Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

enero, 1996:

250 años de Goya: la Alcarria también lo celebra

 

Este año que ahora comienza, el de 1996, será el año Goya en todo el territorio hispánico. Uno de los sujetos más inteligentes, originales y personales que han surgido de la larga y densa historia española. Aragonés de hondas raíces, de expresión genuinamente mañica, pero universal en su pensamiento y quehacer, Francisco de Goya y Lucientes tendrá en este año su cumplido homenaje y recuerdo. Y no sólo en Aragón. También en Castilla, y aquí, en Guadalajara, porque existen razones que lo piden con merecimiento.

Goya, de paso por Guadalajara

Poco sabemos del paso de Goya por Guadalajara. Estamos ciertos de ello, sin embargo. En sus múltiples viajes de Zaragoza a la Corte, y viceversa, Goya pasaba por el Camino Real de Aragón, unas veces por la alta meseta de Torija y Algora; otras por el riente valle del Henares, a través de Guadalajara, Jadraque y Sigüenza. La sospecha de un cierto alcarreñismo «de refilón» para Goya nos la aporta precisamente su entronque con Jadraque. En el año 1808 sin duda estuvo allí. Viajó de Madrid a Zaragoza, acompañado del pintor alcarreño Gil Ranz, para cumplir un encargo del general Palafox. En esos momentos, don Melchor Gaspar de Jovellanos se encontraba asilado en la casona de su amigo el ilustrado don Juan Arias de Saavedra, en pleno centro de Jadraque. Y con Jovellanos se encontraba su fiel secretario y amanuense, el también asturiano Manuel Martínez Marina. ¡Vaya corte de cinco genios, los que la suerte juntó aquel verano de 1808 en la villa de Jadraque! Ilustrados e ilustradores, hablaron entre ellos de lo divino y lo humano. Arias de Saavedra había dado cobijo en su palacio al perseguido Jovellanos. Este leía, pensaba y escribía, preparando modos de gobierno ideales; su secretario Manuel Martínez Marina tomaba apuntes y esbozaba en las paredes de una saleta abierta al jardín los futuros dibujos en los que el castillo de Bellver, cazadores y pescadores quedarían eternizados con sabia mano. Francisco de Goya, batido en tantas calamidades, sordo recio y sapientísimo pintor, tan amigo de Jovellanos que años antes, en 1798, le había hecho el único retrato de cuerpo entero que se le atribuye. El que acompaña estas letras. Y Gil Ranz, joven entonces, con los ojos bien abiertos, en un sueño metido.

Los estudiosos de Jovellanos, de la Ilustración en la Alcarria, de Jadraque y de tantas cosas nuestras, Margarita del Olmo y Emilio Cuenca, pensaron en su día que pudiera haber sido Goya mismo quien pintara los frescos de la «saleta de Jovellanos» en Jadraque. Al menos, que algún rasgo de su genial mano dejara en aquellos muros.

Sea como sea, ahí tenemos el dato: un año, 1808, y cinco personajes (Goya, Jovellanos, Martínez Marina, Gil Ranz y Arias de Saavedra) juntos en la casona principal de Jadraque. Motivos más que suficientes para decir que este año, el de 1996, es también el «año Goya» aquí, en Guadalajara. Que algún retazo de su impresionante trayectoria humana y artística quedó cosido al delantal severo y alegre a un tiempo de la Alcarria.

Goya, un apunte breve de su vida

Este es el año de Goya porque nació, el 30 de marzo de 1746, en Fuen­detodos (Zaragoza), hace ahora 250 años. Hijo de José Goya, maes­tro dorador de retablos, inició su formación como pintor en Zaragoza con José Luzán. En 1763 participa en Madrid en el concurso convocado por la Real Academia de San Fernan­do para las pensiones de Roma, que no obtie­ne, como le ocurrirá en 1766. Pero en abril de 1771 consta que está en Roma, desde donde envía a la Academia de Parma un cuadro con el tema de Aníbal cruzando los Alpes. En octubre de ese año volvió a Zaragoza donde pintó La gloria del nombre de Dios para la Basílica del Pilar. De estos años son otras pinturas religiosas en Muel, en el Palacio de Sobradiel de Zaragoza y en la Cartuja de Aula Dei. En 1773 casó en Madrid con la zaragozana Josefa Bayeu, lo que facilitó su trabajo en la Corte, gracias a la influencia de Francisco Bayeu. Es entonces cuando inicia la gran serie de cartones para tapices que habrían de colocarse en las habitaciones reales de El Escorial y El Pardo, y que le tendrían ocupado hasta 1792.

