todas las de seguir viviendo.

Fiesta y alegría en Brihuega

 

Hoy es la fiesta grande de Brihuega. Que es como decir la fiesta mayor de la Alcarria. Porque aparte de ser su Jardín, de ser su centro, de ser su doncella riente, es la que tiene una fiesta más sonada, más movida: las fiestas de la Virgen de la Peña… casi nada.

Una fiesta para todos

Es proverbial el carácter alegre y amable de los brihuegos, quizás heredado de aquellos mozárabes cordobeses que en la Edad Media hizo venir a este lugar el rey Alfonso VI; su espíritu festivo y su locuacidad les han ganado el sobrenombre de «los andaluces de la Alcarria». Y para sus fiestas, las más animadas y concurridas de toda la comarca, han sabido ganar la mirada de todos cuantos se ponen en su alrededor.

Ahora son estas fiestas, entre los días 14 al 17 de agosto se celebran. Y lo hacen en honor de su patrona la Virgen de la Peña. En los días previos al 15, que es la fiesta grande, se celebra un solemne novenario, cuyos sermones se ven asistidos por oradores sagrados del mayor relieve. Ya el sábado anterior al día 15 se han iniciado estas Fiestas con la proclamación de la Reina y Damas de Honor, así como con la lectura del pregón desde el balcón del Ayuntamiento.

La procesión de la Cera

La «procesión de la cera» abre las fiestas de Brihuega el 14 de agosto. Ese día, a la caída de la tarde, antes del rezo de la Novena de esa jornada, tiene lugar la procesión de la cera, un acto de carácter polifacético, podríamos decir que una mezcla de religioso y de popular, más de lo segundo que de lo primero. Nutrida de niños y ancianos, de muchos visitantes foráneos, de la banda de música local y de las autoridades, los protagonistas de las misma son los Gigantes que representan a Ali-Menón y a la Princesa Elima, seguidos de una abultada corte de Cabezudos, teniendo como único protagonista religioso el estan­darte de la Cofradía de la Virgen de la Peña, escoltado por los miem­bros de su junta directiva, y el capellán de la misma, quien además del cetro propio de su autoridad porta un ramito de espliego y una vela apagada. Recorre todo el pueblo esta procesión de la Cera, y a ella asiste, tanto participantes como espectadores, el pueblo entero.

La tradición da una explicación al origen de esta procesión, diciendo que se hace para conmemorar la primera vez que se sacó públicamente por Brihuega a la aparecida imagen de la Virgen. Tras la alegría del hallazgo por la infanta mora de una talla oscura y hermosa de la Virgen María, se dispuso pasearla en procesión y llevarla hasta la ermita de Santa Ana. Compraron para ello diversos hachones de cera a un comerciante judío de la villa, y se echaron al monte. Pasaron el día entre la ida, la comida, los cánticos y la vuelta, y al devolverle los hachones al judío para que los pesara y pagarle la cera consumida, este vio con sorpresa que nada faltaba, que pesaban tanto como al principio de la procesión. De allí surgió la tradición de pasear, el día antes de la Virgen, su estandarte y un velón apagado de cera, para que volviera a la parroquia con el mismo peso que tenía a la salida.

A lo largo de la procesión de la Cera se extiende por los suelos de muchas calles abundante masa de espliego, lo que le confiere un extraordinario olor a la atmósfera del pueblo. Esa costumbre se anida con la de llevar el sacerdote un ramo de espliego junto a la vela apagada: se dice que hace muchos años, una viuda pobre prometió a la Virgen mandarla un gran ramo de flores si su hijo, a la sazón en la guerra, regresaba vivo. Así ocurrió, y la buena mujer, agradecida, no pudo más que salir al campo, reunir una gran cantidad de espliego y entregarla sobre las andas de la Virgen. Se subastaron luego, y se obtuvo una gran cantidad. Desde entonces, el espliego es elemento inconfundible y esencial de las fiestas briocenses. Como lo es también, desde no hace mucho, la colocación de claveles y matas de albahaca sobre las andas en las que se pasea la Virgen por las calles de Brihuega.

