Castillos a cada paso

viernes, 29 diciembre 1995 0 Por Herrera Casado

El castillo de Anguix, desde el aire

Una caminada por las tierras adustas y ya frías de nuestra provincia nos puede deparar sorpresas sin tasa. Aunque en esto de los castillos, ya es difícil. Pero siempre queda el torreón singular que nunca se vio, la buitrera asomada al precipicio donde un montón bien colocado de piedras nos dicen que allí hubo castillejo, y aún ver por vez primera alguno de los casi centenar de fuertes edificios que en la Edad Media sirvieron como refugio, vigías o arietes en la guerra sin fin de aquellos tiempos.

Una nueva publicación acude en nuestra ayuda para mejor saborear estas antiguas arquitecturas. Se trata del libro «El castillo medieval español y su evolución», que ha escrito Jorge Jiménez Esteban, un buen conocedor de la castillología española, y más en particular de la guadalajareña, pues no en balde escribió y vio publicada por Penthalón hace algunos años su obra «Castillos de Guadalajara» en dos tomos.

El recorrido que hace Jiménez Esteban por los castillos españoles en su obra magníficamente ilustrada es de antología. No los recorre por provincias, como se ha hecho hasta ahora, ni por épocas, o dueños, sino en función de su tipología. Y ahí es donde vemos la gran variedad de formas que estos edificios, de los que se han contabilizado e inventariado un total de 5.422 en toda España, tienen y nos entregan para redención de rutinas y acedías. Viajar por España buscando las mil formas y usos de sus castillos es un gustazo al que difícilmente puede uno sustraerse, máxime si se lleva en la mano la obra de Jiménez Esteban.

Los castillos torrejones: Pioz y Torija

Aunque hay muchas formas de castillos, desde el palacio renacentista de La Calahorra a la Casa de la Encomienda de Estremera, o desde la maravilla mudéjar de Coca al ábside fortificado de Palacios Rubios en Avila, no cabe la menor duda que los más espléndidos castillos de España son los torrejones, aquellos que lucen en una de sus cuatro esquinas una gran torre del homenaje, corazón duro e impenetrable de su ser. De esos, que como el de Torrelobatón en Valladolid o el de Medina del Campo, nos salen al encuentro en cada enciclopedia, hay en Guadalajara varios, y hermosísimos. Son los que yo recomendaría que se vieran primero, para mejor captar el sabor de su historia y el pálpito de su fuerza.

Así, cabe recordar la fortaleza, bien cercana a nuestra capital, de Pioz, que se ve rodeada de un foso hondo y toda una línea de defensa en talud dentro de la cual se alza el castillo propiamente dicho, en cuya esquina occidental surge la gran torre del homenaje, ahora desprovista de almenas, pero segura en su invencibilidad. Las palomas atruenan el interior de este castillo que sigue, como hace siglos, en progresiva ruina, mientras unos y otros discuten su posesión y su destino. O el de Torija, este con mayor fortuna, porque ha sido restaurado, paso a paso, por la Diputación Provincial de Guadalajara, que finalmente ha colocado en su interior un Museo inusual y sorprendente: el Museo del «Viaje a la Alcarria», primero en nuestro país que se dedica por entero a un libro. El castillo de Torija, posesión (como casi todos los de mayor envergadura) de los Mendoza en siglos pasados, tiene sus cuatro altos muros bien firmes y con remates, enseñando gloriosa la torre del homenaje en su ángulo oriental, en la que se han puesto, sabiamente dispuestos los pisos con escaleras, muretes, paneles y cristales, todos los recuerdos que era dable materializar del Viaje que por nuestra tierra hiciera Cela hace 50 años: fotografías, cajas de membrillo, una silla de barbero y una ristra de melancolías difíciles de remansar. Un castillo sobrecogedor para un fin doméstico y literario.

Los castillos montanos: Jadraque y Embid

En la tipología castillera que Jiménez Esteban estudia por toda España, destacan también los castillos montanos, aquellos que se alzan sobre la verticalidad o dulzura de los cerros. En nuestra provincia tenemos también varios ejemplares señeros de esta escuela. Pero nos fijamos ahora en dos de ellos: el de Jadraque, junto al río Henares, y el de Embid, allá en la última frontera de Castilla con Aragón, al oriente máximo del Señorío de Molina. Acompañan sus siluetas a estas líneas. El de Jadraque está puesto sobre «el cerro más perfecto del mundo» como de su sustentáculo dijo Ortega. También mendocino, con uso palaciego después de haber servido en la guerra de las fronteras, ha sido adquirido y restaurado por los vecinos de Jadraque, que no llegan a olvidarse del todo de su castillo, aunque a veces se les confunde entre las nieblas de la altura celeste. Sus muros otean el ancho valle del Henares, y desde él se alcanzan (lo he comprobado) las almenas de Sigüenza y los muros del alcázar de Guadalajara. Toda una sabia colocación para mejor vigilar el rastro de un río que, cuando se construyó, en la época que los árabes de Al-Andalus dominaban hasta la orilla izquierda del Henares, servía de frontera entre dos reinos, entre dos religiones, entre dos formas radicalmente de entender la vida.

Embid es el ejemplo máximo del castillo recóndito, silencioso, abandonado. También vigilante sobre su oterillo del valle del río Piedra, tenía por misión ser atalaya y defensa de la frontera de Castilla contra Aragón. En torno a sus muros se dieron fuertes batallas durante los siglos XIV y XV. Luego, abandonado e inútil, fue pasto de la soledad, de las inclemencias del tiempo y, ya al final de sus días (que son estos en que vivimos) tuvo que pasar por ser frontón de mocedad -mocedad que ya ni acude por aquellos pagos- y apoyo de antenas televisivas que le llevaran a las gentes molinesas la imagen de cantantes de pantalón-campana y concursos de a millón la pregunta. Ya ni eso. Hace unos inviernos, el frío y la dejadez permitieron que su torre principal se viniera abajo con estrépito (en la fotografía adjunta aún está en pie).

Castillos de las fronteras

Guadalajara fue tierra de frontera. Atienza vigiló el paso de moros y cristianos desde su alta torre. Sigüenza sirvió de sede a los obispos. Cifuentes cobijó las ensoñadas rimas de don Enrique el Nigromántico. Zorita alojó a los caballeros calatravos en su lucha continua contra el Islam. Y Galve tuvo arrestos siempre para otear el paso de la Somosierra, allí más dulce aunque no menos fría. Guadalajara entera cuajada de castillos. Que tampoco hace mucho han visto sonreír sus mejores estampas en esa inolvidable y única obra de Layna Serrano que titula «Castillos de Guadalajara». Parece como si unos y otros se aliaran en pregonar tanta hermosura. Un patrimonio impresionante, único en el mundo, suculento, anonadador. Un patrimonio que, desde dentro, como siempre ocurre, se mira con indiferencia, cuando no con desprecio. Pero que desde las cuatro esquinas del mundo asombra y se pone como meta ensoñada de cualquier viaje.

¡Qué suerte tenemos de contar con ellos aquí al lado! Hoy a Pioz, mañana a Torija. La semana que viene a Jadraque, a Embid o hasta Arbeteta. Decenas, ristras de nombres, catálogos de imágenes que nunca se borrarán de nuestros ojos, nunca dejarán de palpitar en el almario más íntimo de nuestros recuerdos.