Tras ingresar en la Real Academia de San Fer­nando, es nombrado pintor de cámara en 1789. En esos años hace las pinturas de dos bóvedas en el Pilar de Zaragoza, y el San Bernardino de San Francisco el Grande, terminado en 1784. Es entonces cuando inicia su etapa como retra­tista, realizando numerosas obras, entre ellas el del Conde de Floridablanca; el de la Familia del infante Don Luís; el de Los duques de Osuna y su Autorretrato pintando de la Aca­demia de San Fernando. Tras su enfermedad en Cádiz, de la que queda sordo, en 1793, Goya presenta un profundo cambio en su modo de realizar el arte. Su amor, no correspondido, por la duquesa de Alba, y los trasiegos de la Guerra de la Independencia a partir de 1808, le hacen sentirse mucho más crítico, insistiendo en la caracteriza­ción humana del retratado más que en su posición social. Son obras magistrales de esa temporada el retrato de la Condesa de Chinchón; el de la Duquesa Cayetana de Alba, este de Jovella­nos  del Museo del Prado, cuya copia magnífica vemos hoy en Jadraque; el de Godoy, y los retratos reales, como el famoso de La Familia de Carlos IV de 1808. Como pintor religioso decora la Santa Cueva de Cádiz, y el magnífico conjunto de San Antonio de la Florida. Su nuevo sentido crítico se hace especialmente evidente en obras como El entierro de la sardina, en la Academia de San Fernando, y en La casa de Locos del mismo Museo, más la serie de grabados de Los Caprichos, universalmente aplaudida. Durante la Guerra de la Independencia Goya permanece en Madrid, colaborando con los franceses. Realiza la serie de gra­bados de Los desastres de la Guerra y algunos excelentes retratos fe­meninos. En 1814 recibió el encargo de dos obras especialmente famosas: La lucha del Dos de Mayo en Madrid y Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, que anticipan el expresionismo pictórico insertándose en la idea de los horrores bélicos. Tras la Guerra, compuso su tercera serie de grabados, La Tauromaquia, y en marzo de 1819 adquirió la Quinta del Sordo, para la que pintó su gran serie de pinturas negras, claramente anticipadoras de algunas características tendencias de la pintura contemporánea; son realmente expresivas de la genialidad de Goya, y están trazadas de acuerdo a un programa iconográfico en el que se destacan los poderes sobrenaturales. En mayo de 1824 se trasladó a Burdeos, exiliado, residiendo allí los últimos años de su vida. Murió el 16 de abril de 1828.

Un artista de cuerpo entero, que Aragón dio a España, y España al mundo. Un genio que también por Guadalajara dejó huellas, recuerdos, susurros apenas, pero lo suficiente como para desde estas páginas evocarle y animar a todos a encontrar en él nuevas sensaciones.

Los caminos del románico por Guadalajara

 

El Románico de Guadalajara es un tema inacabable. Es como un diamante bien tallado que tiene cien caras, más caras aún, todas brillantes, concisas, inolvidables. Es una mina auténtica que está todavía por explotar. De cara a un turismo interior, a un peregrinaje cultural en busca de latidos medievales, de certezas añejas.

Viene esta disquisición a cuento de que el próximo martes día 23, y en el Aula de Historia de la Casa de Castilla-La Mancha en Madrid (Calle La Paz, 4, a las 8 de la tarde) daré una conferencia así titulada, «El Románico de Guadalajara», ilustrada con diapositivas, y oferente de imágenes y rutas, de iconografías y siluetas, con las que alentar a nuestros vecinos de región a que vengan y corran estos caminos sonoros y mágicos.