La carrera de los toros

Pero hoy día 15 es el de la fiesta grande de Brihuega. Una solemne función religiosa se celebra en la iglesia cuya titularidad pertenece a la Virgen de la Peña, y por la tarde sale procesión con la imagen de la misma, talla románica de las que pueden catalogarse como «Virgen negra», revestida profusamente de telas ricas y de joyas, recorriendo entre el fervor popular las principales calles de la localidad.

Mañana, por el día 16, es el del «encierro». Quizás la parte más conocida y popular de estas fiestas briocenses, de estas fiestas que son la esencia de la Alcarria toda.

La tradición de soltar los toros por las calles, y correrlos a toda velocidad por ellas, se remonta a varios siglos, por lo que bien puede considerarse al de Brihuega entre los encierros de toros más antiguos de España. Por la tarde, se sueltan desde el camino de Valdeatienza los toros junto a algunos cabestros, y recorren a toda velocidad las calles en las que los más valientes (y son miles…) retan a los animales y les provocan con rollos de papel en los costados. Al final, se dejan escapar por el campo, y ya bien entrada la noche grupos de jóvenes, caballistas y motorizados se dedican a buscarlos, recogerlos y guardarlos en la corraliza construida delante de la iglesia de San Felipe.

En la mañana del día 17, tras el paseo de la autoridad local con banda de música por las calles que recorrerán nuevamente los toros, se procede a soltar los animales, y hacer lo que se denomina «la bajada» desde San Felipe a los chiqueros de la Plaza de Toros, donde finalmente son lidiados y muertos por primeras figuras del toreo en la tarde de ese día.

Ya para el lunes 18, se deja lo que se denomina «correr el toro», una antigua tradición relacionada con la gastronomía, pero que forma parte indisoluble de las fiestas de la patrona. Miles de briocenses se marchan al campo a merendar carne de los toros sacrificados la víspera, sumadas las viandas con ca­britos y corderos asados, escabeche, jamón, buenas raciones de vino, etc.

La Virgen de la Peña y su leyenda

Estas fiestas de Brihuega, que se hacen en torno a la devoción de una Virgen aparecida, radican en la tradición que, desde hace muchos siglos, se cuenta de cómo apareció y se desveló entre las rocas rojizas (la «Peña Bermeja») la imagen oscura y dulce de María Virgen. En la esencia de las leyendas castellanas aparecen siempre los viejos ocupantes moros. Es una princesa mora el eje de esta tradición. La joven Elima, hija del rey Ali Menón de Toledo, quedó encantada del enclave de Brihuega y del castillo que sobre sus peñascos rojizos había, y le pidió a su padre poder quedarse allí una temporada de descanso. Rodeada de una pequeña corte de mujeres de compañía, y de un criado, antiguo prisionero cristiano o mozárabe llamado Ponce, y apodado «el Cimbre» pasó algunas semanas. Ponce intentó instruir a la princesa Elima en la doctrina cristiana, y ella estaba empeñada en conocer a la Virgen, de la que tantas maravillas le decía el criado. Una noche, desde la ventana de su habitación castillera, vio un gran resplandor sobre el abismo rocoso, y distinguió a la Virgen María con el Niño en brazos, que descendió lentamente bajo las rocas que sustentan la fortaleza. Referido el hecho a Ponce, éste se ofreció a bajar, atado a una cuerda, a lo hondo del precipicio, y al rato fue izado llevando entre sus manos una talla de la Virgen que la tradición dice ser la misma que hoy se venera en el pueblo. El caso fue que la conversión y bautismo de Elima fue instantáneo, y sobre el roquedal, junto al castillo, mandó hacer una ermita, que andando los años, por parte de los arzobispos toledanos, fue convertida en gran iglesia mayor del pueblo. Es curioso añadir que otros dos hijos del rey moro toledano Alí Menón, también se convirtieron al cristianismo tras sendas apariciones milagrosas de la Virgen: Casilda y Pedro (Alí-Petran) en Burgos y Sopetrán, respectivamente.

