Tarde o temprano se llega a Bujalaro

viernes, 26 abril 1996 0 Por Herrera Casado

 

Han llegado los viajeros, en el atardecer del invierno, a Bujalaro, un lugar donde se llega tarde o temprano, donde el viandante es acogido siempre con aplauso y cara amable (según dicen) porque lo que es en esta ocasión, ni un alma, ni una cara aborigen, apareció en el horizonte. El viento se encargaba de barrer presencias, y el frío y la humedad encontraban acogimiento en cada esquina. No por eso los viajeros tuvieron miedo de parar, de salir a la calle, de pasear despacio por sus cuestas y acercarse a ver lo mucho, lo poco o mucho que de interesante tiene este lugar al que los tratadistas colocan en el extremo más norteño de la Alcarria.

Su término se forma de cerretes y bosquecillos, y abrigado entre ellos aparece Bujalaro, como escondido entre las flexuras del terreno que en suave escoro se va bajando hacia el río Henares,  que muy cerca pasa entre arboledas de chopos. Abunda por allí el viñedo, en todo caso escuálido y testimonial de mejores épocas. También los campos, ahora yermos, que prometen cereal, y algunas huertas. Historias antiguas tuvieron su asiento en estas tierras que parecen inexpresivas a quien las mira con el ojo de la prisa, pero que tienen un encanto especial, el encanto de lo que se adentra y se abriga en el corazón. Por este lugar pasaba la antigua vía romana, transformada en camino real durante muchos siglos, hacia Sigüenza y Aragón, por lo que todas las culturas dejaron su huella, y muchos advenimientos se reflejaron pronto en sus gentes.

De esa historia han querido los viajeros aprender algún retazo. Y han sabido que este pequeño lugar de Bujalaro fue en lo antiguo, tras la reconquista, en el siglo XII, parte de la tierra de Atienza. Años después, en el siglo XV, pasó a formar parte del Común de Villa y Tierra de Jadraque (incluido en su sesma del Henares) en cuya jurisdicción permaneció muchos siglos. En 1434, el rey Juan II hizo donación de Bujalaro, junto con Jadraque y otros muchos pueblos comarcanos, a don Gómez Carrillo, su cortesano. El hijo de éste, Alfonso Carrillo de Acuña, malcambió todo este territorio por el pueblo de Maqueda al cardenal don Pedro González de Mendoza, quien se erigió en señor de Jadraque y su tierra, levantó el castillo llamado de «El Cid» que otea largos horizontes de valles y sierras con poderío bien fundado, e instituyó un mayorazgo con todo ello, denominado como «el Condado de El Cid», pasando a su muerte a poder de su hijo primogénito don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, marqués de Cenete, recayendo dos generaciones después, por uniones matrimoniales, en el duque del Infantado, en cuyo poder siguió hasta el siglo XIX en que fueron abolidos los señoríos.

Lo que hay que ver en Bujalaro

Por la cuesta abajo, y a un lado de la calle-carretera, los viajeros se quedan mirando, medio extrañados de encontrar joyas de la arquitectura medio perdidas entre sucintos árboles y verjas cerradas, hacia la iglesia parroquial. Está dedicada a San Antón, según luego supieron. Así de primeras parece un edificio muy sencillo, muy rural y de corte humilde, pero luego se ofrece grande y pulcro, con toda la fuerza de la originalidad. La iglesia de Bujalaro es un edificio de la primera mitad del siglo XVI. Al exterior, y en el muro norte, nos ofrece su portada de ingreso, que después de mirarla y remirarla se confirma como un valioso ejemplar del estilo plateresco, obra sin duda de los artífices que en esos momentos trabajan en la catedral de Sigüenza. Y eran los comedios del siglo XVI probablemente. Es más, los viajeros no han dudado un momento, sacando sus conclusiones de formas y disposiciones, que a uno de esos grandes artistas toledanos, como fueran Alonso de Covarrubias, Nicolás de Durango, Francisco de Baeza, etc., se les debe atribuir la traza y talla de esta magnífica portada.

A media luz ya, cuando la tarde que fue corta deja enfriar manos y caras, se puede apreciar que esa portada se forma de un arco semicircular flanqueado de adosadas columnas que apoyan en moldurados pedestales, y que se recubren totalmente de decoración plateresca muy fina, rematando en capiteles compuestos, sosteniendo un arquitrabe con leyenda y ornamentación del estilo, coronándose a los extremos por sendos flameros, mientras en el centro se yergue, escoltada por roleos, una hornacina de idénticas características a la de la portada, cobijando bajo venera una talla apreciable, aunque ya muy desgastada por la erosión, de la Virgen María. En la clave del arco de entrada se ve un escudo de las llagas de Cristo sostenido por ángeles, y en las enjutas de dicho arco aparecen San Pedro y San Pablo, con sus respectivos atributos, que ya se sabe que son las llaves para San Pedro y la espada para San Pablo. En el friso de la puerta aparece tallada, con letras grandes y algo irregulares, pero que a los viajeros les sirve para juntos descifrar viejas leyendas, y leer la siguiente cartela: Ave Regina Cellor Ave Dna Angelor 1540, que desarrollada y traducida viene a decir más o menos: «Salve Reina de los Cielos, Salve Señora de los Ángeles, 1540». Sobre la hornacina de la Virgen hay otra frase de difícil lectura, por su desgaste. Y junto a ella, a su izquierda, hay empotrada en el muro una lápida de la época en que se lee, desarrollando las abreviaturas, que «acabóse esta obra siendo cura el reverendo señor bachiller Suárez, Deán de Sigüenza y mayordomo Alonso Martínez Molinero».

Apenas queda luz en el ambiente. Los viajeros tienen la suerte de encontrar entornada la puerta del templo, y pasan a su interior, donde observan que es de una sola nave, con el presbiterio al fondo algo elevado, al que se pasa por un gran arco de medio punto, algo irregular, apoyado en sendas pilastras con sencillez molduradas y decoradas con bolas. El altar es barroco, hecho en 1753, de tipo muy popular, conteniendo una talla de San Antón. El artesonado de la iglesia, donde ahora anidan todas las sombras, es de madera, muy interesante, con labores mudéjares en toda su extensión, y puede datarse sin duda como obra del siglo XVI.

En el patiecillo de delante del templo quedan ateridas las hojas del pasado otoño. Musgos que aseguran fue muy lluvioso (y aún nevoso) el invierno, y el silencio total de los páramos en el que los viajeros se encuentran, con facilidad pasmosa, a sí mismos.

Bajando más la calle, se encuentran con la interesante fuente del pueblo, de buena piedra tallada, y una figura de sedente león en lo alto, que pudiera ser un perro, o una esfinge: lo mismo da, porque ya casi es de noche. Según se enteraron luego, en el término de Bujalaro existen los restos de un antiguo poblado que tenía por nombre Henarejos, y que poseyó entidad y una pequeña iglesia de los siglos medievales. No lo pudieron ver. Pero lo que vieron les gustó, y concluyeron en que por muy lejano, muy oscuro, y muy mínimo que esté un pueblo, merece llegarse hasta él, y apurar ese vaso viejo y arpado de la vida que nos deja beber un momento, un breve trago, del elixir de los sueños. En Bujalaro fue posible. Os invito a hacerlo.