Pero viene a cuento, también, de algunas otras buenas noticias que en torno al Románico de Guadalajara se van a producir en breve. Mi buen amigo, el joven escritor Juan Laborda Barceló, con otros compañeros, están planificando una investigación en torno a las huellas palpables de la Repoblación castellana en nuestra tierra a través de la silueta cierta de los templos románicos. Es realmente una apasionante propuesta, para la que no sólo vaticino un éxito seguro, sino a la que me atrevo a sugerir alguna vía de apoyo: las formas las hacen los hombres. Las formas del Románico de Guadalajara, que son varias, ¿qué hombres las hacen? ¿De dónde vienen? Las hay con certeza castellanas, (burgalesas y segovianas) en la serranía de Pela. Las hay ultrapirenaicas, languedocianas, poitevinas, rosellonenses (Buenafuente en Molina, Santa Clara…) e incluso estamos hablando de un camino hacia atrás, de una influencia en feed-back con respecto al territorio más meridional, el toledano concretamente: un románico mudéjar se encuentra en Guadalajara construido por gentes venidas del entorno de la capital y reino de Toledo. En cualquier caso, una apasionante aventura que supondrá, a mi amigo Laborda y sus compañeros, un encuentro fructífero con la historia y el arte de Guadalajara.

Pero aún hay más. Uno de los monumentos más representativos de la historia medieval alcarreña, el monasterio cisterciense de Ovila, verá de nuevo un resurgir parcial, en las tierras norteamericanas donde se lo llevaron, despiezado, por los años de la República. Concretamente fue (ya lo saben todos mis lectores) el magnate de la prensa yanki, William Randolph Hearst (hace escasas fechas repetían en Televisión ese «Ciudadano Kane» orsonwelliano que tan perfectamente le retrataba) quien compró Ovila y se la llevó a California para meterla con calzador en aquella onírica construcción de las colinas de San Simeón. La portada del templo, renacentista, quedó en el Young Museum del Golden Gate Park. Pero el resto de las construcciones con primor bernardo se quedaron, numeradas y dispersas, por los jardines de la Puerta Dorada, mirando el brumoso celaje de la bahía. Es ahora una comunidad de monjes trapenses, que en estos días visitan Trillo, la que quiere reconstruir lo que queda de Ovila (la Sala Capitular románica, parte del claustro, etc.) en su nuevo monasterio californiano. Ojalá tengan ánimo, y dinero, para concluir su empeño. Y el románico de en torno al Tajo, el estilo más puro del Medievo alcarreño, reviva y respire de nuevo… aunque sea tan lejos.

Cuatro rutas posibles en el Románico

Para conocer esta faceta, tan polimorfa y encantadora, de nuestro patrimonio, se hace preciso andar, mirar por los cuatro costados de la geografía guadalajareña. En ella, en todo el territorio histórico, deben ser consideradas cuatro zonas muy concretas y bien diferenciadas en las que aparecen edificios de características específicas. Apartándonos de la habitual clasificación ‑iniciada por Layna Serrano‑ realizada a base de consideraciones exclusivamente geográficas, y más concretamente guiada por las cuencas de los ríos que cruzan el territorio provincial, mi propuesta fue, no hace mucho, (y en un libro sobre este mismo tema del Románico que ha tenido bastante fortuna, al menos fuera de nuestras fronteras), una nueva clasificación, en un sentido que podríamos decir mixto (histórico-geográfico) y que divide el territorio provincial en espacios definidos por características en las que prima tanto la cuestión topográfica como la homogeneidad histórica. Así propuse la existencia de cuatro espacios, a cada uno de los cuales correspondería un bloque de edificios de características comunes y, en cualquier caso, insertos en una estructura histórico-geográfica uniforme.

De este modo puede dividirse el complejo bloque del estilo románico en Guadalajara:

a) el románico de Sierra Pela, que se localiza al norte‑noroeste de la provincia, y que abarca una franja que lleva desde Villacadima hasta Atienza, incluyendo edificios como los de Albendiego, Campisábalos, San Bartolomé, la Trinidad, el Val, Romanillos, Bochones, y varios otros, y que tiene unas características constructivas y sobre todo ornamentales muy emparentadas con el románico de Soria y heredadas del foco de Santo Domingo de Silos.