La Virgen de la Peña es una imagen románica de tipo seden­te al estilo de las que se tallaban en los siglos XII-XIII heredadas de la escuela de Clermont, y muy abundan­tes por Aragón y Cataluña, de las que quedan ejemplos como la Virgen de Torreciudad o la de Montse­rrat.

La época de su llegada a Brihuega debe estar en torno al año 1220, fecha en la que aparece un sello de un documento del arzobispo Ximénez de Rada con la efigie sedente de María. Sentada en su trono y con el niño en su rega­zo es el modelo iconográfico en el que fue venerada por reyes, arzobispos y pueblo briocense durante más de tres siglos hasta que hacia 1540, y siguiendo las modas de la época, se decidió vestirla, cubriéndola con manto, corona y rostrillo. También entonces se construyó el camarín del ábside de su iglesia en el que fue venerada tanto tiempo.

En la Guerra Civil española de 1936-39 sufrió importantes desperfectos, especialmente la cabeza del Niño Jesús, que se perdió. En 1939 se hizo una nueva en los Talleres de Arte Granda, y pocos años después el escultor Ricardo Font la sustituyó por la actual. Todavía en 1987, y en los talleres que la Conferencia Episcopal Española tiene en Madrid para la Conserva­ción y Reparación de Arte Religioso, se ha sometido a la medieval talla de la Virgen de la Peña a un minucioso proceso de restauración que la ha devuelto su original esplendidez.

Los brihuegos y las brihuegas

Solo me queda, para terminar este artículo que quiere servir de vocero y clarín de las fiestas de Brihuega, dar un apunte sobre los brihuegos y las brihuegas. ¡Qué gente única, que grupo sin par…!

El carácter de los brihuegos es muy particular, especialmente alegre, bromista y dicharachero. Hasta tal punto, que se ha dado en llamarles los andaluces de la Alcarria, lo dije antes. Ello puede ser debido a que en el siglo XI, cuando Alfonso VI anduvo de señor por estos pagos, gracias a la donación del castillo, pueblo y comarca por el rey toledano Al-Mamún, hizo venir a repoblar este lugar a numerosos mozárabes de Al-Andalus, gentes que ya quedaron para siempre aquí, insuflando su alegría a los modos de vivir. Esto es lo que se dice, y, en cualquier caso, la realidad lo confirma.

Y lo confirma con el hecho de la abundancia de poetas de corte popular, de gentes dadas a la copla, a la rima fácil, al ovillejo, que es como un zéjel de altura mesetaria. Los nombres de José Jara, Demetria Leal, Aurelio González (el rey del ovillejo) y José Magaña son algunos de los más altos ejemplos de esta faceta costumbrista de Brihuega.

Los brihuegos y brihuegas siempre tuvieron fama de bien plantados, de elegantes. No en balde en el resto de la Alcarria, a las figuras de la baraja (sota, caballo y rey…) se las llama gente de Brihuega. Dice Cela en su «Nuevo Viaje a la Alcarria» que En Brihuega la gente tiene buena planta, suele tener buena planta y sabe ir por la vida con mucha dignidad y empaque, casi todos parecen aristócratas. Otro aspecto a considerar desde el punto de vista de la geografía humana briocense es la pregonada fama de belleza que tienen sus mujeres. Ya en el siglo XVIII, un cronista viajero decía de ellas que están tenidas, con razón, por las más esbeltas y graciosas hembras de la Alcarria, y García Marquina en su Guía del Viaje a la Alcarria nos lo recuerda también, sabiendo de qué va. Cualquiera puede constatarlo, a nada que se dé una vuelta por sus calles, más aún en un día de fiesta como es hoy, en que la gracia estalla, y corre por las calles.

Un paseo por los monasterios medievales de Guadalajara

 

Tengo que reconocer que ha sido para mí una verdadera fortuna que la Junta de Comunidades, a través de la Consejería de Educación y Cultura, me haya concedido una ayuda a la edición, para poder sacar adelante un libro que tenía desde hace ya varios años escrito, y que por falta de esas ayudas, y dado el escaso, por no decir nulo interés, que el tema de los viejos monasterios suscita en el público alcarreño, no tenía posibilidad de salir adelante.

Ahora saldrá, y espero que pronto. Un repaso a esas viejas moles arquitectónicas, la mayoría en ruinas, algunas todavía felizmente ocupadas, otras en trance de renacer, servirá para alentar entre lectores, viajeros y curiosos la pasión por la historia y las formas de los monasterios medievales.

Son muchos los que existen entre nosotros. Perdidos la mayoría entre bosques y valles, a los que para llegar hay que echar esfuerzo y conocimiento, por no añadir auténtica pasión y una pizca de fe. Son muchos y muy hermosos. Algunos ya casi desaparecidos (¿alguien sería capaz de encontrar ni el solar siquiera del Convento de Dominicas de San Blas en término de Gárgoles?) y otros abandonados a extremos de delirio, de delito casi (¿alguien se ha acercado, a riesgo de quedarse sin coche, más allá de Pinilla de Jadraque, hasta las ruinas solemnes del monasterio de calatravas de San Salvador?) Otros, en cambio, como el de benedictinos de sopetrán, renacen estos días tras un siglo y medio de abandono y otros cuantos años de atentado permanente: con paciencia y entusiasmo, este lugar se recuperará, aunque para ello la Administración Regional tenga que poner muchos caudales. Pero lo merecerá el sitio, la historia y el acontecer de trece siglos de monaquismo que tiene detrás, y que define, como otros muchos lugares, buena parte del ser y el estar de las Alcarrias.

Cuales son los monasterios medievales

No es difícil definirlos como todos aquellos fundados con anterioridad al fin de la Edad Media, esto es, antes de agotarse el siglo XV. En Guadalajara queda el recuerdo de 19 fundaciones de estas características. Tres solamente permanecen todavía vivas: son los monasterios femeninos de Buenafuente (cistercienses) y Valfermoso (benedictinas) y el masculino de Sopetrán, que con dos benedictinos llegados de Leyre está comenzando su andadura de restauración y renacimiento. Todos los demás quedaron vacíos: unos en pie, casi enteros, utilizados para otros fines. Y la mayoría en ruinas, más o menos inestables, más o menos poéticas y evocadoras.

Hagamos un repaso breve de estas instituciones: los monasterios medievales de Guadalajara. Aunque pronto, espero, tengamos en la mano este nuevo libro que escribí hace años y que ahora gracias a la Junta de Comunidades y la Editorial AACHE va a poder ser editado para pública utilidad.

Los más antiguos de estos centros serían los que dieron cobijo a comunidades de canónigos regulares de San Agustín, en lo alto de la cima del Santo Alto Rey, y en la vaguada silenciosa del alto Bornova, en Albendiego: la ermita del Santo Alto Rey y el templo de Santa Coloma fueron lugares habitados, en la remota Edad Media, por monjes de origen francés.

Las grandes órdenes que fueron motor del Medievo, benedictinos y cistercienses, también tuvieron importantes centros en Guadalajara. De los primeros, recordar Sopetrán, ya nombrado, espacio que junto al río Badiel, entre Torre del Burgo e Hita, ofrece la grandiosidad de unas ruinas conventuales, y el recuerdo memorable de los Mendoza que le ayudaron y le hicieron crecer. Y poco más arriba del valle, junto al Badiel también, el femenino cenobio de San Juan Bautista en Valfermoso de las Monjas, que cuenta ya con más de ochocientos años de vida ininterrumpida.