No cabe duda que la cabecera socio-económica de esta zona estuvo en la villa de Atienza, aunque por ser lugar caminero recibió influencias de otros lugares norteños, y sirvió como tránsito hacia zonas más meridionales de estas novedades estilísticas.

b) el románico de Sigüenza, que nace en la ciudad episcopal de Sigüenza, promovido y dirigido por sus obispos y los individuos de su cabildo catedralicio, y que a continuación, y a lo largo de los dos siglos siguientes, se extiende por todo el área de influencia de este obispado, hacia el sur, abarcando las serranías del Ducado, el valle alto del Henares, y una parte de la Alcarria. Es de anotar el hecho de que los cinco primeros obispos de Sigüenza fueran de origen aquitano, y que por lo tanto durante la segunda mitad del siglo XII y primera del XIII, los maestros constructores venidos de Francia a petición de estos jerarcas religiosos, fueran quienes dictaran sus normas constructivas y apoyaran la actividad de grupos de tallistas venidos también del sur de la actual Francia. La influencia de este foco es muy grande, y se extiende por todo el entorno inmediato a Sigüenza (Carabias, Pozancos, Pinilla, Beleña, Abánades, Cifuentes), llegando incluso a lugares muy alejados, ya plenamente alcarreños.

c) el románico de la Alcarria, que abarca los territorios del sur y oeste de la actual provincia. Estuvieron enmarcados desde finales del siglo XII en los obispados de Toledo y Cuenca, por lo que recibieron de estas ciudades y sus cortes eclesiásticas una indudable influencia. Dado que el románico es un estilo arquitectónico y artístico que, metafóricamente hablando, viaja de norte a sur, la influencia de lo seguntino, de su gran catedral, y de las temáticas espaciales y ornamentales de territorios aún más septentrionales a través de ella, cuaja nítidamente en los templos del territorio alcarreño.

d) el románico de Molina, circunscrito al territorio histórico del Señorío de Molina, y que tras su reconquista en 1124 por Alfonso I el Batallador de Aragón, hasta siglo y medio adelante, posee una real independencia política de los poderosos reinos con quienes tiene frontera. Tiene por su núcleo central al monasterio cisterciense de la Buenafuente del Sistal, lugar que junto con Huerta fue panteón de los señores del territorio, así como otros templos de la propia capital del Señorío, especialmente el hoy conocido como convento de Santa Clara, que en su origen fue iglesia parroquial de Santa María de Pero Gómez. El hecho de que el primer señor molinés, el conde don Manrique de Lara, estuviera casado con Ermesenda de Narbona, y que de esa ciudad del Rosellón vinieran a Molina juristas, militares y clérigos a dirigir la repoblación del territorio, puede explicar el sello propio que tienen los edificios románicos, hoy tan escasos, que se encuentran por Molina y su territorio. La iglesia del monasterio de Buenafuente, Santa Clara de Molina, Rueda de la Sierra, Tartanedo, Teroleja y algunos otros, prueban la influencia que el románico franco ejerció en este territorio.

En cualquier caso, un tema que da para mucho, para largos paseos y hondos pensares. Un tema de los que a tí sé que te gustan.

Paisajes de jardines alcarreños

 

Un pintor de Guadalajara acaba de abrirnos las ventanas al jardín. Una exposición de Amador Alvarez Calzón, que tiene su espacio en la Sala del Centro Cultural de Ibercaja de nuestra ciudad, nos ofrece desde ayer jueves, y hasta el día 27 de enero, un hermoso caleidoscopio de colores y formas, unas sugerencias fragantes en las que está Guadalajara retratada, íntima y extensa, y están sus jardines interiores, los rincones donde a nuestra tierra le nacen las plantas, se le ponen de dulce y estallan de alegría. Buena falta le estaba haciendo a la ciudad este poco de alegría, este mucho de sol, y esta perspectiva de abierta floralia. Por lo menos, entre los marcos de una exposición.