De los segundos, los cistercienses, solo la comunidad femenina de Buenafuente queda viva. Lo demás son ruinas. De Buenafuente solo cabe decir que hace 25 años estuvo a punto también de desaparecer. Aún recuerdo haber visto un anuncio en los periódicos de Madrid diciendo que se vendía monasterio medieval en las sierras de Guadalajara. Quizás un milagro, quizás la voluntad férrea de un hombre (Ángel Moreno) y unas monjas que no quisieron dimitir, el caso es que surgió de nuevo, y hoy tiene la fuerza sumada de todos los demás. Entre sabinares, en la orilla derecha del Alto Tajo, junto a su iglesia monacal de estilo románico francés, Buenafuente es referencia obligada de monasterios y santidades hoy día.

Las ruinas cistercienses son las de Bonaval, cerca de Retiendas, aislados los muros, las bóvedas y los capiteles en medio de un quejigar misterioso, junto al alto Jarama. Son las de Monsalud, grandiosas y retumbantes, como salidas de una novela de Noah Gordon en la que miles de peregrinos imploran a la señora de Monsalud gracia para curar sus males de corazón, sus melancolías… Son las de Ovila, junto a Trillo, también en la orilla rumorosa del Tajo. Asombrado el viajero de hoy escucha lo que otros le cuentan: en 1931, William Randolph Hearst compró entero el monasterio, que llevaba ya un siglo abandonado, con objeto de trasladarlo a su finca de San Simeón, en California. Una aventura desquiciada y onírica que significó la muerte total del monasterio: parte mínima reconstruido en el Youth Museum de San Francisco, y parte máxima desparramada por los jardines del Golden Gate Park de la Ciudad californiana. Son, en fin, las de San Salvador en Pinilla, todavía dignas aunque abandonadas y maltratadas ruinas, que están pidiendo que alguien se ocupe de ellas, las limpie y las ponga en valor para quienes (cada vez más) respetan estos restos del pasado.

Los franciscanos vinieron después. Como los dominicos, mendicantes que enseñaban y vivían pobremente de la caridad de los vecinos. En nuestra tierra se alzaron, todavía en la Edad Media, varios de estos monasterios. La orden de Santo Domingo solo puso, de la mano del infante Juan Manuel, un humilde cenobio de monjas en el término de Gárgoles, junto a la ermita de San Blas, en el lugar que decía la tradición estaba santificado por la muerte en martirio de este hombre. El monasterio duró toda la Edad Media, hasta que las monjas se fueron y lo ocuparon varones que ya en el siglo XVII se trasladaron a la villa de Cifuentes. De lo medieval no queda ni la huella.

Los franciscanos fueron más numerosos. En Guadalajara ciudad levantaron un enorme cenobio, amparado como todo lo arriacense por los Mendoza. Tras hundimientos, fuegos, destrucciones y reconstrucciones, ha llegado hasta nuestros días bastante entero (iglesia gótica y claustro mudéjar) aunque con un destino radicalmente diverso del de su origen: es todavía sede del Gobierno Militar, cuartel y casa que, si no de guerra, sí lo es de armas. Un espacio maravilloso, rodeado de frondosos jardines, que está pidiendo atención por parte de quien debe proteger y ofrecer el patrimonio vivo y abierto.

Más franciscanos por la provincia: los de Molina, fundados por doña Blanca de Lara, hoy su iglesia, con el Giraldo en una esquina, sede del Centro Cultural molinés; los de Atienza, maltratado su solar de traza inglesa, y borrada cualquier huella bajo un bloque de edificios y un almacén de harina; La Salceda, en las cuestas que la carretera de Cuenca hace para subir desde Tendilla a Peñalver. Allí están alzados, y algo inestables, los muros de la capilla de las reliquias, donde Pedro González de Mendoza se hizo franciscano y escribió aquel libro memorable que llamaba «Monte Celia» al lugar. Y las monjas en Alcocer, fundadas por doña Blanca Guillén cuya estatua desapareció en esta guerra civil. O las clarisas de Guadalajara [Santa Clara se llama todavía el lugar donde estuvieron] y Santiago su iglesia de orden mudéjar y gótico. Su convento, transformado en mesa de cambistas.

Seguiremos aún recordando órdenes monasteriales, grandes monasterios solemnes. Y esto de la mano de los jerónimos, la congregación que nació, plenamente española, en esta Alcarria. Lupiana fue su lugar de origen, y el monasterio de San Bartolomé la maravilla aún viva, aún en pie, aunque también un tanto arrinconada de nuestras memorias, que deberían volverse más a menudo hacia aquel bosque frondoso y brillante sobre el que se alza la torre castillero y donde abre su risa el claustro de Covarrubias, algo único en toda Castilla.

De los jerónimos quedan ruinas por aquí y allá: en Villaviciosa de Tajuña mínimos restos del convento de San Blas. Y en Tendilla breves paredones de la casa de Santa Ana. Aún en Hontoba, en lo alto del cerro de los Llanos, se ven los paredones de la casa de veraneo que los jerónimos tuvieron en aquel apartado lugar.

Pero en fin, será ocasión, dentro de poco, de poder leer con todo detenimiento los azarosos vaivenes de estas instituciones. En ese libro que afortunadamente en pocas fechas aparecerá y dará, con palabras, dibujos y fotografías, la certera razón de estos edificios que nunca debieran haber caído. Pero que, al menos, viven en nuestra memoria.

Médicos de antaño, enfermedades y remedios

 

La profesión de médico, una de las más hermosas y, al mismo tiempo más sacrificadas de las que realizan los humanos, acentúa sus caracteres de servicio exhaustivo, de auténtico humanismo en todas sus vertientes con la imagen del médico rural, de ese hombre que es un poco ángel guardián de todos los habitantes de cada pueblo, y al que tan pocas veces se le reconoce su gran valor de entrega y de renuncia, al dedicar su ciencia y su vida de universitario, a unas gentes y unos ambientes que pocas veces se lo saben agradecer. Para ellos, los médicos rurales, que son, también en su mayoría, aficionados a leer y rememorar las historias antañonas van dedicadas las siguientes lí­neas, en las que se trata de desvelar, un tanto a vuelapluma y como leve muestrario de unos hechos muy di­fundidos, el estado de la asistencia sanitaria en tierras de Guadalajara, en los años finales del siglo XVIII. Pano­rama ridículo, triste y afortunadamente sobrepasado. Heredero de una deca­dencia secular de los estudios univer­sitarios, que sólo alentaron reformas a fines de ese siglo con la creación de colegios de enseñanza médica y qui­rúrgica, pero que en los pueblos con­tinuó dando vía libre a la actuación de vulgares barberos, cirujanos, ­ sangradores y multitud de magos, embaucadores y curielas.

En los papeles que guarda la sec­ción de manuscritos de la Biblioteca Nacional, recibidos por don Tomás López a fines del siglo XVIII, en con­testación a su cuestionario para la elaboración de un gran diccionario geográfico español, figuran las curio­sas respuestas de los párrocos de los pueblos respecto a la sanidad en los­ mismos.

El de Poveda de la Sierra, en 1787, dice así: «No se notan enfermedades particulares, y las que ay las cura un maestro sangrador, ó a lo más un cirujano y es saludable».

Don Lorenzo de Juan, párroco de Escariche, en el mismo año escribía: «Asta estos últimos años, no se ha padecido enfermedad endémica, pero en estos dos últimos, particularmente en el pasado 1786, fue tan maligna la epidemia de tercianas, que de 400 personas, sólo dos dejaron de pade­cerlas. Murieron más de 100 personas y la maior parte de la cosecha no pudieron recogerla por estar todos a un mismo tiempo enfermos» lo que viene a clarificar la nula «Medicina preventiva» que se hacía entonces, en orden a destruir la fauna de mos­quitos transmisores de enfermedades y al poco cuidado de sanear las aguas de bebida.