Jardines interiores

Ni soy crítico de arte ni lo intento. El que tiene Amador Alvarez Calzón está suficientemente juzgado, tanto en las páginas culturales de este periódico, como por múltiples críticos en ocasiones anteriores. Su vigor en el trazo, su control perfecto de las formas, y su imaginación incluso en los retratos de las realidades cotidianas, le hacen sin discusión un hueco señalado en el panorama artístico de nuestro siglo, aquí en la Alcarria. Yo me voy, después de ver su exposición de estos días, más lejos. Me voy a los jardines interiores de Guadalajara, que se miran a medias entre la realidad y la nostalgia, y busco tiestos, palmeras, rayos de luz entre las ramas espesas de los cerezos. Busco, y no encuentro. Porque aquel mágico lugar que era el jardín del palacio de la duquesa de Sevillano, hoy se ha convertido en patio de deportes del Colegio de Maristas. Hasta no hace mucho, -yo lo conocí y lo anduve- era un mundo poblado de riachuelos, de cenadores, de salvajes plantas trepadoras que se alzaban por el tronco del gran cedro, el único reliquio que queda de aquella penumbra. Las rosas cabalgando los paseos, y un viejo jardinero que cortaba aquí, y miraba con parsimonia cómo crecían en primavera los pensamientos. Nada queda de ello, como nada queda de aquel otro lugar mágico del que nos habla Olivier: la casa de doña Pepita Luengas, junto a la «Escuela Laica» en la antigua carretera, donde de pequeño iba con sus hermanas a pasar tardes largas de verano en aquellos oscuros pasadizos hechos de ramas, de peras de San Juan fresquísimas, arrayanes olorosos, rosales íntimos, madreselvas y mirtos lujuriantes: y a comer acerolas y azufaifas dulces que, sin saber de dónde, como de un mítico espacio oriental, caían de los árboles hasta el fondo del estanque en el que unas ranas metálicas escupían sin parar agua fresca y sonora.

Otro jardín que viví, interior y hoy abierto a la ciudad, el de San Francisco, tiene todavía sonoridades templarias. Los grandes árboles, los chopos milenarios, y los solemnes castaños, se mezclaban con las palmeras casi claustrales y algunos pinos benevolentes. En este otoño todavía, para Noviembre, dejaron el suelo cubierto de una alfombra densa, amarilla y roja, cuajada de historias mudas. Y aún guardados los recuerdos de otros jardines que hubo en Guadalajara, musgosos en la primavera, llenos de hormigas y orugas en verano, marcadas sus esquinas de escalofríos en invierno: en la casa de los miradores al principio de San Roque; la que ahora es Cámara de Comercio en la calle Mayor; la casa donde nací, en la Travesía de Santo Domingo…

Jardines abiertos, aunque a medias

Hay otros lugares donde la luz que refleja Amador Alvarez en sus acuarelas, en sus óleos vivos, puede cogerse según se anda. Son los jardines vivos, los jardines abiertos, los que aún tienen su palabra dispuesta. No hay que correr mucho para llegarse hasta Brihuega y allí admirar, soñar incluso dentro, el Jardín de la Fábrica de Paños. Las fuentes y los arbustos, los sauces que arrastran sus faldas, y los bojes que huelen a agua depurada y terrosa, son el mejor contrapunto de un paisaje luminoso como el del valle del Tajuña. Todavía en Brihuega, el gran jardín público de la Alameda de Marís Cristina tiene ese aire entre catedralicio y mentidero donde los pinos y los bancos juegan al ajedrez con las fuentes y los niños.

En la provincia nos salen al paso jardines impensados y robustos: el que en Cifuentes luce todavía dos altas sequoyas traídas de América, frente a las monjas franciscanas de Belén; y en Almonacid de Zorita (cuyo nombre, la Almunia del señor, ya nos habla de huertas y jardinerías moras) es de ver el jardín interior de los condes de Saceda, amén de algunos otros particulares llenos de encanto.

A Sigüenza, ahora tan fría y en tiritona permanente, le brotan susurros de romanticismo cuando en primavera salen flores por el claustro de la catedral. Entre las viejas piedras solemnes del gran templo, se encuentran espacios mínimos donde nace la magia de la planta que habla, el árbol centenario que pone límite ecológico a la historia. Ahí está el detallado estudio de Gonzalo Carpintero sobre los cipreses catedralicios, publicado en el último número de «Ábside».

Y si hay un lugar en la provincia donde el arte se mezcle con increíble acierto a la dulzura jardinera, ese es Lupiana (abierto sólo los lunes, un par de horas por la mañana). El monasterio de San Bartolomé de Lupiana, donde los jerónimos pusieron su asiento primero, y luego los marqueses de Barzanallana, sus últimos propietarios, cuando la iglesia escurialense se hundió, crearon en su centro un estanque, pusieron escaleras y enredaderas por todos lados, y hasta los muros se ocuparon de yedras y malvaviscos trepadores, que componen a la solemnidad renacentista un traje único, maravilloso e inolvidable. Fuera del templo, en el camino que antaño traía a los viajeros hasta la gran casa conventual, los altos olmos y los ágiles álamos se conjugan para crear uno de los jardines más exóticos e increíbles que podemos ver en esta geografía.