No es extraño esto si leemos lo que en 1795 decía el párroco de Cifuen­tes, con una interpretación etiológica, sin duda aprendida del médico, que es de lo más divertida: «su atmósfera sea poco sana, y que el aire en el verano se halle cargado de varios efluvios, que mediante el calor con facilidad se rompen; de aquí nace que tengan de continuo dolores vagos reumáticos, calenturas cotidianas remitentes, tercianas y quartanas, hidropesías de pecho, edemas y otras afecciones cloróticas, particularmente en el otro sexo, que no pueden disfrutar de un aire puro; generalmente el suero de la sangre no es puro, y las enfermedades más comunes son efecto de un principio de putrefacción del aire impuro». De entonces acá, afortunadamente, ha evolucionado el conocimiento médico a pasos de gi­gantes, dejando atrás estas ridículas interpretaciones que en nada habían variado desde la época griega.

La descripción de los hospitales de Atienza, en 1786, es por demás dra­mática, especialmente por lo que hace al de San Antonio Abad, atendido hasta 1781 por los trinitarios, y dedi­cado a las gangrenas, enfermedades venéreas y «majados del fuego de San Antón». Dice así el comentarista:

«… destinado para un determinado número de accidentes quirúrgicos se­ñalados por real cédula; bien que en el día sólo suelen admitirse los de úlceras inveteradas, chancros y gan­grenismos, cuyos accidentes como intratables por otro método que el horroroso de los cauterios del fuego y del yerro en las amputaciones hacen menos apetecible el ingreso de los enfermos».

El párroco de Pastrana, don Fran­cisco José Fermín de Beteta, decía así en 1787: «Las enfermedades comu­nes son tercianas, tabardillos, dolores de costado, etcétera, sobre cuya cu­ración no tengo inconveniente insertar el método que me ha dado el médico titular, porque se reduce a una diser­tación de Medicina sacada de los autores de esta facultad, que haría más dilatado este escrito». Y añade que Pastrana era uno de los pueblos más saludables de la Alcarria.

En Cabanillas también era frecuente la fiebre malárica, resultante de la nula prevención y cuidado por las aguas. Así lo confirma el cura, don Antonio Auñón, en 1789: «El número de muertos y nacidos es igual por lo común, y la enfermedad que regular­mente causa más es la de tercianas con especialidad cuando son húme­dos los años».

Finalmente, pondremos aquí dos contestaciones que, dadas por gente ajena a la profesión médica, constatan el escepticismo que, por parte del pueblo, siempre existió respecto a los dogmatismos y remedios puestos por los médicos. Don Juan Ayuso Fuente, cura de Galve de Sorbe, de­cía en 1794: «Respectivo a enferme­dades, se padecen de todas clases: sus curaciones (si acaso se curan más que las que la naturaleza cura por sí) las ignoro». Que tiene su miga de ironía, no menor que las palabras de don Juan Prestamero, párroco de Cobeta, en 1773: «Las enfermedades comunes son dolores laterales en el invierno, y en el verano calenturas ardientes, esto debido a la situación del pueblo, y de lo mucho que traba­jan, subiendo y bajando las penosas cuestas y escabrosidades. El remedio más frecuente para éstas es la copiosa efusión de sangre, con la que unos sanan y otros entablan las Ygle­sias», en que se deja ver la poca fe que tenía en aquel universal como absurdo remedio de las sangrías.

Los métodos de hoy son muy otros, aunque todavía queda un largo camino por recorrer en la lucha contra la enfermedad y la muerte. El afán de unos hombres, los médicos, será siempre la principal lanza que brille en esa batalla, aunque la sociedad de hoy (algunos sectores de ella) sea crítica a ultranza de todas sus actuaciones.