Y aún hay más. Amador Alvarez nos ha ofrecido, en su meditado manejo del color y las formas, rincones jardineros, paisajes sucintos en los que ríe el verano, y suena el viento. Pero otros jardines que pudieron ser y nunca llegaron se nos vienen a la cabeza. Así por ejemplo la grande y fantasiosa marea de verdes y mitologías que rodeara al palacio de los duques del Infantado. Sabemos de él que era lugar donde los aristócratas pasaban veladas del verano, donde se admiraban con las estatuas y los laberintos de bojes, y aún donde, en su gran estanque, remaban en una barcaza apartando cisnes y aves acuáticas. Perdidos varios siglos, se quisieron rehabilitar, y sólo se consiguió limpiar el espacio, pero no se obtuvo la creación de un jardín para la ciudad, porque en su círculo no sólo no ha crecido nada de mérito, sino que el lugar se ve invadido, más frecuentemente de lo que sería de desear, por bandas callejeras a las que nadie pone coto.

Jardines de Guadalajara, los de la memoria y los vivos; los que fueron y los que andan queriendo ser. Los que pinta Amador Alvarez, y los que podrían de nuevo construirse (en torno a los conventos, detrás de los palacios, frente a las estatuas de los prohombres). A la sociedad en que vivimos hay que darla algo de esto, hay que darla belleza sobre todo, símbolo y perspectiva. Y algún lugar donde en primavera salgan flores, y el agua corra, sonora y tibia, entre los pies delicados de los arrayanes.

Pastrana, un contraste de luces y de siglos

 

Una año más, una semana más, nuestros pasos se dirigen a Pastrana. Allí sigue todo el misterio de una centenaria cultura, allí se esconde todavía la clave para entender tantas cosas ocurridas en la Alcarria… allí seguirán acudiendo, sin saber qué buscan, pero con la seguridad de emocionarse, turistas y viajeros, o alcarreños que llevaron su peregrinar por el mundo y al fin cayeron en aquella empinada urbanización. Este años, sin ir más lejos, en esta próxima primavera, un gran Congreso científico va a tener por sede a la villa alcarreña de Pastrana. Sabemos a ciencia cierta que la villa señorial y principesca recibirá el acontecimiento como siempre ha hecho, como con gallardía hace en toda ocasión.

Para el viajero, Pastrana levantará, siempre que llegue a ella, imborrables recuerdos. Unos serán personales, de esos que marcan sin regreso la biografía, y otros serán históricos, de aconteceres milenarios, seculares, universales o mínimos, pero con aliento de estatua y risa de manantial: severos o sonrientes, alegres o espeluznantes. Pastrana es una de las pocas villas de nuestra provincia que es capaz de arrancar a la memoria de los hombres su aplauso y su añoranza. Por eso, nunca está de más detenernos un momento a rumiar los recuerdos, nuestros recuerdos, de Pastrana.

No ha llegado nunca a hacerse una completa y racional historia de esta villa alcarreña. Hubo intentos muy certeros. Y ahí está ese libro magnífico, curioso y evocador que redactara a mediados del siglo pasado el presbítero don Mariano Pérez y Cuenca, y que llegó a alcanzar, en su época, dos ediciones, la primera en 1856 y la segunda y última en 1871. Hoy es un «libro raro y curioso» de los que se enseñan a las amistades como extraño espécimen de mariposa selvática.

Este libro pastranero se acerca a la historia «seria y real» de la villa. La trata con amplitud y con toda la responsabilidad crítica que se puede esperar de la época. Pero el valor de la obra se hace fundamentalmente por detenerse en la historia mínima, en la más íntima, en la que detalla las cosas que ocurrían en su momento, y que hoy es quizás la parte que mayor curiosidad despierta.

Así, el presbítero Pérez y Cuenca se entretiene en uno de los capítulos hablando de la venida a menos de la villa. Pastrana había sido, desde la Edad Media, un burgo de importancia creciente, que había recibido primeramente el calificativo de villa por parte de los maestres calatravos, sus señores. Y que luego, ya en el siglo XVI, bajo el dominio de los Silva y Mendoza, duques de Pastrana, y más concretamente del primero de ellos, don Ruy Gómez de Silva, primer ministro con Felipe II, había optado al título de ciudad, y había incluso picado más alto, pues el aristócrata la ofreció al Rey como posible sede de la capital de España, que entonces buscaba el monarca Felipe colocar en algún punto de la Meseta inferior.

Pero Pastrana comenzó su decadencia, después de haber sido centro carmelitano, lugar comercial y fabril, sede de fábricas de tapices, y lugar de asiento de sabios y teólogos. La marcha de sus grandes señores a la capital madrileña, les dejó (pasó igual en Guadalajara con los Infantado) huérfanos de ayudas y estímulos. Al llegar el siglo XVIII, después de haber sufrido diversas guerras, y con especial dureza la primera de los Carlistas contra los Cristinos, Pastrana se encontraba en un estado de progresivo hundimiento, pobreza y languidez social.

Lo mejor sería reproducir las palabras del propio historiador, que nos dice así de la Pastrana de 1856: Triste es el estado que presenta esta villa en todos conceptos: si atendemos a lo material, do quiera que volvamos la vista no descubrimos sino ruinas. Desde que a esta iglesia se le despojó de sus bienes, principió la decadencia del pueblo. Muchas casas de las que aquella poseía se han reducido a escombros, ya por abandono, ya por mezquinas especulaciones. Pastrana nada tiene ya que la dé nombradía: desaparecieron sus fábricas de sedas, desapareció su comercio, y desapareció su iglesia Colegial, y con esta todas sus glorias… Al presente solo cuenta esta villa unos 500 vecinos y unas 2.304 almas. A principios del siglo XVII contaba cerca de 2.000 vecinos. En 1752 tenía 574. No es grande la diferencia con los que hay ahora; mas en esta última época aún era rica, y actualmente es pobre, pues de los trece tornos de seda y tres tintes que entonces contaba, y que eran su riqueza, no ha quedado sino la memoria.

Por esa época, hace algo más de cien años, Pastrana tenía un Ayuntamiento constitucional (libre ya del sistema de señorío, en el que el duque nombraba los cargos del Concejo) dirigido por un alcalde, dos tenientes y nueve regidores, mas el escribano y dos alguaciles. En el tema de la justicia, había un juez, dos escribanos y cuatro procuradores, más otros dos alguaciles. Una oficina de estadística con un empleado, un administrador de los Correos, otro de las rentas estancadas, una cárcel con su alcaide, y un destacamento de la Guardia civil constituían el resto de las fuerzas vivas y elementos de la Administración pública que se encargaban de decir al Gobierno central que Pastrana existía. Además había, en el plano religioso, un sacerdote que tenía el título de Arcipreste, y los frailes franciscanos que vinieron por entonces a ocupar el antiguo convento carmelita de San Pedro, fundando en él un Seminario para misioneros en Filipinas.

Ante tal estado de cosas, que Pérez y Cuenca refiere con ciertos tintes pesimistas, sorprende el momento actual, el que hoy encuentra el viajero al llegar a esta riente y emocionante villa alcarreña. Parece que hoy en Pastrana todo canta y todo florece. Desde su folclore antiguo, hasta la novedosa Feria Apícola que cada año en primavera le crece. Desde los cursos de verano de la Universidad alcalaína, hasta las pastelerías “con encanto”. No solamente el aspecto del lugar, mejor cuidado y arreglado, con sus viejos edificios en pie, con sus callejas adecentadas y olorosas, con la luz de cualquier estación cayéndole como un sonido de trompeta sobre su cielo. Son tantas cosas que de Pastrana puede decirse que todo en ella le da un contraste afortunado con el siglo pasado.

La historia de don Mariano Pérez y Cuenca, la única que hasta ahora hay escrita en torno a Pastrana, debería reeditarse para entretenimiento y solaz de sus actuales habitantes. Sería una forma de recuperar esa facies del pasado que se escapa por muchas vueltas que se le dé a un pueblo, a sus monumentos cuidados, a sus rincones limpios. Esa historia íntima de la villa ducal, que está en los viejos papeles esperando que se la saque a la luz. Ojala pronto podamos contar con ella entre nuestros libros alcarreñistas. Sería sin duda una de las más señaladas joyas de cualquier biblioteca guadalajareña.

De todos modos, la historia de Pastrana está para algunos metida en su tuétano, y para otros, entre los que se incluye este viajero, tiene caras, colores y voces definidos, inolvidables y eternos.